El cine nació como una atracción de feria. La posibilidad de captar imágenes en movimiento y proyectarlas ante un público, gracias al invento del cinematógrafo por obra de los hermanos Lumière, fue aprovechado por éstos para montar un negocio rentable mediante cortos que no llegaban al minuto y que mostraban escenas de la vida cotidiana: trabajadores saliendo de una fábrica, la llegada de un tren a una estación ferroviaria, bañistas lanzándose al mar desde un muelle, obreros demoliendo un muro, por mencionar algunos ejemplos. Los hermanos Lumière no vieron entonces el potencial que tenía su invento, llegando a afirmar que «el cine es una invención sin ningún futuro».

En ese entonces no se imaginaban que habían dado inicio a lo luego que se conocería como el Séptimo Arte, una expresión cultural que sirve no sólo para retratar documentalmente la realidad, sino también para contar historias ficticias —ancladas en la realidad o en la fantasía—, para expresar ideas y sentimientos, para experimentar con imágenes, para enriquecer la condición humana. «El cine debe ser más grande que la vida», ha dicho una vez el cineasta español Álex de la Iglesia.

Por cierto, no me refiero a ese cine comercial que sigue siendo atracción de feria, buscando atraer espectadores a través de tramas banales, efectos especiales que fungen de golosina para los ojos y cuyo único fin es el entretenimiento de las masas y las ganancias de los productores.

El creador del lengua cinematográfico propiamente dicho fue David Wark Griffith (1875-1948), quien no se limitó a grabar teatro filmado con cámara fija, sino que aplicó para entonces nuevas técnicas —entre ellas, movimiento de cámara, ángulos diversos y la edición del film tal como se conoce hasta ahora— en su película “El nacimiento de una nación” (“The Birth of a Nation”, 1915). Narrando la historia de dos familias en el contexto de la Guerra de Secesión y las consecuencias posteriores, Griffith plasma una obra de aires épicos, pero a la vez polémica, pues defiende el supremacismo blanco y justifica el racismo. El retrato heroico del Ku Klux Klan que presenta Griffith en su película sirvió para el renacimiento de esta nefasta institución en los Estados Unidos del siglo XX. Curiosamente, el lenguaje cinematográfico tal como lo conocemos nació de la mano de una propuesta política cuestionable, precursora del fascismo.

Pero también hay obras del cine que van en la dirección contraria. Tomemos el ejemplo de Fritz Lang (1890-1976), autor de varias obras maestras del cine mudo y sonoro. Su film mudo de ciencia-ficción “Metropolis” (1927) fue la primera de las pocas películas que han sido recogidas para su conservación en el programa Memoria del Mundo de la UNESCO. Pero fueron sus dos primeras películas sonoras las que sufrirían posteriormente censura durante el régimen nazi, debido a su trasfondo político.

En “M” (1931) Lang describe el ambiente de paranoia en una ciudad —que parece ser Berlín— debido a las acciones de un escurridizo asesino de niños, cuya identidad nadie sabe, lo cual hace que todos sospechen de todos. En su búsqueda del asesino, la policía realiza frecuentemente redadas, realizando muchas veces detenciones arbitrarias y abusando de su poder. El crimen organizado, cuyas actividades delictivas se ven amenazadas por las continuas redadas de la policía, decide también por su parte unirse a la búsqueda del asesino con el fin de eliminarlo, para lo cual recurre a la asociación de mendigos, a los cuales remunera por sus servicios. En la escena final, cuando el asesino Hans Beckert es capturado por miembros del crimen organizado, habrá una pantomima de juicio en un sótano, donde los cabecillas de la mafia harán de jueces que ya tienen la decisión tomada (pena de muerte) antes de que comience el juicio e independientemente de lo que diga la defensa del acusado. Una clara referencia al nazismo que estaba tomando fuerza en esos últimos años de la República de Weimar, a lo cual se suma al abuso de autoridad de las fuerzas policiales que representan al Estado. La película de Lang también reflexiona sobre lo que el pueblo está dispuesto a entregar por un poco de seguridad: su apoyo al crimen organizado y su libertad. Como ocurrió efectivamente cuando a Hitler le fue concedido el puesto de canciller en la agonizante democracia alemana de 1933.

La otra película sonora de Lang, “El testamento del Dr. Mabuse” (“Das Testament des Dr. Mabuse”, 1933), es una secuela de la película muda en dos partes “El doctor Mabuse” (“Dr. Mabuse der Spieler”, 1922), también dirigida por Lang, que pretendió ser un cuadro de los tiempos de la República de Weimar. El Dr. Mabuse, una mente criminal que quiere dominar el mundo a través del terror, no es sólo una representación del poder del mal, fruto de una psique sociopática, sino que es símbolo de todos los factores negativos de la sociedad alemana después de la Primera Guerra Mundial. El dinero falso sin valor creado por Mabuse refleja al marco alemán casi sin valor durante la hiperinflación a causa de la impresión excesiva de dinero por parte de la República de Weimar para pagar las reparaciones de guerra. Los vaivenes del mercado de valores, las salas de juego, la delincuencia desenfrenada y las miserables condiciones de vida de los pobres que se muestran en en el film son reflejo de la situación en Alemania en ese momento.

En “El testamento del Dr. Mabuse”, éste, recluido en el asilo psiquiátrico del Dr. Baum, escribe sus planes criminales, que extrañamente van siendo ejecutados por una banda criminal. Cuando el inspector Lohmann —el mismo que aparece en “M”, la anterior película de Lang— consigue seguirle la pista al Dr. Mabuse, éste fallece repentinamente, pero su espíritu sigue ejerciendo su poder hipnótico y realizando sus planes a través del Dr. Baum —quien admira a Mabuse como si si tratase de un genio— y de otros miembros del hampa. El objetivo de Mabuse en la película consiste en establecer un “reinado del crimen”, a lograrse mediante la intimidación y el terror hacia la población. También se aborda el tema del método de trabajo burocrático y dividido en tareas de la «organización», en la que casi nadie cuestiona el sentido de sus actos criminales individuales —por ejemplo, el asesinato de testigos—. El método principal para la transmisión de órdenes dentro de la organización son medios técnicos anónimos como notas, teléfonos y altavoces. Lang afirmó en 1943, en una nota que escribió para una proyección de la película en Nueva York, que ésta debía entenderse como una alusión crítica a los nacionalsocialistas, cuyo líder Adolf Hitler había escrito su obra programática “Mi lucha” (“Mein Kampf”) en prisión. Según Lang, a los criminales se les habían puesto en la boca consignas y creencias del naciente estado nazi.

Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda del Tercer Reich, anotó sobre esta película en su diario: «Muy emocionante. Pero no se puede aprobar. Instrucción para el crimen». La película fue prohibida el 29 de marzo de 1933.

“M” también había sido prohibida poco después de que los nazis tomaran el poder, no obstante lo que Joseph Goebbels había anotado en su diario, interpretando mal obra: «Por la noche, vi con Magda la película ‘M’ de Fritz Lang. ¡Fabulosa! Contra el sentimentalismo humanitario. ¡A favor de la pena de muerte! Bien hecha. Lang será nuestro director algún día. Es creativo». Sueño que nunca se cumplió, pues poco después de la prohibición de la película sobre Mabuse, Lang huyó a París y al año siguiente migro a los Estados Unidos para rodar películas para la Metro-Goldwyn-Mayer. Peter Lorre, el intérprete del asesino en “M”, ya había huido anteriormente debido a a su ascendencia judía.

Era evidente que Goebbels terminó comprendiendo la crítica velada al nazismo que encerraban ambas películas, por lo cual su prohibición —en un régimen que no permitía la libertad de expresión— era una medida que se desprendía necesariamente de su ideología autoritaria

Goebbels dirigió la producción cinematográfica alemana de la época nazi, que incluyó algunas películas de propaganda política, pero en su mayoría productos comerciales de consumo mayoritario, que tenían tan buena calidad como ligereza y banalidad, rodados por directores mediocres que no tuvieron ningún problema en agachar la cabeza ante el poder dominante del fascismo alemán. Son películas que hubieran podido competir con lo que producía Hollywood en ese momento (dramas, comedias, musicales), pero que difícilmente despertaban la reflexión y más bien conducían a la satisfacción con una vida burguesa sin ninguna crítica al estado de las cosas y sin mayores horizontes.

¿Qué tiene esto que ver con la recientemente aprobada ley de cine de Adriana Tudela, congresista de Avanza País, quien ha dicho: «Lo que se ha establecido en la nueva ley es una cláusula que es sumamente razonable y de sentido común, que establece que el Estado no debe financiar proyectos cinematográficos que tengan publicidad, que puedan favorecer partidos o movimientos políticos, ni que atenten contra principios constitucionales del Estado de derecho»? Al igual que Goebbels durante el el Tercer Reich, propone que el Estado examine los guiones y determine si éstos cumplen con las condiciones indicadas, lo cual se presta a interpretaciones subjetivas y a la denegación de financiamiento para proyectos cinematográficos que sean críticos del Estado peruano y de sus instituciones. En otras palabras, una forma velada de censura, contraria a los principios democráticos y a la libertad de expresión. Parecería que Tudela sólo quiere que cuenten con posibilidades de realización los proyectos cinematográficos que exalten al Estado peruano y a los líderes de la derecha, que puedan ser utilizados con fines turísticos o que cuenten con temáticas inocuas pero grandes posibilidades comerciales para satisfacción de la mentalidad burguesa limeña.

Lo que sí está fuera de toda duda es que Adriana Tudela no sabe nada de cine como arte y que el arte auténtico nunca ha sido puramente decorativo, sino que siempre ha tenido un carácter subversivo, que invita al cambio y a comprometerse por una humanidad mejor, libre y sin cadenas mentales ni espirituales.

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No todo es malo en el Sodalicio, dicen algunos. Hay mucho de bueno en él, sobre todo en la vida comunitaria. No lo puedo negar. La razón por la que permanecí tantos años en la institución fue por los momentos de felicidad allí experimentados, que ayudaban a soportar los abusos que uno tenía que sufrir. No hay otra manera de explicar el atractivo que ejercía el Sodalicio sobre jóvenes y adolescentes, siendo quizás ésa la razón por la que la institución sigue contando con tantos defensores acérrimos y miembros cautivos.

En honor a la verdad, tengo que reconocer que era más frecuente ver a Figari sonriente que con rostro adusto; que Germán Doig, por lo general, siempre tuvo un trato respetuoso y cordial hacia mí; que las mejores Navidades de mi vida las pasé en las comunidades sodálites; que los momentos comunitarios, aunque a veces podían ser duros e invasivos de la privacidad de las conciencias, solían ser momentos de gozo compartido, de risas joviales y alegría contagiosa.

No extraña que la canción “Vivir entre hermanos” del grupo Takillakkta, una versión rimada y musicalizada del Salmo 133, se haya convertido en el Sodalicio prácticamente en un himno que ensalza la vida comunitaria:

Reunidos todos juntos / al calor de la hermandad / de cristianos combatientes, / amigos de la verdad, / muy alegres celebramos/y con el salmo cantamos:

Es cosa linda entre hermanos / el vivir en buena unión / como frasco de loción / derramado en abundancia / que llena con su fragancia / el poncho del viejo Aarón.

Sin embargo, toda esta felicidad sodálite tenía un precio muy alto, un costo humano cuyo valor no se llegaba a conocer hasta que aparecían las primeras grietas en ese muro de ensueño, y que tuvieron trágicas consecuencias de por vida para muchos de los que tomamos la decisión de separarnos de la institución. Pues lo que uno entregaba era su libertad, su proyecto de vida, sus oportunidades de desarrollo personal, su futuro, su pensamiento y su conciencia para poder gozar de esa felicidad que terminaba despojándolo a uno de su propia identidad. Era sólo una quimera, un canto de sirena que terminaba estrellándolo a uno contra las rocas de un mar proceloso y desconocido.

No se trata de un fenómeno nuevo. Algo semejante describe el escritor y periodista Sebastian Haffner (1907-1999) —cuyo verdadero nombre era Raimund Pretzel— en un su libro “Historia de un alemán. Los recuerdos 1914-1933” (“Geschichte eines Deutschen: Die Erinnerungen 1914-1933”, BestBook, Stuttgart/München 2004), terminado en 1939 pero publicado póstumamente.

Por consejo de su padre, Haffner había iniciado estudios en derecho. Una vez que Hitler llega al poder, como abogado en formación (pasante) tuvo que participar en el otoño de 1933 en una capacitación “ideológica” y entrenamiento militar en el campamento de pasantes de Jüterbog (Brandenburgo). Lo que describe en su libro sobre la “camaradería” de los participantes en el campamento apenas se diferencia de la “vida comunitaria” de los sodálites de las casas de formación y de comunidad.

«Gemí y traté con todas mis fuerzas de no seguir pensando. Me di cuenta de que estaba completamente atrapado. Nunca debí haber ido al campamento. Ahora estaba atrapado en la trampa de la camaradería.

Durante el día no había tiempo para pensar ni oportunidad para ser “yo”. Durante el día, la camaradería era una dicha. Sin duda alguna, florece una especie de dicha en tales “campamentos”, precisamente la dicha de la camaradería. Era una dicha correr juntos por el campo en la mañana, estar desnudos bajo los cálidos chorros en el cuarto de duchas, compartir juntos los paquetes que de vez en cuando llegaban de casa, compartir juntos la responsabilidad de algo que uno u otro había hecho, ayudarse unos a otros en mil pequeñeces y apoyarse mutuamente, confiar absolutamente el uno en el otro en todos los asuntos del día, tener batallas y peleas infantiles juntos, no diferenciarse en nada el uno del otro, nadar en una gran corriente de confianza y familiaridad ruda y segura… ¿Quién puede negar que todo eso es felicidad? ¿Quién puede negar que en el carácter humano hay algo que justamente anhela esto y que en la vida civil, normal y pacífica, rara vez obtiene  merecido reconocimiento?»

Con tono implacable, Haffner concluye por experiencia que «precisamente esta dicha, precisamente esta camaradería, puede convertirse en uno de los medios más terribles de deshumanización».

¿Se puede medir el valor de esta camaradería por el gozo que proporciona? Nuestro autor tiene sus dudas:

«El hecho de que haga feliz por un tiempo, no cambia nada en lo más mínimo. Corrompe y deprava al ser humano como ningún alcohol u opio lo hace. Lo incapacita para una vida propia, responsable y civilizada».

Los siguientes fragmentos también se pueden aplicar a lo que es el sentimiento comunitario en las comunidades sodálites. Si no supiéramos que está describiendo prácticas del nazismo, podríamos creer que está pintando un cuadro de lo que ocurre ad intra en el Sodalicio.

«La camaradería, para empezar por lo más central, elimina por completo el sentido de la responsabilidad personal, tanto en el sentido civil como, peor aún, en el religioso. La persona que vive en la camaradería está exenta de toda preocupación por la existencia, de toda dureza en la lucha por la vida. Tiene su campamento en el cuartel, tiene su comida y su uniforme. Su rutina diaria está prescrita de hora en hora. No necesita preocuparse lo más mínimo. Ya no está bajo la dura ley de “cada uno por sí mismo”, sino bajo la generosa y suave de “todos para uno”. Es una de las mentiras más irritantes que las leyes de la camaradería sean más duras que las de la vida civil individual. Son, más bien, de una blandura debilitante y solo se justifican para los soldados en la guerra real, para el hombre que debe morir: el pathos de la muerte es lo único que permite y soporta esta dispensa enorme de la responsabilidad de la vida. Y se sabe cuán incapaces son a menudo incluso los guerreros valientes que han vivido demasiado tiempo en el blando cojín de la camaradería para volver a encontrar su lugar en la dureza de la vida civil».

«…la camaradería ineludiblemente fija el nivel intelectual en el escalón más bajo, en el último nivel accesible. No tolera discusión; la discusión, en el compuesto químico de la camaradería, inmediatamente toma el color de queja y disputa, y es un pecado mortal. En la camaradería no prosperan los pensamientos, sino solo las ideas colectivas de la forma más primitiva, y éstas son inevitables; quien quiera escapar de ellas, se colocaría fuera de la camaradería».

«Era notorio cómo la camaradería activamente desintegraba todos los elementos de individualidad y civilización. El ámbito más importante de la vida individual que no se integra fácilmente en la camaradería es el amor. Pues bien, la camaradería tiene su arma contra eso: el chiste grosero. Todas las noches en la cama, después de la última ronda, se contaban chistes groseros con una especie de ritual. Esto forma parte del programa de hierro de toda camaradería masculina. Y nada es más erróneo que la opinión de algunos autores que ven en ello una salida para la sexualidad insatisfecha, una satisfacción sustitutiva y cosas por el estilo. Estos chistes no resultaban estimulantes ni lascivos; al contrario, su propósito era hacer que el amor pareciera lo más desagradable posible, acercándolo a la digestión y convirtiéndolo en objeto de burla. Los hombres que recitaban versos obscenos y usaban palabras vulgares para referirse a partes del cuerpo femenino, negaban así que alguna vez habían sido tiernos, enamorados, sinceros, que se habían esforzado por ser atractivos y habían usado palabras dulces para las mismas partes del cuerpo… Se mostraban rudamente por encima de tales dulzuras civilizadas».

Curiosamente, se trata de experiencias que yo mismo he vivido de manera muy similar en el Sodalicio de Vida Cristina. Las conclusiones de Haffner son demoledoras:

«…la tan alabada, inofensiva y bella camaradería masculina tiene algo verdaderamente demoníaco, profundamente peligroso. Los nazis sabían muy bien lo que hacían al imponerla como forma de vida normal sobre todo un pueblo. Y los alemanes, con su escasa aptitud para la vida individual y la felicidad individual, estaban terriblemente dispuestos a aceptarla, tan dispuestos y ávidos de cambiar los delicados, crecidos y aromáticos frutos de la peligrosa libertad por el embriagador fruto, cómodamente disponible a la mano, opíparo y jugoso de una camaradería general, indiscriminada y degradante…»

«Es como estar bajo un hechizo. Uno vive en un mundo de sueños y embriaguez. Se es tan dichoso en él y, al mismo tiempo, tan terriblemente minusvalorado. Tan satisfecho consigo mismo, y al mismo tiempo tan ilimitadamente horrible. Tan orgulloso, y tan sumamente vil e infrahumano. Uno cree estar caminando en las cumbres, pero se está arrastrando en la ciénaga. Mientras dure el hechizo, casi no hay remedio que valga contra él…»

Es ésta la felicidad que se ha vivido en el Sodalicio, cuyos efectos embriagadores se asemejan como copia al carbón a los de la camaradería nazi, la cual actúa —según Haffner— como un veneno: «los venenos pueden hacer feliz, el cuerpo y el alma pueden anhelar venenos, y los venenos pueden ser curativos e indispensables en su lugar. Sin embargo, siguen siendo venenos». Un veneno que la mayoría de los sodálites siguen dispuestos a tomar, ciegos al lado de oscuro de su felicidad sectaria.

Como limeño de nacimiento perteneciente a una clase media acomodada, crecí en los años 60 y 70 del siglo pasado en un ambiente donde se consideraba la homosexualidad, la transexualidad y otras formas de identidad sexual diversas a la binaria tradicional (hombre-mujer) como perversiones propias de personas con problemas de salud mental. Curiosamente, coincidía con la época en que la Asociación Estadounidense de Psiquiatría retiraba la homosexualidad de su manual de trastornos mentales en 1973, paso que seguiría la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el año 1990. Con la transexualidad se haría lo mismo recién en el año 2019, cuando la OMS publica una actualización de su Clasificación Internacional de Enfermedades, la CIE-11.

Sin embargo, en el Perú parece que estos datos, basados en los actuales avances de las ciencias médicas y psiquiátricas, parecen no haber llegado a conocimiento de los responsables del Poder Ejecutivo, y en concreto del Ministerio de Salud, lo cual se refleja en el “Decreto Supremo N° 009-2024-SA que modifica el Decreto Supremo N° 023-2021-SA, que aprueba la actualización del Plan Esencial de Aseguramiento en Salud – PEAS”, de fecha 9 de mayo de 2024 y firmado por Dina Boluarte (Presidenta de la República),  José Arista (Ministro de Economía y Finanzas) y César Vásquez (Ministro de Salud).

Tomando como referencia el ahora obsoleto CIE-10, señalan como enfermedades mentales identidades de género que ningún especialista que se respete consideraría ahora como trastornos relativos a la salud mental. Dice el documento:

B) CONDICIONES ASEGURABLES DE LA PERSONA CON ENFERMEDAD: 

(…)

153. Persona con problema de salud mental

(…)

b) Diagnósticos CIE-10

(…)

F64.0 Transexualismo

F64.1 Transvestismo de rol dual

F64.2 Trastorno de la identidad de género en la niñez

F64.8 Otros trastornos de la identidad de género

F64.9 Trastorno de la identidad de género, no especificado

(…)

F65.1 Transvestismo fetichista

(…)

F66.1 Orientación sexual egodistónica

(…)

No está en discusión que las personas con identidades de género diversas tengan derecho a acceder al Plan Esencial de Aseguramiento en Salud (PEAS). Lo que resulta cuestionable es que se considere la condición sexual de estas personas como una enfermedad, lo cual abriría la puerta a tratamientos arbitrarios e innecesarios, unido a discriminación social y laboral. La cual ya existe de hecho en la sociedad peruana, pero que no tiene por qué ser afianzado conceptual y legalmente por parte de las más altas autoridades del país.

En el trasfondo parece estar la enseñanza de muchas iglesias cristianas —entre ellas la Iglesia católica— que siguen considerando cualquier orientación sexual que se aparte de la heterosexualidad pura como una anormalidad, aun cuando bajo el pontificado del Papa Francisco se haya dado cabida a una mayor tolerancia hacia las personas de sexualidad diversa, como dice un documento vaticano del 8 de abril de 2024:

«La Iglesia desea, ante todo, “reiterar que toda persona, independientemente de su tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida con respeto, procurando evitar ‘todo signo de discriminación injusta’, y particularmente cualquier forma de agresión y violencia”. Por ello, hay que denunciar como contrario a la dignidad humana que en algunos lugares se encarcele, torture e incluso prive del bien de la vida, a no pocas personas, únicamente por su orientación sexual» (Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe “Dignitas infinita sobre la dignidad humana”, 08.04.2024).

Sin embargo, el mismo documento rechaza lo que denomina la teoría de género, argumentando que ésta «pretende negar la mayor diferencia posible entre los seres vivos: la diferencia sexual. Esta diferencia constitutiva no sólo es la mayor imaginable, sino también la más bella y la más poderosa: logra, en la pareja varón-mujer, la reciprocidad más admirable y es, por tanto, la fuente de ese milagro que nunca deja de asombrarnos que es la llegada de nuevos seres humanos al mundo».

Aunque no se mencione explícitamente, esta doctrina se sustentaría en un texto bíblico (Génesis 1, 27) que dice:

«Y creó Dios al hombre a su imagen,

a imagen de Dios lo creó;

varón y hembra los creó».

Sin embargo, no sólo no se toma en cuenta que los textos bíblicos deben ser entendidos e interpretados según el contexto en que fueron escritos, sino también que, como continuamente se ha repetido para salvaguardar la verdad de la Biblia, ésta no se puede tomar como sustento y prueba de cuestiones científicas, incluidas las biológicas. Los estudios de género, basados en investigaciones médicas y biológicas, han llegado la conclusión de que las sexualidad humana es mucho más compleja que la reducción al binomio hombre-mujer, y comprende no sólo elementos biológicos, sino también psicológicos y sociales. Y contrariamente a lo que dice el texto vaticano, no existe en los estudios de género la pretensión de negar la diferencia sexual, sino más bien de reconocer la compleja multiplicidad de las identidades y orientaciones sexuales, que no se reduce a solamente dos colores, sino que abarca metafóricamente todos los colores del arco iris.

Sobre la pretensión de negar teorías y hechos científicos referentes a las identidades sexuales humanas sobre la base de textos bíblicos, se puede citar lo que declaró la teóloga católica austriaca Ilse Müllner (1966- ), catedrática de teología bíblica en el Instituto de Teología Católica de la Universidad de Kassel (Alemania), en una entrevista publicada el 16 de octubre de 2018 en el portal katholisch.de:

«…de la Biblia no se puede deducir en absoluto cómo debe posicionarse hoy en día una persona cristiana en relación con el tema de la homosexualidad. Primero, porque la Biblia no dice nada sobre la homosexualidad tal como la entendemos hoy. Y segundo, porque los actos sexuales que se describen en ella siempre deben ser considerados dentro de su respectivo contexto cultural y socio-histórico. Las concepciones de una pareja homosexual no existían en ese entonces. De esto se habla recién desde principios del siglo XIX. […]

No se pueden utilizar estos pasajes en contra de la homosexualidad tal como se entiende hoy en día, ya que no tratan sobre una relación amorosa duradera entre personas del mismo sexo. Esto se debe saber antes de utilizar tales citas para argumentar. En Levítico se rechaza cuando un hombre se acuesta con otro hombre como con una mujer. Con esto se describe el coito anal entre hombres. Pero no se trata de una relación homosexual. Se trata de un acto sexual que se condena porque no se considera beneficioso para la comunidad. Esto se hace evidente en el contexto, donde también se rechaza, entre otras cosas, el coito con una mujer menstruante, es decir, no fértil en ese momento. En la literatura narrativa, a menudo se hace referencia a Génesis 19. Aquí se pretende humillar a los invitados que llegan a la ciudad de Sodoma, de ahí el término sodomía, mediante el acto sexual. Nuevamente, no se trata de relaciones homosexuales. En cambio, se pretende que los hombres sean violados por un grupo de otros hombres. Se trata de violencia xenófoba. En este pasaje bíblico, se pone de manifiesto la relación entre sexualidad y poder. Este vínculo es algo con lo que debemos lidiar, especialmente en relación con el escándalo de abusos. […]

…en la antigüedad, un acto sexual entre hombres estaba definido por una relación de poder. No se trataba de una relación de igualdad, sino de demostrar quién era poderoso y rico y quién dominaba sexualmente al otro como si fuera un esclavo. Aquí se habla del hombre adulto y del muchacho, del superior y del inferior. La sexualidad también puede convertirse en un arma de guerra, algo que conocemos hasta el día de hoy. Pablo se opuso a esta práctica antigua de una sexualidad basada en el poder entre hombres en su Carta a los Romanos. Por eso condena el coito entre hombres como “contra la naturaleza”. Lo que se puede aprender del estudio de los textos bíblicos es que no se trata de juzgar actos sexuales individuales, sino que la sexualidad siempre se vive en relación y en el contexto de las comunidades, es decir, tiene funciones sociales».

Y que la sexualidad cumple funciones sociales y no depende de una función reproductiva exclusivamente en el marco de una familia tradicional es algo que no logra ver con claridad hasta ahora la cúpula clerical de la Iglesia católica. Pareciera que en su moral la sexualidad estuviera marcada con el sello de la impureza y la suciedad moral, la perversión y el desenfreno, el pecado y la culpa, de los cuales se redime sólo si el fin de reproducción de la especie está de una u otra manera presente en un contexto familiar legitimado por el matrimonio. Por eso mismo, no faltan las voces, particularmente en Alemania, que exigen una reforma de la moral sexual católica, más acorde con los descubrimientos de la ciencia, la experiencia cotidiana de las personas y la condición humana.

Al clasificar determinadas identidades sexuales como enfermedades o desviaciones, muchas iglesias cristianas y el Estado peruano demuestran que los enfermos no son las personas con identidad sexual diversa, sino ellos mismos. Y en este caso parecería que se trata de una enfermedad cancerígena incurable, que ha hecho metástasis en varios sectores de la sociedad peruana.

El trecho en carretera desde el pueblo de Lambsheim (Renania-Palatinado) —donde actualmente resido— hasta la ciudad de Dortmund (Renania del Norte-Westfalia) es de unos 330 kilómetros, pero el pasado sábado 27 de abril valía la pena hacer ese recorrido de entre tres y cuatro horas. Pues en Dortmund, en un evento organizado por las Misiones Católicas de Habla Española, iba a dar una conferencia —“Sanando las heridas espirituales provocadas por el maltrato”— el sacerdote español Luis Alfonso Zamorano (nacido en 1974), miembro de la Fraternidad Misionera Verbum Dei.

Para mayor detalle, el P. Zamorano realizó labor pastoral en Chile durante veinte años y es magíster en acompañamiento psico-espiritual por la Universidad Alberto Hurtado de los jesuitas, con sede en Santiago de Chile. También es autor de un informe sobre las Siervas del Plan de Dios, la comunidad de monjas fundada por Luis Fernando Figari, detallando en ese informe los graves abusos que se cometieron en perjuicio de muchas de sus integrantes, similares a los abusos que muchos experimentamos en el Sodalicio de Vida Cristiana. Según lo dicho por el P. Zamorano en su conferencia en Dortmund, de esta comunidad se habrían retirado unas cincuenta monjas, veinticinco de las cuales sufrirían de fibromialgia, «una enfermedad crónica que se caracteriza por dolor musculoesquelético generalizado, con una exagerada hipersensibilidad […] en múltiples áreas corporales y puntos predefinidos […], sin alteraciones orgánicas demostrables” (Wikipedia en español). Lo cual confirmaría lo que muchos sospechábamos: que la espiritualidad sodálite sería un caldo de cultivo de muchas enfermedades, sobre todo psíquicas y psicosomáticas.

Para muchos de los asistentes, en su mayoría jóvenes católicos residentes en Alemania y provenientes de varios países de Latinoamérica, lo que escucharon del P. Zamorano fue algo novedoso. Si bien para mí nada de lo que dijo fue algo que yo ya no supiera, lo que sí me sorprendió es escuchar por primera vez de labios de un cura católico una exposición tan detallada y estructurada sobre la temática de los abusos en la iglesia católica, sin intentar una justificación sembrada de excusas encubridoras, atribuyendo el problema a unas cuantas manzanas podridas, como ya hemos escuchado en varias ocasiones de clérigos desde los más altos niveles hasta de quienes ostentan poca autoridad, manteniendo la creencia en la santidad de un sistema eclesiástico que, tal como existe en la actualidad, propicia que se cometan abusos.

El P. Zamorano fue deconstruyendo varios de los mitos que existen sobre los abusos en la Iglesia:

– que el abuso sexual es lo mismo que violación, cuando en realidad abarca una amplia gama de acciones, muchas de las cuales pueden darse sin que haya habido contacto físico entre el abusador y su víctima;

– que los niños olvidan rápidamente lo sucedido, sobre todo si se trató solamente de tocamientos, cuando en realidad bastan unos cuantos segundos para marcar un antes y un después en toda una vida;

– que sólo los varones menores de edad sufren abusos, cuando en realidad también hay muchos abusos en perjuicio de niñas;

– que el abusador suele ser una persona extraña o ajena a la víctima, cuando en realidad forma parte del entorno cercano de la víctima, es una persona de confianza y suele despertar la simpatía de quienes le conocen;

– que el abusador es una persona con trastornos psicológicos o con una sociopatía, cuando en realidad esto no tiene que ser cierto, y el abusador suele ser la mayoría de las veces una persona considerada normal pero con carencias afectivas;

– que la homosexualidad de algunos clérigos y religiosos tendría una relación directa con los abusos, cuando en realidad no existe esa relación, pues eso sería como atribuirle a la heterosexualidad la existencia de tantas violaciones de mujeres;

– que la justicia y reparación son menos importantes que la sanación espiritual y psicológica y, por lo tanto, las víctimas no deberían necesariamente exigirlas y deberían contentarse con poder dar vuelta a la página, cuando en realidad la justicia y reparación forman parte importante del proceso de sanación;

– que las víctimas, sobre todo en contextos cristianos, deben perdonar a sus agresores para lograr la paz interior, cuando en realidad el perdón no puede ser exigido como requisito a ninguna víctima, pues se trata de una decisión autónoma que ésta tomará o no, si lo considera necesario y se encuentra preparada para hacerlo, resaltando además que el perdón no significa de ninguna manera renunciar ni a la justicia ni a la memoria de lo sucedido.

Respecto a este último punto, señaló que el tema del perdón suele ser manipulado para revictimizar a los afectados por abusos, sobre todo cuando éstos, con todo derecho, no están todavía dispuestos a perdonar.

Pero tal vez lo mas interesante es que el P. Zamorano incidió en que a cualquier abuso le precede un abuso espiritual, utilizando el abusador no sólo la autoridad y el ascendiente que le da su investidura religiosa para perpetrar el delito, sino también la misma religión como justificación de sus actos. «Las víctimas llegan a creer que Dios es cómplice del abuso», ha declarado una vez el P. Zamorano. Y por eso mismo, para muchos el proceso de sanación pasa por un rechazo de toda creencia religiosa.

Luis Alfonso Zamorano ha plasmado sus reflexiones e investigaciones en dos libros:

“Ya no te llamarán ‘abandonada’: Acompañamiento psico-espiritual a supervivientes de abuso sexual (2019)” y “Te llamarán ‘mi favorita’: Sanando la herida espiritual provocada por los abusos” (2024), ambos publicados por la editorial católica española PPC.

Como también es cantautor, el P. Zamorano terminó su ponencia cantando, acompañado de su guitarra, una canción sobre el tema de sanación de las heridas, compuesta por él mismo. Como yo también lo soy, le hice llegar vía WhatsApp una grabación casera con una canción que compuse hace más de un lustro y que lleva el título de “Sobreviviente”.

Esta canción —hecha de la carne, hueso y sangre de mi propia biografía, como otras muchas que he compuesto— adquirió un significado especial para mí durante el encuentro efectuado en septiembre de 2023 en Roma, organizado por Ending Clergy Abuse, una asociación internacional de víctimas de abuso eclesial. Había en ese encuentro sobrevivientes de abusos originarios de países de los cinco continentes, creyentes y no creyentes, personas de diversa orientación sexual (heterosexuales, homosexuales, transgénero), todos comprometidos en acabar con el abuso que el sistema eclesiástico favorece y permite. Las manifestaciones pidiendo “tolerancia cero” para los abusadores y encubridores que los protegen las efectuamos cerca del Vaticano, con cobertura de la prensa internacional. En otro momento quienes hablábamos español tuvimos una reunión aparte en el hotel, al final de la cual canté mi canción “Sobreviviente” a viva voz, poniendo en ella alma, corazón y vida. Terminada mi interpretación, había lágrimas en la mayoría de los ojos y comprendí lo que también me escribió el P. Zamorano después de escucharla: «es un tema potente».

He aquí la letra de esta canción mía:

SOBREVIVIENTE

Autor y compositor: Martin Scheuch

adiós infancia querida / que ya no revivirás / ahogada por la inmundicia / de quien fingía bondad

adiós juventud perdida / que ya nunca gozarás / de los delirios de savia nueva / descubriendo la vida / ventura que fue encerrada / secuestrada / aprisionada / enrejada en su corazón

jamás te rendiste en tu guerra / sobreviviente / jamás sometiste tu esfera / sobreviviente / aunque estrías severas / surquen tu alma y cantera / pero no tu madera / sobreviviente

quisiste alcanzar una estrella / sobreviviente / quisiste alumbrar primaveras / sobreviviente / restañando las mellas / en tu huella señera / izarás tu bandera / sobreviviente

adiós inocencia mordida / por fauce tan criminal / el colmillo de la insolencia / fachada de santidad

adiós libertad herida / soñando volver a volar / en la frescura de la insurgencia / sin temor ni obediencia / fraguando una firme entraña / liberada / germinada / emancipada de la sumisión

jamás te rendiste en tu guerra / sobreviviente / jamás sometiste tu esfera / sobreviviente / aunque estrías severas / surquen tu alma y cantera / pero no tu madera / sobreviviente

quisiste alcanzar una estrella / sobreviviente / quisiste alumbrar primaveras / sobreviviente / restañando las mellas / en tu huella señera / izarás tu bandera / sobreviviente

cuerda valiente / piedra sangrante / rueda sufriente / vena doliente

voz inquietante / sol renaciente / luz transparente / sobreviviente

Para terminar, quiero citar unas declaraciones que el mismo P. Zamorano le hizo en marzo de 2019 al periódico digital español Público:

«El abuso sexual es el Everest de todos los traumas. No lo digo yo, sino el pianista James Rhodes, y te puedo asegurar que lo he constatado. Es como un bombazo en el aparato psíquico del menor con consecuencias impredecibles. Fíjate que los psiquiatras para describir las consecuencias psicológicas que sufren estas víctimas usan el término de estrés post traumático, el mismo que se da a los supervivientes de las guerras. Los abusados son auténticos supervivientes, es una hazaña seguir adelante después de algo así».

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abuso espiritual, abuso sexual, Iglesia católica

Hace 55 años, en febrero de 1968, los Beatles —junto con sus esposas y asistentes— llegaron a la India para participar en un curso de meditación trascendental en el ashram del gurú Maharishi Mahesh Yogi, lo cual impulsaría en la banda una ola de composición creativa que nos ha dejado como legado unas 30 canciones, 18 de las cuales fueron incluidas en el álbum blanco “The Beatles”, obra maestra del rock.

Ringo Starr regresaría a Inglaterra sólo diez después, aburrido ante lo que le parecía un campamento familiar. Paul McCartney se iría después de un mes de estadía debido a que tenía otros compromisos comerciales. John Lennon y George Harrison permanecerían cerca de seis semanas, dejando repentinamente el ashram tras desacuerdos financieros con el Maharishi, a lo cual se sumaron rumores del comportamiento inadecuado que éste tenía con algunas de sus discípulas. Incluso se habló de un intento de abuso sexual de la actriz Mia Farrow, que también se encontraba allí.

 

Como consecuencia, Lennon escribiría una de las canciones más polémicas de los Beatles, originalmente intitulada “Maharishi”, pero que luego —a fin de evitar controversias y problemas en su difusión comercial— fue renombrada como “Sexy Sadie”, convirtiendo al personaje al que está dedicado en una mujer y quitándole algo de la mordiente que originalmente tenía.

Estos son algunos extractos de esta canción:

Sexy Sadie, what have you done?

You made a fool of everyone

You made a fool of everyone

Sexy Sadie, oh, what have you done?

Sexy Sadie, you broke the rules

(Sexy Sadie, ¿qué has hecho?

Le tomaste el pelo a todos

Le tomaste el pelo a todos

Sexy Sadie, oh, ¿qué has hecho?

Sexy Sadie, rompiste las reglas)

Sexy Sadie, how did you know?

The world was waiting just for you

The world was waiting just for you

Sexy Sadie, oh, how did you know?

Sexy Sadie, you’ll get yours yet

However big you think you are

However big you think you are

Sexy Sadie, oh, you’ll get yours yet

We gave her everything we owned just to sit at her table

(Sexy Sadie, ¿cómo lo supiste?

El mundo te esperaba sólo a ti

El mundo te esperaba sólo a ti

Sexy Sadie, oh, ¿cómo lo supiste?

Sexy Sadie, aún recibirás lo tuyo

Por muy grande que creas que eres

Por muy grande que creas que eres

Sexy Sadie, oh, aún recibirás lo tuyo

Le dimos todo lo que teníamos solo para sentarnos a su mesa)

Tras esta experiencia, Lennon se convertiría en un crítico mordaz de las religiones organizadas desde una postura humanista atea, mientras que McCartney optaría por una espiritualidad deísta en privado y sin publicidad, mientras que Starr y Harrison —sobre todo este último— mantendrían en público y en privado una admiración por las religiones védica e hinduista de la India.

Las prácticas abusivas de la organización de la Meditación Trascendental, fundada por el Maharishi Mahesh Yogi, serían develadas posteriormente en el documental “David Wants to Fly” (2010) del cineasta alemán David Sieveking, quien, llevado por su admiración hacia el renombrado director de cine David Lynch —uno de los promotores de la Meditación Trascendental— recibiría autorización para hacer un documental sobre el grupo para finalmente descubrir prácticas sectarias y —cómo no, por supuesto— un gran negocio de millones dólares a su sombra.

Harrison se reconciliaría posteriormente con el Maharishi, y McCartney y Starr participaron en 2009 en un concierto de la Fundación David Lynch para recaudar fondos para la Meditación Trascendental. Tanto Harrison como McCartney consideraron que lo que se dijo sobre el Maharishi fueron simplemente rumores no corroborados, y creyeron en su inocencia.

Sin embargo, lo que describe Lennon en su canción encaja perfectamente dentro de lo que se conoce como “abuso espiritual”, el humus donde se incuban los demás abusos en organizaciones que pretenden darle un sentido último a la vida de sus integrantes.

Curiosamente, no fue en un contexto arreligioso donde tal vez se haya usado por primera vez este término, sino en el ámbito cristiano en los Estados Unidos. En 1991 apareció publicado el libro “The Subtle Power of Spiritual Abuse” (“El sutil poder del abuso espiritual”). Sus autores son David Johnson, pastor evangélico de la Iglesia de la Puerta Abierta (The Church of the Open Door), y Jeff VanVonderen, conferencista y consultor especializados en temas de adicción, iglesia y bienestar familiar. Se trata de un libro escrito por cristianos para cristianos.

Queda claro desde un principio que la religión no es el problema, sino el uso abusivo que hacen de ella algunos líderes y consejeros espirituales con puestos de responsabilidad en las iglesias cristianas, si bien lo que dicen podría aplicarse también a organizaciones fuera del ámbito cristiano. Y dentro de esa lógica, sustentándose en citas bíblicas —sobre todo del Nuevo Testamento—, muestran cómo en una vivencia auténtica del mensaje cristiano original y su ética no hay lugar para los abusos espirituales que se constatan en las iglesias cristianas.

La definición que dan ambos autores es la siguiente:

«El abuso espiritual es el maltrato de una persona que necesita ayuda, apoyo o un mayor empoderamiento espiritual, con el resultado de debilitar, socavar o disminuir ese empoderamiento espiritual».

En otras palabras, el abuso espiritual daña profundamente a las personas que lo sufren, pues afecta su núcleo más íntimo, aquél que lo vincula con la trascendencia y le da sentido a su vida.

Los autores señalan siete características de los sistemas abusivos espirituales y detallan los efectos sobre las víctimas de estas relaciones basadas en la vergüenza (o humillación), cosa que ellos designan como “impotencia aprendida”.

1. Postura de poder (de los líderes), que tiene como consecuencia una imagen distorsionada de Dios; alto nivel de ansiedad basado en otras personas o circunstancias externas; un deseo exagerado de complacer a los demás; una alta necesidad de ser castigado o pagar por errores para sentirse bien; ignorar tu «radar» porque estás siendo «demasiado crítico»; alta necesidad de estructura; dificultad para decir «no»; permitir que otros se aprovechen de ti.

2. Preocupación por el rendimiento, que lleva al perfeccionismo, o rendirte sin intentarlo; hacer sólo aquellas cosas en las que eres bueno; falta de autodisciplina; no poder admitir errores ni cometerlos; visión de Dios como más preocupado por cómo actúas que por quién eres; no poder descansar cuando estás cansado; no poder divertirte sin sentirte culpable; alta necesidad de aprobación de los demás; sentido de vergüenza o autojustificación; ser exigente con los demás; eres duro con tus hijos, o no esperas lo suficiente de ellos; visión negativa de uno mismo, incluso odio hacia uno mismo; autocrítica negativa; avergonzar a los demás; habilidades defensivas (culpar, racionalizar, minimizar, mentir); dificultad para perdonarse a uno mismo; dificultad para aceptar la gracia y el perdón de Dios; sentirse egoísta por tener necesidades; preocupación excesiva por rescatar a otros de las consecuencias de sus comportamientos.

3. Reglas tácitas (no expresas), que lleva a tener un gran «radar», o la habilidad para coger la tensión en situaciones y relaciones; capacidad para descifrar los mensajes ambiguos de los demás; decir las cosas en código en lugar de decir las cosas directamente; hablar de las personas en lugar de hablar con ellas; esperar que los demás conozcan tu código; interpretar otros significados en lo que dicen las personas.

4. Falta de equilibrio, que deviene un una alta necesidad de controlar los pensamientos, sentimientos y comportamientos de los demás; estar desconectado de los propios sentimientos, necesidades y pensamientos; suponer qué es normal; enfermedades relacionadas con el estrés; permitir continuamente que personas no seguras se acerquen; formas extremas de negación, incluso delirio.

5. Paranoia, que lleva a la sensación de que si algo está mal o te molesta, tú debes haberlo causado; la sensación de que si hay un problema, tú debes resolverlo; sentir que nadie más te entiende; sentirse amenazado por opiniones que difieren de las tuyas; temer tomar riesgos saludables; desconfiar o tener miedo de los demás; establecer límites que mantienen alejadas a las personas seguras; sentimientos de culpa cuando no has hecho nada malo; dificultad para confiar en las personas.

6. Lealtad fuera de lugar, que conduce a la necesidad obsesiva de tener la razón; ser crítico con los demás; interrogar a los demás con intensidad; mente cerrada; miedo a ser abandonado; posesivo en las relaciones.

7. Código de silencio, que te convierte en puramente autoanalítico; rebelándose contra la estructura; sentirse solo; llevar una doble vida; ser intermediario de mensajes para las personas; incapacidad para pedir ayuda.

Quienes hemos pasado por el Sodalicio de Vida Cristiana hemos experimentado muchos de estos síntomas, lo cual demuestra que estábamos inmersos en un sistema espiritual abusivo, que en algunos ha llevado a echar por la borda todo tipo de creencia y práctica religiosa en bloque (incluso las manifestaciones auténticas), mientras que otros hemos tenido que reconstruir nuestro sistema espiritual y nuestra relación con la trascendencia dentro de otras coordenadas. Ambas han sido estrategias de supervivencia, que —según el caso— nos han permitido encontrar nuevamente el verdadero rostro de nuestra humanidad. Lo triste del asunto es que no todos lo logran, y los efectos deshumanizadores del sistema sodálite, producidos por el abuso espiritual, persisten en ellos.

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Estimado José Antonio:

Sí. Te digo “estimado” porque te he conocido personalmente desde que en el año 1978 el Sodalicio se cruzó en mi vida, y luego he vivido en comunidades sodálites, compartiendo contigo el mismo techo y pan, sentándome contigo a la misma mesa y compartiendo contigo momentos de vida comunitaria. Incluso, antes de ser cura, fuiste mi primer superior en diciembre de 1981, en la comunidad Nuestra Señora del Pilar ubicada entonces en el jirón Alfredo Silva en Barranco, muy cerca del Museo Pedro de Osma. En esa comunidad que recién se inauguraba compartimos techo juntos al principio Eduardo Field, Alfredo Draxl, Alberto Gazzo, Virgilio Levaggi, José Ambrozic y Alejandro Bermúdez. ¿No te resulta sorprendente que, salvo el de Field, todos estos nombres estén relacionados con la cultura de abusos que se vivió en el Sodalicio? Y tú, como superior de todos nosotros, encargado de dirigir la vida comunitaria de acuerdo a las directivas de Luis Fernando Figari —a quien seguías a pie juntillas y nunca te atreviste a contrariar—, ¿niegas hasta ahora que formaste parte de esa cultura de abusos?

Yo, entonces un joven de 18 años, con la confianza e ingenuidad propias de esa edad, confiaba absolutamente en las buenas intenciones de todos aquellos que, como tú, formaron parte de la generación fundacional del Sodalicio, y no abrigaba ninguna suspicacia contra nadie. No era consciente del lavado de cerebro y la manipulación de conciencia de la cual había sido objeto, pues la vida se presentaba abierta a ideales de grandeza y esperanzas de contribuir a cambiar el mundo, para convertirlo “de salvaje en humano, y de humano en divino”, como continuamente se nos repetía. Y a mantener esa ilusión contribuían los gratos momentos de vida comunitaria, que opacaban los severos castigos que a veces recibíamos.

Muchos se preguntan cómo pudimos soportar agresiones físicas y psicológicas, sin protestar ni rebelarnos. Eso se explica porque el anzuelo que nos atrapaba tenía también una carnada jugosa y sabrosa, unos momentos de vida fraterna que nos parecían la gloria, donde podíamos sentir una cierta alegría y un sentimiento de compañerismo y fraternidad que nunca habíamos experimentado de igual manera fuera de la comunidad. Nos sentíamos felices de ser “amigos en Cristo”. Pero, sin saberlo, eso ocurría a costa de nuestra libertad y sólo funcionaba mientras uno mantuviera una fidelidad férrea al ideal sodálite y nunca cuestionara nada.

En ese sentido, puedo decir que nunca he pasado mejores Navidades que aquellas que pasé cuando, después de la Misa del Gallo, nos reuníamos los miembros de todas las comunidades de Lima para compartir la cena navideña y representar sketches que nos hacían reír a carcajadas. Tú mismo, José Antonio, te disfrazaste una vez de Batman y apareciste junto con Alfredo Ferreyros disfrazado de Robin, para hacer una parodia —donde te llamaban Fatman por tu consabida corpulencia abdominal— que  nos hizo reír con tu consuetudinaria simpatía.

Porque hay que reconocerlo. Siempre has sido una persona simpática, de carácter risueño, muy sentimental y cariñosa, que se preocupaba por los otros miembros de la comunidad. Eras afable en el trato y no utilizabas palabras groseras ni insultos cuando hablabas con alguien, ni siquiera con tus subordinados, a diferencia de otros sodálites con responsabilidad, que estaban habituados al lenguaje grosero y a los insultos, comenzando por el mismo Luis Fernando Figari.

Recuerdo algunos momentos en que te mostraste muy humano. Como, por ejemplo, cuando en la segunda mitad de los 80, vivíamos en la comunidad Nuestra Señora del Pilar, que estaba situada temporalmente en Juan José Calle 191 en La Aurora (Miraflores), pues la minera que le había cedido en usufructo al Sodalicio la casona de Barranco necesitaba hacer uso de ella. Nuestro superior era Luis Ferroggiaro, que todavía no había sido ordenado sacerdote. Hay que tener cuenta que, según las normas del Sodalicio, los sacerdotes no pueden ser superiores de comunidad. Curiosamente Ferroggiaro, quien fue despedido en ese entonces del Colegio Markham y se le negó el permiso para seguir siendo profesor de religión, también ha sido acusado, ya siendo sacerdote en Arequipa, de haber abusado sexualmente de un menor.

Un día llegaste afligido a la casa porque, regresando de la residencia de Figari en Santa Clara, se te había cruzado un borracho en la Av. Circunvalación y lo atropellaste, causándole la muerte. Ferroggiaro encargó que se alquilara una película en video para distraerte, y elegimos “Escape en tren” (“Runaway Train”, Andrei Konchalovsky, 1985) porque sabíamos que te gustaban las películas de acción y nos hacías reír imitando el sonido de las ametralladoras de Arnold Schwarzenegger en dos de tus películas favoritas: “Commando” (Mark Lester, 1985) y “Predator” (John McTiernan, 1987). Pusimos la película, y en el momento en que un hombre del siniestro alcaide Ranken es descendido con una cuerda desde un helicóptero hacia la locomotora del tren sin frenos donde están los dos reclusos evadidos interpretados por Jon Voight y Eric Roberts, el agente es arrollado por el tren y cae bajo sus ruedas, encontrando la muerte. En ese momento, José Antonio, te levantaste de tu sillón y te retiraste a tu dormitorio. Nos dio pena, porque no sabíamos que el film iba a recordarte el accidente que había ocurrido, del cual terminarías saliendo judicialmente libre de polvo y paja.

Hay que añadir que tus gustos cinematográficos eran bien pedestres. Además de violentas películas de acción, te gustaban las de la serie “Locademia de policía” (“Police Academy”). Recuerdo una vez que Jorge Ríos y yo te acompañamos mientras veías en video un film de la serie. Te arrastrabas de risa ante cada ocurrencia burda y grosera de la trama, mientras Jorge y yo nos aburríamos, sin que nos causara gracia tanta vulgaridad. Pero una vez si te quejaste ante el superior cuando organice un cine-fórum con agrupados universitarios para mostrarles “La naranja mecánica” (“A Clockwork Orange”, Stanley Kubrick, 1971), pues te parecía una película inmoral, una valoración conforme con tu visión ultraconservadora de la moral y el arte. Pues nunca fuiste de correr riesgos, y siempre seguiste con lealtad incondicional los principios sodálites de Figari y mantuviste una postura conservadora y rígida en temas de fe católica y moral, que te ha llevado a descalificar a personas que piensen distinto a ti y a cerrarte al diálogo.

En ese sentido, ayudaste a a aplicar medidas humillantes contrarias a la dignidad de las personas, aunque lo que hizo no se diferencia sustancialmente de lo que hicieron otras personas con cargos de responsabilidad en el Sodalicio, sin que se pueda saber si eras consciente de la gravedad de lo que hacías. Al igual que yo, fuiste testigo de una multitud de abusos en comunidades sodálites. Te confieso que me demoré más de una década en comprender que lo que vi eran realmente abusos, pues había sufrido una reforma del pensamiento (o control mental) tal como el que se suele dar en organizaciones sectarias y durante mucho tiempo creí que los abusos dentro de las comunidades sodálites eran en realidad procedimientos legítimos dentro de una institución católica donde se busca la perfección cristiana. Y a pesar de que tú colaboraste activamente en aplicar la medida de aislamiento que sufrí en diciembre de 1992 en la comunidad Nuestra Señora del Pilar situada nuevamente en Barranco—medida que me llevaría a huir en una noche con toque de queda hacia una de las comunidades de formación de San Bartolo, donde pasaría siete meses atormentado a diario por pensamientos suicidas—, no catalogué eso entonces como un abuso, pues todavía no me había librado de la férula mental del Sodalicio y todavía seguí creyendo que era yo el que había fallado, que yo tenía la culpa de lo sucedido. Por eso mismo, te pedí que oficiaras mi matrimonio religioso el 29 de noviembre de 1996, en una ceremonia que, sin lugar a dudas, fue hermosa e impresionante por los cientos de invitados que asistieron y las palabras emotivas que brotaron de tu rostro sonriente. Yo no sabía entonces que tú ya habías tenido conocimiento de los abusos sexuales perpetrados por Virgilio Levaggi, y lo encubriste, así como también encubrirías posteriormente a Jeffery Daniels, cuyos abusos fueron conocidos por toda la cúpula sodálite.

Pero seguías llevando el veneno del Sodalicio en tu alma, y esa sonrisa tuya podía convertirse en la sonrisa del Joker cuando te burlabas de un confráter sodálite que estaba siendo sometido a un trato humillante, como ocurrió con José Enrique Escardó.

Y cuando llegaste a ser obispo, parece que los humos se te terminaron subiendo a la cabeza, pudiéndosete aplicar las palabras que el noble inglés Lord Acton le aplicó al Papa Pío IX: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

José Antonio, tenías todas las cualidades para ser un sacerdote ejemplar y un pastor preocupado por el Pueblo de Dios, pero preferiste ponerte al servicio de una institución sectaria, defendiendo su imagen contra aquellos que subjetivamente considerabas enemigos de la Iglesia y del Sodalicio, haciendo buenas migas con autoridades corruptas —tanto políticas, judiciales, militares como policiales—, protegiendo negocios turbios de empresas vinculadas al Sodalicio, contratando a abogados histriónicos y circenses para que tuerzan el derecho a tu favor y, sobre todo, callando en todos los colores sobre los abusos sexuales, psicológicos y físicos que se perpetraron en el Sodalicio, principalmente en las comunidades sodálites, e ignorando a las víctimas y sus sufrimientos. Lo mínimo que hubieras podido hacer es pedir perdón por haber contribuido a la cultura de abuso del Sodalicio, al que tanto amas por encima de la justicia y de la misericordia que tanto predicas. A estas alturas, creo que eso es mucho pedirle a un jerarca de la Iglesia que se regodeó en su poder, de quien aun guardo —lo confieso— recuerdos gratos por varios momentos compartidos juntos cuando aún afloraba el lado luminoso de su humanidad, ese lado luminoso que fue echado a perder por esa hidra de siete cabezas que es la institución sodálite.

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Papa Pio IX, Sodalicio

Uno de los mayores casos de abusos sexuales de menores en Alemania fue el de la Escuela de Odenwald, un internado de línea pedagógica experimental. Y no estuvo relacionado con la Iglesia católica ni con ninguna otra iglesia cristiana, pues se trataba de una institución educativa laica. Una investigación oficial realizada en el año 2010 determinó que había 132 víctimas identificadas entre 1965 y 1998, y 18 docentes abusadores, entre ellos Gerold Becker, quien fuera director de la escuela entre 1972 y 1985. Según un estimado, podrían haber unas 300 víctimas más.

Sin embargo, las denuncias no se iniciaron recién en el 2010, año en que en Alemania comenzó la ola de destapes de abusos sexuales contra menores en instituciones gracias a la iniciativa del jesuita Klaus Mertes, entonces director del Colegio Canisio de Berlín, quien dio a conocer a la opinión pública los abusos cometidos en décadas anteriores por dos docentes jesuitas de la institución. 

Ya en el año 1999, a través de un artículo del periodista Jörg Schindler en el Frankfurter Rundschau, se hicieron públicos por primera vez testimonios de exalumnos de la Escuela de Odenwald, según los cuales, durante las décadas de 1970 y 1980, el entonces director de la escuela, Gerold Becker, había abusado sexualmente de varios estudiantes de manera sistemática y durante un largo período de tiempo. Andreas Huckele —quien había sido alumno de la Escuela de Odenwald entre 1981 y 1988, y fue protegido en el artículo bajo el seudónimo de Jürgen Dehmers- y otra víctima conocida por el seudónimo de Thorsten Wiest le habían escrito anteriormente en junio de 1998 una carta al entonces director de la escuela, Wolfgang Harder, y a 26 empleados, confrontándolos con estas acusaciones y exigiendo consecuencias, después de enterarse de que Becker había regresado a la Escuela de Odenwald a principios de 1998 como profesor sustituto. Huckele le había escrito además dos cartas a Becker en 1997 y 1998, solicitando una respuesta de este último. La dirección de la escuela simplemente comunicó que Gerold Becker «no había refutado las afirmaciones de los afectados ante la junta directiva y había renunciado a sus funciones y responsabilidades en la asociación gestora y en la asociación promotora de la Escuela de Odenwald». La junta directiva, que había investigado las acusaciones, llegó a la conclusión de que, después de casi 15 años de ocurridos los hechos, éstos ya no eran «penalmente relevantes».

El artículo de Jörg Schindler, publicado a página completa en el Frankfurter Rundschau, no gatilló un debate público significativo, ni otros medios informaron al respecto, ni tampoco hubo reacción de las autoridades políticas y judiciales. En cambio, Florian Lindemann, en ese momento portavoz de los exalumnos, criticó duramente la cobertura del caso en una carta al editor publicada posteriormente. Acusó a Schindler de «periodismo sensacionalista». La investigación penal sobre el caso de Becker ya había sido archivada en 1999 por la Fiscalía de Darmstadt debido a que los presuntos delitos ya habían prescrito.

En resumidas cuentas, no pasó nada. Tendría que transcurrir poco más década antes de que se tomaran cartas en al asunto, lo cual llevaría al declive de la institución escolar y a su cierre definitivo en septiembre de 2015 por problemas financieros.

¿Podemos establecer un paralelo entre este caso y las primeras denuncias contra el Sodalicio de Vida Cristiana publicadas en un medio de difusión masiva —como era la revista Gente—, provenientes de la pluma de José Enrique Escardó?

Ciertamente, Escardó publicó seis columnas entre octubre y noviembre del año 2000 en su columna semanal El Quinto Pie del Gato, y sus denuncias no fueron replicadas por ningún otro medio. Pasaría más de una década hasta que el año 2011 las primeras denuncias de abusos sexuales cometidos por Germán Doig y Luis Fernando Figari fueran publicadas en Diario16, entonces dirigido por Juan Carlos Tafur, y en el año 2015 Editorial Planeta publicara la investigación periodística “Mitad monjes,mitad soldados” de Pedro Salinas y Paola Ugaz, donde se designaría a Escardó como «el primer denunciante», aunque sus denuncias sobre abusos psicológicos y físicos no incluían ninguna sobre abuso sexual. Asunto irrelevante, dado que los primeros tipos de abusos pueden tener consecuencias iguales, o incluso más graves, que los abusos sexuales, y constituyen el sustrato para que en ocasiones se cometa agresiones sexuales. 

Antes de la publicación de los artículos de Escardó ya habían habido denuncias periodísticas y académicas contra el Sodalicio de Vida Cristiana, aunque de corte distinto. En los años 70 y 80 aparecieron espóradicamente en el Diario de Marka, un periódico de izquierda, críticas al Sodalicio y a Figari por su cercanía a grupos fascistoides de extrema derecha y por su oposición a la teología de la liberación del Padre Gustavo Gutiérrez, corriente de pensamiento que terminó siendo avalada como teológicamente inobjetable por la Congregación para la Doctrina de la Fe (Ciudad del Vaticano) y el Papa Francisco 

El primero en resaltar por escrito el carácter sectario del Sodalicio fue José Luis Pérez Guadalupe en el año 1991, en su tesis para optar al grado de licenciado en teología, intitulada “Las sectas en el Perú”. Un resumen de la tesis fue publicado posteriormente por el Centro de Investigaciones Teológicas de la Conferencia Episcopal Peruana en el año 1991, con el título de “Las sectas en el Perú: Los ‘nuevos movimientos religiosos’”, y vendido en su local de Jesús María. Si bien el libro se ocupaba principalmente de las sectas evangélicas presentes en el Perú, en una parte de este escrito Pérez Guadalupe hablaba de características sectarias que se presentaban también en grupos que formaban parte de la Iglesia católica, a saber, el Opus Dei, el Camino Neocatecumenal y el Sodalitium Christianae Vitae. Recuerdo que los curas sodálites Jaime Baertl y José Eguren movieron influencias para que el libro dejara de ser vendido, sin lograrlo. Aun así, la publicación no tuvo una difusión de alcance masivo, como sí lo tenía la revista Gente.

¿Qué factores contribuyeron para que las denuncias de Escardó cayeran en saco roto? Puedo adelantar algunas hipótesis.

Uno de los factores puede ser el medio donde publicó sus columnas. Gente era considerada una revista frívola, que no estaba a la altura de otras revistas periodísticas consideradas más serias como Caretas, Oiga y Sí. Ciertamente incluía algunos reportajes, pero estaba más centrada en temas de farándula, de espectáculos, de alta sociedad, de variedades y deportes. Además, la columna de José Enrique Escardó tampoco tenía mucho peso en el ámbito periodístico, pues siendo el hijo de Enrique Escardó, el director de la revista, se sospechaba que se la había asignado una columna semanal más por motivos de parentesco que por sus méritos profesionales.

El siguiente factor que atentó contra la difusión de las denuncias fue el estilo sensacionalista en que estaban redactados los artículos. Era evidente la intención del articulista de escandalizar a sus lectores, contándoles una serie de incidentes chocantes. «Hoy contaré otra historia que escandalizará a mis lectores y, como les dije antes, tengo muchas otras guardadas que iré contando cada semana».

Todos los incidentes abusivos que Escardó narra ocurrieron realmente. Yo mismo lo puedo corroborar, pues fui testigo de algunos, otros me fueron narrados de primera mano o yo mismo u otros sufrimos abusos parecidos. Sin embargo, faltaba en los artículos un contexto donde situarlos, pues Escardó no explicaba qué es el Sodalicio, cómo funcionaba, cómo eran las estructuras que permitieron el abuso, qué tipo de inserción tenía el Sodalicio en la Iglesia católica, etc. En otras palabras, lo que él escribió no cumplía con todos los estándares periodísticos, lo cual a ojos de muchos le restaba objetividad, aunque —como ya he señalado— nada de lo que cuenta es falso o inventado. Quizás en ese entonces no se hallaba en situación de realizar esta tarea, ya sea por falta de experiencia, ya sea por la carga emotiva que le causaba su animadversión a la Iglesia católica.

Y éste es otro de los puntos que quizás hayan impedido la difusión y acogida de sus denuncias. Pues en su primera columna del 26 de octubre de 2000, titulada “Extirparé la raíz del miedo”, introducía lo que iba a contar en el marco de una rabiosa perorata contra la Iglesia católica. «Llegó el momento de empezar a decir las cosas como son. Que nadie se deje atemorizar por curas o líderes laicos de la iglesia, que de santos tienen menos que yo de católico. […] Estoy harto de los abusos de la iglesia y de que metan la nariz donde nadie les ha pedido». Si bien Escardó tiene razón en muchas de sus críticas, no tiene en cuenta que la Iglesia no se reduce a lo que hagan muchos de sus jerarcas, ni tampoco tiene en cuenta que muchos católicos que se siguen considerando parte de la Iglesia entendida como Pueblo de Dios y comunidad viva de creyentes también comparten muchas las críticas que él tiene.

El título de cuatro de sus columnas —”Los abusos de los curas”— también resultó inapropiado, pues de entre los personajes abusadores que menciona con nombre y apellido sólo uno es cura, a saber, José Antonio Eguren. En realidad, los abusadores más notables del Sodalicio han sido laicos. Hablar de los abusos de los curas termina distorsionando la verdadera compresión de la problemática de abusos del Sodalicio.

Un año después, el 20 de noviembre de 2001, se emitió en Canal N el primer reportaje periodístico sobre el Sodalicio de Vida Cristiana, realizado por Diego-Fernández Stoll, durante el programa “Entre Líneas“, que conducía la periodista Cecilia Valenzuela. En el programa también se entrevistó a José Enrique Escardó y al psicólogo Jorge Bruce.

Allí se presentaba de manera seria y documentada el marco contextual que le faltaba a las columnas publicadas en Gente. Y allí José Enrique Escardó pudo hablar, de manera más serena, sobre las mismas experiencias abusivas que había sufrido durante su permanencia en el Sodalicio, sin la sazón emocional que habría arruinado el impacto efectivo que podrían haber tenido sus artículos escritos. En el programa de Canal N rezumaba sincera objetividad y fidedigna credibilidad.

Por supuesto, seguía siendo un ave solitaria, pues muchos de los que aún estábamos procesando nuestra experiencia sodálite aún no habíamos superado del todo el formateo mental efectuado por el Sodalicio o no estábamos en condiciones de narrar públicamente lo que habíamos sufrido.

Quiero agradecer a José Enrique Escardó por el valor que tuvo de hablar, de abrir trocha y camino, aunque su denuncia original no haya estado exenta de desaciertos en la forma y en el tono.

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curas, Sodalicio, vida cristiana

Johanna Beck, nacida en 1983, ha sido vocera del Comité Asesor de Víctimas de Abusos de la Conferencia Episcopal Alemana, puesto para el que fue elegida en el año 2020. Por su compromiso contra el abuso de poder en la Iglesia, fue galardonada en 2022 con el Premio Herbert Haag en Lucerna (Suiza), que se otorga a personas y grupos, ya sea por publicaciones, conferencias e investigaciones que “promueven la libertad y el humanitarismo dentro de la Iglesia”.

¿Pero cuál es la historia de esta católica comprometida que lucha desde dentro contra los abusos en la Iglesia católica? Ella misma lo ha contado en su libro “Haz nuevo lo que te quiebra” (“Mach neu, was dich kaputt macht”, Herder, Freiburg im Breisgau), publicado en 2022.

Johanna Beck creció y se educó en un ambiente católico tradicional y conservador, bajo la sombra de la Katholische Pfadfinderschaft Europas (KPE) —en español Asociación Católica de Scouts de Europa—, formalmente miembro de la Union Internationale des Guides et Scouts d’Europe (UIGSE).

La KPE, a la cual pertenecía su madre, define su misión de la siguiente manera: «A través de la educación scout promovemos de manera integral a niñas y niños. De esta manera, pueden convertirse en personas cristianas responsables, que desarrollan sus habilidades y talentos, configuran sus vidas desde la fuerza de la fe y asumen responsabilidad por la sociedad y la Iglesia».

Suena bonito, pero la realidad era otra. Johanna recuerda que a los seis años escuchó una prédica del Padre Hönisch, fundador de la KPE en 1976, donde hablaba de una purificación de la humanidad a través de catástrofes y desgracias, provocadas por el abandono de la fe y la búsqueda desmedida de progreso. Por eso mismo había que vivir habitualmente en gracia de Dios y recurrir a los medios que Él ofrecía, en particular los sacramentos, con insistencia en la confesión por lo menos una vez al mes y la comunión frecuente unida a la participación en la Santa Misa. Tampoco había que olvidar las oraciones diarias, sobre todo del Santo Rosario, y en casa mantener una vela encendida ante la imagen de la Madre de Dios. Se trataba de una lucha del Diablo por cada alma, para alejarla del cielo. En el rechazo de Dios, Satanás y los ángeles demoníacos caídos estaban unidos con la humanidad incrédula e impía. Ni qué decir, parecía la versión alemana del Sodalicio de Vida Cristiana.

Eso ocasionó que Johanna tuviera una infancia plagada de miedos. Miedo a haber cometido un pecado y, por eso mismo, a ser castigada por Dios con una enfermedad o incluso con la muerte. Miedo a quedarse dormida antes de haber finalizado su oración vespertina, y así abrirle una puerta al Diablo. Y sobre todo terrible miedo a la gran “batalla final” entre el Bien y el Mal, entre Dios y Satanás, de la cual sólo podrían salir indemnes aquellos que hubieran llevado una vida libre de pecado. «Continuamente nos sugerían: has fallado, has hecho algo mal, has pecado. Es muy difícil salir de eso y con eso trabajan también grupos como la KPE. […] El miedo de los miembros y la baja autoestima les da poder a los líderes», señalaría Johanna Beck durante una presentación de su libro.

A los once años se une formalmente a las chicas scouts , estando obligada a cumplir mandatos como «una scout es pura en pensamientos, palabras y obras» y «una scout se domina a sí misma, ríe y canta en medio de las dificultades». Y es en ese momento que también entra en su vida un sacerdote, a quien llama con el seudónimo de Padre Dietmar, un clérigo de figura corpulenta, pantalones de pana negros gastados y mirada penetrante que le resulta desagradable desde un principio. De talante jovial y suelto, le gustaba contar chistes lúbricos que eran festejados por sus seguidoras femeninas con risas histéricas.

El Padre Dietmar era omnipresente en los campamentos de las chicas scout. Las acompañaba en sus actividades recreativas, durante las comidas comunitarias, celebraba Misa y otras actividades de oración, y se enfrascaba en largas divagaciones sobre “la pureza y la castidad”, su tema preferido. Y, por supuesto, las chicas debían confesarse con él, pero no en un confesionario con tabique separador, sino en el bosque, en salas de reuniones o en habitaciones libres de miradas ajenas. La sexualidad, bajo el pretexto de la “práctica de la castidad”, era un tema que siempre afloraba en él, no sólo en la confesión sino también en las charlas y ejercicios espirituales. Se sentía responsable de la castidad de las jóvenes, de modo que éstas debían vestir faldas hasta los tobillos y les estaba vetado usar ropas de baño incluso en el verano (“de otro modo me sentiría tentado por vosotras”). A las chicas sólo les estaba permitido bañarse tarde de noche en una zona protegida por lonas, las cuales no impedían ciertas maniobras voyeuristas del Padre Dietmar.

Todo esto lo había guardado y arrinconado Johanna en el baúl de su memoria de Johanna, hasta el verano de 2018, durante unas vacaciones en Italia con su esposo e hijos. En ese momento, leyendo en su teléfono móvil una noticias sobre abusos sexuales clericales en Estados Unidos, la asaltan flashbacks de un par de momentos con el Padre Dietmar:

«Estoy en un campamento, en el bosque, allí siempre tenemos que confesarnos (“para que sólo el buen Dios escuche tus pecados”). Tengo once años. He preparado un papelito, como me enseñaron en la catequesis de la Primera Comunión. Allí está escrito: “1. Contradecir a mis padres. 2. Molestar a mis hermanos”.

Eso es lo que expreso. Sin embargo, al cura del campamento, el Padre Dietmar, eso no le interesa: “Sí, sí, pero ¿qué hay de los pecados contra la castidad?” Indaga, utiliza palabras que como buena niña católica yo nunca había escuchado, quiere detalles que no entiendo. No entiendo nada y aún así me doy cuenta de que algo no está bien, que se trata de cosas que no vienen a cuento en una confesión. El sacerdote pregunta, indaga, quiere saber más, escucha y resopla ruidosamente. Este resuello se ha grabado tan fuertemente en mi memoria que casi puedo seguir escuchándolo aquí, en nuestra habitación en Italia. Soy incapaz de levantarme».

El otro recuerdo es más punzante:

«Soy un poco mayor. La sala de reuniones con cortinas cerradas y puerta cerrada, sobre nosotros un gran crucifijo. El mismo sacerdote, de nuevo solo le interesan las “faltas contra la castidad”. Estoy de rodillas en el suelo, él se sienta frente a mí. Muy cerca. Puedo oler su sudor, primero miro su cuello de sacerdote, luego al suelo. Sus muslos separados me rodean, sus manos se mueven hacia mí, de nuevo ese resuello. Tengo miedo, no quiero esta cercanía, no quiero sus manos y no quiero hablar sobre lo que me pregunta. Me parece enorme, amenazante, no me atrevo a liberarme de esta posición y huir. Él hace de nuevo sus terribles preguntas: “¿Te has tocado de forma impura? Y si es así, ¿también has tenido pensamientos impuros? ¿En quién has pensado entonces? ¿Qué has hecho exactamente? ¿Te has tocado en tu XX?”, etc. Tengo miedo. En realidad, no tengo nada que contar, pero puedo intuir qué es lo que realmente está pasando aquí. Una voz dentro de mí me dice: ¡TIENES QUE SEGUIRLE LA CORRIENTE! Dile algo, o algo mucho peor podría pasar. Así que lo dejo pasar e invento algo, solo para que esté satisfecho y finalmente me deje en paz, no sin antes inculcarme la mortificación de mi cuerpo y mis sentidos…»

Es entonces que Johanna reconoce recién con claridad que ha sido víctima de abusos sexuales, ocurridos principalmente de manera verbal y psicológica como abuso de conciencia, y que esos recuerdos habían estado reprimidos en su psique, pero que ahora surgían con una fuerza que sacaba su vida de sus carriles.

Ciertamente, tras terminar sus estudios escolares había mandado al cuerno no sólo a la KPE sino también su fe católica. Pero cuando muchos años después tiene su primer hijo, opta por dejarlo bautizar y comienza a estudiar teología por su cuenta, para descubrir que la estrecha ideología católica que le habían inculcado en la KPE poco o nada tenía que ver con la amplitud y riqueza de la auténtica doctrina católica, que habla de un Dios compasivo y amistoso, que ama la libertad y está al lado de los marginados y heridos. Descubre cuán falso, problemático y tóxico había sido todo lo que le habían insuflado de niña. Su regreso a la Iglesia católica pasará por el encuentro con una comunidad parroquial de Stuttgart, amable y comprensiva, guiada por un párroco empático que le presta oídos a su historia y la apoya en su proceso de superarla. Johannna Beck, atemorizada ante la posibilidad de estar sufriendo una especie de síndrome de Estocolmo, al final opta por regresar a la Iglesia católica, a la cual siente como su patria espiritual, pero con una condición que ella misma se impone: tiene que comprometerse y hacer algo a favor de cambios radicales en la Iglesia católica y, de esta manera, evitar en lo posible que sigan habiendo víctimas de abusos.

En el año 2021, Johanna Beck declaró ante la Comisión de Abuso Sexual de la Diócesis de Rottenburg-Stuttgart. Critica que en la jurisdicción del Obispado de Oldenburg no pudo presentar una denuncia contra el clérigo abusador, sino que sólo pudo hacer una declaración como testigo. Según el derecho canónico, el proceso se lleva a cabo como una infracción contra el celibato y no como una violación de la dignidad humana y de la autodeterminación sexual.

Entre las propuestas que ha planteado Johanna Beck para reformar la Iglesia están las siguientes:

  • Una investigación exhaustiva, rápida e independiente de los casos de abuso, así como justicia para los afectados.
  • Establecimiento de una comisión de la verdad, de carácter independiente.
  • Modificación del Código de Derecho Canónico: el abuso debe considerarse como una violación del derecho a la autodeterminación sexual.
  • El reconocimiento de la condición de demandante, en lugar de testigo, de los afectados.
  • Espacios de narración y lugares seguros para los afectados como sitios de empoderamiento, interconexión, asistencia y recuperación.
  • Puntos de contacto diocesanos competentes para el abuso espiritual y para los adultos afectados por el abuso sexual.
  • Ampliación de los centros de asesoramiento ya existentes.
  • Un sistema de reparaciones no retraumatizante que sea adecuado para compensar las consecuencias de por vida y la complicidad de la institución.
  • Protección de las víctimas por encima de la protección de la institución.
  • Desjerarquización, control y democratización de las estructuras de poder eclesiástico.
  • Una lucha decidida contra el clericalismo.
  • Una reforma de la moral sexual católica.
  • Igualdad de género.
  • Autonomía y libre toma de decisiones de conciencia en lugar de obediencia.
  • Valoración y promoción del derecho a la autodeterminación sexual y espiritual.
  • Más desobediencia pastoral, empoderamiento y movimientos de base entre los fieles.

De que se realicen estos cambios depende la supervivencia de la Iglesia católica. Sin lugar a dudas.

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Contrariamente a lo que opinan los creyentes ultraconservadores en su habitual ignorancia, esgrimida con atrevida fatuidad y petulancia, la Iglesia católica no ha sido siempre la misma a lo largo de la historia.

Es un hecho histórico que nunca ha sido un bloque monolítico, donde se hayan plasmado los enunciados de la fe cristiana de la misma manera y con el mismo sentido. A preguntas importantes se les ha dado respuestas distintas, sin que ello significara poner en duda la unidad eclesial. Lo que ha existido siempre es la convivencia mutua de diversos catolicismos, de diversas maneras de entender y vivir la tradición católica. 

También es un hecho que la Iglesia ha evolucionado —y muchas veces también involucionado—, de modo que lo que existe ahora —las actuales estructuras sociales de la Iglesia, con sus rituales y tradiciones— son producto de un perpetuo cambio y devenir a través de los siglos, sin que ello signifique que la plasmación actual sea la mejor. Más bien, nunca ha habido una plasmación perfecta o ideal de la Iglesia en ningún momento de la historia.

Tampoco ha habido una doctrina constante y libre de contradicciones, que se haya mantenido invariable a través de los siglos y que haya sido única, continua, y que pueda remontarse sin sombra de duda a las enseñanzas de Jesus y sus apóstoles en el siglo I.

Sobre estas bases construye Hubert Wolf, sacerdote católico alemán y renombrado historiador de la Iglesia, su libro “Cripta: Tradiciones silenciadas de la Iglesia católica” (“Krypta: Unterdrückte Traditionen der Kirchengeschichte”, C.H.Beck, München), publicado originalmente en el año 2015. En este fascinante escrito Wolf describe tradiciones antiguas de otros tiempos, muchas de las cuales si se vivieran en la actualidad, serían acusadas de prácticas progresistas por la estulticia conservadora. Tradiciones que han sido relegadas al olvido, pues su recuerdo incomodaría a muchos católicos, que creen que la Iglesia católica siempre ha sido sustancialmente como es en la actualidad.

Por ejemplo, dice el Código de Derecho Canónico que «el Sumo Pontífice nombra libremente a los Obispos» (c. 377 § 1). Esto no siempre ha sido así. Más aún, durante la mayor parte de la historia de la Iglesia esto no ha ocurrido En los primeros siglos el obispo era elegido por aclamación popular del pueblo creyente. Más adelante se añadieron dos factores: la elección de un obispo debía recibir la aprobación del clero de la diócesis, y los obispos de diócesis aledañas debían estar también de acuerdo, de modo que para la ordenación válida de un obispo, ésta debía ser impartidas por lo menos por tres obispos de diócesis vecinas. La evolución histórica llevaría a que luego fuera el cabildo catedralicio, conformado por clérigos eminentes de la diócesis, quien eligiera al obispo, práctica que se mantuvo hasta el siglo XIX, donde se iniciaría el cambio que eliminaría estos mecanismos democráticos en la elección de los obispos, cambio que se afianzaría definitivamente recién en el siglo XX. Como curiosidad, si se busca la palabra “democracia” en el Catecismo de la Iglesia Católica vigente en la actualidad, no se encontrará ni una sola mención del término. La democracia parece ser una mala palabra en los ámbitos eclesiásticos de la Iglesia católica.

También las condiciones para ser un obispo han variado a lo largo del tiempo, como se puede leer en la Primera Carta a Timoteo del apóstol Pablo, un escrito del siglo I, donde dice lo siguiente:

«Palabra fiel: “Si alguno anhela obispado, buena obra desea”. Pero es necesario que el obispo sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; que no sea dado al vino ni amigo de peleas; que no sea codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad (pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?); que no sea un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo. También es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para que no caiga en descrédito y en lazo del diablo» (1Tim 3,1-5).

Según se puede constatar, el celibato obligatorio para los clérigos no se cuenta entre las tradiciones que se remontan a épocas antiguas, sino que comenzó a imponerse, muchas veces recurriendo a la violencia, a partir del siglo XI de la mano de Papas que provenían de órdenes monacales y que consideraban el ejercicio de la sexualidad como algo sucio e impuro.

No todos los Papas de la historia compartieron esa idea, habiendo una lista de Sumos Pontífices que se entregaron de manera disoluta a los placeres de la carne, entre los cuales destaca Juan XII (937-964), quien asumió el cargo en 955 y fue conocido como “el Papa Fornicario”. Se cuenta que murió de un martillazo en la cabeza, propinado por un marido que lo encontró en el lecho de su mujer. Incluso la pederastia tiene una larga data en la historia de la Iglesia, habiendo un Papa, Bonifacio VIII (1235-1303), conocido por tener esa práctica y a quien se le atribuye la siguiente frase: «el darse placer a uno mismo, con mujeres o con niños, es un pecado tan insignificante como frotarse las manos».

Eso nos lleva a la cuestión de si el Papa siempre tuvo la autoridad suprema absoluta que ostenta en la actualidad. Así como el cabildo catedralicio fue un contrapeso a la autoridad del obispo —de modo que éste no podía tomar las decisiones más importantes sin la anuencia de aquél—, de modo similar el colegio cardenalicio, a partir de la Edad Media, constituyó un contrapeso a la autoridad del Papa, de modo que éste sólo podía tomar decisiones importantes previa consulta con los cardenales, que debían dar su aprobación. Queda el antecedente del Concilio de Constanza (1414 a 1418) que dio fin al Cisma de Occidente, cuando tres Papas se arrogaban el derecho a ser el auténtico sucesor de la cátedra de San Pedro (Juan XXIII, Gregorio XII y Benedicto XIII) y donde los obispos reunidos destituyeron el primero, obligaron a renunciar al segundo y desconocieron la autoridad del tercero. La doctrina que se asumió entonces es que un concilio, por representar a a toda la Iglesia, estaba por encima de la autoridad del Papa.

Si bien en el siglo XIX el Papa Pío IX comenzó a restarle poder a los cardenales, haciendo que el Concilio Vaticano I proclamara la infalibilidad del Sumo Pontífice —es decir, la suya propia, en un evidente conflicto de intereses—, fue recién en el siglo XX que el Papa Pío XI tomó decisiones propias sin informar a los cardenales ni consultar con ellos. De esta manera, el absolutismo monárquico de la Santa Sede recién se afianza en época reciente, contradiciendo una larga tradición que postulaba algunos mecanismos democráticos y participativos en la conducción de la Iglesia católica.

Una de las cosas más interesantes que señala Hubert Wolf en su libro es la existencia de mujeres con potestades episcopales, entre ellas el nombramiento y destitución de párrocos, la concesión de licencias a sacerdotes para celebrar Misa y predicar, la convocación de sínodos diocesanos que ellas mismas presidían, la concesión de dispensas matrimoniales —por ejemplo, cuando dos primos querían casarse—, la presidencia de tribunales canónicos y, por consiguiente, la imposición de penas eclesiásticas. Se trataba de las abadesas de ciertas jurisdicciones eclesiásticas, que tenían esa autoridad debido a que en esa época podía haber obispos que no hubieran recibido la ordenación sacramental, pues se distinguía entre el ámbito jurisdiccional y el ámbito sacramental-litúrgico del ejercicio de las funciones episcopales. De modo que había obispos que tenían todos esos privilegios, pero que no podían impartir sacramentos ni celebrar una Misa, funciones que eran confiadas a sacerdotes que sí hubieran recibido el sacramento del orden sacerdotal. Lo mismo se aplicaba a algunas abadesas, como, por ejemplo, la abadesa de Las Huelgas (Burgos, España) que, como mujer, no podía confesar, decir una misa, ni predicar, pero era ella quien daba las licencias para que los sacerdotes realizaran estas funciones. No estaba sometida a ningún obispo y dependía directamente el Papa. A todo esto le puso punto final, en el siglo XIX, el Papa Pío IX, el primero que se hizo venerar en vida como representante de Cristo en la tierra, iniciando esa actitud fanática de muchos católicos conocida como papismo o papolatría.

Hubert Wolf menciona otras tradiciones ocultadas y acalladas, como el rol directivo que tuvieron no-clérigos —conocidos como laicos o seglares— en varios momentos del devenir histórico de la Iglesia, o la utopía de una Iglesia de los pobres, que encontró plasmación en varias comunidades de la Edad Media, no solamente entre los seguidores de Francisco de Asís.

En todo caso, Wolf cree que esta cripta de tradiciones silenciadas constituye un reservorio de ideas para efectuar una auténtica reforma de la Iglesia católica, una reforma que se presenta cada vez más como una auténtica necesidad a fin de evitar la palpable decadencia de está institución de dos mil años de antigüedad.

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