Crítica Literaria

La historia de la poesía peruana está llena de arañazos. Muchas veces son los que los poetas se propinan a sí mismos ante la adversidad de una reseña o un comentario negativo a sus recientes creaciones. Otras veces los arañazos van dirigidos a las personas que ellos consideran culpables de haberles desinflado el globo.

Es lo que ha ocurrido hace poco con la reseña que publiqué en esta misma columna al libro La edad ligera. Novela en poesía de la poeta Mariela Dreyfus. La reseña puede leerse pulsando este enlace: https://i.mtr.cool/wasujdodou

El libro de Dreyfus presenta la versión de su autora sobre el Movimiento Kloaka (1982-1984), grupo que contribuyó a fundar, enfatizando los primeros meses de ese colectivo incendiario, permeados de intensidad, drogas, sexo y angustia ante la situación de violencia y crisis económica que se vivió en esos años. No menciona en absoluto las discrepancias internas ni mucho menos la expulsión de la propia Dreyfus del «paraíso kloaka» en enero de 1984 por razones ideológicas y de actitud personal. A pesar de que en mi reseña argumento razonadamente sobre la historia del Movimiento y las diferencias con la versión de Dreyfus, y que demuestro que la conformación de los 63 textos que componen el libro obedece a una concepción que no se diferencia de la prosa referencial si se les quita a los textos el artificio de la falta de puntuación y la división en versos, la poeta ha reaccionado de manera bastante deplorable.

Primero, publicó en el muro del Movimiento Kloaka-refundado en Facebook una imagen que parece ser la radiografía de dos testículos. ¿Qué quiso decir? ¿Que a la reseña –como se diría vulgarmente– le faltan huevos? ¿O que le sobran, quizá?

Poco después, a través de un amigo cercano suyo, el músico tarabilla Piero Bustos, quiso destacar que el número 63 (el total de textos cortos que quiere hacer pasar por poemas) era un homenaje frustrado a Julio Cortázar, el gran autor argentino, que en algún momento escribió sobre la armonía del número 64, formado por los radicales 8 x 8. Pero Dreyfus se quedó corta y decidió publicar solo 63 textos, lo cual sospechosamente coincide con el número de años que cumplió el 2023, cuando se publicó el libro.

Lo que se hace evidente es que este volumen –que no es ni novela ni poesía– resulta una especie de autohomenaje por la edad de la autora. Ahí no hay nada extraño, pues un poeta puede decidir cuántos poemas incluye en un libro por las razones que mejor le parezcan. Por otro lado, cumplir 63 años no es ningún delito ni causa de vergüenza alguna, y con suerte muchos de nosotros llegaremos a esa edad con buena salud si Dios quiere.

Pero la queja de Bustos se pasa de la raya cuando afirma sin el menor empacho que yo no soy la autora de mi reseña, sino el consagrado poeta e intelectual José Antonio Mazzotti, verdadero objeto de los odios de Dreyfus y del creador de esa patraña, el muy conocido agilito Róger Santiváñez, quien sostuvo la misma estupidez en una polémica conmigo por otra reseña que publiqué el 2021 sobre una supuesta historia del grupo Hora Zero escrita por sus amigos José Carlos Yrigoyen y Carlos Torres Rotondo.

En aquel momento, Santiváñez fue expulsado del Movimiento Kloaka por tergiversar la historia del grupo y por sus claras aspiraciones escaleriles en la derecha intelectual peruana.

La cosa, sin embargo, no queda ahí: el tarabilla Bustos usa el tema de la edad de Dreyfus para acusar a Mazzotti de misoginia sin prueba alguna. Yo me pregunto: ¿qué puede haber más misógino que negarle a una mujer como yo, con doctorado en literatura y autora de cuatro libros y numerosos artículos, la capacidad de escribir por mí misma los textos que yo firmo? ¿Es que las mujeres somos tan analfabetas en su cabeza con más pelos que ideas?

Cuando traté de razonar con Bustos solo recibí insultos suyos, de su ex novia la poeta lisurienta Dalmacia Ruiz-Rosas y del también ex novio de ésta, el ya mentado agilito Santiváñez. En suma: un intento de linchamiento solo a partir de una simple reseña.

Todos estos sexagenarios parecen haber perdido la brújula. Debe haberles dolido mucho mi reseña para haber reaccionado de esa manera. Lástima que los egos desproporcionados manchen el quehacer poético en un país tan necesitado de claridad y, por qué no, de un poquito de humildad. Ojalá que en el futuro aprendan, al menos, a insultar con más inteligencia y menos machismo.


 

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Supongo que a estas alturas es poco probable que alguien quiera reivindicar la actualidad de Balzac, Tolstoi o Dostoievski. Sin embargo, nadie que reclame un conocimiento aceptable del realismo en la novela occidental podrá ignorar esos nombres y, sobre todo, los libros producidos por esos autores. Es decir, constituyen un legado, como legado serán, si no son ya, novelas como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo.

Pero en estos días impera la costumbre de denostar para quedar bien con las audiencias, sedientas de sangre e insultos. El elogio a una obra significativa universalmente está mal visto. Lo tachan a uno de complaciente, acrítico y no sé qué otras idioteces más. Las opiniones políticas de Vargas Llosa probablemente le han jugado mal, pero, realmente, exigiendo al máximo el sentido común, ¿qué tienen que ver esas opiniones con la calidad indiscutible de cuatro novelas que ya son historia?

Tampoco se trata de promover la imitación, que hoy goza de nulo valor. Lo importante es el estudio de la obra, sus secretos estructurales, sus magias, sus atributos técnicos, las capas de sentido en las que nuestra conciencia lectora puede encontrar agua donde nadar. Escribir al modo de Vallejo o Adán no asombraría particularmente a nadie, valdría más tener una comprensión amplia y suficiente de sus mundos creativos. La escritura es o debería ser un territorio personal, permeable a las influencias, claro, pero con ciertos límites.

¿Entonces, de dónde viene esa urgencia cancelatoria? ¿Dónde se origina esa infantil soberbia de descalificar autores que durante décadas han dado grandes lecciones en el ejercicio de una vocación cada vez peor entendida? Bajo esa lógica, ya deberíamos haber enterrado el pasado y cremado a Homero, a Cervantes, a Borges, a García Márquez. ¿Por qué? Porque no consideramos la idea de legado. Porque decir “ya fueron” está de moda.

Yo soy profesor de literatura. Y estoy cada vez menos interesado en dejar de estudiar los verdaderos hitos de nuestra tradición que seguir la ola frívola y el cuestionable deporte de mascullar contra todo salvo contra lo que sí me parece. Entender a fondo un arte, una literatura, significa también ponerse por encima del gusto, revisar contextos, sopesar la recepción de los textos en diversos momentos históricos e ir registrando las variaciones de la práctica lectora.

Me preocupa poco o casi nada que sobre la última novela de Vargas Llosa caigan rayos y centellas. Quizá las merezca, quizá no. Pero perder la oportunidad de examinar el conjunto de una obra y su significación por apedrear una novela me parece, sin más una tontería, una lectura sin propósito. Por supuesto soy respetuoso del hecho de que cada quien lee como le da la gana y construye sus propios horizontes. No pienso entrar en esa discusión. Enorgullecerse de leer poco y mal, esquivando el legado, en cambio, es una frecuente aberración, una máscara más de la banalidad de nuestros días. Y de eso sí reniego.

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Yo recuerdo con gratitud mis primeras lecturas de Vargas Llosa porque al igual que otros autores –como Arguedas o Ribeyro– me enseñó, en imborrables lecciones, a acercarme al Perú con ojo crítico, señalar un derrotero para encauzar el cuestionamiento de un orden social muchas veces asimétrico, violento, injusto y, lo peor de todo, sin mucha posibilidad de cambio o mejora.

Leer novelas como La ciudad y los perros (1963) o La casa verde (1965) al borde de terminar el colegio, fueron una experiencia deslumbrante que luego, en la universidad, se repetiría solo para confirmar el extraordinario tejido narrativo y la rigurosa técnica empleada en su construcción: un nuevo realismo se abría paso, sin maniqueísmos, mostrando la crudeza y la ambigüedad del mundo social.

Conversación en La Catedral (1969) completaba esta primera parte de su novelística, dejando una estela de escepticismo y amargura, concentrada en la célebre pregunta de su personaje, Zavalita: ¿cuándo se había jodido el Perú? Pregunta que parece acompañarnos muchos años antes de que Zavalita apareciera sobre la faz de una página.

Luego vendrían Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía julia y el escribidor (1977). En la primera, hay un deslizamiento de la idea de la escritura como deber inclaudicable, rayano en el fanatismo, y, en clave cómica, el propio Vargas Llosa parecía burlarse traviesamente de algunas de las ideas que expuso en “La literatura es fuego” el famoso discurso que pronunció en 1967, con ocasión de recibir el premio Rómulo Gallegos.

En la segunda, el novelista trabaja con materiales de “poco prestigio” literario, como las radionovelas, un importante género de ficción masiva, pero que se aprovechaba muy bien para explorar todo un universo de relaciones entre lo ficticio y lo real, además de plantear cuestiones autobiográficas que volverían a resonar muchos años después en El pez en el agua (1993) su libro de memorias.

De todo el período posterior a La guerra del fin del mundo (1981) uno de los puntos más altos de su obra novelística, destacaría en lo personal La fiesta del chivo (2000) y El sueño del celta (2010). No se me malentienda. No descarto novelas como Historia de Mayta (1984), Lituma en los Andes (1993) –ambas despertaron ardorosas disputas políticas– u obras de decidido tono menor como ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) o Elogio de la madrastra (1988), pero siendo francos no me despertaron tanto interés.

Vargas Llosa, único peruano que ostenta el Premio Nobel, ha escrito cientos de artículos periodísticos dedicados a la política y a la literatura, dos de sus temas principales. Incursionó también en el teatro, logrando obras sugerentes como La señorita de Tacna (1981) o Kathie y el hipopótamo (1983). Una nouvelle, paradigmática, Los cachorros (1967), el cuentario Los jefes (1959) y ensayos de gran calado como Historia de un deicidio (1971), La orgía perpetua (1975), La verdad de las mentiras (1990) o La utopía arcaica (1996) conforman una obra de ribetes magníficos. Discutible, sí, en muchos aspectos, pero de inocultable valor.

No sé si le será grata la idea del retiro, tampoco su motivo central. Justo es el descanso para quien ha hecho tanto. Ahora miro hacia mi estante y veo, en perfecto orden, los libros de Mario Vargas Llosa. Sé que al paso del tiempo, ese nombre seguirá brillando y seguirá siendo, como desde el primer día en que me cruce con sus libros, una invitación a la pasión de leer y pensar.

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