Mario Vargas Llosa

[Música Maestro] Cecilia Barraza es uno de los personajes centrales de Le dedico mi silencio (Alfaguara, 2023), la vigésima novela de Mario Vargas Llosa, anunciada por él mismo como su despedida definitiva (sin contar el ensayo sobre Sartre que no sabemos si llegó a concluir). Dos semanas después de su fallecimiento, vale la pena recordar que el último disparo literario del Nobel peruano estuvo dedicado a la música criolla.

En el relato, la cantante es amor platónico, amiga y fuente del periodista y experto en música criolla Toño Azpilcueta, a quien le obsesiona la idea de escribir un libro que encierre la esencia del Perú a partir de la evolución del vals criollo encarnado en el misterioso y sobrenatural talento del guitarrista chiclayano Lalo Molfino, el mejor que había escuchado. Azpilcueta es el protagonista de esta historia que combina ficción con ensayos fraccionados sobre los orígenes y significados del criollismo como expresión musical y subcultura popular peruana.

En la realidad, Cecilia Barraza y Mario Vargas Llosa se conocieron y fueron muy amigos. Su primer encuentro fue en el programa televisivo de entrevistas La Torre de Babel que condujo el autor de La ciudad y los perros (1963) y Conversación en La Catedral (1969), durante los años ochenta. Posteriormente, fue invitada por Morgana, hija del escritor, a las celebraciones por sus 75 años, donde cantó y departió con Patricia, su prima-esposa que, después de la incomprensible desviación que tuvo, entre 2015 y 2022, junto a la socialité filipina Isabel Preysler, lo recibió y acompañó hasta el final.    

Vargas Llosa ha contado que, mientras estaba en España escribiendo una de sus novelas, escuchaba permanentemente la canción Quisiera ser caramelo de Cecilia Barraza, incluida en su LP Yo, Cecilia Barraza (1981). “Como soy amante de la lectura -cuenta la cantante- siempre lo admiré. Siento mucha alegría y una emoción especial porque siempre me ha mencionado con mi nombre y apellido”. La artista ha manifestado escuetamente estar muy afectada por la muerte de su amigo Mario.

A pesar de ser una de las cantantes más populares del país, se me ocurre que muchos jóvenes, lectores nuevos de Mario Vargas Llosa que, por curiosidad, estén recorriendo en estos días las páginas de su última novela, quizás puedan pensar que “Cecilia Barraza” es otra de esas creaciones de su prodigiosa mente literaria. Sin embargo, como pasa en muchos otros de sus libros, es una persona de carne y hueso que Mario integra a su ficción de forma natural y fluida. Una voz dulce y encantadora, una personalidad chispeante y positiva. Así es Cecilia Barraza (Lima, 1952) quien, gracias a su talento y carisma, se ganó el cariño del público y de los amantes de la música criolla desde su aparición. 

La música criolla del Perú es uno de los géneros latinoamericanos que más ha promovido la presencia de mujeres para su interpretación. Desde las épocas de María Jesús Vásquez (1920-2010) o el dúo Las Limeñitas, integrado por las hermanas Graciela (1920-2012) y Noemí Polo (1921-1998), la voz femenina ha sido muy importante para la difusión de valses, marineras, tonderos, polkas y todas las variantes de música negra. 

En los años setenta surgió una nueva generación que recogió el legado de las mencionadas -y de otras como Esther Granados (1926-2012), Delia Vallejos (1930-2005) o Alicia Lizárraga (1917-2004)- para continuar esa tradición. Entre esa hornada de nombres que incluyó a Eva Ayllón, Cecilia Bracamonte, Lucía de la Cruz o Tania Libertad, destacó una menuda y simpática intérprete que, con sencillez y mucha gracia, se metió al bolsillo al público con su dulce y aterciopelada voz, su respeto por los ritmos regionales y una picardía muy limeña que le venía de familia.

Cecilia Barraza nació en el distrito de Miraflores, el 5 de noviembre de 1952. Pero vivió y creció en Magdalena del Mar, uno de los barrios más apacibles de aquella Lima hoy desaparecida. En casa, sus padres escuchaban mucho folklore latinoamericano por lo que Cecilia, la menor de tres hermanos, tuvo ocasión de conocer desde muy pequeña a los grandes trovadores argentinos -Atahualpa Yupanqui, Los Chalchaleros- y los boleristas mexicanos y cubanos, además por supuesto de nuestra música.

Los hermanos de Cecilia también son artistas. Carlos, el mayor, es un talentoso declamador, aunque nunca desarrolló una carrera pública, limitándose a mostrar su vena poética en reuniones familiares y en sus barrios, tanto en Magdalena como en San Miguel, donde se mudó cuando formó su propia familia. Por su parte Miguel, el segundo, luego de participar en un grupo de nueva ola llamado Los Flyer’s, destacó desde muy joven como comediante, en la famosa peña itinerante del recordado conductor de TV y periodista hípico Augusto Ferrando (1919-1999). Miguel “El Chato” Barraza se convirtió en el más famoso y querido actor cómico del Perú, sobre todo durante las décadas de los ochenta y noventa. Con él, Cecilia bailaba y reía hasta que, un día, la escucharon cantar y su vida cambió para siempre. 

En una ocasión, su hermano Miguel invitó a la casa familiar a uno de los hijos de Ferrando, Alberto -más conocido en la farándula local como “Chicho”- y, después de almorzar, se pusieron a cantar y declamar, entre amigos y licores. Cecilia era muy joven, tenía recién 18 años, pero se animó y entonó algunos valses y boleros. Pocas semanas después, animada por el popular “Chato”, Cecilia se presentó en el programa de Panamericana Televisión Trampolín a la Fama, que Augusto Ferrando conducía con enorme éxito en sintonía. Concursó con un vals de Alicia Maguiña, Todo me habla de ti. Era el año 1971.

Chabuca Granda, al escucharla, llamó por teléfono de inmediato a Ferrando y le dijo: “No soy jurado en tu programa, pero doy mi voto por la jovencita de cabello negro”. Cecilia ganó aquella competencia y, a partir de entonces, comenzaron a abrírsele las puertas del estrellato. La compositora de La flor de la canela la llevó con ella de gira por México. Luego le ofrecieron un contrato para grabar su primer LP con la importante casa discográfica Sono Radio. Todo en el mismo año. 

Cecilia Barraza, su disco debut, contó con la participación del destacado arreglista argentino afincado en el Perú Enrique Lynch, una sociedad que continuaría durante toda esa década. En el álbum aparecen canciones como Jamás impedirás, Tal vez, ambas escritas por José Escajadillo -uno de sus autores recurrentes-; Bello durmiente, de Chabuca; y la primera versión de Toro mata, landó tradicionalista que recopilara el percusionista afroperuano Carlos “Caitro” Soto de la Colina (1934-2004) y que se convertiría, a la larga, en uno de sus temas emblemáticos. En 1974, esta canción se internacionalizó gracias al arreglo que hiciera el salsero dominicano Johnny Pacheco (1935-2021), grabada por la cantante cubana Celia Cruz (1925-2003), en el LP Celia & Johnny, un clásico de la salsa de todos los tiempos. De hecho, “La Reina del Guaguancó” decidió incluir Toro mata en su repertorio después de escuchárselo a Cecilia, en una de sus visitas a Lima, en el legendario bar Kero del Hotel Sheraton.

Entre 1971 y 2001, la Barraza publicó ocho discos, hizo miles de conciertos dentro y fuera del país y cantó junto a todos los grandes artistas criollos que nos podamos imaginar. Muy conocida en el circuito de peñas y jaranas, Barraza hizo gran amistad con su tocaya, Cecilia Bracamonte, con quien armaría más de un espectáculo conjunto a lo largo de sus carreras. Asimismo, era común verla acompañada por grandes guitarristas como Adolfo Zelada, Rafael Amaranto, Octavio Santa Cruz, Álvaro Lagos, Óscar Avilés o Pepe Torres, en televisión y festivales de música criolla.

Si los años setenta fueron de intenso apoyo mediático a toda la música nacional -criolla, andina, negra- debido al gobierno militar, tras recuperarse la democracia hubo un ligero retroceso en ese terreno, en especial por la situación económica del país que fue afectando, entre otras actividades, a la industria discográfica. Aun así, los intérpretes que se habían consolidado en esos años mantuvieron a flote el criollismo gracias a su prestigio, popularidad y producciones que, aunque cada vez más espaciadas, permitían que aquel cancionero no perdiera vigencia. 

El trabajo de Cecilia Barraza en esa década fue fundamental para mantener viva a la música criolla. En 1980, su disquera Sono Radio lanzó una recopilación titulada Lo mejor de… Cecilia Barraza y, un año después, aparecería el disco Yo, Cecilia Barraza (1981), uno de los más vendidos de su carrera, con canciones como el vals La abeja (Ernesto “Chino” Soto), el festejo Mi compadre Nicolás (Porfirio Vásquez), Canterurías (Chabuca Granda) y, particularmente, Negra presuntuosa y El tamalito (ambas de su amigo Andrés Soto). En paralelo, prosiguió con sus giras internacionales, durante toda la década, visitando países como Argentina (con su mentora Chabuca Granda), Cuba, Bolivia y Estados Unidos. 

Para 1988, Cecilia Barraza lanzó su quinto LP oficial, titulado Ahora! (CBS Records), en el que ofrece una agradable selección de valses, música norteña y música negra. Destaca un homenaje a Chabuca con un popurrí de sus mejores canciones, una combinación de clásicos del festejo y, en especial, uno de los temas favoritos de sus seguidores más fieles, el tondero El membrillito, composición de Andrés Soto que cuenta en clave poética y popular la historia de un romance trunco. Cecilia Barraza es una consumada bailarina de tondero, danza piurana que interpreta con corazón y elegancia en sus recitales, siempre descalza, respetando la usanza regional. 

Durante la siguiente década, Cecilia Barraza lanzó un par de álbumes más, ambos con el sello discográfico Iempsa. El primero de ellos, Alborotando (1998), le generó un nuevo éxito con la marinera El sueño de Pochi, escrita por José Escajadillo, infaltable en sus presentaciones en vivo. Por su parte, el CD Con candela (2001), su último larga duración en estudios, presenta varias canciones de la cantautora piurana Lourdes Carhuas, una de las pocas voces del criollismo moderno. 

A pesar de que el mercado para la música criolla se había contraído gravemente, por la degradación de los gustos populares y la reducida/nula producción de novedades en sus diversos subgéneros, el respeto ganado por Cecilia Barraza a lo largo de esos primeros treinta años de carrera era tal que siempre conseguía generar expectativa por sus conciertos -ya sea sola o con sus colegas Eva Ayllón, Lucía de la Cruz, Cecilia Bracamonte- y esporádicas grabaciones. Donde Cecilia cantaba, se armaba la jarana.

En el año 2001, fue invitada por el Instituto de Radio y Televisión del Perú (IRTP), la televisora del Estado, para conducir un espacio dedicado a la difusión de la música criolla, con presentaciones y entrevistas a sus principales exponentes. El programa se llamaba Mediodía Criollo, se emitía los fines de semana y había tenido como conductora, entre 1997 y 1999, a una joven y poco conocida cantante alemana residente en el Perú, Ellen Burhum. Su ingreso repotenció el programa que se convirtió en uno de los más sintonizados de TV Perú (Canal 7).

Barraza condujo Mediodía Criollo hasta el 2006, dejándole la posta a otra cantante muy popular, Esther Dávila, más conocida como Bartola. Posteriormente, en el mismo canal, tuvo otros tres programas, Lo nuestro con Cecilia Barraza (2007-2008), Corazón peruano (2008-2009) y Cántame tu vida (2010-2011). Este último fue un espacio para conversaciones amplias con artistas nacionales e internacionales, personalidades del deporte y otros, con la música como principal hilo conductor. 

En el año 2019, poco antes de cumplir 67 años, Cecilia Barraza se despidió de los escenarios con un concierto de gala en Gran Teatro Nacional de Lima. Y lo hizo nada menos que el 31 de octubre, Día de la Canción Criolla, acompañada por varios de sus colegas y compañeros de viaje musical. En noviembre del 2023, volvió a la conducción de Mediodía Criollo, después de diecisiete años. Sin embargo, no pudo continuar por algunos problemas de salud.

No es la primera vez que la intérprete de El membrillito y El sueño de Pochi es mencionada por Mario Vargas Llosa en sus novelas. Primero ocurrió en el 2006, en Travesuras de la niña mala y, posteriormente, en El héroe discreto (2013). Sin embargo, el rol de Cecilia Barraza en Le dedico mi silencio es mucho más gravitante, al ser motivación e informante del personaje central, en esa trama desarrollada entre Chiclayo y Lima. “Siempre fue mi admirador -recordó la cantante alguna vez en entrevista con el diario El Comercio- Cuando estuve deprimida, me escribió cosas bonitas que me subieron el ánimo. Y cuando estuve en rehabilitación, me envió tulipanes”. 

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Cecilia Barraza, Literatura, Mario Vargas Llosa, Música criolla

[El Corazón de las Tinieblas] Soy un hombre del siglo XX, adaptado al siglo XXI a regañadientes. Crecí con los debates de la Asamblea Constituyente del 78, con el rock de los ochenta, deslumbrado por Freddie Mercury y su Bohemian Rhapsody; y henchido de nacionalismo al entonar el criollísimo Contigo Perú, interpretado por el zambo Arturo Cavero y, cada tanto, potenciado por la aguardientosa voz de Oscar Avilés y su peruanísimo pulsar de la guitarra. 

Todo parecía emoción entonces. Entre el caos absoluto, la migración masiva, la imparable inflación y sangrientos atentados terroristas, había cierta coherencia que nos hacía creer que formábamos parte, que construíamos algo, así fuesen castillos en el aire, no importaba. 

Y vaya que nos opusimos a Mario Vargas Llosa en 1990. El mundo de las ideologías del corto siglo XX, como se dio a llamarlo Eric Hobsbawm, había concluido súbitamente tras el derrumbe a combazos de un histórico muro pero era muy pronto para que nos diéramos cuenta. 

Por eso creímos que la utopía socialista debía enfrentar de nuevo la amenaza neoliberal, pero había más que eso. Mario se equivocó de país, o, en todo caso, se equivocaron sus asesores de campaña. En realidad, nos equivocamos todos y el error lo pagamos todos. 

Una parte del Perú, aproximadamente el 25%, ya se había desgajado de nuestro Perú político, el de la Constituyente del 78 y la frágil democracia de los años ochenta. Nadie vio que había un país informal por fuera de los marcos ideológicos imperantes, pero lo había y llevó a Alberto Fujimori a la segunda vuelta, contra un Fredemo de Vargas Llosa que obtuvo muchísimo menos de lo esperado.

En la izquierda y el APRA descorcharon eufóricos las botellas de champán. Sus votaciones sumadas a la de Fujimori aseguraban sobradamente la derrota del consagrado literato la segunda vuelta y con él, la del programa neoliberal. Pero aquí también había más, había el gustito de verlo, y verlos – a los pitucos del Perú- derrotados, humillados, y así sucedió, efectivamente. 

De esos días han pasado 37 años. Los historiadores somos generales después de la batalla y bastante antipáticos. Debimos votar a Vargas Llosa en 1990. Hubiésemos tenido una política económica bastante similar a la de Fujimori -que aunque rechine parte de la izquierda, era la que el Perú requería y a gritos- pero la hubiésemos tenido en democracia y de eso la mayor garantía no era otra más que nuestro propio nobel de literatura. Ciudadano moderno, demócrata a carta cabal, de los pocos que se creían el sueño de fundar aquí una república que funcione a base de sus instituciones, pulcras, al servicio del bien común. En suma, lo contrario al fango en el que nos hundimos hace treinta años sin saber hasta hoy si la ciénaga tiene fondo.  

Mario ha muerto, antes de irse obtuvo, para todos nosotros, el nobel de literatura, y un asiento de privilegio en la Academia de las Letras de Francia. Mario es nuestro peruano universal, por encima de Garcilaso, Arguedas y Mariátegui. Por nadie nos conocerán en el mundo más que por Mario Vargas Llosa. 

Pero el siglo XXI, ese que vivo a regañadientes, tiene malas costumbres, o costumbres a las que no me acostumbro y la redundancia es toda mía. Las redes sociales marcan el cambio, la cancelación trastoca los valores. 

Antes al muerto se le respetaba, había un silencio, una constricción ante la muerte. Así como el presidente tiene un periodo de gracia, el finado también gozaba de él. Si acaso había algo que señalar algo crítico, se informaba como antes se leían los titulares de los noticieros al caer la noche, discretamente, sin pestañear, sin entonación: a fulano también se le recuerda por una controversial participación en ….

Pero estamos en tiempos de ajusticiamiento popular, de disección pública, de turba punitiva y entonces la emprenden contra Mario porque apoyó a Keiko Fujimori contra Pedro Castillo en 2021. Yo jamás hubiese realizado dicho llamamiento pero ¿realmente se justifica el escrache, el linchamiento? ¿acaso una opción no era igual de apocalíptica que la otra? ¿de verdad pensábamos que un proyecto marxista-leninista era la solución para todos los males del país? ¿o se le apoyó a Castillo porque se pensó que lo que se tenía enfrente era aún peor?

¿Esto es lo que juzgan los impolutos autoproclamados? ¿los que subieron al “pedestal de la verdad” perpetrando un golpe de Estado en contra de la libertad? ¿los robespierres y robespierras de la moral pública? 

La última novela de Mario Vargas Llosa se tituló Le Dedico Mi Silencio. La crítica no le hizo mucho caso y es una pena. Pocos han penetrado con tanto sentimiento y profundidad una cultura que la quieres o ignoras, si acaso no la rechazas con posturas análogamente estúpidas y moralizantes.

A la cultura criolla hay que quererla. Su guitarra, sus acordes y disonancias, sus punteos y sus trinos te hacen llorar o te resultarán básicamente indiferentes. Vargas Llosa se situó entre los primeros. Pero hay algo más, otra vez: el título, Le Dedico Mi Silencio. Lalo Molfino, protagonista de la novela, es un virtuoso guitarrista criollo, el mejor de todos, a tal punto que cuando pulsa la guitarra genera un silencio admirado, absorto e ilimitado. 

Al concluir una de sus presentaciones, antes de retirarse, le musita al oído a una dama embelesada por su música: “le dedico mi silencio”, ese que solo su interpretación de la guitarra podía suscitar, ese mismo que nos envolvió cuando leímos una novela de Mario sentados en el sofá de la sala, solos él y cada uno de nosotros, silencio que representa el mejor homenaje que podríamos brindarle en los días afligidos de su partida.

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5 de abril, Alberto Fujimori, Le dedico mi silencio, Mario Vargas Llosa, Neoliberalismo, wokismo

Tras haber fallecido nuestro premio Nóbel, en las redes sociales se hizo público que cada quien tenía una historia de cierta forma vinculada con Mario Vargas Llosa o en todo caso, una postura política en torno a él. Ante tan abrumador y expansivo impacto de su figura, no sé si haya sido en mí un acto reflejo defensivo, pero lo cierto es que como reacción inmediata, antes incluso de poder releerlo, de pronto sentí a Vargas Llosa lejano. Lejanísimo. De siglos del pasado. Reseco hasta fragmentarse, como si un viento lo hubiese alzado y tras un par de piruetas, lo hubiese difuminado hasta desaparecer. 

Atribuyo esa percepción de lejanía a los cambios en la política y la tecnología que estamos viviendo en este presente infinito y a la brusquedad con la que han transformado a nuestras sociedades en la última década. Mario Vargas Llosa es tan distinto. Para comenzar, con él se va el último real intelectual de la derecha latinoamericana. Y quizá también de los cada vez menos intelectuales que participan de la política latinoamericana. Los últimos candidatos y buena parte de los presidentes que hoy gobiernan nuestro continente, de izquierda y derecha si es que aún existe tal división, son seres estrafalarios, con estados cognitivos divergentes, digamos. Sin mayor vergüenza al demostrar que tan solo les interesa aferrarse al poder para desde ahí beneficiar a sus cómplices. Y entre ellos se celebran. Por eso su apoyo a Keiko Fujimori fue un gran error político. Nadie esperaba una respuesta así del último intelectual de la derecha latinoamericana. 

Con él también se va el último rastro del Perú criollo. No en vano su novela Le dedico mi silencio (2023), donde el sueño del criollismo como puente capaz de unificar el país es contrapuesto a la realidad, fue su último proyecto de ficción. La cultura criolla limeña, celebrada y fundada en el Perú cuando Vargas Llosa era un niño, corresponde a una sociedad que sus lectores conocimos al abrir Los Cachorros (1967), al devorar La Ciudad y los Perros (1963), al entretejer Conversación en la Catedral (1969). Pero esa sociedad ya no existe. La primera evidencia es que ya no se compone música criolla. Sobrevive una infinita repetición de algunas tonadas afro que han quedado asociadas al mundo racista del fútbol, a la camiseta peruana, a la farándula y a la televisión que alimenta romances y separaciones como entretenimiento, pero al ritmo de la cumbia y el reggaetón. Las clases sociales son otras, la economía también. Todavía existen algunos peruanos de clase alta e influencers de clase media que manifiestan en la radio y en las redes sociales su anhelo ultraderechista por pertenecer a la nobleza española, inspirados en cómo Vargas Llosa consiguió su cometido de ser noble. Pero buena parte de jóvenes peruanos está mucho más interesada en ser como el Jaguar. Hoy, pandillas y bandas desafían nuestra sociedad y se alimentan de la corrupción en las fuerzas de seguridad. El dinero express es la angustiante presión que hoy nos domina.

Con él también se va una literatura que hoy pocos jóvenes leen. Esa plena de relatos y novelas que jugaban con el lenguaje, la ficción y la estructura narrativa. Como en el Perú leen muy pocos y obligados bajo el régimen escolar, si el plan lector no incorpora un libro de Mario Vargas Llosa, ni siquiera lo van a conocer. Mucho menos a Julio Cortázar, o a Gabriel García Márquez y sin rastro alguno de Carlos Fuentes. El gusto del escritor literario también ha cambiado. Los jóvenes escritores, abrumados por la sociedad contemporánea han reforzado la literatura distópica, de horror, especulativa. Sus buenas novelas y relatos circulan por editoriales independientes. Abundan libros virtuales, álbumes, libros objeto, los manga. Como la mayor parte de jóvenes peruanos no lee, consumen relatos puestos en escena por la televisión, que hoy es stream. Se selecciona lo que se anhela ver. Ahí podemos ver la influencia de los relatos asiáticos que ya es insuperable. Queda otra producción nacional para los más pobres, de cine y televisión, muy distinta de los tiempos en que Vargas Llosa hizo guiones para Gamboa (Panamericana Televisión, 1983). Está centrada en la comedia barrial y las competencias televisivas. Ya no es la señal abierta medio para el guion literario. Y con la última Ley de Cine del Congreso peruano, parece que se estrechó aún más las posibilidades del buen escribir para las salas.

De seguir nuestra sociedad en esta deriva, con Vargas Llosa se va, probablemente, nuestro único premio Nobel, pues como van la educación (con ella la ciencia y la literatura) y la seguridad y la paz nacionales, no parece que conseguiremos muchos logros de impacto mundial que ameriten un premio tan grande como el que suelen recibir los países más poderosos. Si nos premian, será por migrantes como él, que desde fuera se dedicarán a escribir y a investigar sobre este país informal y cumbiambero.

La imagen es de Radio Moda (25 de noviembre de 2024)

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El mundo ha cambiado, Mario Vargas Llosa, Sociedad peruana

Uno de esos gigantes que pueblan las civilizaciones con palabras, que imponen sentido al caos histórico del mundo con palabras y razón, se ha ido. Uno cuya estatura intelectual y moral deja una valla muy alta, pero a la vez una referencia que nos resulta imperativa.

Mario Vargas Llosa, novelista, ensayista, incansable polemista, ha muerto —aunque decirlo es, en su caso, relativo— porque su obra es actual, enérgica y controvertida. Vive.

Fue un soldado constante en la guerra contra el fanatismo, el autoritarismo y la estupidez de los dogmas. Los resistió con un credo simple pero abrumador: la libertad. La defendió en libros, en periódicos, desde tribunas y hasta en la arena política, donde su intervención, aunque fallida, fue memorable.

Para Vargas Llosa, el escritor tenía que intervenir en la historia. Poseedor de una universalidad que abarcaba de la narrativa a la crítica literaria y al ensayo político, su obra, no obstante, siempre estaba centrada, sobre todo, en un punto fijo, obstinado, ineludible: el Perú.

Un país que amaba con ira, ternura, sobriedad, dolor. El Perú fue su paraíso perdido y su infierno cotidiano, su complicación más rica. Lo relató, lo disecó, lo desaprobó, lo reinterpretó.

Y así Vargas Llosa muere y el Perú se siente un poco más solo, un poco más huérfano de iluminación y audacia. Pero también está escrito por su vida: como una promesa no realizada.

Nos lega el ejemplo del escritor total, del intelectual comprometido, del ciudadano libre, del incansable obrero de la creación siendo, sobre todo, su legado el de la enseñanza ilimitada de no sucumbir a la tiranía del silencio o el decreto.

Es nuestro deber, los lectores, sus herederos, asumir ese concurso solitario pero glorioso. Incluso muerto, sigue hablando. Solo se tiene que abrir cualquiera de sus libros para escucharle. Nos ha dejado un admirable peruano y será recordado como tal.

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Mario Vargas Llosa

[PIE DERECHO]  En estas fechas comienzan las elucubraciones de quién podría ser el peruano que mejor ejemplifique el año. De arranque, debe decirse que ninguna autoridad política, económica, empresarial, judicial lo merece.

Sí, en cambio, una persona ilustre con la que el país ha guardado siempre una relación ambigua de amor-odio, nuestro escritor Mario Vargas Llosa, que este año ha recibido el alto honor de ser admitido en la Academia Francesa, pero que, más allá de honores a los que ha estado acostumbrado toda su trayectoria, ha decidido poner fin a su carrera de una manera digna y propia, como siempre ha sido su línea de vida.

Vargas Llosa ha renunciado a escribir más novelas, a redactar sus columnas periodísticas quincenales y a conceder entrevistas. Consciente del paso del tiempo, reposará seguramente ensimismado en el mayor de sus placeres, la lectura, y en culminar el libro de ensayos que ha anunciado sobre Jean Paul Sartre (si hubiera podido imaginar el cierre redondo de su ciclo vital, no lo podría haber hecho mejor que rindiendo homenaje a su paradigma de juventud).

Vargas Llosa ha llevado una vida ejemplar. Celoso de su propia consecuencia ha sido capaz de enfrentar grandes adversarios en aras de sus convicciones, empezando con su enfrentamiento al establishment cultural de izquierda cuando decidió denunciar, antes que nadie, las tropelías dictatoriales del régimen de Fidel Castro, en Cuba.

Nos ha demostrado -y ojalá los jóvenes estudien su vida- que las pasiones vitales acompañadas de una inmensa vocación de trabajo y dedicación, puede hacer realidad los sueños más difíciles (aún hoy, es una temeridad querer ser escritor en el Perú). Es realmente digno de admiración.

Su vida es una gran aventura intelectual, preñada de compromisos, desvelos y actitudes valientes para defender sus convicciones. En ristre, sin cálculos subalternos, se ha comprometido con las causas de la modernidad de su tiempo y siempre lo ha hecho sin medir otra cosa que no sea la consecuencia con su verdad.

Este año, que marca su retiro, el país le debe rendir homenaje a uno de sus hijos más ilustres y que hasta el final de sus días (léase la extraordinaria novela Le dedico mi silencio) no ha cejado en rendirle tributo a su patria natal, a pesar de ser ciudadano del mundo, en el cabal sentido del término.

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Compromiso, Homenaje, Literatura, Mario Vargas Llosa, retiro

[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Supongo que a estas alturas es poco probable que alguien quiera reivindicar la actualidad de Balzac, Tolstoi o Dostoievski. Sin embargo, nadie que reclame un conocimiento aceptable del realismo en la novela occidental podrá ignorar esos nombres y, sobre todo, los libros producidos por esos autores. Es decir, constituyen un legado, como legado serán, si no son ya, novelas como La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral o La guerra del fin del mundo.

Pero en estos días impera la costumbre de denostar para quedar bien con las audiencias, sedientas de sangre e insultos. El elogio a una obra significativa universalmente está mal visto. Lo tachan a uno de complaciente, acrítico y no sé qué otras idioteces más. Las opiniones políticas de Vargas Llosa probablemente le han jugado mal, pero, realmente, exigiendo al máximo el sentido común, ¿qué tienen que ver esas opiniones con la calidad indiscutible de cuatro novelas que ya son historia?

Tampoco se trata de promover la imitación, que hoy goza de nulo valor. Lo importante es el estudio de la obra, sus secretos estructurales, sus magias, sus atributos técnicos, las capas de sentido en las que nuestra conciencia lectora puede encontrar agua donde nadar. Escribir al modo de Vallejo o Adán no asombraría particularmente a nadie, valdría más tener una comprensión amplia y suficiente de sus mundos creativos. La escritura es o debería ser un territorio personal, permeable a las influencias, claro, pero con ciertos límites.

¿Entonces, de dónde viene esa urgencia cancelatoria? ¿Dónde se origina esa infantil soberbia de descalificar autores que durante décadas han dado grandes lecciones en el ejercicio de una vocación cada vez peor entendida? Bajo esa lógica, ya deberíamos haber enterrado el pasado y cremado a Homero, a Cervantes, a Borges, a García Márquez. ¿Por qué? Porque no consideramos la idea de legado. Porque decir “ya fueron” está de moda.

Yo soy profesor de literatura. Y estoy cada vez menos interesado en dejar de estudiar los verdaderos hitos de nuestra tradición que seguir la ola frívola y el cuestionable deporte de mascullar contra todo salvo contra lo que sí me parece. Entender a fondo un arte, una literatura, significa también ponerse por encima del gusto, revisar contextos, sopesar la recepción de los textos en diversos momentos históricos e ir registrando las variaciones de la práctica lectora.

Me preocupa poco o casi nada que sobre la última novela de Vargas Llosa caigan rayos y centellas. Quizá las merezca, quizá no. Pero perder la oportunidad de examinar el conjunto de una obra y su significación por apedrear una novela me parece, sin más una tontería, una lectura sin propósito. Por supuesto soy respetuoso del hecho de que cada quien lee como le da la gana y construye sus propios horizontes. No pienso entrar en esa discusión. Enorgullecerse de leer poco y mal, esquivando el legado, en cambio, es una frecuente aberración, una máscara más de la banalidad de nuestros días. Y de eso sí reniego.

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Crítica Literaria, legado literario., Literatura, Mario Vargas Llosa, Novela contemporánea

[DETECTIVE SALVAJE] En 1944, Anthony Burgess era un diplomático británico que ejercía sus funciones en Malasia. La guerra le quedaba lejos. Su esposa, en cambio, estaba en Londres cuando un apagón sumió a la ciudad en la penumbra. Estaba embarazada, sola y e incomunicada. Tarde en la noche, un grupo de soldados estadounidenses desertores entraron a su departamento. La mujer fue golpeada y violada. Perdió a su hijo. Burgess se enteró de la tragedia a la distancia. En plena guerra, no era fácil regresar a su país.

El trauma y el gusto por la literatura distópica sembraron una semilla en el escritor. Leía a Orwell, a Huxley, a Zamiatin, y observaba a la sociedad londinense de la postguerra. La naranja mecánica narra las aventuras violentas de cuatro jóvenes colegiales, quienes, liderados por Alex, encuentran un retorcido placer en violentar sin motivo a personas inocentes. De alguna forma, son como niños que descubren la violencia partiendo por la mitad a una lombriz, o arranchándole las alas a una mosca.

La banda de Alex semeja a los Teddy Boys, una personalidad juvenil que vio su auge en Inglaterra después de la Segunda Guerra Mundial. Vestían como los dandis de la antigüedad, adoraban el rock and roll, echaban por la borda los modales y llevaban una vida callejera. Era el desenfreno después de la opresión.

La naranja mecánica es una mezcla de todos estos elementos: la violencia injustificada, ya no bélica sino doméstica; las modas extravagantes, una juventud que ha perdido la sensibilidad por la vida. La escena trágica que sobrevivió la esposa del autor, Llewela Jones, está reproducida en una de las escenas del libro, cuando la banda de Alex entra a la casa de un escritor, atacan y violan a su esposa.

La literatura, entre sus tantas metamorfosis, en los momentos más oscuros suele ponerse la sotana, alzar una cruz y practicar exorcismos en los poseídos. A veces, el demonio abandona el cuerpo; otras, se replica sobre las páginas sin liberar al autor. Es el caso de la norteamericana Sylvia Plath. Sus poemas representaban la autodestrucción, el no pertenecer a un entorno materialista y artificial. Todo se hace claro en su única novela, La campana de cristal. Esther, la protagonista, está becada en una buena universidad, es aspirante a escritora y debe ser internada en el hospital psiquiátrico por su depresión e intento de suicidio. La experiencia de Plath coincide. Excepto por el final: si bien la protagonista se recupera y encuentra fuerzas para vivir, Plath se suicidó antes de que el libro se publicara.

A veces, las letras son más amables. Lo fueron con Mario Vargas Llosa, quien vivió el calvario del Colegio Militar Leoncio Prado para reproducirlo en La ciudad y los perros. El motivo por el que estuvo dos años en ese internado frente al mar también es relevante: a su padre le disgustaba su inclinación por la literatura. La consideraba femenina, y pensó que el antídoto era una estricta educación militar. Como Alberto, uno de sus personajes, Vargas Llosa reforzó su lado literario en contraposición a la barbarie. Las igualdades entre la vida del autor y la de los colegiales del libro son evidentes.

La vida militar ha sido un manantial para esta clase de literatura, en la que el trauma es el motor y la memoria la gasolina. En este caso, no hay mejor referente que Ernest HemingwayAdiós a las armas lo confirma. El autor, estadounidense de robusta constitución, fue voluntario para la Cruz Roja durante la Gran Guerra. Sirvió de conductor de ambulancia en las líneas italianas. En el frente, e igual que el personaje de la novela, Frederic, que también venía de Estados Unidos y manejaba ambulancias para el ejército italiano, Hemingway fue herido en la pierna por el impacto de un mortero austriaco.

Son ejemplos de literatura inevitable, que nace de un germen ajeno al artístico, que no sueña con aplausos, que se engendra casi por cuenta propia. Cabe un paralelo más siniestro: son los sacrificios sangrientos que, como los dioses de la antigüedad, el libro ha cobrado.

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Yo recuerdo con gratitud mis primeras lecturas de Vargas Llosa porque al igual que otros autores –como Arguedas o Ribeyro– me enseñó, en imborrables lecciones, a acercarme al Perú con ojo crítico, señalar un derrotero para encauzar el cuestionamiento de un orden social muchas veces asimétrico, violento, injusto y, lo peor de todo, sin mucha posibilidad de cambio o mejora.

Leer novelas como La ciudad y los perros (1963) o La casa verde (1965) al borde de terminar el colegio, fueron una experiencia deslumbrante que luego, en la universidad, se repetiría solo para confirmar el extraordinario tejido narrativo y la rigurosa técnica empleada en su construcción: un nuevo realismo se abría paso, sin maniqueísmos, mostrando la crudeza y la ambigüedad del mundo social.

Conversación en La Catedral (1969) completaba esta primera parte de su novelística, dejando una estela de escepticismo y amargura, concentrada en la célebre pregunta de su personaje, Zavalita: ¿cuándo se había jodido el Perú? Pregunta que parece acompañarnos muchos años antes de que Zavalita apareciera sobre la faz de una página.

Luego vendrían Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía julia y el escribidor (1977). En la primera, hay un deslizamiento de la idea de la escritura como deber inclaudicable, rayano en el fanatismo, y, en clave cómica, el propio Vargas Llosa parecía burlarse traviesamente de algunas de las ideas que expuso en “La literatura es fuego” el famoso discurso que pronunció en 1967, con ocasión de recibir el premio Rómulo Gallegos.

En la segunda, el novelista trabaja con materiales de “poco prestigio” literario, como las radionovelas, un importante género de ficción masiva, pero que se aprovechaba muy bien para explorar todo un universo de relaciones entre lo ficticio y lo real, además de plantear cuestiones autobiográficas que volverían a resonar muchos años después en El pez en el agua (1993) su libro de memorias.

De todo el período posterior a La guerra del fin del mundo (1981) uno de los puntos más altos de su obra novelística, destacaría en lo personal La fiesta del chivo (2000) y El sueño del celta (2010). No se me malentienda. No descarto novelas como Historia de Mayta (1984), Lituma en los Andes (1993) –ambas despertaron ardorosas disputas políticas– u obras de decidido tono menor como ¿Quién mató a Palomino Molero? (1986) o Elogio de la madrastra (1988), pero siendo francos no me despertaron tanto interés.

Vargas Llosa, único peruano que ostenta el Premio Nobel, ha escrito cientos de artículos periodísticos dedicados a la política y a la literatura, dos de sus temas principales. Incursionó también en el teatro, logrando obras sugerentes como La señorita de Tacna (1981) o Kathie y el hipopótamo (1983). Una nouvelle, paradigmática, Los cachorros (1967), el cuentario Los jefes (1959) y ensayos de gran calado como Historia de un deicidio (1971), La orgía perpetua (1975), La verdad de las mentiras (1990) o La utopía arcaica (1996) conforman una obra de ribetes magníficos. Discutible, sí, en muchos aspectos, pero de inocultable valor.

No sé si le será grata la idea del retiro, tampoco su motivo central. Justo es el descanso para quien ha hecho tanto. Ahora miro hacia mi estante y veo, en perfecto orden, los libros de Mario Vargas Llosa. Sé que al paso del tiempo, ese nombre seguirá brillando y seguirá siendo, como desde el primer día en que me cruce con sus libros, una invitación a la pasión de leer y pensar.

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[DETECTIVE SALVAJE] Mario Vargas Llosa comenzó a escribir La ciudad y los perros en una desaparecida tasca madrileña llamada El Jute, en Menéndez Pelayo, a pocos metros del Retiro. Ahí se recluía con su pluma y un cuaderno, se atascaba, escribía diez páginas al hilo, retrocedía y de nuevo avanzaba. Así se lo explicó en una carta a su amigo Abelardo Oquendo: “En la novela avanzo y me retuerzo; me cuesta mucho trabajo. No tengo la menor idea acerca de cómo me está saliendo, pero me siento embriagado. Escribir es lo único realmente apasionante que existe”.

Similarmente, en la historia que cobraba vida en los reglones, Alberto se refugia lejos de las cuadras del Colegio Militar Leoncio Prado y escribe novelitas sexuales que luego vende por cigarros o a cambio de favores.

Era el año 1958, cuando el régimen franquista se sostenía firme sobre sus cuatro patas. Mario no llegaba a los veinticinco años. Había aterrizado en Madrid porque ganó una beca para estudiar en la facultad de Filosofía y Letras de la Complutense. Los amigos y familiares que dejaba atrás creían en su vuelta a los pocos meses. Pero él lo tenía claro: si quería ser escritor, quedarse en Perú era una muerte lenta y segura. Sin embargo, cruzado el Atlántico, se encontró con un Madrid ensombrecido, sin la pólvora cultural que abundaba, por ejemplo, en París.

Ya durante la guerra civil española, un bando y otro malabareaban con la censura para ocultar información que los perjudicara, para ganarse la simpatía de la gente o disimular la derrota. Al terminar la contienda bélica, esto no cesó. Ahora que la iglesia recuperaba poder, empezaron a prohibirse y a quemarse libros y obras que contradijeran los valores nacionalistas, conservadores y autoritarios del régimen. Poco antes de que el bando Nacional venciera, se afianzó la censura literaria (aunque a Federico García Lorca se le fusiló en el 36, que no deja de ser la más imperdonable de las censuras). En 1938, a veinte años de que Mario tomara asiento frente a una mesa en El Jute, el régimen franquista hacía efectiva la censura previa a la publicación.

Cuatro años transcurrieron desde que Vargas Llosa escribió las primeras palabras de La ciudad y los perros (actulamente la publica Alfaguara) hasta que Carlos Barral se refirió al manuscrito como el más importante que había pasado por sus manos. “La terminé en el invierno de 1961, en una buhardilla en París”, cuenta el autor. Fue rechazado por varias editoriales, pero el apoyo de Barral fue implacable. “Al término de la lectura mi entusiasmo fue absolutamente indescriptible”. También Julio Cortázar elogió el manuscrito inédito, y el comité de lectura de la editorial catalana Seix Barral, que otorgó a la obra el Premio Biblioteca Breve.

Una reunión entre Vargas Llosa, Carlos Barral, un profesor de historia de América y el comandante Robles Piquer, decidiría el porvenir de la obra. El representante de Franco no fue ciego a la calidad del libro, más tenía sus reproches: “¡Pero es que se tiran a una gallina!”. Es cierto. Basta leer los primeros capítulos para alzar las cejas y no poder creerlo. En un pasaje de voces entrecruzadas y tiempos mezclados, Cava descubre un gallinero detrás del galpón de los soldados y avisa a los demás. Cogen a una de las aves, le amarran las patas y el pico, hacen un sorteo, sale ganador el propio Cava. “Te la tiras o te tiramos como a las llamas de tu pueblo”. Primero el miedo: “¿Y si me infecto?”. Luego las dudas: “¿Están seguros que las gallinas tienen huecos?”. Después, más decidido: “Tiene hueco, quietos por favor, y por todos los santos no se rían que se adormece el elefante”.

Robles Piquer dio luz verde al caso de la gallina, a la que dejan moribunda, tuercen el pescuezo y rematan con un patadón de fútbol. Pero no cedió en otros pasajes. Cuando a un coronel “bajo y gordo” se le adjudica el “vientre de una ballena”, Piquer protestó, porque ese era el jefe del cuartel y no se podía ridiculizar a una institución militar. Vargas Llosa sugirió simplemente darle un “vientre de cetáceo”, lo cual fue aceptado.

En otro pasaje, al capellán del colegio se le ha visto “muchas veces, vestido de civil, merodeando por los bajos fondos del Callao, con aliento a alcohol y ojos viciosos”. Originalmente, el capellán frecuentaba los burdeles y sus ojos eran ardientes.

Tras una negociación de un año, que Carlos Barral protagonizó, el libro fue dado el visto bueno con la modificación de siete frases. Al leer la novela una, dos y tres veces, es difícil adivinar dónde está esa capa de barniz. Sí es fácil suponer, en cambio, qué frases causarían revuelo si un escritor desconocido, como lo era a comienzos de los años 60 Mario Vargas Llosa, publicara hoy un libro como este.

En las primeras páginas, en un enfrentamiento entre el Jaguar y Cava, el primero le reprocha un error al segundo y le dice: “Tenías que ser serrano”. Poco después, refiriéndose a Vallano, Alberto piensa: “En los ojos se le vio que es un cobarde como todos los negros”. Por ahí también: “Los serranos, decía mi hermano, mala gente, lo peor que hay”. En el mismo capítulo se tiran a la gallina, a la Malpapeada, una perrita chusca y desnutrida, bromean con tirarse a la vicuña e intentan violar a uno de los cadetes de tercero, “cómo patea el enano”, “qué esperas para treparte, no ves que duerme más calato que una foca”.

Cuando uno de los personajes pregunta por el bienestar de la gallina (“¿Ustedes creen que los animales sienten?”), alguien contesta: “¿Sienten qué, huevas, acaso tienen alma?”. El preocupado se rectifica: “Quiero decir gusto, como las mujeres”.

Los fines de semana, los consignados visitan el kiosco de Paulino, La Perlita, donde compiten en carreras masturbatorias, a ver quién se viene primero, mientras el dueño del local observa regocijado.

Los ejemplos son incontables. Sería necesario un artículo de 532 páginas, las mismas que abarcan La ciudad y los perros, para reproducir una por una las frases que hoy serían sentenciadas como políticamente incorrectas. Lo que levanta la siguiente pregunta: En la segunda década del siglo XXI, ¿las editoriales se atreverían a poner su sello sobre la portada de tal obra maestra?

A la corrección política se le puede sumar el caso de unas cuantas censuras recientes. En España (donde se publicó por primera vez La ciudad y los perros), Orlando, la novela de Virginia Woolf, está siendo adaptada al teatro por la compañía Defondo. Sin embargo, la miembro de Vox Victoria Amparo Gil Molvan, tras su nombramiento en la concejalía de Cultura, puso una equis sobre la producción. Según Pablo Huertas, productor de la obra, se trata de “un caso de veto ideológico”. La villana de Getafe, obra de Lope de Vega, fue impulsada por el Ayuntamiento de Getafe y censurada por Vox, por sus referencias sexuales incómodas. ¿Qué cara pondrían estos políticos con las aventuras sexuales zoofílicas de los leonciopradinos? ¿Serían tan facilitos como Robles Piquer?

Quién sabe, quizá un editor con buen ojo leería hoy el manuscrito de un tal Mario, peruano de 26 años, reconocería una obra maestra en bruto y, como Carlos Barral, lucharía con capa y espada contra las mil cabezas de la censura moderna, contra los dueños de la moral que abundan en X (antes Twitter).

Lo cierto es que Vargas Llosa mostró en La ciudad y los perros un compromiso con la realidad. Lo explica en su prólogo de 1997: “Para inventar su historia, debí primero ser, de niño, algo de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, Miraflorino del Barrio Alegre y vecino de La Perla, en el Callao”. Esto no significa ser estrictamente fiel a los hechos, pero sí a las ideas que los ordenan, al contexto y a la verosimilitud.

Escribió la realidad sin un cartel de advertencia, sin detener la narración para explicar las cosas con manzanas. La vio cruel, descarnada, vio las injusticias de una institución, la desigualdad de un país. Notó las ropas con las que la vida disimula, se las quitó y reprodujo sus verrugas.

Es un libro que habla como persona, que da la impresión de haber crecido partes por cuenta propia. Desfilan en él la violencia animal de los niños y la ternura humana que todos llevan dentro. Porque hasta el disciplinario teniente Gamboa resulta ser el único hombre en poder que pone la justicia encima de su pellejo. El Jaguar, que se agarra a golpes con quien se le cruce, que va y viene con postura de macho alfa, trae detrás una historia de desamor que le cambió la vida.

Cada uno de los protagonistas, perdidos en el laberinto de la adolescencia, en algún punto de la historia cuestionan la actitud violenta de la que se saben culpables. Sin embargo, esas rebeliones no suelen pasar del pensamiento. La fuerza de la opresión es demasiada y lo único que importa es sobrevivir. La violencia, en sus distintas formas, no es producto del mal, sino de la debilidad, que es síntoma de la falta de cariño y comprensión.

La ciudad y los perros es, sobre todo, una novela sensible. Tiene que doler cuando le pegan al Esclavo, cuando los papás maltratan a los hijos, cuando abusan de los animales o cuando entre cadetes se insultan por serrano, por negro, por blanquiñoso. La sensibilidad, esa supuesta pata floja de las nuevas generaciones, no es un crimen. El verdadero mal es el de la lectura superficial, el vicio de querer todo masticado, a medio digerir. La literatura no acaba en la escritura. El buen lector tiene mucho que hacer.

En cuanto a los que ven al cuco en cualquiera que se oponga a sus costumbres, tal vez les sirva de consuelo imaginar a los militares del Perú cuando el Boa dijo que Leoncio Prado era un “baboso” por querer comandar el pelotón de fusilamiento chileno que lo ejecutó.

La ciudad y los perros sobrevivió a la censura franquista, se desliza por el hielo de la cancelación, nadie que esté en gobierno y conserve un poco de su sano juicio se atreverá a tocarlo y vencerá, no cabe duda, la prueba del tiempo, que ya le ha echado sesenta años encima.

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