elecciones 2026

Existe el mito político en el Perú de que las campañas deben ser cortísimas, que no se necesitan sino pocos meses para tentar suerte, y que hacer una campaña larga es exponerse al zarandeo y concomitante perjuicio que dicha exposición conllevaría.

Ni siquiera en circunstancias normales eso es cierto. Keiko Fujimori tuvo que hacer dos o tres años de campaña, con “escuelas naranja”, visitas a provincias y demás, durante buena cantidad de tiempo, para poder compensar el enorme daño que le había producido el comportamiento de su bancada con Pedro Pablo Kuczynski. Y así, logró obtener el 13.4% que le permitió pasar, contra todos los pronósticos, a la segunda vuelta el 2021 y disputarla con el nefasto Pedro Castillo (por cierto, otro sería el país si ella hubiera ganado).

Hoy la situación exige algo similar o de mayor intensidad, porque la cancha está inclinada a favor de la izquierda radical. El 80% de los que desaprueban a Dina Boluarte identifica a su gobierno como uno de derecha y hay, además, regiones enteras (el sur andino) con un ánimo antiestablishment que, salvo un milagro político, no se inclinarán por un candidato de la derecha identificado con el statu quo.

Si en circunstancias normales, es necesario que los candidatos hagan política de largo aliento, en las circunstancias actuales es imperativo. Y eso pasa, obviamente, no por limitarse a escribir tuits o a dar entrevistas en los canales de televisión o radios nacionales, que en provincias no ve ni escucha nadie. Lima no es el objetivo principal sino las otras regiones nacionales.

Y hay que visitarlas, a costa de sufrir eventuales desplantes o manifestaciones contrarias, lo que ocurrirá con mayor intensidad al inicio, pero que luego irá bajando. La presencia física es vital si candidatos como Roberto Chiabra, Carlos Anderson, Rafael Belaunde, Carlos Espá, entre otros, quieren llegar al 2026 (o eventualmente antes, al paso que va este gobierno) con posibilidad de disputarle el terreno a los radicales disruptivos (Antauro, Bellido, etc.) que ya parten con ventaja.

Los candidatos de la centroderecha que no forman parte del establishment tienen que hacer política en serio desde ya. Inclusive, es hasta tarde para que no hayan empezado a hacerla. Tienen que recorrer el Perú palmo a palmo, soplarse amanecidas y desaliento, pero tolerar ello mirando el país con la promesa manifiesta de transformarlo y transmitir ese mensaje a los pueblos olvidados que hoy abjuran de un Estado que no les ha dado atención durante las mejores décadas de crecimiento del país en siglos. Contra eso deben luchar, pero si no lo hacen, mejor que abandonen la contienda y no le resten puntos a la centroderecha, que los va a necesitar a gritos para que siquiera uno de los suyos pueda pasar a la segunda vuelta venidera.

 

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El terrible grado de descomposición política del Congreso peruano, donde se suman casi todos los partidos políticos, va a tornar muy difícil que alguno de ellos salga indemne y se asome con algún protagonismo el 2026 -o antes- a la jornada electoral presidencial.

La crisis política que vive el Perú desde los tiempos de Kuczynski, ante la tozudez no solo del keikismo sino del propio pepekausismo (ya hasta tenían gabinete armado y de ambas partes surgieron torpes asesores que lo petardearon), ya ha incubado un outsider con el triunfo de Pedro Castillo el 2021.

Luego de la crisis que trajo la renuncia de PPK, el ascenso de Vizcarra, su bronca con el aprofujimorismo, la disolución del Congreso, la elección de uno nuevo, la convocatoria a un referéndum, la vacancia de Vizcarra, el ascenso de Merino, su renuncia precipitada, y recién cierta calma con el ascenso de Sagasti, el país fue incubando lo que luego sobrevendría con el maestro chotano.

El país está harto de la crisis y del establishment que, entiende, la ha provocado. La inmensa mayoría de la ciudadanía quiere vivir en democracia, a pesar de todo, pero en una democracia estable, que no genere zozobra permanente ni haga trastabillar la perspectiva vital de cada quien.

A esta situación de crisis política, que persiste a pesar de la salida de Castillo del poder, se suman otros dos potentes factores de hartazgo ciudadano: la indignación creciente que provoca la inseguridad, y el malestar galopante de la crisis inflacionaria, que de milagro no han generado ya un estallido social significativo.

La gente está harta, no soporta más, está cansada de ver los noticieros plagados de noticias de robos o de escándalos en el Congreso y el gobierno, ha perdido toda confianza en el futuro inmediato y ve con pesimismo lo que pueda sobrevenir. Está dispuesta, pues, a patear el tablero sin ningún rubor democrático, inclusive por opciones autoritarias o en los márgenes del modelo vigente.

La clase política y los poderes fácticos -que hacen poco o nada para presionar por reencontrar el rumbo- están sembrando el terreno minado de un candidato disruptivo, imprevisible, de alto riesgo democrático.

 

 

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