Partidos políticos

 [La columna deca(n)dente] El escenario político nacional hace tiempo que dejó de ser solo caótico: ahora es profundamente ilegítimo. La crisis de representación ya no es un diagnóstico técnico, sino una experiencia cotidiana para millones de peruanos y peruanas que no se sienten reflejados en ninguna de las organizaciones políticas que dicen hablar en su nombre. En teoría, los partidos deberían canalizar demandas sociales, construir agendas públicas y disputar el poder en función de proyectos ideológicos. En la práctica, nuestros partidos se han convertido en otra cosa: cascarones vacíos, personalistas, desarticulados del tejido social y enfocados casi exclusivamente en capturar cuotas de poder. Hoy, el Congreso parece más un mercado persa que una arena democrática. 

Su fragmentación no expresa pluralismo, sino el efecto de una proliferación de agrupaciones diseñadas para las elecciones, como las famosas “combis electorales” que todos conocemos: sirven para llegar al poder, pero no tienen ni dirección, ni pasajeros, ni destino común. Partidos como Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Perú Libre y otros como Acción Popular o Somos Perú actúan más como cárteles o consorcios de intereses privados que como organizaciones al servicio del bien público.

Lo que estamos viviendo es más que una crisis política: es una degradación institucional sostenida. El Congreso no solo legisla, sino que ha capturado al Ejecutivo, vaciando la separación de poderes y anulando cualquier posibilidad de contrapeso. La presidenta Dina Boluarte, sin legitimidad ni respaldo político real, ha sido funcional a este nuevo régimen de facto. Un pacto informal entre facciones parlamentarias —unidas por el miedo a la justicia, el afán de impunidad y el deseo de controlar el aparato estatal— ha instaurado una forma perversa de gobernabilidad: autoritaria y antidemocrática.

El resultado es un vaciamiento democrático en toda regla. Tenemos elecciones, parlamento, leyes y discursos de legalidad. Pero lo que se esconde detrás es otra cosa: redes de protección mutua, legislación a medida de las organizaciones criminales y debilitamiento sistemático de los organismos de control.

Mientras tanto, los ciudadanos y ciudadanas observan con desconfianza, desafección y resignación. La política ha dejado de ser un canal de transformación para convertirse en un espectáculo ajeno. Y, sin embargo, ahí donde la indignación se vuelve generalizada, también surge la posibilidad de cambio. No se trata de una ilusión. Se trata de una urgencia. Hoy más que nunca, la participación ciudadana honesta, informada y activa no es un lujo, sino una necesidad vital. En este pantano político, quienes aún creen en la democracia tienen el deber de organizarse, fiscalizar, disputar espacios, construir nuevas formas de representación y afiliarse a partidos políticos que no están en el poder hoy. No para repetir las fórmulas fallidas, sino para sentar las bases de una regeneración que devuelva sentido a la política.

Porque si algo ha quedado claro es que lo viejo ya no sirve. Y lo nuevo, si no lo construimos nosotros, lo construirán otros… y no necesariamente para bien.

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Congreso, Democracia, Ejecutivo, Partidos políticos

[La columna deca(n)dente] En el glorioso arte peruanísimo de reinventar la política, nuestros partidos han logrado una hazaña digna de estudio: simular la existencia de militantes a punta de firmas falsas. Antes, en épocas menos creativas, bastaba con reunir firmas de adherentes —simpatizantes ocasionales, amigos de los amigos y familiares—. Pero los tiempos cambian, y ahora la ley exige algo más serio: afiliados, es decir, verdaderos militantes comprometidos. Un detalle menor que, como era de esperarse, ha sido resuelto de la manera más pragmática: falsificando las firmas.

Esta evolución nos demuestra que el ingenio político no tiene límites. Falsificar, falsificar: esa es la consigna general de aquellos que pretenden renovar la política nacional. Así nacen partidos enteros sin necesidad de lidiar con la molestia de tener militantes de carne y hueso.

Este fenómeno es un ejemplo fascinante de institucionalización fraudulenta: partidos que, en lugar de representar intereses sociales reales, representan el talento para el simulacro. No son organizaciones políticas; son productoras de ficción. Y lo más asombroso es que, una vez obtenida la inscripción, estos mismos partidos, expertos en falsificar su propia existencia, pretenden gestionar la cosa pública.

Toda esta farsa no sería posible sin la complacencia o la ceguera de los órganos electorales. Uno podría pensar que un sistema diseñado para filtrar a los impostores haría su trabajo. Pero la realidad es más entretenida: se convierte en una gran ceremonia de aprobación tácita, donde las irregularidades se apilan sin consecuencias. Lo importante parece ser que el formulario esté completo. ¡Salvo el formulario completo, todo es ilusión!

Mientras tanto, los ciudadanos y las ciudadanas asisten, cada vez más desencantados, a la degradación del sistema. Descubren que los partidos ya no son cauces de participación ni escuelas de ciudadanía, sino coartadas legales para la captura del poder. Y frente a tanto cinismo organizado, no es de extrañar que muchos prefieran la abstención, la indiferencia o el rechazo abierto.

Quizá el próximo paso evolutivo sea aún más audaz: partidos compuestos enteramente por inteligencias artificiales, sin necesidad de molestos afiliados humanos que puedan pensar o reclamar. Así, la simulación será perfecta, el trámite impecable y la política, definitivamente, un espectáculo de hologramas y avatares.

Por ahora, celebremos a nuestros partidos de papel, nuestros militantes fantasmas y nuestra democracia de utilería. Son, después de todo, la más fiel expresión de nuestra creatividad política: una creatividad que, cuando no encuentra ciudadanía real, la inventa… falsificando la firma.

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Democracia, falsificación, Fraude, Partidos políticos

La proliferación de partidos políticos en el Perú, con no menos de 41 registrados y la posibilidad de más, no es un síntoma de una diversidad ideológica liberal o saludable, sino de la descomposición de nuestra vida política. ¿Cómo explicar este afán por los caminos separados de —después de todo— tantos partidos que básicamente piensan igual? La respuesta no se encuentra en las ideas, sino en los intereses.

En democracias maduras, los partidos tienden a representar corrientes filosóficas o visiones completas del Estado; aquí en el Perú, son vehículos de ambición personal o familiar, creados no con el propósito de servir al país sino de agarrar bloques de poder. Se trata menos del papel del Estado en la economía, la justicia social o la libertad individual: se trata de quién obtiene qué. En esta visión, construir coaliciones demanda sacrificio de sus miembros: ocupar menos espacio, elevar más líderes, doblar la voluntad individual en un propósito mayor que cualquier persona. Y para la gente que ve la política como un botín, esto es ilegítimo.

Y esta es la razón por la cual las coaliciones son malas. Están llenas de traiciones, acuerdos en oscuridad, con «repartijas». En el Perú, no hay una coalición de ideas: solo un matrimonio de conveniencia entre personas que ni siquiera pretenden gustarse entre ellas y que mañana volverán a apuñalarse por la espalda.

El resultado final es una fragmentación estéril: partidos sin miembros, sin doctrina, sin historia, pero con un logo y un líder en espera. Se termina cayendo así en la improvisación, el populismo y la mediocridad.

Más triste aún, el ciudadano medio, repelido por este grotesco circo nacional, decide ya sea abstenerse o emitir un voto de protesta. Y así el ciclo de la fatalidad continúa: partidos que no representan a nadie, dirigidos por un pueblo que ya no cree en nada. Y contra esto, una solución idealista en el mejor de los casos. Pero para eso necesitaríamos algo más raro que los propios partidos: decencia.

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Partidos políticos, Sudaca, Sudaka

[La columna deca(n)dente] En el Perú, la falta de participación política de los jóvenes se presenta frecuentemente como un síntoma de apatía generacional. Sin embargo, esta conclusión simplista ignora una realidad más compleja: no es que los jóvenes hayan renunciado a la política, sino que han rechazado un modelo institucional que consideran obsoleto y desconectado de sus realidades. Tres factores explican esta desconexión: la desconfianza hacia las instituciones, la percepción de despolitización y una visión restrictiva del campo político. 

Es importante señalar que esta interpretación es una aproximación hipotética que busca comprender las dinámicas actuales de los jóvenes frente a la política en el país. Si bien no se puede generalizar, las prácticas observadas reflejan tendencias preocupantes que demandan un análisis profundo y multidimensional. 

En primer lugar, la política institucionalizada enfrenta una crisis de legitimidad entre los jóvenes. Es común que ellos expresen desconfianza, indiferencia e incluso aburrimiento hacia los partidos políticos. Este descontento no es gratuito; responde a décadas de corrupción, ineficiencia y promesas incumplidas que han alejado a la política de las preocupaciones cotidianas de las nuevas generaciones. Para los jóvenes, la democracia no solo es incapaz de resolver sus problemas, sino que parece diseñada para ignorarlos. Esta percepción de inutilidad se alimenta de experiencias acumuladas de desilusión. Los jóvenes no se sienten representados ni escuchados, y perciben las decisiones políticas como procesos ajenos que no reflejan sus intereses. En este contexto, la desconfianza no solo es un síntoma, sino también un diagnóstico que exige una profunda transformación de la política institucional.

En segundo lugar, a menudo se asume que los jóvenes son apáticos y están despolitizados. Aunque muchos se definen como «no politizados», sus acciones cuentan otra historia. Participan en formas de activismo, voluntariado y protestas, aunque no reconozcan estas actividades como políticas. Este fenómeno refleja una desconexión con las formas tradicionales de participación, no con la política en sí. Los jóvenes siguen comprometidos con las causas que les importan: justicia social, igualdad de género, cambio climático, entre otras. Sin embargo, lo hacen desde espacios y lenguajes que consideran más auténticos y efectivos, lejos de la burocracia y el formalismo partidario.

En tercer lugar, el problema de fondo radica en una concepción restrictiva de la política, que la limita a los procesos institucionales y electorales. Este enfoque excluyente ignora formas alternativas de participación que han ganado relevancia entre los jóvenes, como el activismo digital, las redes comunitarias y las iniciativas autogestionadas. Las redes sociales han transformado la participación política juvenil al ofrecer espacios para visibilizar problemáticas y organizar movimientos, pero también fomentan dinámicas que priorizan salidas individuales sobre esfuerzos colectivos. Si bien plataformas como X, antes Twitter, o Instagram permiten amplificar voces y conectar con comunidades afines, sus algoritmos tienden a reforzar la gratificación instantánea, desincentivando la participación en procesos políticos estructurados, como partidos políticos o elecciones. 

Este fenómeno plantea el desafío de combinar las redes sociales con acciones colectivas que vayan más allá de lo personal. Si se usan bien, las redes sociales pueden ser herramientas para educar políticamente, crear alianzas y organizar actividades. Así, se puede conectar el activismo juvenil en línea con acciones más inclusivas y duraderas que ayuden a cambiar el sistema político. Ver solo estas formas de participación como poco importantes no solo desanima a los jóvenes, sino que también desprecia sus esfuerzos por cambiar la sociedad desde fuera de los métodos tradicionales. Reconocer y valorar estas formas de participación es clave.  

Finalmente, la desconexión juvenil no implica un rechazo a la política en su esencia, sino una demanda de transformación. Los jóvenes exigen un sistema democrático transparente, participativo y que se ajuste a sus preocupaciones reales. Para ello, es crucial ampliar el concepto de política, reconocer sus diversas formas de participación y reconstruir la confianza en las instituciones y los partidos mediante acciones concretas y responsables. Lejos de ser indiferentes, los jóvenes están profundamente comprometidos con el cambio. El verdadero desafío no es persuadirlos para que participen, sino ofrecerles partidos políticos democráticos, innovadores y coherentes tanto en sus discursos como en sus prácticas, que merezcan genuinamente su confianza y energía. Si se atiende adecuadamente este llamado, no solo se renovará la política en el país, sino que se fortalecerá con una generación que tiene mucho que aportar.

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Democracia, Jóvenes, Participación Política, Partidos políticos

[La columna deca(n)dente] En el actual escenario político, la expresión “viejo oeste” encuentra un paralelismo inquietante. En este entorno, las instituciones estatales han sido subordinadas a los intereses particulares de una coalición congresal, conocida también como la “coalición del mal”, que ha capturado el poder legislativo, moldeándolo a su conveniencia y destruyendo cualquier vestigio de equilibrio democrático.

El gobierno de la presidenta Dina Boluarte ilustra esta dinámica. Su administración, lejos de liderar con independencia y visión de Estado, opera como una extensión de una coalición parlamentaria cuyas prioridades no son las demandas ciudadanas, sino los beneficios particulares de sus integrantes. El Ejecutivo se encuentra atrapado en una relación de subordinación, actuando como un títere funcional a los intereses de un Congreso que legisla sin pudor para grupos de poder, incluidas organizaciones criminales que encuentran en este sistema político un refugio perfecto.

El Congreso se ha convertido en un cártel de poder. Sus integrantes no solo están desvinculados de los principios democráticos que deberían guiar sus acciones, sino que han llevado al extremo la instrumentalización de las leyes. Las reformas constitucionales, que deberían ser un acto soberano de diálogo y consenso, han sido secuestradas para adaptarse a las necesidades de esta élitepolítica, consolidando su dominio y garantizando su impunidad.

En medio de este desolador panorama, a la manera de los viejos alguaciles o sheriffs, los que resisten los embates de la “coalición del mal” son la Fiscalía de la Nación y el Poder Judicial, que operan como el último bastión de defensa ante el desmantelamiento institucional. Sin embargo, su capacidad para frenar este avance autoritario está constantemente bajo amenaza, enfrentando presiones, intentos de captura y deslegitimación.

Este vaciamiento de la democracia ha generado un entorno de anarquía normativa. Las instituciones encargadas de fiscalizar, regular y sancionar están paralizadas o capturadas, lo que deja el campo libre para la arbitrariedad y la corrupción. El cártel que nos gobierna no se dejará quitar el poder democráticamente; resistirá incluso, como en el viejo oeste, “a balazos”, para garantizar que no se les arrebate su control del sistema.

La debilidad del sistema de contrapesos y la fragmentación de la sociedad civil agravan esta situación. La ciudadanía, carente de un liderazgo colectivo y enfrentando constantes intentos de deslegitimación de la protesta, así como una brutal represión estatal, observa cómo los actores políticos actúan con total impunidad, incluso jactándose de ello. La captura del Estado y la corrupción se han normalizado hasta el punto de convertirse en una parte estructural del sistema político.

El país transita un camino que no solo erosiona sus instituciones democráticas, sino que también profundiza su crisis de representación. En este “viejo oeste”, el interés colectivo ha sido desplazado por un sistema donde los actores políticos se sirven del poder público para garantizar su supervivencia. El resultado es un vacío de liderazgo y un Estado de derecho debilitado, que amenaza con desencadenar una crisis aún mayor.

Frente a este panorama, la ciudadanía y los partidos políticos democráticos, que no forman parte de la “coalición del mal”, se enfrentan a un desafío histórico: reconstruir un sistema donde las instituciones sean verdaderos guardianes del interés público y donde la democracia recupere su esencia como gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

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coalición del mal, Congreso, Dina Boluarte, Partidos políticos

[Agenda País] Al día de hoy, ya son 31 organizaciones políticas oficialmente inscritas para participar en las elecciones presidenciales del 2026, más otras 19 que están en el proceso y que podrían sumarse a esta lid electoral.

Con el vencimiento el último viernes 12 de julio del plazo para afiliarse a los partidos para poder integrar las planchas presidenciales y ser candidato a una de las cámaras del parlamento, se ha iniciado el proceso electoral.

No ha sido sorpresa alguna la cantidad de movidas políticas con renuncias, afiliaciones, transfuguismo en el congreso, acomodos y renacimientos de políticos olvidados que han confirmado la informalidad y la poca ética de quienes manejan y manejarán los destinos del Perú.

Es una vergüenza que se permita a los congresistas cambiarse de bancada como si fuera ropa interior y una falta de respeto a los electores que votaron por cada uno de ellos dentro de un partido político. Dentro de la inconclusa reforma electoral falta una que prohíba el transfuguismo y que la renuncia a una bancada signifique el desafuero del congresista y su reemplazo por el accesitario. Pero las leyes las hacen los congresistas…

Luego de este reacomodo, lo que debería esperarse de los verdaderos líderes políticos es, por un lado, trabajar a la interna de sus organizaciones para canalizar las demandas de la población en planes de gobierno humanos y factibles, así como en la formación de cuadros que puedan implementar esos planes en políticas públicas efectivas. 

Por el otro lado, y si los egos pueden ceder a la visión de un Perú mejor, sería saludable para la democracia el encontrar consensos entre varias fuerzas políticas para realmente ser una opción viable, con mayoría relativa en el parlamento y no estar al filo de la navaja de la censura o incluso, de la vacancia.

¿Será mucho pedir?

Si tomamos en cuenta la historia política reciente pareciera un imposible que dos partidos o más se puedan unir para crear un frente político con miras a las elecciones del 2026. De hecho, para las elecciones del 2021, la única alianza PPC-APP se cayó por las infames declaraciones que Marisol Perez-Tello hizo de César Acuña, y cuyo audio fue convenientemente filtrado por sabe Dios quien.

Aun con nuestro historial caudillista, la multiplicidad de cacicazgos llamados partidos políticos y la polarización de los argumentos, se encuentran ciertos signos de esperanza en que algunas fuerzas políticas puedan encontrar puntos en común y formar alianzas con acuerdos pragmáticos.

Un ejemplo de ello son las constantes declaraciones de Carlos Añaños haciendo un llamado a la unión de los lideres políticos, otro es Rafael López-Aliaga quien también está buscando aliados, también el nuevo PPC con Carlos Neuhaus a la cabeza está abierto a confluencias e incluso hasta Keiko Fujimori, que, habiendo lanzado a su padre de candidato presidencial, no descarta ir en alianza.

También, por el lado oscuro, ya hay una alianza del mal entre Antuaro Humala y Veronika Mendoza, a la cual habrá que enfrentarse en las urnas para que no aprovechen de la democracia para luego destruirla.

Parece que falta mucho para el 2026, pero el tiempo pasa volando. Más temprano que tarde veremos quienes son los verdaderos lideres en los cuales la población debería confiar su voto, que más que una cédula electoral, es una entrega de esperanza a quienes manejarán los destinos de nuestro país. Tremenda responsabilidad.

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2026, Antauro Humala, caciques, Carlos Añaños, Carlos Neihaus, caudillos, Congreso, Elecciones, Keiko Fujimori, Marisol Pérez Tello, Partidos políticos, Rafael Lopez Aliaga, transfuguismo

Ya hay inscritos 30 partidos, de los cuales 20 son de centroderecha. Están en lista de espera veinte más, de los cuales por lo menos 10 también pertenecen a ese sector ideológico. En suma, lo más probable es que para el 2026 haya treinta candidatos de la centroderecha aspirando a llegar al poder.

Una vana ilusión. La fragmentación del voto, ante la ausencia de un líder aglutinador o superlativo respecto del resto, hará que el voto se divida. ¿A quién beneficia ello? A dos grupos políticos puntuales: la izquierda radical y el fujimorismo.

El autoritarismo que se vislumbra en las encuestas hará carne en estas elecciones gracias a la supina irresponsabilidad de quienes estaban llamados a armar frentes y coaligarse para presentar opciones sólidas, potentes, con capacidad de atracción popular lo suficientemente grande para asegurar, primero, el pase a la segunda vuelta con una buena representación parlamentaria y luego ganar las elecciones en la segunda vuelta, asegurando un lustro de estabilidad política.

Hoy se frotan las manos los desquiciados políticos de la izquierda (los Antauro, los Bellido y demás) y el entorno de Keiko Fujimori. Podrán repetir la fatalidad del 2021: el fujimorismo versus el radical antisistema, solo que esta vez pretenden que sea el padre, Alberto Fujimori -de dudosa posibilidad legal de poder hacerlo- quien sea el candidato y ya no la tres veces derrotada Keiko.

Quienes esperan que el 2026 se dé vuelta a la página a la crisis democrática que sufrimos desde el 2016, con mayor intensidad, se darán de bruces con la realidad: la derecha liberal o moderada ha cometido suicidio advertido al hacer que primen los egos individuales por encima de los intereses colectivos.

Es posible aún que se armen alianzas, pero las leyes desaniman ese propósito al exigir una valla más alta a tales agrupamientos, y, además, por lo que se ha visto, no hay el menor interés en casi ninguno de los candidatos de este sector en ceder a sus propias aspiraciones presidenciales.

A este paso, el país se encamina a un mayor debilitamiento de la democracia. Lo que hoy vemos con un Congreso destructor desatado será cosa de juegos respecto de lo que, en principio, se viene.

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[La columna deca(n)dente]

La reciente aprobación de dos polémicos proyectos de ley por parte de la Comisión Permanente del Congreso ha desencadenado una seria preocupación tanto a nivel nacional como internacional. Estos proyectos han sido objeto de críticas por parte de analistas y diversos sectores de la sociedad debido a las implicaciones profundas que podrían tener para la democracia y el Estado de derecho en el país.

El primer proyecto de ley ha generado controversia al limitar la aplicación del concepto de crimen organizado únicamente a delitos que generan valor económico, como el narcotráfico, excluyendo delitos como el sicariato, la extorsión, la tortura y el asesinato. Esta restricción debilita la capacidad del sistema judicial para enfrentar eficazmente la criminalidad violenta y organizada, poniendo en riesgo la seguridad pública y la confianza de los ciudadanos en las instituciones estatales.

Por su parte, el segundo proyecto de ley es igualmente alarmante al declarar prescritos los crímenes considerados de lesa humanidad cometidos antes del 2003. Esta medida va en contra de los compromisos internacionales asumidos por Perú al suscribirse tanto al Estatuto de Roma como a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Delitos de Lesa Humanidad, que establecen la imprescriptibilidad de tales crímenes. El proyecto de ley aprobado niega a las víctimas de estas atrocidades su derecho fundamental a la justicia, la verdad y la reparación, beneficiando de manera directa a Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos y el grupo Colina, entre otros, así como a los subversivos de Sendero Luminoso y del MRTA.

La aprobación de estos proyectos refleja un preocupante panorama político donde las diferencias ideológicas y partidarias parecen diluirse frente a intereses particulares y la protección de organizaciones criminales. Partidos como Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Acción Popular, Perú Libre, entre otros, han mostrado una convergencia nada sorprendente al respaldar medidas que debilitan gravemente el Estado de derecho y el bienestar de la ciudadanía en general.

El impacto de estas leyes va más allá de sus implicaciones inmediatas; amenaza con socavar los pilares fundamentales sobre los que se sustenta la democracia peruana. El debilitamiento del sistema judicial y la posible consolidación de la impunidad podrían generar un clima de desconfianza y desesperanza entre los ciudadanos, afectando la estabilidad política y social del país a largo plazo.

Quienes hoy legislan, embriagados de poder, creen que pueden hacer lo que quieran, olvidando que el poder es efímero y que tarde o temprano pagarán por sus fechorías. Esta arrogancia y desmesura en el ejercicio del poder no solo pone en riesgo la estabilidad política, sino que también amenaza los cimientos mismos de la democracia y el Estado de derecho. La historia ha demostrado repetidamente que el abuso de poder y la corrupción inevitablemente conducen a la caída de aquellos que creen estar por encima de la ley y la justicia.

Ante este escenario, es imperativo que los ciudadanos, la sociedad civil, los partidos políticos democráticos y la comunidad internacional estén alertas y actúen de manera decidida para defender el Estado de derecho y los derechos humanos en el país. La resistencia activa y la presión constante sobre el Congreso para revertir estas leyes son cruciales para evitar retrocesos irreversibles y asegurar un futuro justo, fraterno y equitativo para todos y todas. 

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En un mundo absurdamente paralelo, donde la frivolidad y la corrupción reinan con desparpajo, la política peruana se ha convertido en una telenovela de lujo digna de un Oscar. La protagonista de este drama, la presidenta DB, más que una lideresa, parece una figura decorativa exquisitamente adornada con joyas, movida por los hilos invisibles de su titiritera principal, K. Mientras tanto, la democracia, esa paciente en cuidados intensivos, agoniza bajo los estragos de un Congreso que actúa como el villano principal de esta tragicomedia, con la complicidad silente de un público que parece disfrutar del espectáculo.

Desde su malhadado ascenso al poder, DB ha dejado claro que sus prioridades brillan tanto como sus diamantes. ¿Cientos de miles de peruanos víctimas de delitos durante su mandato? Para ella, son simples números que no alteran su ostentoso estilo de vida, más parecido al de una reina de la farándula que al de una mandataria. Lo verdaderamente importante es la liberación de N, el primer hermano de la nación, celebrada con un entusiasmo que roza la histeria por DB y sus allegados. Porque, al fin y al cabo, ¿qué es el bienestar de un país comparado con el bienestar de la familia presidencial y su séquito de aduladores?

DB parece tener un don especial para utilizar el poder del Estado con un propósito verdaderamente noble: mantener a su familia lejos de las garras de la justicia. La dedicación a su familia es inquebrantable, al igual que su descaro para obstruir la justicia. Desde intentar sobornar a coroneles probos hasta desmantelar equipos policiales anticorrupción, su compromiso con la impunidad es realmente admirable.

Dedicación inquebrantable que brilla por su ausencia a la hora de gobernar. Si alguna vez hubo un gobierno más desorientado que el de DB, es difícil de imaginar. Su administración, incapaz de abordar los problemas más sentidos del país, parece estar más interesada en salvar su propio pellejo y enriquecerse a costa de “préstamos” oportunos de joyas, relojes y diamentes. La delincuencia y la pobreza son apenas detalles menores cuando hay que asegurarse de que los familiares y socios políticos estén bien protegidos y cómodos. Y si de pobreza se trata, se puede intentar evitar que el INEI publique cifras de pobreza, porque, claro, son malas noticias que podrían arruinar la falsa atmósfera de prosperidad que pretende mostrar. Nada mejor que un poco de censura para mantener las apariencias de que el país anda estable rumbo a la OCDE, mientras la pobreza aumenta sostenidamente. 

En medio de este teatro del absurdo, los partidos políticos democráticos, los que no forman parte de la coalición corrupta que sostiene a DB, deberían actuar con más decisión, o al menos fingir que lo hacen. Es urgente que ofrezcan alternativas, cursos de acción posibles, no solo para mantener las apariencias, sino para rescatar al país del marasmo en el que se encuentra. La descarada manipulación de las instituciones por parte de DB y su séquito, de sus aliados congresales, no puede pasar desapercibida. Es hora de que los partidos demuestren que están aquí para algo más que ser meros «vientres de alquiler».

Así que, estimados partidos, este es su momento de brillar, o al menos de intentar hacerlo. Demuestren que son mucho más y están a la altura de las circunstancias que demanda el país, o al menos que pueden fingir que lo están. Tracen una hoja de ruta clara y viable que nos saque de este lío, o al menos que parezca que lo están haciendo. La renuncia de DB, seguida de una transición bien organizada, podría ser el primer paso, pero no el único. ¡Vamos, sorpréndannos con su capacidad para liderar y construir un futuro mejor para el Perú!

El reloj sigue avanzando, y con él, la necesidad de acciones decisivas, o al menos de fingir que se toman. Porque, después de todo, si no es ahora, ¿cuándo? ¡Tic, tac, partidos políticos el tiempo corre! ¡No nos defrauden!

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