A tan sólo diez días de su juramentación, la oposición mediática al gobierno de Pedro Castillo ha expresado —con niveles de estridencia históricos— su malestar y descontento. La retórica de la prensa digital ha sido tanto más artera cuanto poco imaginativa. El subtexto de las criticas son obvias y repetitivas, y de una vez por todas, digámoslo clara y abiertamente, para muchos de los “críticos y observadores” de la oposición: Castillo y compañía son ante todo una banda de “recién bajados” mal hablados, incompetentes, ignorantes, taimados y mentirosos y que además tienen la audacia de querernos gobernar.

Es ese el mensaje que subliminalmente nos es martillado sin cesar a través de las redes sociales. Día a día, en artículos, podcasts y videos las variaciones de este mensaje es lo único que el lector encuentra. Se adula y acicatea al Congreso para que interpele, sancione y condene. No se sabe bien ¿a quién? o ¿por qué? lo importante es que no permitan al gobierno “cerronista” que se adueñe del país.

A nadie parece importarle que el señor Cerrón no ostente cargo alguno en el gobierno. Basta con insistir que, como fundador de Perú Libre, es él, la eminencia gris que teje y desteje la madeja política y, quien conducirá al Perú al precipicio antidemocrático y caótico que es Venezuela, en el peor de los casos, o quien nos hará perder nuestra vida democrática tal y como la conocemos.

Al Primer Ministro Bellido, se le imputa de ser filo senderista, a pesar de que, en repetidas ocasiones, haya afirmado su repudio al terrorismo. Normalmente, y siguiendo las reglas del juego político, una declaración de este tipo es aceptada con su valor de cambio. Para la oposición, esta declaración es inadmisible, porque como dice un columnista de El Comercio, no somos “cojudos”. O sea, vale más, —en un momento de desesperación y para tratar de impedir que el “marxismo-leninismo” se apodere del poder—, creer en el acto de contrición de Keiko Fujimori y su promesa de abjurar de la “corrupción como forma de gobierno”, y celebrar su absolución a través del abrazo a distancia de los Vargas Llosa.

También se le acusa de homofóbico y machista, dejando de lado lo hipócrita, es curioso que la misma prensa que se rasgaba las vestiduras cuando se discutía el material educativo que incluía una visión más liberal sobre la educación sexual, y que temía que la educación “volviera homosexuales a los niños” se haga ahora abanderada de las libertades sexuales. Es cierto que se puede considerar al gabinete Bellido como machista, por estar conformado por sólo dos mujeres, es una observación más que valida y que se debe corregir.

Otra crítica recurrente al gobierno de Castillo es la incompetencia de los funcionarios nombrados en puestos clave del gobierno. Examinemos las credenciales, es obvio que este gobierno no va a tener acceso a profesionales y tecnócratas egresados de Universidades limeñas como la Pacifico, La Católica o la de Lima, al tratarse de un gobierno con raíces provincianas. Probablemente el ministro Pedro Francke a través de sus relaciones con su Alma Mater, la Universidad Católica, pueda proveer de recomendaciones para los puestos de confianza que el Gobierno de Castillo requiere. Pero aquí también hay que decirlo: en el Perú hemos tenido en el pasado funcionarios corruptos provenientes de “buenas universidades”. El criterio clave en este contexto, más que nunca, debe ser probidad moral y vocación de servicio.

Abundan, por supuestos, las noticias tendenciosas que han logrado “investigar” incluso las multas de tránsito que algún recién nombrado ministro pudo haber tenido en el pasado. Se trata de una potestad de la liberta de prensa, no hay duda, lo inquietante es que esas noticias se conviertan poco a poco en lo única realidad que se ofrece a los lectores. El peligro en una sociedad como la nuestra, en la cual la variedad de fuentes de información dignas de ese nombre aún es un lujo, es crear una burbuja que nos imponga una versión fabricada de la realidad.

Por primera vez en su historia, la sociedad peruana vive la experiencia de tener un gobierno de izquierda elegido democráticamente. No hay un problema de legitimidad, las leyes de la democracia establecen las condiciones, y reconoce un vencedor, aunque sea por diferencia de un voto. Los mismos medios que hoy claman “crisis de legitimidad”, coreaban a PPK cinco años atrás cuando la diferencia de votos contra Keiko Fujimori también fue mínima.

Gobernantes como Sánchez Cerro, Manuel Odría o Velasco Alvarado fueron sobre todo dictadores, con programas populistas e incluso demagógicos. Los regímenes de Toledo y Humala —que aprovecharon las expectativas de justicia social de millones de peruanos—, terminaron en debacles de corrupción y desgobierno porque adoptaron los mismos programas y al final generaron los mismos conflictos que los grupos de poder han impuesto al Perú desde hace dos siglos.

Cuenta Basadre en su Historia de la Republica del Perú que, durante la elección del primer Congreso, no todos los recientemente creados departamentos podían cumplir con la elección de sus representantes a la asamblea nacional. Con la sabiduría criolla que nos caracteriza, hubo un tal Manuel Antonio Colmenares que supo hacerse de la representación de Huancavelica —en ese momento aún ocupado por las fuerzas españolas—. Para suplir la falta de votantes, Colmenares fue al mercado y tomó unos cuantos indios de los que cargaban en la puerta del mercado, los condujo al recinto electoral proveyéndoles de cedulas escritas para que votaran por él y por los demás que figuraban en la misma lista y así salió elegido diputado “únicamente por ocho o nueve individuos que él mismo reunió para el acto del sufragio”.

Dos siglos más tarde, hay quienes piensan que el presidente Castillo es el “cholito” de Vladimir Cerrón. Hay quienes creen que a toda esta banda de zopencos mal hablados hay que llevarlos “con las riendas bien ajustadas”. Los más amables —y, quizás los más peligrosos— consideran, como los describe nuestro querido Ricardo Palma en la Tradición “Carta Canta”, que nuestros indios son “seres de sencilla ignorancia”, y que si pretender alguna picardía, serán zurrados y que la palabra escrita siempre penderá como una espada sobre sus cabezas. Ayer en forma de carta, hoy como la prensa digital.

Ginebra, 08 de agosto de 2021

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Guido bellido, Pedro Castillo, Pedro Francke

En esa época remota de finales de los 70s, tuve la suerte de conocer a una generación de profesores de Historia del Perú en la Universidad Católica del Perú. Todos ellos habían sido discípulos, alumnos, del gran historiador y maestro Don Jorge Basadre. En ese rincón que me parecía el más apartado del Fundo Pando, en las aulas del pabellón de Letras bañadas de la luz siempre gris de la costa limeña, José Antonio del Busto, Amalia Castelli, Cecilia Bákula y Margarita Guerra, nos introdujeron a un modo inédito de reflexionar sobre la Historia del Perú.

Las fechas, los personajes, las geografías, los hitos históricos eran reconocibles ante la visión de mi educación raquítica y mediocre recibida en un colegio nacional limeño. Empero, lo nuevo e importante eran la reflexión sobre las fuentes, la autoría —o, quién había compilado los textos—, la motivación de quien había recogido los relatos. Se trataba de un texto de Huamán Poma o un texto del Inca Garcilaso, era el texto de un visitador colonial o se trataba de información recabada de los asientos de fichas eclesiásticas de alguna parroquia andina. En esas pocas horas por semana, y en un par de semestres, estudiar la Historia del Perú se convertía en una introducción a lo que Foucault llamaba la Arqueología del saber.

Leyendo esos textos, discutiendo esas fuentes, reflexionando sobre el lenguaje que describía ese pasado andino, aprendí, guiado por la mano férrea y disciplinada de esos profesores, que los grandes hechos históricos no cuentan la verdad si no son analizados y comprendidos en su contexto económico, social, si no son cotejados, enfrentados a otros textos, a otras versiones de los mismos.

Un aparato bibliográfico para estudiar esa Historia del Perú no existía entonces, y —a pesar de los esfuerzos casi heroicos de esos hombres y mujeres— no tenemos aún una Historia del Perú digna de ese nombre. No existe un archivo nacional, no disponemos de un equipo de Historiadores que investigue, reflexione y que incite a los peruanos a pensar críticamente sobre nuestro pasado. Más trágico aún es que, en el contexto de nuestro inminente Bicentenario de la Declaración de la Independencia, esta deficiencia sistémica de nuestra educación y cultura nacional no sea considerada como digna de mención.

El Bicentenario

¿Qué celebraremos el 28 de Julio?  Sabemos que, observada desde su materialidad histórica, la Declaración de la Independencia parece ser no más que eso: una declaración, un ejercicio retorico, apasionada y elocuente, y a juzgar por lo que sucedió después, ingenua.

Jorge Basadre, en el primer tomo de su Historia de la Republica del Perú (1983), analiza el texto de la Proclama y atribuye al ataque de la frase “El Perú es, desde este momento, libre e independiente” un poder creador y fundacional, que marcaría el principio de una realidad histórica. Las palabras del insigne Don José de San Martín serían así una suerte de enunciado demiúrgico: una promesa de realidad futura, de una nación posible más que existente.

Pero esa misma Proclama, al mismo tiempo y en la misma frase, también excluía a los miles de esclavos negros y a los pobladores autóctonos, nacidos antes de ese histórico sábado 28 de Julio, y que constituían el capital humano de ese proyecto de Nación que se venía proyectando desde más de un año. Es más, por qué no celebramos las Declaraciones de Independencia de Trujillo, asentada el 29 de diciembre de 1820 o la de Piura, oficializada el 4 de enero de 1821, o la de Cajamarca, declarada el 4 de junio, otras ciudades norteñas que se proclamaron independientes meses antes por virtud de los llamados Cabildos Abiertos. Tal y como lo refiere José Agustín de la Puente Candamo en el Tomo VI de la Historia General del Perú (1993).

No he encontrado señas de investigaciones históricas que arrojen luz sobre los “secuestros” —como se denominaban las expropiaciones materiales a las autoridades coloniales y españoles peninsulares— y su generalización en los territorios del Virreinato. Tampoco tenemos detalles como esos nuevos grupos de “criollos” se hicieron propietarios de hecho o se declararon potenciales beneficiarios de una repartija de dimensiones colosales: si se considera que se trataba de un reordenamiento de propiedades inmensas y riquezas amasadas por el sistema colonial durante los 300 años de despojo a las poblaciones del Tahuantinsuyo.

Hay que señalar también que detrás del fausto de la celebración de la declaración se cierne a lo largo del territorio virreinal una realidad de “enfermedades, falta de alimentos y desordenes inminentes” debido al declive político y aislamiento del poder español de los centros de poder económico local. Las mismas familias coloniales, ese poder factico criollo, que había resistido al pedido de “cabalgaduras, reses, hombres y dinero” que el virrey les había hecho, van ahora solicitas a ofrecer esos dones al ejercito libertador. Tal como lo expresa una copla de la época.

“Venid, jefes inmortales,
Venid, San Martín triunfante.
Venid Cochrane arrogante.
Venid invicto Arenales,
A disipar tantos males
Venid o Libertadores
Que todos los moradores
De América agradecidos,
A vuestros triunfos debidos
Consagran dignos honores».

Cuando San Martín entra a Lima, invitado por el cabildo, el acto legal de adjudicación de poderes (en realidad un “golpe de estado” en toda regla efectuado por “personas de conocida probidad, luces y patriotismo”) había tenido ya lugar el Domingo 15 de Julio. En sesión presidida por el alcalde Isidro Cortázar y Abarca, conde de San Isidro, un noble español al cual el mismo Virrey la Serna le había confiado, por así decirlo, las llaves de la ciudad.

Gracias a Alberto Tauro del Pino y a su infaltable Enciclopedia Ilustrada del Perú (1987) se puede conocer detalles biográficos de la mayoría de los firmantes de lo que se podría considerar la partida de Nacimiento de nuestra República. Sin bien hay muchos “Criollos”, hijos de españoles nacidos en el Perú, abundan los españoles peninsulares, oficiales en funciones del virreinato.

No debe sorprendernos pues que después de los grandes fastos del 28 de Julio, todo siguiera igual pues los protagonistas en el tablado del poder seguían siendo los mismos.

Es importante reflexionar sobre ese momento fundacional de nuestra existencia como país, como estado, como nación. Pero hagámoslo con consciencia critica, sin complacencias. No olvidemos que quien “no conoce su historia, se condena a repetirla”.

Ginebra, 18 de julio de 2021

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Historia del Perú

Ha cumplido 75 años, pero cuando responde a las preguntas lo hace agitadamente, de manera dubitativa. Sus respuestas son inseguras, nerviosas, en busca siempre de una expresión más exacta que resta elusiva. Acostumbrado a corregir sus textos hasta la extenuación, Patrick Modiano sufre para concluir las frases, tal como el adolescente que escribía sus primeras cuartillas a los 18 años, y que extravió en algún resquicio de esa vida trashumante, entre la provincia francesa y el París de la década de los sesenta.

 

En varias entrevistas, realizadas en la biblioteca de su apartamento, en rue Bonaparte, en uno de los barrios más tradicionales de París, en el vecindario del mítico Jardín de Luxemburgo, explica el escritor que su dificultad con la expresión oral se debe por haber pertenecido a una generación de niños que no tenía derecho a participar en la conversación de los adultos, y que cuando se le permitía hablar debía hacerlo rápidamente antes de ser interrumpido.

 

A pesar de todo, es generoso y paciente cuando se le interroga una y otra vez por los orígenes de su vocación, sobre su primera novela, La plaza de la estrella, publicada en 1968, en la prestigiosa editorial Gallimard ─la misma que publica las traducciones de Vargas Llosa y otros escritores latinoamericanos─, y que le permitió simbólicamente poner fin a una infancia y juventud de necesidades materiales y aislamiento social. La escritura le otorga la posibilidad de compensar sus dolorosas perdidas familiares: la relación disfuncional de sus padres, la muerte de su hermano Rudy. Y alejarse de ciertas conductas extremas. Durante un periodo, después de haber vendido sus trajes, ─y para asegurar la subsistencia de él y su madre─ se dedicará a robar libros raros de bibliotecas públicas y privadas: una primera edición de En busca del tiempo perdido, ejemplares autografiados por autores famosos, muchos volúmenes de la lujosa colección de La Pléiade. Por esa misma época, su madre también roba bolsos de lujo en los almacenes de Paris.

 

Así, para Patrick Modiano la literatura es más que un refugio, es un verdadero acto de salvación. “A partir del momento en que comencé a escribir no volví a cometer latrocinios” cuenta el narrador en “Un pedigrí” (2005), texto impúdicamente autobiográfico en la que relata con implacable detalle el origen y la vida azarosa de sus padres previos a su nacimiento literario. La madre, nace en Amberes en 1918, hija de obreros, y aspirante a actriz, es lapidariamente retratada como una “chica bella y de corazón seco”, “un novio le había regalado un perro ─raza chow-chow─, pero nunca se ocupó de él, y lo confiaba a otras personas, como ella lo hará conmigo más tarde. Le chow-chow se suicidó lanzándose por una ventana. Lo he visto en algunas fotos y debo confesar que lo siento muy cercano”. Alberto, el padre ─de descendencia judía e italiana─, nacido en las afueras de París, en 1912, huérfano desde los cuatro años, transcurre su infancia en internados, y librado a si mismo desde los dieciséis, es un hombre de negocios, que conduce una inquietante existencia en la zona gris de dudosos negocios con extranjeros, a medio camino entre la especulación, el contrabando y el timo empresarial. Esas vidas grises, signadas por las necesidades de la guerra

 

Interrogado por su método de trabajo, Modiano habla de la dificultad de la escritura misma: no utiliza un ordenador o máquina de escribir. Necesita sentir el esfuerzo, la resistencia física de la escritura. No siempre trabaja en su biblioteca de paredes cubiertas de libros sin orden aparente, no usa papel o plumas especiales ─prefiero no tener rituales de escritura, se corrige─, por el riesgo que éstos se conviertan en un pretexto para no escribir. Trabaja por las mañanas, una o dos horas, luego la tensión y energía decaen. El escritor debe acometer la escritura con tensión, con urgencia, como el cirujano consciente de no tener mucho tiempo para completar la operación. Sus manuscritos están llenos de supresiones, tachaduras, correcciones. A diferencia del proceso creador de Marcel Proust, quien va añadiendo frases, párrafos y páginas a sus textos, las cuartillas de Modiano demuestran una penosa labor de supresión, de reducción, de búsqueda permanente no de la “palabra justa”, más bien de la idea, de la imagen inefable.

Apiladas en un rincón, varios tomos de las míticas guías telefónicas de París, es una edición de los años cincuenta. Son una herramienta fetiche del autor, y como en el caso del detective de “Calle de las tiendas oscuras” se le antojan irremplazables para poder avanzar en las investigaciones. “Sus páginas son recopilaciones de seres, cosas y mundos desaparecidos”. Así, los personajes de Modiano aparecen siempre con una dirección y número de teléfono. En sus novelas, las referencias a las calles, jirones y plazas de los diferentes barrios aparecen escrupulosamente documentados. En “Un Pedigrí”, el narrador explica esa obsesión por los datos registrales: “… Soy un perro que pretende tener un pedigrí. Mi madre y mi padre no estaban ligados a ningún medio bien definido. Dispersos, inciertos, debo esforzarme en encontrar alguna huella y algún punto de referencia en esas arenas movedizas, como cuando se trata de adivinar las letras medio borrosas en alguna partida de estado civil o en algún formulario administrativo.”

 

La larga lista de novelas ─una cuarentena de títulos, incluidas algunas piezas de teatro y libretos de cine─ han sido traducidas a treinta seis idiomas, y en 2014 le valieron el Premio Nobel de Literatura. Pero si se trata de una obra prolífica, los textos que la componen son breves, novelas de 200 páginas, en su mayoría se trata de historias de corte investigativo. En las cuales un gesto anodino, un saludo, una noticia en un periódico, una fotografía desvaída, un encuentro fortuito, en un café, se convierten en el punto de partida de una indagación que conduce al lector a un pasado oscuro e inquietante: tratar de desentrañar la identidad o el paradero de alguna persona teniendo como telón de fondo episodios de París ocupada por los Nazis durante la Segunda Guerra mundial.

 

Sin embargo, el resultado de esas investigaciones no es trascendental, las informaciones recabadas no resuelven misterio alguno, en la Calle de las tiendas oscuras, la agencia de detectives se dedica a obtener ─” información mundana” ─ para clientes de circunstancias, oscuros hombres de negocios. El detective, Guy Roland es un hombre que sufre de amnesia y que no conoce nada de su pasado real, durante una década ha habitado una nueva identidad, y por algún motivo se lanza a la reconstrucción de un pasado incierto e inquietante que no se sabe a quién pertenece. Un personaje más de la novela es la ciudad, los diferentes barrios parisinos, los cafés, las plazas y parques de una ciudad que aparece como testigo espectral de las miserias humanas a lo largo de los años.

 

En la mención oficial del Premio Nobel, se señalaba a Patrick Modiano como el Marcel Proust de la modernidad, el maestro de la memoria. Modiano afirmaba que ya no puede existir un Proust porque hemos perdido la certeza del pasado. Ante esa ausencia, los personajes de Modiano arrojan luces sobre nuestra propia capacidad de reflexionar, pensar y reinventar nuestra propia identidad.

 

Patrick Modiano, Calle de las tiendas oscuras, Anagrama, España, 2013, 240 páginas

Patrick Modiano, Un pedigrí, Anagrama, España, 2007, 144 páginas

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Jorge Yui, Patrick Modiano

Ha cumplido 75 años, pero cuando responde a las preguntas lo hace agitadamente, de manera dubitativa. Sus respuestas son inseguras, nerviosas, en busca siempre de una expresión más exacta que resta elusiva. Acostumbrado a corregir sus textos hasta la extenuación, Patrick Modiano sufre para concluir las frases, tal como el adolescente que escribía sus primeras cuartillas a los 18 años, y que extravió en algún resquicio de esa vida trashumante, entre la provincia francesa y el París de la década de los sesenta.

 

En varias entrevistas, realizadas en la biblioteca de su apartamento, en rue Bonaparte, en uno de los barrios más tradicionales de París, en el vecindario del mítico Jardín de Luxemburgo, explica el escritor que su dificultad con la expresión oral se debe por haber pertenecido a una generación de niños que no tenía derecho a participar en la conversación de los adultos, y que cuando se le permitía hablar debía hacerlo rápidamente antes de ser interrumpido.

 

A pesar de todo, es generoso y paciente cuando se le interroga una y otra vez por los orígenes de su vocación, sobre su primera novela, La plaza de la estrella, publicada en 1968, en la prestigiosa editorial Gallimard ─la misma que publica las traducciones de Vargas Llosa y otros escritores latinoamericanos─, y que le permitió simbólicamente poner fin a una infancia y juventud de necesidades materiales y aislamiento social. La escritura le otorga la posibilidad de compensar sus dolorosas perdidas familiares: la relación disfuncional de sus padres, la muerte de su hermano Rudy. Y alejarse de ciertas conductas extremas. Durante un periodo, después de haber vendido sus trajes, ─y para asegurar la subsistencia de él y su madre─ se dedicará a robar libros raros de bibliotecas públicas y privadas: una primera edición de En busca del tiempo perdido, ejemplares autografiados por autores famosos, muchos volúmenes de la lujosa colección de La Pléiade. Por esa misma época, su madre también roba bolsos de lujo en los almacenes de Paris.

 

Así, para Patrick Modiano la literatura es más que un refugio, es un verdadero acto de salvación. “A partir del momento en que comencé a escribir no volví a cometer latrocinios” cuenta el narrador en “Un pedigrí” (2005), texto impúdicamente autobiográfico en la que relata con implacable detalle el origen y la vida azarosa de sus padres previos a su nacimiento literario. La madre, nace en Amberes en 1918, hija de obreros, y aspirante a actriz, es lapidariamente retratada como una “chica bella y de corazón seco”, “un novio le había regalado un perro ─raza chow-chow─, pero nunca se ocupó de él, y lo confiaba a otras personas, como ella lo hará conmigo más tarde. Le chow-chow se suicidó lanzándose por una ventana. Lo he visto en algunas fotos y debo confesar que lo siento muy cercano”. Alberto, el padre ─de descendencia judía e italiana─, nacido en las afueras de París, en 1912, huérfano desde los cuatro años, transcurre su infancia en internados, y librado a si mismo desde los dieciséis, es un hombre de negocios, que conduce una inquietante existencia en la zona gris de dudosos negocios con extranjeros, a medio camino entre la especulación, el contrabando y el timo empresarial. Esas vidas grises, signadas por las necesidades de la guerra

 

Interrogado por su método de trabajo, Modiano habla de la dificultad de la escritura misma: no utiliza un ordenador o máquina de escribir. Necesita sentir el esfuerzo, la resistencia física de la escritura. No siempre trabaja en su biblioteca de paredes cubiertas de libros sin orden aparente, no usa papel o plumas especiales ─prefiero no tener rituales de escritura, se corrige─, por el riesgo que éstos se conviertan en un pretexto para no escribir. Trabaja por las mañanas, una o dos horas, luego la tensión y energía decaen. El escritor debe acometer la escritura con tensión, con urgencia, como el cirujano consciente de no tener mucho tiempo para completar la operación. Sus manuscritos están llenos de supresiones, tachaduras, correcciones. A diferencia del proceso creador de Marcel Proust, quien va añadiendo frases, párrafos y páginas a sus textos, las cuartillas de Modiano demuestran una penosa labor de supresión, de reducción, de búsqueda permanente no de la “palabra justa”, más bien de la idea, de la imagen inefable.

Apiladas en un rincón, varios tomos de las míticas guías telefónicas de París, es una edición de los años cincuenta. Son una herramienta fetiche del autor, y como en el caso del detective de “Calle de las tiendas oscuras” se le antojan irremplazables para poder avanzar en las investigaciones. “Sus páginas son recopilaciones de seres, cosas y mundos desaparecidos”. Así, los personajes de Modiano aparecen siempre con una dirección y número de teléfono. En sus novelas, las referencias a las calles, jirones y plazas de los diferentes barrios aparecen escrupulosamente documentados. En “Un Pedigrí”, el narrador explica esa obsesión por los datos registrales: “… Soy un perro que pretende tener un pedigrí. Mi madre y mi padre no estaban ligados a ningún medio bien definido. Dispersos, inciertos, debo esforzarme en encontrar alguna huella y algún punto de referencia en esas arenas movedizas, como cuando se trata de adivinar las letras medio borrosas en alguna partida de estado civil o en algún formulario administrativo.”

 

La larga lista de novelas ─una cuarentena de títulos, incluidas algunas piezas de teatro y libretos de cine─ han sido traducidas a treinta seis idiomas, y en 2014 le valieron el Premio Nobel de Literatura. Pero si se trata de una obra prolífica, los textos que la componen son breves, novelas de 200 páginas, en su mayoría se trata de historias de corte investigativo. En las cuales un gesto anodino, un saludo, una noticia en un periódico, una fotografía desvaída, un encuentro fortuito, en un café, se convierten en el punto de partida de una indagación que conduce al lector a un pasado oscuro e inquietante: tratar de desentrañar la identidad o el paradero de alguna persona teniendo como telón de fondo episodios de París ocupada por los Nazis durante la Segunda Guerra mundial.

 

Sin embargo, el resultado de esas investigaciones no es trascendental, las informaciones recabadas no resuelven misterio alguno, en la Calle de las tiendas oscuras, la agencia de detectives se dedica a obtener ─” información mundana” ─ para clientes de circunstancias, oscuros hombres de negocios. El detective, Guy Roland es un hombre que sufre de amnesia y que no conoce nada de su pasado real, durante una década ha habitado una nueva identidad, y por algún motivo se lanza a la reconstrucción de un pasado incierto e inquietante que no se sabe a quién pertenece. Un personaje más de la novela es la ciudad, los diferentes barrios parisinos, los cafés, las plazas y parques de una ciudad que aparece como testigo espectral de las miserias humanas a lo largo de los años.

 

En la mención oficial del Premio Nobel, se señalaba a Patrick Modiano como el Marcel Proust de la modernidad, el maestro de la memoria. Modiano afirmaba que ya no puede existir un Proust porque hemos perdido la certeza del pasado. Ante esa ausencia, los personajes de Modiano arrojan luces sobre nuestra propia capacidad de reflexionar, pensar y reinventar nuestra propia identidad.

 

Patrick Modiano, Calle de las tiendas oscuras, Anagrama, España, 2013, 240 páginas

Patrick Modiano, Un pedigrí, Anagrama, España, 2007, 144 páginas

 

Ginebra, 20 de marzo de 2021

Según la mitología griega, Casandra era una princesa troyana, dotada de singular belleza, que había hecho votos de servir como sacerdotisa en el prestigioso templo de Apolo. Símbolo de inspiración profética y artística, siendo Apolo patrono del más famoso oráculo de la Antigüedad, el oráculo de Delfos.

 

Al verla, Apolo quedo prendado de ella y le habría ofrecido el don de la profecía a cambio de entregarse a él. Cuando la sacerdotisa recibió el don prometido ─quizá ya presintiendo los males que le acarrearía acceder a los encantos del más bello y mujeriego de los dioses─, se negó a cumplir su promesa. Apolo en consonancia con las leyes divinas, no podía arrebatarle el don ya concedido, pero con la clásica ironía griega, le incluyó una maldición: Casandra sabría vaticinar el futuro con precisión, pero nadie, ni siquiera su familia, creería jamás en sus profecías.

 

A pesar de trabajar incansablemente al lado de su esposa dirigiendo la Fundación Bill y Melinda Gates, y dedicar tiempo y energía a combatir la malaria en el África y de ser reconocido como responsable de la erradicación de la poliomielitis en el mundo, Bill Gates ha sufrido en carne propia lo que se conoce como el síndrome de Casandra. El fundador de Microsoft es el blanco favorito de teorías conspiracioncitas que circulan en los bajos fondos de internet y que lo identifican como uno de los inventores del virus de COVID-19 y como futuro Gran Hermano dispuesto a gobernar la humanidad una vez que la campaña de vacunación sea concluida.

 

Sin embargo, Cómo evitar un desastre climático no cae en el tono profético o la advertencia apocalíptica, al contrario, a lo largo de sus doce capítulos, el libro discute con objetividad y sin alarmismo ─empero con gran profundidad técnica─ el reto global del inminente desastre ambiental que amenaza a la humanidad con consecuencias peores que las que estamos sufriendo producto de la pandemia: “en las próximas décadas el exceso anual de mortalidad debido al cambio climático puede alcanzar el mismo nivel que las producidas por COVID pero hacía el año 2100 los cálculos indican que podría ser cinco veces mayor.”

 

El autor es consciente que uno de los mayores riesgos que conlleva la lectura del libro radica en la complejidad del tema: discutir el cambio climático y los retos que comporta, requiere incursionar en disciplinas tan dispares como son la química, la física, la ingeniería, la biología, la economía política, la sociología y la historia. Bill Gates conduce impecablemente al lector a través de ese laberinto de datos, estadísticas, nociones científicas, de modo que al lector entienda la complejidad del problema y la dificultad de las soluciones y alternativas que se pueden implementar.

 

Bill Gates sabe también que el libro puede ser acusado de ser un panfleto publicitario destinado a publicitar sus intereses personales. Después de todo, el lector sabe que el autor del libro posee la tercera mayor fortuna del planeta. Así el libro evita referencias a empresas y enfatiza los principios generales de las tecnologías que discute.

 

Las trecientas páginas del libro tampoco son un mero tratado teórico: los diferentes capítulos presentan las alternativas, analizan los pros y los contras de las diferentes políticas que están siendo implementadas en diversas partes del mundo. Sin ser un manifiesto político, los últimos capítulos son un plan de acción propuesto para gobiernos, empresas y ciudadanos (el lector).

 

Lo primero que el lector debe comprender es la magnitud del problema: hábilmente Bill Gates resume la esencia del reto climático en una cifra: los 51 mil millones de toneladas de gases a efecto invernadero que globalmente la actividad humana inflige al planeta año tras año. Esa cifra se convierte en piedra de toque para analizar los diferentes sectores de la economía y de la sociedad que contribuyen a su generación, pero también es la cifra que sirve para evaluar el potencial real de muchas de las soluciones propuestas por políticos y especialista. Así soluciones como la energía hidráulica, solar, eólica, los biogases, las baterías, el carbón y la energía nuclear son discutidos sumariamente, pero en modo que al lector le queda claro el verdadero alcance y potencial de estas tecnologías.

 

El libro también analiza la manera y la cantidad de energía que consumimos, y allí Bill Gates lo primero que aclara es que no se trata de disminuir o reducir la calidad de vida, pero si de hacernos conscientes de la calidad energética de nuestro consumo. Bill Gates pasa revista a la industria petroquímica, al modo en que el mundo reaccionó a la crisis energética de los años setenta, y como la legislación existente hace imposible que las energías renovables puedan competir con el petróleo o el carbón.

 

Bill Gates es consciente, no obstante, que tendremos que aceptar ciertos cambios inevitables: que la industria agroalimentaria y sobre todo el origen de las proteínas animales es insostenible. No solo por la utilización de tierras que normalmente son bosques o que podrían ser dedicadas a la producción de otros cultivos, sino y sobre todo por la cantidad de gas metano y residuos químicos de los excrementos que el ganado produce y que con la tecnología existente es imposible capturar o reciclar. Es uno de los momentos más intimistas del libro, en el cual el autor nos revela su relación emocional con las hamburguesas a través de los recuerdos de su infancia, y como esa misma pasión lo ha impulsado a invertir en una empresa que produce carne vegetal, que podría utilizar hasta cincuenta veces menos de energía para ser producida sin producir residuos nocivos.

 

A medida que nos adentramos en la lectura del libro, el lector comprende la tarea formidable que la humanidad tiene por delante para impedir un fenómeno que se hace patente día a día en nuestra realidad a través de los disturbios climáticos (sequías, inundaciones) y de otros fenómenos relacionados que estamos comenzando a entender: la deforestación y las enfermedades virales generadas en especies animales con los que antes no estábamos en contacto.

 

Cómo evitar un desastre climático es un libro obligatorio para todos aquellos que quieran entender los entresijos del mayor reto que la humanidad jamás ha afrontado. En un momento de encrucijada política que nos tocará afrontar en algunas semanas, sus reflexiones, el análisis y la información que nos proporciona podrían ser utilizadas para evaluar las propuestas del próximo presidente del Perú.

 

Cómo evitar un desastre climático, Bill Gates, Plaza & Janes editores, Barcelona, febrero 2021, 320 páginas

 

 

Ginebra, 6 de marzo de 2021

Han pasado 135 años, y Bel-Ami continúa su carrera desbocada hacia el poder. Garboso, bien plantado, de una belleza andrógina: cabello castaño, ondulado, tez clara, con los proverbiales ojos azules, de los anti héroes de la novela decimonónica. De cintura estrecha, sus piernas torneadas y su trasero respingado, pero sobre todo el bigote ─ese fetiche sexual de los hombres del siglo XIX─, su apariencia física es la perdición de las mujeres de todas las edades y condición social, sin dejar indiferente a los hombres que lo rodean y envidian.

 

Hijo de campesinos venidos a menos, es pobre de origen, miserable por elección ─en París, se opta por el hambre antes que el trabajo. Su condición física también es el producto de las fatigas castrenses en los confines más pobres de esa República Francesa, que ha descubierto un apetito tardío pero insaciable y voraz por la expansión colonial, avocada al saqueo y masacre colonial de los árabes sub saharianos. Las magras pillerías del suboficial Georges Duroy, durante su campaña en el desierto: robo de animales domésticos y estupro, son testimonio más bien de la miseria de su misión y del fracaso de esa política colonial francesa que de la torpeza criminal del personaje y sus cómplices de fechorías. Sin embargo, y como resabio de ese pasado militar le queda la prepotencia con que se desplaza a la deriva por las calles de París, como si las aceras le pertenecieran y los otros transeúntes le estorbaran.

 

Georges Duroy, es un anti héroe moderno, sus hazañas no son las de los caballeros medievales que alcanzan fama y renombre gracias a proezas de armas y amores castellanos, o la del fracasado héroe romántico, que aspira a la gloria intelectual y al ascenso social a través de la poesía o el teatro (véanse los héroes de Balzac). Gracias a sus características animales ─piense el lector en el modo reptiliano como acicala su bigote─, el anti héroe de Maupassant se eleva al rango más alto en la cadena alimenticia de ese nuevo orden natural que Darwin está describiendo. Georges Duroy entra en una alianza simbiótica con las mujeres de su entorno, gracias a ellas inicia su educación sentimental: con las obreras que lo codician con la mirada, con las prostitutas con quienes gusta codearse para aprender sus modos y adivinar sus fantasías eróticas, con las amantes despechadas o con las esposas o viudas burguesas que se convierten simultáneamente en víctimas y perpetradoras de infamias en esa sociedad exclusiva de hombres.

 

La historia de Bel-Ami es la historia de esa transformación. Pero no se trata de una lección naturalista o social sobre la pobreza como en las novelas de Emile Zola, ─quien significativamente publica Germinal en ese mismo año. Georges Duroy es una nueva especie animal y a Guy de Maupassant le interesa menos catalogarla que observarla, alimentarla, maravillarse con su capacidad de adaptación y sobrevivencia.

 

La primera fase de esa metamorfosis es la toma de consciencia ─ingrediente principal de la novela moderna. Charles Forestier ─el excompañero de armas quien reconoce a Georges en las calles de París─ le hace notar “tienes éxito con las mujeres, tienes que cuidar eso”. Forestier le muestra el camino, le abre las puertas a ese nuevo mundo, que requiere un cambio de piel: le presta el dinero para conseguir un traje alquilado, hacerse de una camisa limpia, pagarse una prostituta que le remonte la moral. Pero es la llegada de Bel-Ami al apartamento de su amigo donde simbólicamente se inicia la transformación interior del personaje. Frente al espejo ─en una escena que habría hecho el deleite de Freud, apenas seis años menor que Guy de Maupassant─, Georges Duroy se espanta de su propia imagen, intimidado por el reflejo de su propia transformación física. Ese espejo de cuerpo entero decora la escalera del edificio al que ha sido invitado a cenar. Esas escaleras que el personaje trepa se convertirán metafóricamente en el primer peldaño de su ascenso social.

 

Pero si es gracias a un hombre que se inicia su transformación exterior, son las mujeres la fuerza catalizadora que impulsa la evolución interior del personaje. Hay allí también un capital inicial, una base sobre la cual se desarrolla esa compatibilidad: se trata de una cierta sensualidad que Georges Duroy comparte con las mujeres, su atención por el perfume delicado y sutil que parece brotar de ellas y que contrasta con los olores nauseabundos de chamusquina y fogones viciados que infectan su existencia ─las fondas obreras donde se alimenta, los efluvios ofensivos que inundan la escalera que conduce a su buhardilla. Georges sufre también una fascinación por los pendientes, los collares, los prendedores con que se adornan las damas que frecuenta y que contrastan con su propia indigencia ─motivo recurrente en otras narraciones y cuentos de Maupassant.

 

En este permanente juego de contrastes, también el lector es seducido y capturado no tanto por la trama previsible de la novela ─el ascenso social de un arribista─, como por el comportamiento de Georges: el lector se sorprende una y otra vez tratando de adivinar si Bel-Ami lograra conquistar a la viuda de Charles o la hija del Banquero millonario, cómo hará para poder compaginar sus amoríos yuxtapuestos con tres mujeres a la vez o cómo podrá salir victorioso de un duelo a muerte con otro periodista. No hay ironía o condescendencia por parte del narrador con las vivencias del héroe. A cada paso de la aventura de Georges le acecha la posibilidad del fracaso y la debacle: por escasez de fondos, por inseguridad o dificultad creativa cuando enfrenta la página en blanco sea para escribir artículos periodísticos o esquelas amorosas.

 

¿Por qué le interesa tanto al lector la suerte de Georges Duroy? A lo largo de la narración, el lector descubre que Bel-Ami es un vividor de gustos abiertamente crapulosos, un amante infiel, un traidor, pero también entiende que se tratan de características para poder sobrevivir en ese medio hostil que es París, donde nadie es lo que parece. Una realidad donde los matrimonios alternan con sus amantes y los invitan a cenar en casa una vez por semana, donde las mujeres reciclan a sus amantes recomendándolos a otras, donde los sillones de la Academia se reparten en la sobremesa del café. Es un mundo dónde los reporteros inventan las noticias sin haber estado jamás en el lugar de los hechos, donde la duplicidad de los políticos y banqueros va a la par de su rapacidad y la bajeza de sus instintos sexuales.

 

El matrimonio religioso con la hija de un banquero millonario, podría parecer la coronación de la cúspide del prestigio social parisino, sin embargo, el lector sabe muy bien que Georges Duroy ─o, mejor, el ennoblecido Georges Du Roy─, no se detendrá allí y a cualquier precio apunta ya a su próxima presa, la política.

 

Publicada como novela por entregas, Bel-Ami apareció por primera vez como folletín del cotidiano parisino Gil Blas, entre los meses de abril y mayo de 1885. Su autor, Guy de Maupassant, de apenas treinta y cinco años, es en ese momento el protagonista de una carrera literaria que será tan fulgurante como efímera. Extenuado por la sífilis que lo conducirá a un intento de suicidio en 1891 y finalmente a una muerte prematura en 1893.

 

Buen-Amigo (Bel-Ami), Guy de Maupassant, Alba Editorial, Barcelona, 528 páginas

 

Ginebra, 20 de febrero de 2021

 

A lo largo de la carrera literaria de Vargas Llosa, el ejercicio de la crítica literaria como celebración de la creatividad, la reflexión infatigable sobre el elusivo proceso de la escritura, la indagación sobre el origen insondable de la creación y la vocación misteriosa que obsesiona al escritor, han sido actividades tan importantes ─y felizmente productivas ─ cuanto la invención y escritura misma de sus grandes novelas.

 

Sus autores ─en algún momento considerados “de cabecera”─ a los que Vargas Llosa ha dedicado esos libros, ensayos, conferencias y extensos artículos ─Lezama Lima, Tirante el Blanco, George Bataille, Gustave Flaubert, Faulkner, Onetti, entre los  universales─; ─Arguedas, Eguren, Heraud, Oquendo de Amat, entre los peruanos─ cobran una doble importancia: por un lado, informan al lector del contexto cultural en que el escritor se sitúa en el momento en que se fraguaron las novelas, convirtiéndose así en una suerte de documentación para quizás una futura Biografía Intelectual del escritor; de otro lado, esos textos permiten al lector observar, de manera sesgada, al escritor Vargas Llosa en acción, mientras examina, analiza, reflexiona sobre ciertos elementos propios de la estrategia narrativa, y que casualmente también se hayan en las novelas de Vargas Llosa: el sentimiento de nostalgia por la memoria, los personajes narradores, las anécdotas que se entrelazan y que reverberan hasta convertirse en una voz narrativa coral.

 

Su relación con Borges ─a quien Vargas Llosa ha dedicado un volumen que compila entrevistas, ensayos y conferencias, y que asombrosamente empieza, a modo de homenaje, con un poema titulado “Borges o la casa de los juguetes” ─ impone, sin embargo, una reflexión especial.

 

Porque a diferencia del mano a mano minucioso al que Vargas Llosa se libró, en las 450 páginas de “Historia de un deicidio” (1970), en las cuales inspecciona y reconstruye con rigor académico el recorrido intelectual que Gabriel García Márquez realizó desde sus primeros cuentos hasta “Cien años de soledad”, “Medio siglo con Borges” se anuncia desde el inicio más bien como un testimonio intelectual, pero también personal. El poema inédito, y que abre el volumen, fue escrito en 2004, en Florencia, y el último ─de los once textos que componen este libro de poco más de un centenar de páginas─ fue escrito para El País en septiembre de 2014. Lleva como título El viaje en Globo, y reseña de manera íntima y nostálgica un álbum de fotografías escrito por Borges en colaboración con María Kodama, titulado Atlas.

 

Y tratándose de Vargas Llosa, porque no comenzar por ese artículo que cierra el libro. Podría sorprender que Vargas Llosa dedique una reseña a un proyecto editorial menor de Borges publicado tres décadas antes, “Lo encontré en una librería de lance”. En apariencia, un artículo de circunstancias, en realidad se revelará al lector como un fascinante juego de espejos: el casi octogenario Vargas Llosa ─y, víctima de una tardía pasión amorosa, está a punto de descalabrar su vida familiar y terminar escandalosamente con cinco décadas de matrimonio─, y, ─como solamente un escritor obsesionado por los demonios de la literatura puede hacerlo─ busca orientación y consejo en la biografía amorosa de otro. Ese otro resulta ser ese “octogenario invidente”, quien a escasos dos años de su muerte también decidió entregarse a una relación amorosa e insólita con su secretaria, María Kodama. Así, Vargas Llosa convierte el “Muchas cosas he leído y pocas he vivido” de Borges, en una suerte de “Vivo lo que he leído”. Ese texto que celebra y defiende con exaltación insospechada y anacrónica las aventuras románticas de esa improbable pareja literaria del pasado, se puede leer como un grito a voz en cuello de su propia condición sentimental y que busca proclamarse de manera cifrada ante el mundo.

 

Vargas Llosa conoce a Borges en noviembre de 1963, año clave, en la vida del recientemente estrenado novelista, quien unos meses antes finalmente ha visto publicada la que se convertirá en su primera famosa novela, La ciudad y los perros. Borges está de paso en París, donde Vargas Llosa reside desde hace ocho años. La excusa para encontrar personalmente a ese Borges ─ya ciego, que ha cumplido 65 años, y apenas comienza a cobrar fama internacional─ es una entrevista que no se publicará sino hasta un año después, en El Expreso de Lima y no será recogida en ninguno de los volúmenes de “Contra Viento y marea”.

 

Esa primera entrevista con Borges no ha envejecido bien, y aparece bastante convencional. Se nota una cierta rigidez y distanciamiento en la conversación. Hay, sin embargo, una pregunta que vale la pena rescatar: en relación con Flaubert, Vargas Llosa le pide a Borges que escoja entre el novelista folletinesco de Madame Bovary y el narrador de novela histórica de Salambó. Borges responde que prefiere Bouvard y Pécuchet. Lo interesante es que Madame Bovary se convertirá ─o quizá ya lo sea, en ese momento─ en una novela fetiche de Vargas Llosa, y a la que, años más tarde, dedicará un ensayo. Pero también hay allí una pista de como opera la lectura en la vida del escritor: Emma Bovary ─heroína de la novela─, aburrida de su vida burguesa y de su soso marido se abandona a un adulterio fugaz e infortunado que la conducirá al suicidio.

 

Es interesante señalar que de alguna manera esa pregunta a Borges esté ligada con la vida sentimental de Vargas Llosa, quien en esos momentos está envuelto en una suerte de vorágine sentimental y ha decidido separase de su esposa Julia Urquidi para poder vivir una pasión transgresiva y algo incestuosa con Patricia ─su prima hermana─. Los detalles de cómo se conocieron Vargas Llosa y Julia Urquidi serán reutilizadas, años más tarde, por el escritor durante la creación de la novela “La tía Julia y el escribidor”.

 

Vargas Llosa vuelve a encontrar a Borges en Buenos Aires en 1981. Borges es un octogenario, y la entrevista es quizá utilizada en un programa de televisión dominical que conduce en un canal de la televisión peruana. Vargas Llosa es un escritor consagrado, ha publicado sus grandes novelas peruanas y se ha lanzado con éxito a la ambiciosa conquista literaria del continente latinoamericano con su obra maestra, La guerra del fin del mundo.

 

La visita a la casa de Borges, se convierte más bien en una inspección de la realidad domestica más recóndita del escritor argentino. Guiado por el narrador de la crónica, el lector se adentra con impudicia en el dormitorio de Borges, y descubre esa “celda angosta, estrecha, con un catre tan frágil que se diría de un niño”. Los lectores más avezados de Vargas Llosa sienten que gracias a la magia de la escritura han sido transportados al cubículo de Pedro Camacho ─personaje mítico de La tía Julia y el escribidor, publicada en 1977. También le llama la atención el tigre de cerámica azul ─”el animal borgiano por excelencia” ─ que adorna el salón de Borges, y que podría ser comparado con la serie de Hipopótamos que Vargas Llosa ahora colecciona, y que aparecerán como personajes en una obra de teatro que se estrenará por aquellos meses, “Kathie y el hipopótamo”.

 

Pero lo más importante es la reflexión sobre esa relación de Borges con una cultura localista porteña: “es mentira que se criara en un Palermo criollo, con compadritos en las esquinas”, hay en esa afirmación un programa literario e ideológico que Vargas Llosa seguirá desarrollando en el futuro, si Borges inventó personajes de pampa y cuchillo, los protagonistas del universo ficcional de Vargas Llosa serán dictadores, opresores, figuras políticas con dimensión política latinoamericana.

 

En uno de sus escritos Borges habla de la posibilidad de crear un mapa tan detallado que termine cubriendo la geografía que intenta cartografiar, los once escritos que componen este volumen se pueden leer como la historia de un escritor que al intentar recorrer esos mapas fantásticos de Borges y poblarlos con sus propias creaciones biográficas y ficcionales, termina creando otro universo maravilloso que no distingue entre vida y ficción, y que conocemos modestamente con el nombre de literatura.

 

Medio Siglo con Borges, Mario Vargas Llosa, Alfaguara, Madrid, 2020, 112 páginas

 

Ginebra, 6 de febrero de 2021

La crítica académica ─no siempre sin razón─ desconfía de la buena fortuna de las obras literarias: Mil Novecientos ochenta y cuatro, según los especialistas, no parece ser la excepción. Prototipo del “best seller”, el libro no ha cesado de publicarse en más de 60 idiomas hasta alcanzar 30 millones de ejemplares vendidos. En 1984 ─35 años después de su primera edición─, durante varios meses ocupó el número uno en ventas, y en enero de 2017 ─como efecto de las declaraciones de la directora de prensa de la Casa Blanca al justificar los flagrantes embustes del presidente Trump, calificándolas de “hechos alternativos” ─ en pocos días las librerías en Estados Unidos agotaron 75,000 ejemplares.

Hace pocas semanas, los derechos intelectuales de la obra de Orwell pasaron a ser dominio publico lo que ha generado una serie de proyectos editoriales, y en España a dado lugar a una edición de 1984 en estilo manga destinada a una nueva generación de jóvenes lectores. Se espera que en los próximos meses aparezca una edición crítica de sus otras novelas, cartas y ensayos y sobre todo una edición definitiva de su célebre novela ─considerada entre las 100 mejores de todos los tiempos─.

La paradoja señalada por la crítica es que no es necesario conocer los ensayos de George Orwell o haber leído su novela para estar familiarizado con los conceptos del omnipresente e hiper vigilante Gran Hermano ─irónicamente, convertido hace algunos años en un programa de telerrealidad en la que sus participantes se someten voluntariamente a vivir e intrigar ante las ojos avizores de millones de tele espectadores ─, de la infame habitación 101 ─alusión indelicada a cualquier habitación dedicada la tortura─, y de la ubicuas policía del Pensamiento y de la neolengua, adaptación del idioma inglés en la que se reduce y se transforma el léxico con fines represivos, basándose en el principio de que lo que no forma parte de la lengua, no puede ser pensado.

Quizá ese desconocimiento ─o, incomprensión en palabras de sus especialistas─ fue causado por la timidez y circunspección británica propia del autor. Nacido en 1903, en la periferia India del Imperio Británico, Eric Arthur Blair ─su verdadero nombre─, quiso que el título de su obra más conocida fuera impreso en letras, tal cual apareció en la primera edición inglesa de junio de 1949, siete meses antes de su muerte. La novela que Orwell ─ gravemente aquejado de tuberculosis─ tardaría poco más de un año en escribir llevaba como título inicial El último hombre de Europa y una de sus fuentes iniciales de inspiración fue la noticia de la primera de tres reuniones estratégicas entre Churchill, Roosevelt y Stalin que tuvo lugar en Teherán, en 1943. Es probable que de ahí derive la visión satírica de la novela de un mundo dividido en regiones con imprecisos rasgos geopolíticos y escaza identidad cultural, pero en conflagración permanente.

Aún si George Orwell era un escritor largamente reconocido y un ensayista respetado en el ámbito literario de habla inglesa, el éxito editorial ─sobre todo a nivel internacional─ de esa historia que describe un mundo gris, opresivo y gobernado por un gobierno autoritario de origen socialista tiene mucho que ver, por un lado, con el clima de tensión entre los países del bloque soviético y Estados Unidos y sus aliados ─que rápidamente se instaló al final de la guerra y que más tarde se conocerá como la Guerra Fría─, pero por otro lado se puede considerar como una suerte de trasformación catártica y una reflexión metafórica de los abyectos crímenes cometidos por el régimen Nazi en Europa contra las minorías étnicas y la población civil de los países ocupados en general y que comenzaron a ser conocidas y difundidas en el dominio público.

A diferencia de El Proceso de Kafka, novela que también evoca una realidad distópica, el texto de Orwell proyecta una dimensión social y una reflexión política e ideológica que va más allá del mero conflicto o sufrimiento del individuo. Hay en el texto de Orwell un “nosotros” que nos involucra como lectores, sobre todo en la famosa frase “estamos muertos”, o en las sesiones de histeria colectiva cotidianas conocidas en la novela como “los minutos de la violencia”. Winston Smith, el personaje principal ─curiosamente de edad similar a la del autor─, sobrelleva una existencia insignificante y monótona: una pieza más de la maquinaria del estado que lo oprime, su trabajo consiste en modificar, adulterar, falsificar, deformar las noticias pasadas, libros ─en realidad, todo material escrito que haga referencia al pasado histórico.

En una suerte de mito de Sísifo moderno, su tarea es tanto inútil como perpetua: Winston debe revisitar constantemente noticias que ya cambió en el pasado para adaptarlas a alguna nueva versión del presente, para evitar contradicción o conflicto con los hechos de “ese pasado”. Su actividad no está exenta de consecuencias materiales en la vida de otros, Winston lo descubre cuando debe alterar noticias del pasado relativo a un grupo de personas con el fin de desacreditarlos políticamente, y los cuales terminan siendo “vaporizados” o desaparecidos. Sin ninguna traza material de haber existido jamás.

Sus biógrafos mencionan la experiencia en carne propia de la persecución política sufrida por Orwell durante el corto periodo de su participación en la Guerra Civil española. Injustamente calumniado por una facción estalinista y declarado traidor a la causa revolucionaria, Orwell durante varias semanas tuvo que vivir a salto de mata y atravesar la frontera española con documentos falsos para poder retornar a la seguridad de Inglaterra. En 1984 el lector se ve envuelto por ese profundo sentimiento de impotencia e indefensión, en el que los personajes ─Winston Smith y Julia─ están condenados a vivir.

Pero hay otras dos experiencias que probablemente marcaron al futuro Orwell, su niñez la vivió en total ausencia ─quizás normal en esa época─ de su padre, a quién no vería sino hasta los 10 años, su proceso de alienación de toda vida familiar se completó por la decisión familiar de enviarlo a un internado regentado por religiosas y que lo acogió casi de caridad. En ensayos y escritos que rememoran esa época se puede percibir el sufrimiento emocional, humillación social y miseria material que caracterizaron aquellos años fundamentales de su existencia. En la novela, la relación entre padres e hijos aparece viciada por el miedo a la delación que los niños desde temprana edad practican regularmente contra sus padres, y por el desprecio con que los padres se refieren a sus hijos. En un dialogo con Julia, Winston recuerda que en un momento de hambre extremo le había arrebatado la ración de chocolate que le correspondía a su hermana, seguramente condenándola a muerte por inanición. Víctima de una esterilidad simbólica─mientras que Orwell realmente fue diagnosticado estéril─, Winston parece estar incapacitado físicamente para procrear, así los hijos de sus vecinos aparecen como seres violentos y monstruosos, imbuidos de una personalidad zafia y salvaje que le causa a la vez terror y repulsión.

La familia Blair no podía costear una educación universitaria para Eric, así la carrera de funcionario colonial ─al igual que su padre─ parece lo más accesible. A los 19 años, Orwell postula e ingresa al cuerpo de la Policía Imperial y es destacado a la provincia de Burma ─el actual Myanmar─,esos casi 6 años serán decisivos para el futuro escritor, además de encontrarse con tiempo libre para leer, Orwell se ve confrontando a la parafernalia burocrática imperial diseñada exclusivamente para controlar y dominar a los súbditos y sirvientes de la corona británica. Orwell ─según sus biógrafos─ llega a asumir la responsabilidad por el control policial, el orden y seguridad de más de 200,000 personas. George Orwell tuvo que confrontarse a ese sentimiento de injusticia y arbitrariedad que exhala la maquinaria del poder colonial que tras un lenguaje legal de ordenanzas y reglamentos lo que hacía era imponer un sistema colonial de explotación basado en la esclavitud.

El amor en los tiempos del Gran Hermano

Los lectores que conocen de oídas a 1984 se sorprenden al descubrir que una buena parte de la novela está dedicada a narrar la historia de amor improbable entre Winston y Julia. Es verdad que se trata de una historia trágica, destinada al fracaso. El sentimiento declarado de Julia por Winston es “amor”, ─“lo amo”, le escribe en el primer mensaje─, Winston se entrega a ese amor a pesar de los temores de traición y delación que implica ese encuentro fortuito con una mujer desconocida. Su primer encuentro en un claro de un bosque abandonado alude a una tradición amorosa de la literatura clásica, en que los héroes se encuentran en lugares amenos para entregarse al sentimiento y practicas amorosos. Sin embargo, en los sucesivos encuentros se reducen a la habitación “secreta” en la que al final son capturados.

En la novela, El amor, al igual que el alcohol, se transforma rápidamente en una droga que adormece los sentimientos. Winston Smith no aspira a la pureza de Julia, quiere y demanda un puro instinto animal, se siente satisfecho de saber que Julia ha tenido muchos amantes antes que él. A pesar de jurarse promesas de amor imposibles, saben que su relación no tiene futuro. El sexo cada vez más breve entre ellos se ve remplazado por una especie de letargo individual que no los une. Saberse juntos es simplemente esperar a la llegada inevitable del momento en que la policía los descubra y los destruya para siempre.

Así analizada la novela, 1984 puede aparecer como una especie de ejercicio intelectual esquemático y teórico: nada más lejos de la experiencia de lectura. En realidad, el narrador logra capturar al lector y lo conduce en esa maraña de sentimientos, experiencias olfativas, y una apertura sin tapujos hacia la más recóndita interioridad de la naturaleza de Winston.

En esa fascinante aventura el lector se descubre avizor y desvergonzado convirtiéndose en una suerte de Gran Hermano que observa ese maravilloso drama que se desarrolla ante nuestros ojos. Como una especie de teatro que nos educa y advierte en lo que se puede convertir la naturaleza humana.

1984, George Orwell, Debolsillo (Punto De Lectura), Barcelona, 2020, 224 paginas

Ginebra, 23 de enero de 2021

Al encuentro de lo que se podría esperar en una época como la nuestra ─de extrema digitalización y contenidos minimalistas─, los autores y libros de Historia gozan de una paradójica y muchas veces sorprendente acogida. Uno de los ejemplos más sonados probablemente sea el del profesor Yuval Noah Harari y su Sapiens, Una breve Historia de la Humanidad (2014): un super ventas de alcance planetario, que ─gracias a su incombustible popularidad editorial, traducido a 45 idiomas─ hace unos meses ha sido relanzada en formato cómic. Con una prosa diáfana y un estilo desenfadado, y en algo menos de 500 páginas, el ensayo de Noah Harari deslumbra a sus lectores con un recorrido que va del Big bang hasta los últimos avances informáticos, pasando por la evolución del cerebro humano, a las civilizaciones de todos los continentes. La tesis del profesor Noah ─para los obsesionados de la literatura─ aparece tanto más fascinante cuanto escueta: nuestra capacidad humana de inventar, articular y creer en historias ─de los mitos fundacionales a las grandes religiones, pasando por el discurso de las teorías científicas; de la declaración de derechos del hombre y el ciudadano durante la Revolución Francesa a la promesa de pago impresa en el papel moneda a los planes de negocio de las empresas de Wall Street─, esa suerte de fantasía colectiva es lo que ha permitido a la raza humana sobrevivir y triunfar materialmente en un mundo hostil como el nuestro, y llegar a ocupar el primer lugar en la evolución de las especies.

Otros dos autores ─ambos de habla inglesa─ no sólo fueron, en su momento, super ventas mundiales, pero además sus libros fueron adaptados y convertidos en libretos de suntuosos documentales, narrados y protagonizados por ellos mismos. Se trata del profesor norteamericano Jared Diamond, quien obtuvo el premio Pulitzer en 1998 por su libro Armas, gérmenes y acero (1997) y del ensayista británico Niall Ferguson y su profético Elascenso del dinero, libro publicado unos meses antes de la crisis financiera mundial de 2008 y que anunciaba el riesgo de la burbuja inmobiliaria que pondría de rodillas al sistema bancario mundial. En el documental, lujosamente producido por la BBC, Niall Ferguson ─con el mismo talante y acento escoces de su compatriota Sean Connery, en James Bond─, visita históricas casas de moneda en París, Londres y Venecia, recorre las calles de Potosí y Cajamarca, se entrevista con operadores de la bolsa de Wall Street, en Nueva York, recorre en barco el Mississippi, y camina por las calles de alguna chabola africana mientras narra la historia de como el dinero y su evolución ha determinado la miseria o riqueza de las sociedades.

Esas obras no solo comparten éxito editorial y comercial o, la notoriedad académica y mediática de sus autores ─además de ser cotizados conferencistas internacionales, vi en un auditorio londinense, decenas de sus lectoras hacer cola para obtener autógrafos del apuesto profesor Ferguson. Se trata de textos, en los que sus autores, partiendo de un aspecto de la humanidad más o menos desapercibido ─sea el dinero, la geografía o, la psicología y evolución anatómica─, se lanzan con intrepidez y destreza a un ejercicio de relectura de la Historia de la humanidad para revelar al lector una dimensión inusitada o desconocida de nuestro propia identidad, de nuestra relación con el dinero y la tecnología, o nuestros gustos alimenticios, y que al final nos otorga nuevas herramientas de comprensión y entendimiento para relacionarnos con otros seres humano. Sin ser creaciones literarias, son libros que se leen con el mismo entusiasmo y arrobamiento que una buena novela o una de esas series que podemos engullir en un fin de semana. El libro del profesor Jared Diamond nos conduce en un viaje apasionante que va de las colinas de Nueva Guinea a las llanuras del medio oriente, pasando por las dehesas castellanas, para demostrar como la conjunción de ciertos elementos clave de la geografía y del medio ambiente, así como el contacto milenario con ciertas especies animales posibilitó a los europeos la conquista del mundo, mientras que los pobladores de otros continentes ─en una especie de azar geológico─ se vieron excluidos por la naturaleza.

Como es de imaginar, a estos escribidores no les falta su cohorte de detractores. En el peor de los casos, se les acusa de ligereza profesional, de falta de precisión académica y de prestarse a la corrupción del entretenimiento informativo. Sus críticos más indulgentes, reducen sus obras a una suerte de pátina seudo intelectual que permite a políticos y hombres de negocio ─de dudosa cultura─ participar en inanes conversaciones de sobremesa.

Hay algo de arrogancia ─y, es licito sospechar, mucho de envidia─ en esos juicios lapidarios. Hay entre los historiadores una larga y distinguida tradición de escribidores polémicos, entre los cuales se puede nombrar a los favoritos y siempre citados por Borges: Edward Gibbon ─Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano─ y Theodor Momsen ─Historia de Roma─, sendos historiadores y polígrafos sin par, en sus respectivas épocas. Siendo Momsen el único historiador de profesión que ha recibido el premio Nobel de Literatura. A ambos se les reprochó en su tiempo falta de disciplina, ligereza en el estilo. Sin embargo, siglos después, sus obras son aún referencia precisamente por lo que en su tiempo se consideró como defecto.

La Humanidad y el Mosquito

Continuando en este contexto, Mosquito invita al lector a revisitar el pasado de la humanidad y constatar ─a través de documentadas observaciones multi disciplinarias─, cómo una sola enfermedad, la malaria, transmitida a los humanos por el protagonista de nuestra historia ─y desde los albores de la civilización y aún en los orígenes mismos de la evolución de la humanidad─, desencadenó ─una y otra vez─ desenlaces críticos en la historia.

El autor, Timothy Winegard ─doctor en historia por la Universidad de Oxford y profesor de historia y ciencias políticas en la Universidad de Colorado Mesa (Estados Unidos) ─, cuenta como a raíz de una conversación con su padre, médico urgentista, surgió el tema de su libro. Más allá de su carácter risueño ─el padre le aconsejó lacónicamente una sola palabra─, la anécdota es significativa porque explica el principio y lógica que anima el libro: “enfermedad”.

A lo largo de una veintena de capítulos y apoyándose en una copiosa bibliografía y aparato de notas (casi cien páginas de las más de 600 del libro), Winegard desarrolla la tesis de que el binomio Malaria-Mosquito ha sido un catalizador secreto que ha movilizado o frenado a la humanidad en momentos claves de la historia.

Enfermedad infecciosa inseparable del fenómeno mismo de la civilización humana, la malaria fue transmitida de animales a humanos hace miles de años. Este contagio tuvo lugar en el momento en que el hombre dejó de ser nómada y recolector, para convertirse en sedentario e iniciar el desarrollo de la agricultura. El cultivo de la tierra a su vez facilitó un paulatino proceso de domesticación de ciertas especies de aves y otros animales mamíferos: los patos en China, los cerdos en Europa central, las ovejas en el medio oriente. La sedentarización de la humanidad y la consecuente generación de los primeros centros urbanos de cierta densidad demográfica, provocaron el incremento de la crianza de animales domésticos.

Precisamente, la aparición de animales domésticos, aunado a la modificación de los cauces acuáticos para irrigar y mejorar la productividad de las tierras cultivables propició la propagación de mosquitos, que aprovechaban las aguas de regadío como medio natural de reproducción. Haciendo la transmisión entre especies ─o, zoonosis─ un accidente inevitable: era una cuestión de tiempo.

La malaria era una enfermedad endémica propia de los animales y sería más que milenaria. En efecto, Winegard nos recuerda que los mosquitos se cebaban en la sangre de los dinosaurios, millones de años antes de la aparición de los humanos. Tal como Steven Spielberg lo recrea en su película Parque Jurásico. Weinberg, continúa, probablemente fue la malaria la que contribuyó a la extinción de los animales prehistórico de mayor tamaño mucho antes de que cayera el asteroide que los exterminó.

Desde ese remoto entonces y a medida que se desarrollaba y expandía la humanidad en diferentes focos de civilización, de los fértiles valles de la cultura Mesopotámica, situados entre el Éufrates y el Tigris, al delta del Nilo, cuna de la civilización egipcia, en Atenas y Esparta, la malaria y el mosquito desempeñaron un rol crucial en el equilibrio geopolítico de esas civilizaciones. Asumiendo unas veces el papel de enemigo o de aliado, en algunos casos. Así, a lo largo de la historia, los estrategas griegos y los generales espartanos aprendieron a compartir el poder con los temibles enjambres de mosquitos que habitaban las marismas y las zonas pantanosas del mundo mediterráneo.

Lo mismo sucedería siglos más tarde con el imperio Romano, cuyo defensa estaba asegurada por un lado por las legiones de soldados, pero al norte por los humedales de las grandes llanuras padanas que sirvieron como defensas naturales y que debilitaron las fuerzas de Aníbal.

Winegard ─influenciado por su pasado de oficial militar de las fuerzas armadas canadienses y británicas, y autor de varios libros sobre historia militar─ analiza el impacto de la malaria en distintas campañas militares, de Alejandro el grande a Julio Cesar, Napoleón, pasando por las cruzadas. La relectura de estos conocidos episodios de la historia militar se enriquece cuando se les considera desde la perspectiva epidemiológica y sanitaria.

El capítulo que quizá nos atañe más directamente es el del encuentro de la cultura europea con la realidad del nuevo continente. Winegard retoma la tesis de Jared Diamond y explica como la malaria y los mosquitos viajaron en las naves españolas ─en los barriles de agua, en la sangre de esos marinos mediterráneos─; y como esa nueva especie de mosquitos llegada allende los mares se mezcló rápidamente con los mosquitos autóctonos del nuevo continente. En cuestión de meses, un par de años, la malaria se cobró la forma de una pandemia mortal que asoló el Caribe Taino y luego se convirtió en la vanguardia de los conquistadores como un arma biológica de destrucción masiva.

No sólo la conquista del continente americano se decidió bajo la letal influencia de la malaria, sino también el complejo y penoso proceso de remplazo de los pobladores autóctonos diezmados por la enfermedad y las hambrunas que le sucedieron: la importación de mano de obra esclava proveniente del continente africano también estuvo condicionada por la malaria, o, en este caso ─terrible ironía─ por la relativa resistencia inmunitaria a la malaria que las poblaciones africanas habían desarrollado a lo largo de los siglos.

Los últimos capítulos del libro de Winegard están dedicados a reseñar los últimos avances en la lucha mundial contra la malaria, la cual ─según cálculos citados─, es responsable de la mitad de las muertes desde el inicio de la humanidad, y para muchos países aún hoy representa la mayor causa de mortalidad infantil.

El mosquito, de Timothy C. Winegard, S.A. EDICIONES B, 640 páginas. Barcelona, 2020.

Ginebra, 9 de enero de 2021

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