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Jorge Yui, autor en Sudaca - Periodismo libre y en profundidad | Página 2 de 2

La autora del libro es profesora emérita de la prestigiosa Escuela de Negocios de la Universidad de Harvard. Sin embargo, su conferencia no tiene los visos de una conferencia universitaria, y pasados los primeros minutos, Shoshana Zuboff ha transformado el auditorio en una suerte de manifestación religiosa en la que un público entusiasta grita y corea adjetivos y nociones que caracterizan la nueva realidad digital que nos rodea: “distopia, control social, manipulación, Orwell, inteligencia artificial, concentración digital”, etc. La doctora Zuboff, aprueba satisfecha a sus nuevos catecúmenos, y presenta y lee listas similares recogidas en sendos eventos llevados a cabo en auditorios de universidades e institutos académicos en Europa y Estados Unidos, ─desde el lanzamiento en inglés de su libro La era del capitalismo de la vigilancia. No obstante irse acercando a los 70 años, parece que lleva un año de ciudad en ciudad en una especie de campaña política.

Intuyendo quizás que en algunos idiomas la expresión Capitalismo de la vigilancia podría resultar enigmática o incluso obscura, la autora se apresura a presentar el concepto ─en la primera de las más de 900 páginas del libro─ en ocho acercamientos circulares que lo intentan describir, resumir y acotar, aunque no siempre con éxito. Así tenemos: un nuevo orden económico que se apropia de la experiencia humana y la utiliza como materia prima con fines comerciales ocultos de extracción, predicción y comercialización. Una lógica económica parasita en la cual la producción de bienes y servicios se haya subordinada a una nueva arquitectura global de modificación comportamental. Una mutación criminal del capitalismo marcada por una concentración de riqueza, conocimiento y poder sin precedentes en la historia de la humanidad. La cuarta definición a ojos del lector aparece tautológica: el marco fundacional de la economía de la vigilancia. La quinta y sexta definición es vaga y algo paranoica: una amenaza contra la naturaleza humana en el siglo XXI como lo fue el Capitalismo Industrial en los siglos XIX y XX. El origen de un nuevo poder instrumental que pretende dominio sobre la sociedad y comporta alarmantes retos a la democracia de mercado. La séptima y octava tampoco aportan al lector mayores luces a la comprensión del concepto. Un movimiento que tiene como objetivo imponer un nuevo orden colectivo basado en la certidumbre total. La expropiación de derechos humanos fundamentales que se puede entender mejor como una usurpación desde arriba: un derrocamiento de la soberanía popular.

Hacia mediados de la Introducción, el lector entiende que la bestia negra de la doctora Zuboff es Google y otras empresas similares ─Microsoft, Amazon, Uber, Twitter, y sobre todo Facebook. Ese grupo de empresas, en palabras de la Doctora Zuboff, tienen como objetivo enajenar a la humanidad de su capacidad de elección. Los servicios digitales tales como correo, mapas, música, mensajería instantánea y otros contenidos, y a los que buena parte de la humanidad accede ─ gratuitamente─ son las artimañas que nos mantienen prisioneros en una suerte de isla Homérica de Calipso y que nos impiden darnos cuenta que paulatinamente vamos perdiendo la esencia de nuestra humanidad. El ser humano terminará convirtiéndose en un amasijo de valores numéricos conocidos con el nombre genérico de Usuario.

El libro es rico en anécdotas corporativas: la Doctora Zuboff trabajó algunos años como consultora y analista para esas empresas que denuncia y buena parte de su investigación está basada en materiales recopilados de primera mano y de entrevistas a profesionales y especialistas de la industria digital. Pero el libro no es un libelo con intención de escándalo, se trata más bien de un trabajo sistemático y meticuloso de acopio de materiales en torno a un marco teórico que algunos de sus lectores aun recuerdan: el mecanismo marxista de la Plusvalía.

De la misma manera que el capitalista ─en la construcción teórica de Marx─ explotaba al obrero de la Inglaterra industrial ─a ese proletariado que solo era dueño de su prole─ al enajenarlo de los medios de producción y del producto directo de su trabajo para apropiarse de la Plusvalía del capital, la alianza de mega corporaciones digitales modernas recupera una suerte de plusvalía digital que pertenecería a los usuarios. Se trata de la información residual ─o, meta información─ que genera cada interacción nuestra con el mundo digital: cada detalle imaginable de nuestras transacciones con la red, y que una vez digitalizados se convierten a su vez en la materia prima para que la inteligencia artificial de los super ordenadores de Google, Facebook y Amazon entre otros nos puedan explotar, manipular, conducir como ganado y usurparse a nuestra propia voluntad individual.

La Doctora Zuboff es prolija en ejemplos: de la industria domótica que colecta millones de datos sobre nuestras costumbres y hábitos domésticos, a los millones de cámaras y sistemas de vigilancia digital en las calles que capturan los rostros y expresiones de los humanos para transformarlos en información analítica y poder predecir las emociones y sentimientos de los usuarios ante nuevos servicios y productos.

Cabe señalar que el libro mezcla avances tecnológicos en producción ─el comercio electrónico, y los servicios digitales como Uber y Facebook─ con otros que apenas se están desarrollando ─el reconocimiento facial y la capacidad de predicción de las emociones humanas─, se soslaya también las medidas legislativas y regulatorias que la Unión Europea, Estados Unidos e incluso ciertos países de Asia están implementando con la finalidad de proteger la integridad y privacidad de los usuarios de servicios digitales.

No obstante, la necesidad argumentativa de acumular datos e historias, definitivamente, el libro intenta una y otra vez construir un marco teórico y desarrolla conceptos ─incluso con esquemas gráficos─ para ir más allá de la anécdota. Sin embargo, muchos de esos conceptos resultan gaseosos y poco convincentes.

Usuarios del mundo uníos

Lo que destaca el nuevo capitalismo de vigilancia es la magnitud de los datos personales capturados gratuitamente y las inferencias lucrativas de comportamiento que permiten, predicciones, para su comercio en general a otros empresarios o viceversa. Lo que destaca el nuevo capitalismo de vigilancia es la magnitud de los datos personales capturados gratuitamente y las inferencias lucrativas de comportamiento que permiten, predicciones, para su comercio en general a otros empresarios o viceversa.

Jorge Yui

Según Zuboff, lo que caracteriza al nuevo capitalismo de vigilancia es la magnitud de los datos personales capturados gratuitamente y las derivaciones lucrativas de comportamiento que permiten, predicciones, para su comercio en general a otros empresarios o viceversa.

Se trata de una reflexión valida e interesante que relanza la discusión sobre el modelo de negocio digital y sobre la aparente gratuidad de los servicios digitales masivos en internet. Pero ¿se puede afirmar que la industria de los teléfonos móviles ─y el desarrollo de Android, como sistema operativo gratuito─ tuvo lugar con el solo propósito de hacer más fácil la recolección de datos sobre los usuarios fuera de sus hogares?

Hay ─a lo largo de La era del capitalismo de la vigilancia─ un espíritu de manifiesto político, un reclamo a los lectores a reflexionar y unirse contra una serie de monstruos corporativos que parecen estar complotando para despojarnos de nuestra voluntad, de nuestros gustos, de nuestras ideas y deseos. Hay varias páginas dedicadas a la campaña política y al gobierno de Obama y se analiza cómo funcionó el mecanismo de puerta giratoria entre Google, Microsoft y los tecnócratas reclutados como especialistas para operar los ingentes recursos dedicados al análisis de datos para comunicar y convencer a esa nueva generación digital. No queda claro si, para Zuboff, toda comunicación digital a cierta escala implica manipulación del usuario.

La era del Capitalismo de la vigilancia tiene fecha de nacimiento a inicios del siglo XXI, luego de los ataques terroristas del 11 de septiembre. Hay según la autora, un momento de convergencia en el cual las enormes inversiones de capital en tecnología informática ─en búsqueda de un modelo de negocio de rendimientos sostenibles─ se suman a un contexto político e ideológico ─en situación de excepción y crisis de seguridad nacional─ para justificar la utilización de esa formidable capacidad informática y ponerla al servicio de una verdadera industria de la vigilancia del individuo. Los enormes presupuestos de seguridad de los Estados Unidos contribuyeron al desarrollo de una tecnología cada vez más especializada en la vigilancia del individuo, y en los investigación y creación de algoritmos especializados en establecer relaciones entre contextos sociales y comportamientos individuales.

Evitar el Síndrome de China

Los usuarios chinos viven ya en una sociedad regida por el “totalitarismo digital”, del más puro tipo Orwelliano: no sólo viven confinados en una suerte de gran muralla digital que filtra o impide ─el libre acceso a las redes sociales internacionales. A través de un esquema de premios y castigos ─con efectos que van más allá de la vida digital─ el comportamiento de los usuarios chinos está siendo condicionado en un enorme experimento de ingeniería social. La omnipresencia urbana de sistemas de captura de imagen y reconocimiento facial, el predominio de tecnologías de captura y análisis biométricos ─huellas digitales, registro de voz, análisis de la retina ocular─ sumado a la cantidad de meta datos que los mismos usuarios generan en sus interacciones en los salones de chat y en canales comerciales, permite a los poderes políticos y económicos establecer y acceder a un sistema de valoración de “comportamiento correcto o normal” que puede conllevar a que un usuario sea declarado no apto para convertirse en sujeto de crédito, porque un sistema de puntos virtual controla si el usuario ha cruzado la calle utilizando el crucero peatonal, o si arrojó un papel en la calle, o si fumó en el metro.

Así el acceso al crédito ─o, llevado a su caso extremo─ a cualquier servicio digital que el usuario chino desee o necesite, potencialmente puede ser utilizado para condicionar un “comportamiento social” conforme con las expectativas del gobierno central. Las redes y circuitos de interacción social, al adoptar ese mismo sistema como base de aceptabilidad y confianza, irónicamente fomentan la desconfianza y ansiedad de tratar con personas sin “pasado” o “identidad digital”. Así, la metáfora del “Gran Hermano” se convierte en un “Gran otro” ─igualmente omnipresente y anónimo─: la “comunidad” de usuarios, ─abstracta, sin identidad─, que insensiblemente se encarga de controlar y asegurar el cumplimiento y conformidad con las políticas de comportamiento establecidas por un estado central en estrecha articulación con los poderes económicos que operan la infraestructura digital del país.

Epilogo

La era del Capitalismo de la vigilancia, a pesar de un discurso a ratos farragoso y a veces oscuro, se lee con interés y la misma facilidad que una buena novela de ciencia ficción. No hay duda que trata de un asunto de extrema actualidad y que nos compete a todos. La información y referencias que maneja el libro son recientes y en la mayoría de casos están correctamente utilizadas. Sus conclusiones, sin embargo, a veces pueden llegar a ser tendenciosas.

La crisis de la pandemia ha demostrado la formidable capacidad del mundo digital y de sus usuarios. El lado positivo ─el comercio digital que remplazó el imposible contacto físico, la comunicación necesaria para coordinar esfuerzos de países para prevenir un impacto mayor en muchos países, la cantidad de contenidos creativos de calidad que el mundo compartió para combatir el aislamiento forzado; pero también el innegable aspecto negativo ─las cadenas de noticias falsas, las campañas de desinformación, los virus digitales y el temor creciente del robo de identidad.

En las últimas décadas del siglo pasado, pensadores como Marshal Maccluhan se lanzaron en sesudos análisis que explicaban como el control de la prensa escrita, la industria del cinema y la producción de contenidos para la televisión iban a determinar la evolución misma de las sociedades modernas. Inversiones astronómicas, fusiones y adquisiciones inverosímiles a nivel mundial dieron nacimiento a grandes grupos de grandes medios con decenas de periódicos y revistas, los cuales ─medio siglo más tarde─ penan por subsistir. Incluso en la industria digital pocos recuerdan a Netscape, American Online, Blackberry, Nokia mientras que Yahoo es un fantasma de lo que fue en los años noventa.

En las últimas semanas se han lanzado sendas iniciativas en Europa y Estados Unidos contra el predominio monopolístico de Google y Facebook, igualmente Amazon está bajo escrutinio. Sanciones financieras impuestas por gobiernos que alcanzan los cientos de millones no son raras en esta industria. Muchos estados europeos han lanzado programas para legislar sobre el mundo de los datos digitales y proteger mejor la soberanía de la identidad numérica de sus ciudadanos. Se puede también distinguir una tendencia creciente en tecnologías que prescinden totalmente de la obligatoriedad de compartir los datos personales del usuario.

No hay duda, que es urgente una reflexión sobre nuestra propia dependencia material y emocional con esa infraestructura que ha adquirido en pocas décadas la misma importancia que la electricidad, la seguridad o el transporte. El libro de la doctora Zuboff es sin duda una valiosa contribución.

Proyectar o asumir conclusiones sobre una realidad dependiente del desarrollo y evolución de tecnologías tan cambiantes y sus modelos económicos, sin embargo, me parece apresurado y peligroso.

La era del capitalismo de la vigilancia. de Shoshana Zuboff, Paidos Iberica; 912 páginas

Ginebra, 26 de diciembre de 2020

Qué motiva a un intelectual a arriesgar su reputación académica e intelectual y dedicarse durante prácticamente una década a escribir casi dos millares de páginas sobre Adolf Hitler? Sobre todo, tres cuartos de siglo después de terminada la segunda guerra mundial y tras décadas de toda suerte de investigaciones, revelaciones y escándalos, forenses, políticos y académicos sobre el Nacional Socialismo y la Alemania de la época. De hecho, si consideramos, la infinidad de obras de todo género y libros publicados que colman bibliotecas y archivos especializados en todo el mundo ─más de 120,000─ parecería poco probable que hubiera motivos para publicar una nueva biografía sobre Adolfo Hitler. Más aún cuando la imponente biografía de Ian Kershaw, culminada en el año 1998, también en dos volúmenes, Hubris y Nemesis, sigue aún en librerías.

Hay que acláralo. No se trata de una de esas aventuras editoriales que busca aprovechar alguna efeméride para relanzar algún autor relegado al olvido. Volker Ullrich es un destacado investigador y docente académico que ha consagrado más de medio siglo de su existencia a estudiar, enseñar y publicar sobre varios aspectos de la historia política del siglo XIX y XX de Alemania. Ha dedicado sendos libros biográficos a Bismark y a Napoleón.

Durante varios años director de un suplemento dedicado a reseñar libros políticos en el periódico más prestigioso e intelectual de Alemania, Die Zeit, Ulrich es también una autoridad de referencia cuando resurge la polémica ─dolorosa siempre y regularmente de actualidad─, sobre el rol que jugó la sociedad civil alemana en los crímenes cometidos contra las minorías étnicas en general y los judíos en particular a lo largo de la segunda guerra mundial.

No he encontrado sus declaraciones al respecto, pero yo sospecho que se trata de una obsesión generacional: el profesor Ullrich nació en 1943: dos años antes de la debacle del Tercer Reich. Creció en esa Alemania de la post guerra, avergonzada y horrorizada por su pasado inmediato, plagada de escándalos y noticias sobre los hallazgos macabros en los diferentes campos de concentración en Alemania y en otros países como Polonia, Ucrania.

Quizá esa conciencia de que fue la generación de sus propios padres, tíos, vecinos y amigos del barrio quienes fueron participes de uno u otro modo del ascenso del nazismo y de su personaje más notorio, Adolfo Hitler, ha empujado al profesor Ullrich a intentar desmadejar ese hilo laberintico que comienza con esas preguntas obsesivas y aparentemente insondables: ¿cómo?  y ¿por qué?

En efecto, Volker Ullrich centra su investigación en la intimidad genealógica, social, familiar e intelectual de Hitler. El libro hurga entre los pliegues de una cronología minuciosa, a veces semana a semana, y trata de reconstruir el devenir personal del personaje, de identificar ese momento clave que pudiera explicar el Hitler del futuro. Ullrich no se abandona a una especulación psicológica, más bien, con una disciplina férrea implica y confronta al lector con las fuentes de su propia investigación: las cartas, las postales, los archivos, los documentos, los recibos de alquiler. Todo sirve en el análisis de una existencia que arranca con los abuelos de Hitler, en 1837.

Un abuelo con pretensiones advenedizas que logra abandonar su posición de zapatero y llega a cambiar de estamento social, a humilde funcionario del imperio, en ese rincón apartado que hoy se sitúa en la Republica Checa, un cambio de apellidos que resta inexplicado y misterioso. Una elevada mortalidad infantil, vueltas inciertas en la rueda de la fortuna social y material de esos antepasados toscos e iletrados. Divorcios, paternidades sospechosas, amantes de establo, hijos ilegítimos, escándalos pueblerinos en que los curas deben intervenir para autorizar una unión considerada incestuosa entre primos de segundo grado, diferencias de edad entre cónyuges rayanas en el estupro. En sus orígenes, pareciera que la existencia misma de los ancestros de Hitler hubiera sido frágil y azarosa.

En esas primeras páginas, el lector se va acostumbrando al método del biógrafo acucioso que examina con la paciencia del entomólogo cada aspecto del marco familiar para esculcar mitos y rumores asociados a la biografía de Hitler, sobre su ascendencia judía ─inexistente─ o, sobre la irónica imposibilidad, de demostrar una línea genealógica pura de descendientes Arios, como lo pretendía la ortodoxia nazi. Es en ese mundillo de pretensiones sociales y escabrosa realidad, en la que nace el futuro dictador nazi.

Es interesante esa reconstrucción, en realidad de segundo grado, porque Hitler fue un exacerbado coleccionista de documentos sobre su pasado, haciendo confiscar todo tipo de archivos familiares, y dispuso que fueran destruidos poco antes de su suicidio en abril 1945.

Otras referencias sobre la infancia de Hitler también son examinadas, si sufrió o no una desmedida violencia paterna, por parte de ese padre acomplejado, quien ─a pesar de ser funcionario─, se sabía hijo de un zapatero, si los mimos de su joven madre ─28 años, al momento del parto─ contribuyeron a desarrollar su personalidad ególatra y vanidosa. Se examina su mediocre rendimiento escolar, sus lecturas infantiles, su aptitud para integrarse socialmente con los otros niños de su escuela. El análisis es exhaustivo, aun si los resultados iniciales son magros, no se logra identificar una herida inicial o prematura que logre explicar las peculiaridades más salientes de la personalidad exaltada y maniaca del Hitler adulto.

Pero no se debe soslayar este método y considerarlo como un banal ejercicio hagiográfico: al cotejar versiones de hechos familiares documentados y comparar los materiales con la narración del discurso autobiográfico de Hitler presentado en sus cartas y su libro, Mi lucha, el lector comienza a entender la magnitud del divorcio entre la realidad y la percepción de la misma que Hitler y el tinglado del poder que lo rodea proyecta o quiere proyectar ante la sociedad de su época.

A pesar de la minuciosidad y volumen de información que el biógrafo analiza, la lectura del primer volumen que cubre desde su nacimiento hasta 1939 es fascinante. Hay un seguimiento asiduo del personaje histórico, pero también de las circunstancias materiales y sociales que le toca vivir. La lente con que se enfocan sus acciones siempre se enfoca en los hechos documentales o testimonios: no hay especulación. Incluso en los años más oscuros y de más escasa documentación, previos a su participación en la primera guerra mundial, se perfila aun desde lejos la personalidad maniaca y enfermiza que se va desarrollando paulatinamente. Actitudes que se convierten en características de su personalidad. Un cierto complejo de persecución que se acentúa al no tener un domicilio fijo o una estabilidad material ─es la época de sobrevivencia gracias a la venta de acuarelas en formato de postal. En algún desplante a algún otro vagabundo en su época más paupérrima, o en su obsesión por inventar edificios y construcciones de arquitectura megalomaníaca que se desarrolla en esos mismos años. En todo momento, a lo largo de esos intensos capítulos, el lector encuentra un equilibrio entre la anécdota y la construcción de una personalidad que se engarza en las circunstancias históricas y materiales extraordinarias de la gran guerra.

Los capítulos dedicados al servicio militar de ese joven escuálido, empobrecido y hambriento de 25 años, y a su participación en la Guerra del catorce, son clave para entender muchos aspectos de lo que será el discurso y la actitud del futuro animal político en que se convertirá Hitler. Formar parte del ejército imperial le conferirá ese secretamente anhelado sentimiento de pertenencia a un ente abstracto, y que al mismo tiempo lo dispensa de la carga de mantener relaciones sociales intimas con otros individuos. Así, finalmente, Hitler se entregará a esa realidad de jerarquías y obediencia ciega en el que aparece legítimo desarrollar sueños imposibles de grandeza y megalomanía, justificados por un vago sentimiento patrio, abstracto y ausente de individualidad.

Hitler no es un héroe de guerra, no asciende en el escalafón militar ─por miedo a ser transferido al frente de batalla─, no participa en los grandes teatros de la gran guerra. Sobrevive la traumática experiencia desempeñando un puesto más o menos anónimo en el que si bien no estuvo completamente exento de peligro nunca lo expuso a una verdadera batalla, y sin embargo, y de modo más o menos misterioso, al final de la guerra termina como un soldado condecorado, con la cruz de hierro.

En noviembre de 1918, al final de la gran guerra, la perspectiva de verse desmovilizado del ejército, y verse arrojado nuevamente a la grisalla de una vida sin propósito ni perspectivas, sumió a Hitler al borde de la desesperación. Es precisamente, a partir de estos capítulos, que el libro de Ullrich se vuelve clave para entender el ascenso social y político de Hitler, la biografía personal se convierte inevitablemente en una crónica de los acontecimientos políticos que enmarcaron la vida del soldado Hitler.

La turbulencia política de un imperio alemán que se desmoronaba en republicas efímeras, el fantasma de la Revolución bolchevique, la creciente ola de asesinatos políticos, un sentimiento anti semita, aun vago y abstracto pero que se perfila en los discursos políticos, para simplistamente explicar el zafarrancho económico y financiero de la Alemania de la postguerra, fueron los ingredientes del caldo de cultivo que permitió que las fuerzas militares fueran solicitadas para garantizar el orden policial y contener a los diferentes grupúsculos políticos que manifestaban día tras días en las calles de Múnich.

En lo que se conocería más tarde como el “departamento de inteligencia”, y para llevar a cabo su cometido policial, el comando local del ejercito comenzó a organizar entre otras, sesiones de adoctrinamiento y “antipropaganda” para “educar a los soldados” sobre los peligros de la amenaza bolchevique y reavivar en ellos el vapuleado espíritu del nacionalismo y militarismo. Esas ideas ramplonamente bosquejadas, pero martilleadas una y otra vez con la férrea disciplina militar de la tradición prusiana, constituyeron el núcleo de lo que más tarde sería el “sistema ideológico” de Hitler. Consignas ideológicas contra un imaginado “Mamonismo” que destruía los valores patrios ─idolatría al dios Mamon─ y la denuncia continua de complots de la judería internacional para dominar el mundo.

Casi de la noche a la mañana, Hitler paso de catecúmeno a orador, y, probablemente con sorpresa, descubrió que su discurso obsesivo y exaltado hallaba un eco positivo entre la soldada zafia y algo ebria. Desde un inicio, esas reuniones se celebraron en los sótanos y tabernas de los numerosos bares de Múnich. Así entre ríos de cerveza gratis, lemas exaltados pregonados a voz en cuello, ojos vidriosos y un esfuerzo corporal que lo hacía terminar bañado en transpiración se fue formando el futuro líder del partido nacional socialista. En los meses sucesivos, sus más adictos seguidores, se volverían matones uniformados y con la complicidad de ciertos sectores del ejercito se adueñaron de las calles de la ciudad para amedrentar a otras organizaciones, hostigar a otros manifestantes y agredir a los comerciantes judíos de la ciudad. Un par de años más tarde se convertirían en la infame SS.

A partir de ese momento la biografía de Hitler se vuelve una con la historia de Alemania, el lector descubre que el futuro líder del partido Nazi es tratado por sus seguidores y adeptos como una figura de representación que sirve para encubrir y ocultar una ausencia de valores más que para representar una verdadera ideología.

Intentar resumir una biografía es una apuesta perdida de antemano. El lujo de detalles que el biógrafo presenta, analiza y coteja a lo largo de las casi 1800 páginas de estos dos volúmenes se vuelven inteligibles porque ayudan al lector a entender una lógica oscura pero existente en lo que fue la representación y narración de la historia política de ese cuarto de siglo que marcó para siempre al país y a sus ciudadanos.

El lector aprende, no sin algo de alivio, que no hubo nunca nada extraordinario en Hitler. Sus manías y excentricidades, su antisemitismo extremo y rabioso, todo fue azuzado, cultivado, sus ideas estaban ya flotando en esa Europa hipócrita que hizo del histrionismo, el desplante ideológico y la farsa un movimiento político, como lo fue en mayor medida el Nazismo.

Hoy en día, me parece esa la razón más importante para revisitar este ignominioso personaje de nuestra historia, saber que en todo momento de nuestra vida política hay un pequeño Hitler en potencia al acecho, intentando corromper nuestra historia.

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Adolf Hitler, Alemania, Biografía

La fama que precede a los libros escritos por presidentes −o, acaso políticos en general− no es buena. Publicados como prueba de descargo de una carrera política, salen a librerías como indigestos mamotretos que encubren mezquinos arreglos de cuentas con aliados y rivales o como sibilinos intentos de racionalización de caprichos y pasiones políticas. En otros casos, salen a la luz como apresurados panfletos publicitarios de campaña o para adornar una carrera política en ciernes.

Las más de las veces, se trata de trabajos de encargo negociados en la penumbra y anonimato con algún escritor menesteroso de pluma ligera y mercenaria.

Por supuesto también están los escritores o intelectuales que practicaron la política un tiempo y que luego reflexionaron a través de la escritura sobre sus errores, aciertos y la experiencia de la vida pública. Faustino Sarmiento, André Malraux, Vaclav Havel y más cercano a nosotros, Vargas Llosa son algunos ejemplos dignos de mención.

Originalmente concebido como un proyecto editorial de 300 páginas que debió ser concluido en dos años, en cambio, Una tierra prometida es un logrado ejercicio de reflexión, memoria y escritura. De hecho, las casi 800 páginas del libro cubren sólo los primeros cuatro años del gobierno de Barack Obama, hasta el año 2012.

La intención inicial de su autor era de hacer partícipe a sus lectores de lo que “es realmente ser” presidente de la nación más poderosa del planeta. Transmitir por lo menos parcialmente ese sentimiento de frustración e impotencia de ocupar el cargo de presidente y al mismo tiempo depender de un aparato político descomunal que parece tener vida propia. También de mostrar los entresijos de la política partidaria y airear como se definen y negocian las políticas que impactaron no sólo a los Estados Unidos por casi una década, sino en buena medida a la mayor parte del mundo. En suma, describir las habitaciones más recónditas de la Casa Blanca, presentar a sus habitantes e invitados, darle una voz al personal de servicio, en su mayoría asiáticos, hispanos y afroamericanos, que la mantiene viva.

Publicado como un libro de memorias, es también la continuación de un ejercicio autobiográfico iniciado ya en sus dos primeros libros “Sueños de mi padre”, 1994, y “La audacia de la esperanza” (2002): libros que hábilmente combinan elementos autobiográficos y reflexión política para desarrollar un vivido análisis de cómo en esa Norteamérica multirracial, crisol de culturas diversas, pudo darse el fenómeno de elegir un presidente afroamericano.

Empero, la originalidad de Una tierra prometida reside precisamente en que evita convertirse en un mero ejercicio de contrapunto ideológico entre valores democráticos y republicanos, o caer en la tentación de una apología retórica de la cultura afroamericana. En vez de ello, la narración se ofrece al lector como una cautivadora aventura. Barack Husein es un protagonista real, de carne y hueso, abrumado por el descubrimiento de su realidad mestiza de blanco y negro, hijo de una madre de Kansas, y un estudiante becario de Kenia, se lanza en una búsqueda farragosa de su propia identidad ayudado por los libros de Foucault, la poesía de Ralph Ellison, Langston Hughes, Ralph Waldo Emerson y en los conflictos morales de Dostoyevski. No falta el humor en su educación intelectual, hay lecturas que sólo realiza para impresionar a alguna chica, o para fútilmente intentar una relación íntima con una pareja de lesbianas. La escritura no trata de ordenar o mostrar una línea recta entre ese joven imberbe y el expresidente maduro que recuerda. Más bien muestra una ruta sinuosa, plagada de acantilados intelectuales. Se trata de un viaje de reflexión, en el cual el lector acompaña al héroe de esa fusión de culturas distintas y encontradas que es la realidad política y social de los Estados Unidos de Norteamérica.

Hay, en esa historia, un héroe que actúa, decide, consulta, interpela y al mismo tiempo intenta mantener una vida familiar con dos hijas pequeñas. Pero también hay otro que, agazapado detrás del primero, reflexiona, rememora y recuerda constantemente. Ese otro personaje es quien retrotrae el espectáculo caleidoscópico del pasado: quien recuerda el baremo moral de la abuela materna, la comprensión generosa de las debilidades humanas, legado materno. El acopio intelectual y emocional de la cultura afroamericana que resurge una y otra vez como una fuerza tectónica que a veces parece amenazar el proyecto personal de ciudadano americano sin distinción de raza o credo, que el propio Barack Obama trata de construir y vivir.

Una tierra prometida como título es un reclamo a una metáfora de la evolución misma de la cultura e historia de los ciudadanos afroamericanos. La tierra prometida es la alusión y el recuerdo de las generaciones pasadas de afroamericanos, el padre de Obama incluido, a los que no les fue permitido entrar. Se trata de ese pueblo de Moisés, de las canciones afroamericanas, que deambuló por décadas en el desierto: esas generaciones que vivieron y padecieron la segregación, la represión, la generación del Dr. Luther King, de Rosa Parks, de los miles de hombres y mujeres de color que vivieron como ciudadanos de segunda solo por el hecho de tener un color de piel distinto. Obama es consciente que él es percibido como una suerte del Josué bíblico que ha hecho caer las murallas de la diferencia racial. No hay orgullo o vanidad en esta toma de consciencia, más bien preocupación y desasosiego.

Obama sin embargo es consciente que la lucha empieza recién, y que en tanto que presidente, no puede, ─o, ¿no debe? ─ ser solo el presidente de los desposeídos afroamericanos o de color. Obama sabe que es también el presidente de la economía más importante del planeta, que su gobierno debe también gobernar con y para la comunidad de inversionistas y operadores de Wall Street. Que debe alinear los intereses del país con el de los accionistas de las grandes empresas constructoras de automóviles, con las transnacionales que reclaman excepciones fiscales y al mismo tiempo deslocalizan sus fábricas fuera del país dejando sin trabajo a miles de americanos. En fin, que debe lidiar con los generales del ejército más poderoso y mortífero del planeta.

La magia de la memoria

Por la lista de agradecimientos al final del libro se deduce que a un equipo de personas les fue encomendada la misión de cotejar cada uno de los hechos narrados con archivos y registros oficiales para comprobar su veracidad y exactitud. Sin embargo, a lo largo de las más de novecientas páginas de Una tierra prometida, el lector se ve envuelto en ese ambiente de inminente zozobra que impulsa y urde la trama de la historia.

La presidencia de Obama durante su primer periodo marcha sin tregua ni sosiego: su administración asume el poder en medio de la mayor crisis financiera de la historia del país, con el sistema financiero al borde del colapso, con millones de familias incapaces de pagar la hipoteca. Pero aún si el lector conoce o recuerda el desenlace de la mayoría de los acontecimientos narrados, al seguir el recuento con la voz que recuerda, quisiéramos que Obama pueda conseguir esa victoria que le fue negada en el Congreso o que no perdiera esa otra elección interna, que lograra que el Huracán Katrina cobre menos víctimas o que las víctimas no fueran en su mayoría los mismo pobres afroamericanos e inmigrantes o, que el desastre ecológico del Deep Horizon fuera menos catastrófico.

Quien hechiza al lector y lo vuelve incondicional de los esfuerzos heroicos del equipo de Obama es el narrador que recuerda, el que condimenta el pasado con las reflexiones del presente o de un pasado más remoto aún. Es en ese contraste de circunstancias que se crea una nueva realidad a medio camino entre la realidad y la literatura.

No sin intención, Una tierra prometida también arroja alguna luz sobre el fenómeno Trump. Como ciertos hermanos mitológicos, Donald Trump es la antítesis de Barack Obama: del padre africano pobre y ausente opuesto al padre europeo que legó su fortuna personal al hijo díscolo para que pudiera iniciar sus negocios, o si se compara el estilo del discurso intelectual, pausado y reflexivo del abogado de color frente a la salida ocurrente, vacua e insolente del blanco que desconoce la geografía o los más elementales modales de la diplomacia internacional. El celo y preocupación por mantener el orden democrático institucional y al mismo tiempo crear espacios de inclusión para las minorías desposeídas en contraposición con la obsesión por el protagonismo cínico e inútil de un presidente oligofrénico y sin escrúpulos que no duda en otorgar amnistía presidencial a sus compinches criminales.

Aunque no lo haga explicito en ninguna de sus páginas, el lector presiente al final del libro que el mayor fracaso del reformismo de Obama y del Partido Demócrata es haber despertado ese monstruo extremista que reposaba arrullado por el orden social dominante de una cultura caucásica anglosajona, en la cual la gente de color solo podía tener acceso a la Casa Blanca como sirvientes o visitantes de alguna escuela pública.

Al cerrar el libro, es inevitable pensar en la política de nuestro Perú, en la profunda transformación social y económica que hemos llevado a cabo en los últimos cincuenta años. Una tierra prometida, nos muestra que cada sociedad debe combatir sus propias quimeras. Y nuestros aspirantes a políticos, deben saber que en la política como en la literatura: los héroes más capaces son los que afrontan los monstruos más terribles.

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