Historia del Perú

En el Perú, coexisten diversas maneras de entender, divulgar y enseñar su Historia. En las universidades, por ejemplo, prima una mirada crítica que estudia las tensas condiciones en las que se produjeron los acontecimientos que redefinieron nuestra sociedad, sus culturas, el devenir del país. En los colegios es distinta y diría casi opuesta la enseñanza de la Historia, porque uno de sus objetivos es sembrar en cada nueva generación cariño y admiración por un pasado común, así como el rechazo a ciertas malas decisiones (según los principios de su docente), lo cual nos habría de fusionar eficientemente en una comunidad nacional. Y en el mercado cultural, la apuesta es hacer de todo ello una atractiva producción de héroes y episodios históricos que entusiasme al público, que ofrezca patrióticas tendencias y que eluda, salvo que sea conveniente, el surgimiento de debates (cosa algo contradictoria con la democracia, que requiere de la convivencia de posturas opuestas para producir nuevas ideas, nuevos futuros). 

Hasta hoy en nuestro país sólo el 16% de peruanos ha tenido acceso a la educación superior; muchos de ellos en universidades que actualmente carecen de licencia para funcionar por no cumplir con los niveles mínimos de calidad en la formación que ofrecían. Con esta evidencia en mano, debemos tomar conciencia de que la manera como en Perú comprendemos la Historia queda en manos de nuestro sistema educativo escolar, que, como bien sabemos, envía a las zonas más empobrecidas a los docentes con menor calidad a enseñar en una lengua impuesta que sus estudiantes rara vez consiguen dominar. Espacios rurales donde la Historia ha persistido no como reflexión, sino como culto por las fiestas o como idealización de los (cada vez menos) personajes históricos, capaces de encender el patriotismo.

Si incluimos dentro de los temas de Historia, el nacimiento, la fragilidad y la protección de la Democracia y los derechos ciudadanos, nos encontraremos con que la mirada crítica universitaria es compartida por una pequeña élite de hablar cifrado y desafiante, una élite escindida del resto, de la enorme mayoría, que bajo la mirada escolar asume la democracia como el responsabilizar a un otro ante las necesidades patrias, un otro a quien espera elegir como heroico líder, un Milei que de sopetón acabe con todas las necesidades posibles. Hechos y no palabras. 

En todo el continente americano, la democracia demoró hasta avanzado el siglo XX en decidir quiénes debían participar o no, quiénes serían reconocidos como ciudadanos (como las mujeres), pues había población étnica sometida a trabajos forzados y mal remunerados. Uno de los recursos fue, y no casualmente, el ser analfabeto. Hasta avanzado el siglo XX, se utilizó el mantener fuera del sistema electoral a la población indígena o afrodescendiente restringiendo su acceso a la educación. En Estados Unidos hasta 1965, en Perú hasta 1979.

Actualmente, en los países donde el sistema democrático funciona a cabalidad, cerca de la mitad de la población tiene educación superior y en las comparaciones de rendimiento escolar, sus estudiantes sobresalen. En los países donde buscamos dirigentes extremistas, de recursos violentos que persiguen la reelección para imponer su patriótica ideología, como Bukele o Morales, menos de la cuarta parte ha tenido acceso a la educación superior y las pruebas de evaluación escolar dan resultados de estancamiento.

Hoy, cuando después de haber luchado por su reducción, veinte años después nuevamente el 22% de mujeres rurales son analfabetas en Perú, cuando la élite intelectual (esa que Wright Mills, en La élite del poder, creía heroicamente capaz de detener a los corruptos y salvar la democracia) ha constreñido a su lenguaje académico la enseñanza crítica de la democracia, ¿le importa a la población que tan sólo terminó primaria o con suerte hasta la secundaria, la lucha por sus derechos a una vida plena?, ¿se preocupará por la captura de los Poderes del Estado? ¿Cómo hará esa electora, la que se encuentra más lejos de cualquier aula universitaria del Perú, para saber por qué sus gobernantes la amenazan para que no proteste y tan sólo produzca? 

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[EN UN LUGAR DE LA MANCHA] Francisca Pizarro no es un asunto nuevo en nuestra historiografía. Historiadores como Guillermo Lohmann, José Antonio Del Busto o Waldemar Espinoza se han acercado desde distintas ópticas a su figura, destacando en ese panorama María Rostworowski, quien la ha estudiado con abnegada insistencia en muchos trabajos, en especial en un libro riguroso que tituló Doña Francisca Pizarro. Una ilustre mestiza (1989), acaso el esbozo biográfico más completo sobre este personaje.

Sin embargo, no hemos abandonado todavía la orilla de la historia. A estos esfuerzos de investigación, se suma ahora una propuesta literaria, Francisca. Princesa del Perú, la más reciente novela de Alonso Cueto. Un antiguo prejuicio enfrentaba de manera casi irreconciliable al discurso histórico con la ficción, quizá buscando una separación tajante: cada una en su campo. La historia trabajando con hechos factuales y documentados; la ficción privilegiando la imaginación, la forma más sublime de la mentira.

Pero en los últimos tiempos hemos visto que son más las semejanzas que las diferencias, que entre historia y literatura hay sutiles y complejas zonas fronterizas y que, al menos en América Latina la llamada novela histórica o ficción historiográfica resulta siendo una manera de darle la cara al discurso histórico, confrontarlo e interpelarlo para construir nuevas lecturas del pasado. En el caso de Alonso Cueto, el ejercicio del lenguaje permite penetrar en una imaginada intimidad del personaje, pero no como invención, sino como interpretación de su trayectoria vital, lo que demostraría, de paso, que esas fronteras tienen límites precisos. Uno de ellos es la verosimilitud.

Y Francisca es verosímil, guarda estricta coherencia con lo que se conoce históricamente sobre ella. Lo mismo cabría decir de Inés, la madre, que se presenta a Francisca con estas palabras: “Yo soy una princesa inca y de princesa me convertí en la mujer de Francisco, el conquistador. Y en su ramera. Ahora tu padre me ha entregado a otro hombre. Dicen que soy su esposa. Pero no soy la esposa de nadie. Soy tu madre. Soy la hija y hermana de un inca. Soy la heredera del imperio, la hija del sol y de la tierra. Tengo en mi cuerpo la fuerza de una madre. Y tú eres el motivo de toda mi fuerza. Eres mi hija” (p.39).

Pasaje muy interesante y revelador, que simboliza acaso el inicio de una fractura que acompaña hasta hoy a la siempre incierta vida peruana. El parlamento de Inés apela a la dicción y, gracias a ella, la novela puede situar los hechos históricos en una dimensión de construcción verbal que sin renuncia expresa a la idea documental termina por dar acabado a un artefacto.

Los fragmentos de la vida de Francisca que conforman el relato, toman la misma dirección. Francisca es cuidada con extremo celo por su padre, mas aun, quiere hacerla partícipe de la vida de una ciudadana española plena y, quien sabe, dado su origen, provocar su ascenso en la vida cortesana. Madre e hija son colocadas en planos opuestos. Doña Inés es víctima de los vilipendios del conquistador; Francisca, en tanto, vive en conflicto su nueva condición, sus linajes gemelos: “¿Pero quién era yo? Salía a la ciudad con miedo. Por las noches imaginaba que alguien entraría a mi casa para matarnos. Por las mañanas pensaba que debía rezar mucho antes de ir a la plaza. Solo Inés y Catalina me podían proteger. Necesitaba el cariño de mis madres y estaba marcada por el orgullo de ser la heredera de dos estirpes. Me sentía marcada, sí. La pena, la incertidumbre, la dignidad, no sé cómo decirlo. Pero también la fe. Estaba hecha para seguir” (p.208).

Alonso Cueto ha escrito una novela que sin duda enriquece la tradición narrativa peruana. Se instala en el alma de Francisca, se instala en el dolor de Inés y nos devuelve a la vida contemporánea la historia de una herida que lejos de haberse cerrado se mantiene viva. Solo vale la pena mirar al pasado cuando de él se extraen lecciones para el presente. Este es uno de esos casos.

Alonso Cueto. Francisca. Princesa del Perú. Lima: Random House, 2023.

 

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En esa época remota de finales de los 70s, tuve la suerte de conocer a una generación de profesores de Historia del Perú en la Universidad Católica del Perú. Todos ellos habían sido discípulos, alumnos, del gran historiador y maestro Don Jorge Basadre. En ese rincón que me parecía el más apartado del Fundo Pando, en las aulas del pabellón de Letras bañadas de la luz siempre gris de la costa limeña, José Antonio del Busto, Amalia Castelli, Cecilia Bákula y Margarita Guerra, nos introdujeron a un modo inédito de reflexionar sobre la Historia del Perú.

Las fechas, los personajes, las geografías, los hitos históricos eran reconocibles ante la visión de mi educación raquítica y mediocre recibida en un colegio nacional limeño. Empero, lo nuevo e importante eran la reflexión sobre las fuentes, la autoría —o, quién había compilado los textos—, la motivación de quien había recogido los relatos. Se trataba de un texto de Huamán Poma o un texto del Inca Garcilaso, era el texto de un visitador colonial o se trataba de información recabada de los asientos de fichas eclesiásticas de alguna parroquia andina. En esas pocas horas por semana, y en un par de semestres, estudiar la Historia del Perú se convertía en una introducción a lo que Foucault llamaba la Arqueología del saber.

Leyendo esos textos, discutiendo esas fuentes, reflexionando sobre el lenguaje que describía ese pasado andino, aprendí, guiado por la mano férrea y disciplinada de esos profesores, que los grandes hechos históricos no cuentan la verdad si no son analizados y comprendidos en su contexto económico, social, si no son cotejados, enfrentados a otros textos, a otras versiones de los mismos.

Un aparato bibliográfico para estudiar esa Historia del Perú no existía entonces, y —a pesar de los esfuerzos casi heroicos de esos hombres y mujeres— no tenemos aún una Historia del Perú digna de ese nombre. No existe un archivo nacional, no disponemos de un equipo de Historiadores que investigue, reflexione y que incite a los peruanos a pensar críticamente sobre nuestro pasado. Más trágico aún es que, en el contexto de nuestro inminente Bicentenario de la Declaración de la Independencia, esta deficiencia sistémica de nuestra educación y cultura nacional no sea considerada como digna de mención.

El Bicentenario

¿Qué celebraremos el 28 de Julio?  Sabemos que, observada desde su materialidad histórica, la Declaración de la Independencia parece ser no más que eso: una declaración, un ejercicio retorico, apasionada y elocuente, y a juzgar por lo que sucedió después, ingenua.

Jorge Basadre, en el primer tomo de su Historia de la Republica del Perú (1983), analiza el texto de la Proclama y atribuye al ataque de la frase “El Perú es, desde este momento, libre e independiente” un poder creador y fundacional, que marcaría el principio de una realidad histórica. Las palabras del insigne Don José de San Martín serían así una suerte de enunciado demiúrgico: una promesa de realidad futura, de una nación posible más que existente.

Pero esa misma Proclama, al mismo tiempo y en la misma frase, también excluía a los miles de esclavos negros y a los pobladores autóctonos, nacidos antes de ese histórico sábado 28 de Julio, y que constituían el capital humano de ese proyecto de Nación que se venía proyectando desde más de un año. Es más, por qué no celebramos las Declaraciones de Independencia de Trujillo, asentada el 29 de diciembre de 1820 o la de Piura, oficializada el 4 de enero de 1821, o la de Cajamarca, declarada el 4 de junio, otras ciudades norteñas que se proclamaron independientes meses antes por virtud de los llamados Cabildos Abiertos. Tal y como lo refiere José Agustín de la Puente Candamo en el Tomo VI de la Historia General del Perú (1993).

No he encontrado señas de investigaciones históricas que arrojen luz sobre los “secuestros” —como se denominaban las expropiaciones materiales a las autoridades coloniales y españoles peninsulares— y su generalización en los territorios del Virreinato. Tampoco tenemos detalles como esos nuevos grupos de “criollos” se hicieron propietarios de hecho o se declararon potenciales beneficiarios de una repartija de dimensiones colosales: si se considera que se trataba de un reordenamiento de propiedades inmensas y riquezas amasadas por el sistema colonial durante los 300 años de despojo a las poblaciones del Tahuantinsuyo.

Hay que señalar también que detrás del fausto de la celebración de la declaración se cierne a lo largo del territorio virreinal una realidad de “enfermedades, falta de alimentos y desordenes inminentes” debido al declive político y aislamiento del poder español de los centros de poder económico local. Las mismas familias coloniales, ese poder factico criollo, que había resistido al pedido de “cabalgaduras, reses, hombres y dinero” que el virrey les había hecho, van ahora solicitas a ofrecer esos dones al ejercito libertador. Tal como lo expresa una copla de la época.

“Venid, jefes inmortales,
Venid, San Martín triunfante.
Venid Cochrane arrogante.
Venid invicto Arenales,
A disipar tantos males
Venid o Libertadores
Que todos los moradores
De América agradecidos,
A vuestros triunfos debidos
Consagran dignos honores».

Cuando San Martín entra a Lima, invitado por el cabildo, el acto legal de adjudicación de poderes (en realidad un “golpe de estado” en toda regla efectuado por “personas de conocida probidad, luces y patriotismo”) había tenido ya lugar el Domingo 15 de Julio. En sesión presidida por el alcalde Isidro Cortázar y Abarca, conde de San Isidro, un noble español al cual el mismo Virrey la Serna le había confiado, por así decirlo, las llaves de la ciudad.

Gracias a Alberto Tauro del Pino y a su infaltable Enciclopedia Ilustrada del Perú (1987) se puede conocer detalles biográficos de la mayoría de los firmantes de lo que se podría considerar la partida de Nacimiento de nuestra República. Sin bien hay muchos “Criollos”, hijos de españoles nacidos en el Perú, abundan los españoles peninsulares, oficiales en funciones del virreinato.

No debe sorprendernos pues que después de los grandes fastos del 28 de Julio, todo siguiera igual pues los protagonistas en el tablado del poder seguían siendo los mismos.

Es importante reflexionar sobre ese momento fundacional de nuestra existencia como país, como estado, como nación. Pero hagámoslo con consciencia critica, sin complacencias. No olvidemos que quien “no conoce su historia, se condena a repetirla”.

Ginebra, 18 de julio de 2021

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