R.J.A.A.A. (“Alexis”)

El abuso en perjuicio de R.J.A.A.A. (o “Alexis”, según la comisión investigadora), quien tenía 15 años al momento de ocurrir los hechos, es el caso conocido más reciente. Ocurrió el 19 de mayo del 2015. El sacerdote Manuel Mendoza Ruiz le habría hecho tocamientos indebidos durante el viaje que el adolescente y el sacerdote realizaron a fin de participar de un retiro espiritual en la ciudad de Chimbote. Los tocamientos ocurrieron en el bus entre Trujillo y Huamachuco. Siendo de madrugada y con las luces apagadas, Mendoza Ruiz empezó a hacerle tocamientos indebidos en sus partes íntimas, metiéndole la mano en el interior de sus pantalones. A pesar del reclamo del adolescente, el sacerdote volvió a insistir, generando la molestia del menor de edad.

La madre de la presunta víctima, a quien la comisión investigadora llama con el seudónimo de “Rita”, relata que acudió ante el obispo Sebastián Ramis Torrens a realizar la denuncia correspondiente, pero éste no ordenó ningún tipo de investigación, ni medidas de protección o de acompañamiento a la víctima, ni ninguna sanción contra el responsable. Ante la falta de respuesta, “Rita” irrumpió en una reunión realizada el 24 de octubre de 2018 con sacerdotes de la provincia, para reclamarle al obispo Ramis por su inacción. Allí fue apoyada por otros sacerdotes:

«¿Por qué la quieren botar, si ella quiere contar su verdad (…)? Si su hijo ha sido afectado, ¿por qué vamos a defender lo indefendible? Nos da vergüenza que vengan a decirnos en nuestra cara la clase de gente que somos. Una madre humilde, que hayan querido hacer de su hijo lo que han hecho».

“Alexis” tuvo una audiencia el 26 de febrero del 2019 con el vicario judicial Mons. Ricardo Coronado Arrascue, que lo afectó mucho. Al respecto, ella relata:

«Ayer mi hijo salió muy mal de la entrevista, y cada vez que lo entrevistan, que lo preguntan, mi hijo sale mal, molesto. Y le he pedido al padre que ayer lo ha entrevistado que ya no lo entrevisten más porque mi hijo ya… hemos ido a la fiscalía, ha pasado por la psicóloga de la fiscalía, por el padre, por el obispo, por varias oportunidades y yo creo que, en vez de mejorar las cosas, lo estamos empeorando. Antes de ir estaba molesto, resentido. En el trayecto del camino no me dijo nada. Entró a hablar con el padre, le contaría los hechos como sucedieron, y salió molesto».

Los casos de estas cinco víctimas fueron denunciados ante la fiscalía, siendo archivados por prescripción de los hechos o argumentando su poca capacidad probatoria. El obispo Sebastián Ramis Torrens, denunciado por encubrimiento en todos los casos, fue exculpado con el argumento de que no existe normativa que obligue a un miembro del clero a trasladar una denuncia de abuso sexual, inclusive contra menores de edad, a la fiscalía.

Los casos de estas cinco víctimas son sólo la punta del iceberg de un escándalo mucho más complejo de abusos y encubrimiento que implicaría a las más altas autoridades de la Iglesia católica en el Perú, como informó en julio de 2020 la periodista Melissa Goytizolo de La República en un extenso reportaje intitulado “Batalla al interior de la Iglesia”.

Un grupo de sacerdotes de la prelatura de Huamachuco, entre los que se encuentran algunas de las presuntas víctimas, reunidos en torno a la Comisión de Escucha de Víctimas de Abusos Sexuales de la Prelatura de Huamachuco, vienen solicitando desde hace años a las autoridades eclesiásticas que tomen acciones concretas a favor de los denunciantes. Entre ellos se encuentran Agustín Díaz Pardo, Antonio Campos Castillo, Nery Tocto Calle, Esteban Desposorio Fernández, Ángel Antero Salazar Chávez y Ángel Cachay Malo. El padre Esteban Desposorio le comentó a la periodista de La República que tenía más de 100 testimonios de jóvenes víctimas de abuso sexual.

La investigación periodística de Goytizolo menciona, en base a cartas oficiales, los nombres de políticos que fueron informados de lo que estaba pasando en Huamachuco y de las altas autoridades eclesiásticas que fueron debidamente informadas en su momento, a saber, el cardenal Juan Luis Cipriani, Mons. Sebastián Piñeiro (actual arzobispo de Ayacucho) y Mons. Miguel Cabrejos (actual arzobispo de Trujillo y presidente de la Conferencia Episcopal Peruana). Por supuesto, ninguno se pronunció sobre el caso ni hizo nada para atender a las víctimas.

En carta del 25 de febrero de 2016, dirigida por Mons. Cabrejos a Mons. Ramis, obispo prelado de Huamachuco, aquél pide que se discipline a los sacerdotes denunciantes por haber aparecido en el programa Punto final de Frecuencia Latina para hacer públicas sus denuncias. «Ante estos hechos me permito pedirle que en su condición de obispo de los referidos sacerdotes (…) actúe con la mayor diligencia para garantizar la observancia de la disciplina eclesiástica entre sus sacerdotes, les exija el cumplimiento de todas las leyes que le competen y evite que se introduzcan abusos como el ocurrido a propósito de la publicación de esta denuncia, para que comportamientos de esta naturaleza no se vuelvan a repetir».

Y sobre el fondo del asunto, las denuncias mismas, dice que «el contenido de las declaraciones en ese reportaje reviste especial gravedad, pues se acusa de supuestos actos que atentarían gravemente contra la dignidad del sacramento del orden, contra la disciplina eclesiástica y algunos estarían contemplados en los “delicta graviora”. Denuncias que por su contenido y por la forma en que se han expresado han ocasionado grave escándalo entre los fieles y daña profundamente la imagen de nuestra amada Iglesia».

Ni una sola palabra respecto al sufrimiento y al daño que se les ha ocasionado a las víctimas ni sobre la necesidad de reparaciones. Lo único que le preocupa es la imagen de la Iglesia, por lo se debe garantizar que no se vuelvan a repetir denuncias como éstas. Y como efectivamente sucedió, los denunciantes fueron sancionados y las víctimas, desatendidas y revictimizadas, restándole crédito a sus testimonios y declaraciones, considerándolas «llenas de contradicciones y exageraciones extremas». El cura Montenegro fue suspendido de todas sus responsabilidades eclesiásticas recién en el 2019, tres años después de la carta de Mons. Cabrejos, sin haber reconocido sus delitos ni haber sido obligado a reparar el daño producido.

Una conclusión que salta a la vista es que la Iglesia católica en el Perú requiere ser sometida a investigaciones independientes sobre abusos cometidos, como se ha estado haciendo en varias diócesis de países desarrollados. Porque donde uno pone el dedo, salta la pus.

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“The Passion of the Christ” (“La Pasión de Cristo”, 2004) de Mel Gibson nos retrotrae a las concepciones medievales de las representaciones de la Pasión, y si bien cuenta con una fotografía y edición de calidad y una recreación de pinturas clásicas sobre los últimos días de la vida de Jesús, su exaltación del sufrimiento y su regocijo sádico en mostrar gráficamente las peores torturas sólo apela a mentes conservadoras, pues quienes aprecian la libertad de conciencia suelen ser refractarias a una obra que más parece una prédica a latigazos.

Quizás la versión más bizarra y delirante de Jesús la encontramos en “Jesus Christ Vampire Hunter” (“Jesucristo, cazador de vampiros”, 2001) de Lee Demarbre, película canadiense independiente y relativamente desconocida, que es una parodia con tintes de comedia, terror, acción, artes marciales e incluso una parte musical. Todo a la vez. Sin pretensiones de ser tomada en serio, la película fue rodada con escasos recursos a lo largo de dos años durante los fines de semana. De ahí que la figura de Jesús vaya cambiando, pasando de ser un hombre barbudo de pelo largo y túnica larga, a cortarse el pelo y afeitarse y ponerse un piercing en la oreja, para finalmente en una siguiente etapa vestirse como una persona común y corriente.

La trama es como sigue. Ante la aparición de vampiros de ambos sexos que están asesinando lesbianas, un cura católico le pide a otros dos curas, uno de ellos con un peinado punk, que vayan a buscar a Jesús que ha regresado a la tierra en su segunda venida a fin de proteger a las lesbianas, que también son hijas de Dios y un tesoro para la Iglesia. A partir de ahí Jesús luchará contra una horda de vampiros —e incluso una pandilla de ateos— a golpes de kung fu y utilizando estacas de madera como armas letales. En ocasiones Jesús se movilizará en motocicleta o skateboard. Cuando es vencido tras una pelea y yace tendido en la calle, un agente de policía y un cura católico pasarán de largo, ignorándolo, mientras que será un transexual quien lo socorrerá y curará sus heridas, en clara alusión a la parábola bíblica del buen samaritano. Jesús pedirá entonces ayuda al luchador mexicano El Santo —conocido como el Enmascarado de Plata y a quien se llama Santos en el film— para luchar contra los vampiros. En esta tarea lo ayudará también Mary Magnum —en alusión a María Magdalena—, una hermosa mujer que de viste cuero rojo, con la cual ha compartido un sauna.

En medio de toda esta orgía de imágenes delirantes encontramos ideas interesantes: la inclusión de las personas marginadas de la sociedad, la aceptación de la diversidad y la libertad de conciencia, evidente en el mensaje final que Jesús da en un parque a sus seguidores, en una escena cargada de jolgorio y alegría.

En fin, es una película que sólo disfrutarán quienes posean un desarrollado e irreverente sentido del humor y sean capaces de admitir que existen diversas interpretaciones de Jesús. Y que de esas interpretaciones, las más rígidas y serias son quizás las más peligrosas y perjudiciales, las que más nos alejan de lo humano.

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Pero el cardenal Lehmann también podía ser empático, si se trataba de sacerdotes inculpados, a los cuales les daba toda su confianza. En 1984 le escribe a un «estimado y querido» diácono que se hallaba en prisión preventiva: «Creemos en sus palabras y le otorgamos nuestra confianza. Esto debe saberlo de mi parte. Muchas personas lo aprecian como un hombre honrado y sin tacha. Por eso me causa particularmente pena que se halle casi indefenso a merced de rumores que le socavan su honor». Poco después este diácono sería condenado a dos años de prisión efectiva, porque —entre otras cosas— había violado analmente a un muchacho de nueve años. En 1997 hizo Lehmann anotaciones sobre una conversación con un inculpado, al que se le imputaba el abuso sexual de una quinceañera: «Por lo demás repetidas veces he despejado la duda de que yo quiera espiar el dormitorio del [inculpado 547]. Al respecto, él le debe dar cuentas a Dios de cómo vive. Pero yo debo encargarme de que concrete su promesa de una vida célibe de tal manera, que los hombres puedan creerlo. Se trata de la credibilidad pública de la vida en celibato».

Sin embargo, la benevolencia de Lehmann tenía sus límites, a saber, cuando los hechos causaban escándalo. Así le escribe a un inculpado en el año 1993: «El daño que como agente pastoral le ha causado a personas que habían puesto su confianza en usted —más allá del círculo de las víctimas— es muy grande y terrible». Pero más peso tiene el daño a la reputación: «No sólo el estado clerical sino también la Iglesia han sufrido grave pérdida en su reputación». Con dureza cuando se trata de un perjuicio a la iglesia, pero indolente cuando no afecta los intereses de la diócesis. Así caracteriza el estudio el modus operandi del cardenal Lehmann.

Típico de Lehmannn era la insistencia en la responsabilidad personal de cada uno de los abusadores. Está documentado el rechazo tajante a varias peticiones de víctimas pidiéndole que la institución eclesiástica reconozca su culpa y su responsabilidad.

Las medidas tomadas para el manejo del abuso resultan también desganadas y negligentes. Públicamente y en la correspondencia interna resaltaba Lehmann la importancia de las líneas directrices de la Conferencia Episcopal Alemana para el manejo de los abusos. Pero en su diócesis no le daba ningún valor a la aplicación de esos lineamientos. Ya en 1993 el obispo encargó a las Hermanas Misericordiosas de Alma que implementaran un servicio de atención a las víctimas. Las Hermanas, sin embargo, también atendían a la vez a sacerdotes inculpados y sentenciados. El círculo de trabajo “Violencia sexual en el ámbito eclesiástico” (“Sexuelle Gewalt im kirchlichen Raum”) concluyó, tras una conversación con las religiosas, que no habían recibido ninguna capacitación especial para el trato con víctimas de violencia sexual y tampoco contaban con capacidades disponibles para este trabajo.

La medida principal para el cardenal Lehmann fue evitar las prestaciones de reconocimiento del daño sufrido, e incluso las reparaciones monetarias. En su periódico diocesano escribía el cardenal en el año 2010 que esas cosas no significaban nada para él. Por una parte, niega la responsabilidad institucional por actos individuales; por otra parte, no ve que el daño moral y las consecuencias sufridas por las víctimas puedan ser compensados mediante pagos en dinero. En un escrito a la Conferencia Episcopal Alemana es bastante claro: «Una gran seducción es la tentación de indemnizar una injusticia cometida de manera financiera. Esto no debe ocurrir. De ninguna manera uno debe dejarse llevar a la discusión». Consecuente con esto, dio la orden en su diócesis de que a las víctimas no se les informara personalmente de la existencia de prestaciones monetarias por reconocimiento del daño sufrido.

El informe de abusos en la diócesis de Maguncia —que incluye también los abusos cometidos durante otras gestiones episcopales— nos revela lo peor del cardenal Lehmann. El obispo, considerado alguna vez como una luminaria intelectual y moral de los progresistas y uno de los grandes teólogos de su tiempo, se revela como un mentiroso insensible, que maquiavélicamente hará todo lo necesario para proteger a la institución, aunque ello signifique ocultar la verdad y traicionar su conciencia.

El del cardenal Lehmann no es un caso aislado. Es una muestra más de un sistema que ha favorecido y encubierto los abusos, y que buscará proteger la imagen de una Iglesia santa que de santa no tiene nada. O más bien, casi nada.

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Pero ella logró lo imposible. Con imperturbable tenacidad y altruismo logra liberar poco a poco a sus hijastros de las garras de las instituciones y traerlos a vivir consigo en condiciones domiciliarias relativamente estrechas. A pesar de que ya los nazis no estaban en el poder y había un gobierno democrático en Alemania, la estigmatización de sus hijastros continuaba. A los dos menores, dos mellizos de 15 años que serían los últimos en ser liberados, simplemente no los regresará al manicomio de Klingenmünster después de sus “vacaciones navideñas” . El personal médico protestaría y elaboraría un nuevo dictamen más devastador que los anteriores. Ludwina ignoró todos las reclamaciones escritas y los solicitudes de dinero para cubrir costos de la institución y de vestimenta durante los últimos años. Las reclamaciones dejan de llegar después de mayo de 1952 y ahí termina el asunto.

«Mi madre nunca hubiera hecho aspavientos de su actitud: seguía un canon de valores claros y quería que las cosas volvieran a su lugar. Era una fuerte moral interior la que le movía a escribir petición tras petición, siempre en nombre de mi padre, pero invariablemente es su letra», declara Alfons Ludwig Ims a Die Rheinpfalz, quien, sin dorar la píldora, ha relatado con gran empatía la dolorosa historia de su estigmatizada familia y de sus siete medio hermanos, excluidos de toda educación escolar. A partir de los siete hermanos se ha formado una familia con 40 nietos, 54 bisnietos y 17 tataranietos, con lo cual no puede decir que le falten sobrinos y sobrinas.

¿Final feliz? En cierto sentido, sí. Pero, por otra parte, no todos los familiares de Alfons han estado de acuerdo con que cuente de manera pública la historia familiar. Pues todo lo padecido ha dejado huellas profundas, y hay quienes aún se sienten avergonzados de provenir de una familia que fue declarada “asocial”.

Esta misma historia se repite bajo otras modalidades en otras latitudes. Las fuerzas antidemocráticas y totalitarias necesitan estigmatizar a otros por razones populistas y para mantenerse en el poder. Sucede en la Nicaragua de Ortega, el cual les ha arrebatado la nacionalidad a más de 300 nicaragüenses, convirtiéndolos en apátridas y presuntos asociales. Ocurre en El Salvador de Bukele, que declara irreformables y terroristas a todos aquellos a los que ha metido presos, la mayoría pandilleros pero también muchos inocentes. Y ocurre en el Perú, donde se les niega toda forma de inserción social a quienes han cumplido sus condenas de terrorismo, o simplemente se terruquea a poblaciones y etnias enteras —sobre todo de provincias— que nunca participaron de la insania terrorista, y se les niega el derecho a la autodeterminación, a la educación, a la salud, a un trabajo digno, a la ciudadanía en todo su significado.

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Alfons Ludwig Ims, nacionalsocialismo

Los abusadores de este tipo no llaman la atención por su perfil psicosocial, motivo por el cual es difícil identificarlos a través de un examen psicológico. Están psíquicamente sanos pero carecen de un desarrollo de su madurez e identidad sexual en conformidad con su edad. Cuando crece la desazón interior y se presenta la oportunidad de tener una experiencia sexual, entonces ocurre el abuso.

Algunos no reconocen el abuso como tal. El contacto se experimenta frecuentemente como espontáneo e impulsivo, en ocasiones incluso como de mutuo acuerdo. Algunos niegan obstinadamente su culpa. Otros buscan disociar sus necesidades sexuales o reprimirlas. La situación de abuso la ven como pérdida del control personal, que buscan retomar mediante un estilo de vida riguroso, hasta que la situación escala y pierden nuevamente el control. La preferencia por menores brota de su misma inseguridad. Aun siendo personas biológicamente adultas, no les es posible sopesar sus propias necesidades sexuales y comunicarlas. Por eso mismo, buscan un otro que corresponda a su inseguridad. Un niño es suficientemente débil como para poder controlarlo y, de esta manera, poder evitar así que las tentativas de satisfacer sus propias necesidades sexuales salgan a la luz. En especial, este grupo mayoritario de abusadores se sienten particularmente vinculados al estilo de vida sacerdotal. Como hombres sexualmente inmaduros e inseguros se sienten atraídos por la vida célibe, pues el sacerdocio les ofrece status, les proporciona ingresos seguros y una oportunidad de escapar a su inmadurez sexual.

Thomas Grossbölting presenta un perfil adicional, que en realidad es trasversal a todos los tipos de abusadores clericales: el del “manipulador pastoral”, que emplea todas las competencias profesionales que ha aprendido durante su formación —prácticas pastorales, meditación, oración— para preparar el abuso a lo largo de un cierto período de tiempo, presentándose ante la víctima como un amigo paternal, un pariente espiritual, un guía espiritual o un padre confesor. En otras palabras, mucho antes de que ocurra el abuso, la Iglesia la ha proporcionado al abusador todas las herramientas para cometerlo.

Que en la Iglesia católica abunden los clérigos con inmadurez sexual no ha sido considerado nunca un problema, pues los varones que encajan dentro de esta tipología nunca han sido considerados como deficitarios. Al contrario, se les ha considerado como el ideal del cura católico. El hombre casto sin experiencia sexual sería aquel que mejor capacitado estaría para el sacerdocio.

De esta manera, la Iglesia ha abonado el campo para que se den casos de abuso sexual clerical no de manera aislada sino como consecuencia de un sistema que se sigue mirando el ombligo y no se da cuenta de que el cáncer está enraizado en su manera de entender y llevar a la práctica el sacerdocio católico. Un cáncer que puede ser llamado simplemente con una sola palabra: “clericalismo”.

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Y esto es lo que le fastidia enormemente a la víctima que habló con Die Rheinpfalz. ¿Cómo pudo seguir en funciones pastorales, teniendo contacto con personas vulnerables, después de lo que había hecho con los niños de una escuela primaria? ¿Cómo los jueces de entonces determinaron que no había daño palpable en los menores, cuando él —a sus 55 años— todavía siente como que le ha quedado una mancha oscura desde aquellos tiempos, un tumor interior en el alma, que sólo ha podido aliviar cuando ha decidido contar su historia? ¿Qué responsabilidad tuvo el cardenal Wetter, entonces obispo de Espira, en haber protegido al abusador y permitirle seguir en el trabajo pastoral, sin haberle abierto jamás un proceso canónico?

En conclusión, no debería haber ninguna calle, ningún lugar, ninguna edificación, mucho menos una plazuela ubicada en el centro histórico de una ciudad, que lleve el nombre del cardenal Wetter. Se estatuiría un ejemplo que debería seguirse con otros nombres de eminencias eclesiásticas, como el del Papa Benedicto XVI, quien actuó con negligencia en varios de pederastia eclesial, y sobre todo el del Papa Juan Pablo II, protector de de pederastas, entre ellos el P. Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y responsable de abusos que califican como delitos. Y cuando el periodista holandés Ekke Overbeek publique su investigación sobre los actos de encubrimiento que habría perpetrado el Papa Karol Wojtyla cuando era arzobispo de Cracovia (Polonia), sería un escándalo de proporciones inconmensurables no sólo que haya lugares que lleven su nombre, sino también que siga siendo considerado un santo de la Iglesia católica.

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Friedrich Wetter, Papa Juan Pablo II, Papa Karol Wojtyla

Este hecho daría lugar a la aparición de otra denuncia contra otro sacerdote salesiano, como relata el informe de la Comisión De Belaúnde:

«A partir de este reportaje, se pone en contacto con Américo Legua, Javier Abelardo Pérez Delgado, de 56 años, quien manifestó su intención de dar su testimonio ante esta Comisión sobre los hechos que habrían ocurrido cuando estudiaba en el Colegio Parroquial Salesiano, de Breña, en la década de los 70. Javier Pérez relata que fue abusado sexualmente cuando tenía entre 8 y 12 años, mientras cursaba segundo grado de primaria. De acuerdo a sus declaraciones, el padre Eugenio B. Masías Abadía, quien era director del colegio en esos años, lo llevaba al “cuarto oscuro” del colegio, en el que le repasaba las lecciones para luego castigarlo físicamente y realizar tocamientos con connotación sexual.

Los supuestos abusos empezaron con golpes en las nalgas, desnudamiento forzado, baños y, finalmente, penetración anal. El padre tenía la autorización de la maestra de Javier, así como de su madre, para ayudar en la nivelación académica, por lo que los hechos de violencia que narra se daban en estos espacios sin supervisión. Esta situación se detuvo cuando el profesor Eduardo Chang identificó que Javier salía de las clases de nivelación lloroso y mojado, por lo que confronta al padre amenazando con denunciarlo. Al siguiente año, Javier fue cambiado de colegio».

No nos consta que haya habido en ninguno de los casos denuncia ante la justicia civil, ni de parte de la víctimas ni de quienes supuestamente se enteraron de los abusos. Y si bien en el caso de Américo Legua hubo un proceso canónico, pues su denuncia fue remitida por los salesianos a la Congregación para la Doctrina de la Fe, ésta decidió en el año 2016 archivarla por «carecer de verosimilitud». El caso sería reabierto después de que el músico peruano le escribiera una carta al Papa Francisco, fechada el 4 de abril de 2017. Aun así, en diciembre de 2017 la Congregación para la Doctrina de la Fe decidió archivar de manera definitiva la denuncia contra el padre Antúnez de Mayolo, por «absoluta ausencia de elementos probatorios que sostengan las afirmaciones contenidas en la denuncia». En ningún momento la víctima fue contactada o citada a declarar, ni tampoco fue nunca notificada oficialmente de cómo iba el proceso, a qué termino llegó, ni mucho menos cuáles fueron los argumentos para su archivamiento.

Estos casos serían suficientes como para que se abra una investigación, teniendo en cuenta lo que está sucediendo en España. De los más de 900 casos de abuso sexual eclesiástico recopilados por el diario El País, unos 100 casos están vinculados a la congregación salesiana, siendo la institución religiosa católica que figura con más casos en esa base de datos.

Todo esto sería sólo la punta del iceberg, pues no resulta aventurero suponer que en el Perú no sólo los salesianos y el Sodalicio albergaron o albergan abusadores entre sus filas, sino que la Iglesia católica en el país andino tampoco se libraría de sufrir masivamente el cáncer del abuso sexual eclesiástico que aqueja a la Iglesia dondequiera que tenga presencia. Más aun cuando hay una alta autoridad de la Iglesia católica en el Perú, con el sobrenombre de cardenal Cienfuegos (según Jaime Bayly) o Mons. Camilo (según Pedro Salinas en su último libro Sin noticias de dios), acusada de abusos sexuales y que no ha sido aún identificada inequívocamente con nombre y apellido.

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pederastas, Salesianos

Según cuenta Pedro Salinas en su último libro Sin noticias de dios – Sodalicio: crónica de una impunidad, el 1° de agosto de 2016 durante una audiencia en el Ministerio Público el abogado de Eduardo Regal le mostró varias de estas cartas, preguntándole: «¿Recuerda haber solicitado voluntaria y entusiastamente a través de cartas escritas por su puño y letra su ingreso a la vida comunitaria, y posteriormente su reingreso a la misma? ¿Reconoce su firma en esta carta?» Salinas respondió lo siguiente: «La carta solicitando el ingreso a la vida comunitaria, prácticamente me la dictó Virgilio Levaggi, y era de puño y letra, pues ese era el requerimiento sodálite. La presión que ejerció el Sodalitum, a través de personas como Figari, Levaggi, Baertl y Doig, entre otros, fue fundamental y definitiva en mi incorporación. Jamás me dijeron a lo que estaba ingresando. No recuerdo la carta solicitando mi reingreso (permanente a las comunidades “de formación” de San Bartolo; la primera carta era para hacer un período de prueba). No la recuerdo, pero reconozco mi firma». Y continúa así su relato:  «No las podía negar. Eran mías. Sólo atiné a decir que no me reconocía en ellas, por el estilo postizo y las frases rígidas, extraídas aparentemente de las Memorias que cada fin de año pergeñaba Figari, y que nos hacían aprender de paporreta».

No sé de ninguna asociación religiosa en la Iglesia católica donde se exijan este tipo de cartas a sus miembros. Asimismo, no existe ninguna norma o reglamento escrito en el Sodalicio donde se ponga como requisito para hacer promesas formales el tener que escribir este tipo de cartas. Sin embargo, en la práctica se exigía hacerlo si uno quería seguir ascendiendo en la escala jerárquica de la institución. Rehusarse a escribirla era impensable, inimaginable. Debido al lavado de cerebro a que habíamos sido sometidos, carecíamos de la información y la voluntad para cuestionar esta práctica. En estas cartas no se permitía poner libremente lo que uno quisiera, sino solamente lo que el destinatario quería oír. Y de que eso ocurriera se aseguraban los consejeros espirituales y superiores de la comunidad, quienes revisaban las cartas antes de ser entregadas a Luis Fernando Figari.

Que tan poco libre y voluntaria era la permanencia en el Sodalicio lo muestra el hecho de cuando uno manifestaba su deseo de salir de comunidad, comenzaba un procedimiento tortuoso de “discernimiento” que podía durar meses, y en algunos casos incluso años, pues no estaba previsto que nadie se fuera: se consideraba una anormalidad, un mórbido imprevisto, una traición al inexorable llamado de Dios.

Cuando en enero de 1993 manifesté mi deseo de dejar la vida comunitaria y de ya no querer seguir siendo un laico consagrado, pasarían siete meses hasta que eso se concretara, siete meses que viví con una angustia permanente y recurrentes pensamientos suicidas. Eso explica por qué para muchos la huida tempestiva y clandestina era el procedimiento más expeditivo para abandonar el Sodalicio, a veces en circunstancias aventureras, como la de aquel exsodálite peruano que huyó de una comunidad sodálite en Bogotá y realizó por tierra el viaje hasta Lima, pasando por Ecuador, sufriendo contratiempos e incomodidades en una odisea que merece ser contada.

Todos los que huyeron se libraron de escribir sus cartas de salida, que también eran una especie de cartas de sujeción, pues en ellas debía quedar plasmado por escrito que la culpa de abandonar la comunidad era única y exclusivamente del renunciante. En mi carta, escrita en San Bartolo y fechada el 17 de julio de 1993, decía yo lo siguiente:

«En mi vida comunitaria, a lo largo de estos últimos años, siempre he tenido problemas debido en gran parte a mis propias inconsistencias. Estos problemas se han manifestado de manera particularmente fuerte en los últimos tiempos, de tal modo que me han hecho llegar a una situación de profundo cuestionamiento personal. En estas circunstancias, luego de pasar por un largo período de discernimiento en San Bartolo, he llegado al punto de considerar la posibilidad de abandonar la vida comunitaria, puesto que me resulta difícil permanecer en ella, y creo que, debido a mis problemas personales, ello puede conllevar obstáculos para el desenvolvimiento de mi vida cristiana».

No era el Sodalicio el que estaba mal, sino yo. Sacudirme esa conclusión me demoró más de una década. Y a pesar de lo que allí yo escribía con candorosa ingenuidad —«sé que podré contar siempre con la ayuda de mis hermanos sodálites en los momentos más difíciles»—, lo que en realidad ocurrió fue otra cosa: una mezcla de traición, desprecio y discriminación hacia mi persona por haber abandonado el camino de la vida consagrada sodálite.

Cada vez que se lea una de esas cartas de sujeción, se deberá ponerlas en su contexto y conocer las circunstancias en que fueron escritas. No son expresión de libre voluntad —pues se revisaba sus contenidos para que estuvieran conformes, mientras se tenía controlados mental y afectivamente a quienes las escribían—, sino prueba del lavado de cerebro que se practicaba en el Sodalicio. Y uno de los artefactos más atroces de la manipulación ejercida por las autoridades sodálites sobre quienes pertenecen o pertenecieron al Sodalicio.

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Otro anciano de apariencia descuidada pero con un carácter diferente al del anterior, siempre sonriente y con una vivacidad que contrastaba con su delgadez extrema, y que se sentía orgulloso de haber sobrevivido a la guerra gracias a una fuga aventurera en su adolescencia cuando, en los últimos días de la contienda, fue reclutado a la fuerza para luchar y entregar su vida por el Führer, también era muy rápido y avezado con las manos cuando algunas de las jóvenes enfermeras tenía que atenderlo debido a que era incapaz de asearse y hacer sus necesidades por sí mismo. A fin de calmarle la libido y mantenerlo tranquilo se le instaló un televisor en su cuarto para que viera videos pornográficos de corrido. El viejito estaba muy contento, pero andaba algo desatado.

Que más puedo contar sino del director de teatro al que le dio un ataque de apoplejía que terminó con su carrera en una silla de ruedas, desde la cual lanzaba gritos tratando de expresar el arte que ahora estaba prisionero de su alma. O de la señora con demencia y otros problemas mentales, que me dejó la huella de sus dientes en la espalda cuando yo traté de evitar que manoseara con sus manos mugrientas los pasteles de la tarde, que los viejitos debían saborear acompañados de una taza de café amargo. O la viejita octogenaria que siempre intentaba salir a la calle y escaparse a como diera lugar, pues tenía que cocinar para los hijos que iban a la escuela y alimentar a los animales en una casa que siempre iba a ser su hogar, aun cuando ya no le perteneciera y la última estación de su vida fuera a ser la residencia de ancianos, un lugar donde siempre se sentiría una extraña.

En esa labor de acompañar vidas que se acercan a su ocaso definitivo, he aprendido a no juzgar y a respetar la dignidad de quienes ya han vivido una vida entera, la cual debe ser tratada con dignidad y respeto hasta el último momento, sea lo que sea que hayan hecho. He aprendido que la vida hay que aceptarla como viene, no como quisiéramos que fuera.

Esto también vale para las vidas que se apagaron temprano, como las de nuestros compatriotas muertos durante las recientes protestas sociales. Son vidas truncas que no tenemos derecho a juzgar, que no merecen el terruqueo de que están siendo objeto por parte de fuerzas reaccionarias y antidemocráticas. Más bien deberíamos interesarnos en cómo vivieron esos hermanos nuestros, que situaciones experimentaron, cuáles son sus historias personales, para anudar lazos solidarios desde un corazón lleno de compasión que busca que haya justicia para todos.

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