derecha peruana

La derecha cada vez cree menos en la democracia y la izquierda cada vez menos en el mercado, se aprecia en el panorama político peruano. El capitalismo democrático, única vía sostenible de desarrollo, sufre, por ello, en el Perú, de ausencia de representación política

Es lamentable que hallamos llegado a un escenario donde las tendencias radicales autoritarias de ambas orillas ideológicas hayan sido ganadas por el pensamiento disruptivo antiliberal.

Particularmente lamentable es que la izquierda haya involucionado de modo tan acelerado. Si de la derecha hay que lamentar su bukelismo exacerbado (Bukele se ha convertido en su referente máximo), de la izquierda casi nada bueno queda por rescatar.

Su retroceso histórico transita no solo por lo económico, donde se aleja cada vez más de la aceptación de la economía de mercado como lecho rocoso sobre el cual erigir una estrategia redistributiva o social (como vemos en Chile o Uruguay), sino también en lo político.

La desgracia que sufren países como Venezuela (donde acaban de sacar de carrera a la lideresa opositora Corina Machado) o Nicaragua, no merece por parte de nuestra izquierda local ni un oblícuo pronunciamiento. Es sonoro su silencio y pone de manifiesto su debilitado compromiso con las formas democráticas.

Por eso es que subleva que se le esté dejando la cancha libre para ser protagonista en las elecciones del 2026. De un eventual triunfo de la izquierda no queda nada bueno por esperar. Por el contrario, nos asomaríamos a un abismo peor que aquel al que nos condujo el desgraciado régimen de Castillo.

No solo nos asomaríamos al desastre económico, al que las fórmulas estatistas y antimercado conducen, con la consecuente recesión y aumento de la pobreza, sino que veríamos a la democracia en serio riesgo de ser avasallada por el populismo autoritario que nuestra izquierda ve cada vez con mayor simpatía.

La democracia es una pelotudez y el mercado un ente demoníaco. Así se resume lo que plantea la izquierda realmente existente en el Perú. Y esta izquierda, gracias a la defección de la derecha liberal, crece día a día, cosechando el inmenso descontento popular con el orden establecido.

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Estoy siguiendo de cerca lo que pasa en Argentina. En realidad, escribí sobre la crisis económica de este querido y entrañable país sudamericano antes del “fenómeno” Javier Milei. Lo que señalé entonces es que los peruanos, para ordenar nuestra economía en la década de 1990, tuvimos que pasar por el shock y reducción del Estado emprendidos durante el gobierno de Alberto Fujimori. Indiqué entonces mi alta valoración del conjunto de la sociedad que supo comprender que, tal mal como andaban nuestras finanzas, había que hacer enormes sacrificios para salir adelante. Tres años después, en 1993, comenzaron recién a apreciarse los resultados, la inflación había sido controlada, la venta de empresas estatales había dotado al gobierno de reservas que invertía en programas sociales y el Perú, tras décadas de crisis, volvía a respirar. 

He apoyado y apoyo, en líneas generales, las reformas económicas planteadas por Javier Milei por razones análogas. Argentina se acostumbró a vivir gastando más de lo tiene, con un Estado que brinda servicios maravillosos que es incapaz de costear, por eso no hay reservas, por eso hay déficit fiscal, por eso hay inflación, devaluación de la moneda, dolarización de la economía. Por eso los argentinos son pobres en un país rico, por intentar lo imposible: vivir por encima de sus posibilidades, puro populismo para contentar a masas que, al final, son las que sufren las consecuencias. 

Luego, soy políticamente opositor al fujimorismo porque soy un demócrata. Para mi el golpe del 5 abril de 1992, como atentado contra la institucionalidad y la clase política entonces existente -buena o mala pero allí estaba- me resulta imperdonable, máxime porque, como sabemos, el GEIN ya estaba tras los pasos de la cúpula de Sendero Luminoso. Su caída era cuestión de tiempo y con esto no voy a entrar en la discusión de quien acabó con el terrorismo. Lo que señalo es que el sacrificio de la democracia nunca debió ser parte de la solución a la violencia política, de hecho no lo fue. 

Mi opinión no es mejor ni peor que la de nadie, pero quizá me ayude ser historiador y docente. Ello me obliga a enseñar, entre otras cosas, diferentes gobiernos o procesos históricos y analizarlos desde una perspectiva política, económica y social. Cuando hablo de Augusto B. Leguía debo resaltar su moderno concepto de Estado, el que desarrolló hasta donde pudo, pero también debo subrayar su carácter autoritario y su absoluta dependencia, no solo económica, sino también política, frente a los Estados Unidos de América. 

¿Entonces qué? ¿Soy un tibio por no sumarme a uno de los extremos que hoy rigen la política peruana, latinoamericana y mundial? ¿Debería escoger un bando y, desde él, ensalzar a los propios y denostar a los extraños? ¿A este esquema tan pernicioso debemos reducirlo todo? ¿tan rápido olvidamos los claroscuros de la democracia, del análisis político y de la búsqueda de consensos?

Perdón, pero abdico. Abdico de sumirme al maniqueísmo contemporáneo y me reafirmo en mis valores que colocan por delante la tolerancia, el republicanismo, los derechos fundamentales y la democracia como sistema de encuentro, de igualdad de oportunidades y principalmente de diálogo. Creo en el universo abierto, así lo llamó alguna vez Karl Popper, creo en que hay que evaluar cada cosa de acuerdo con su naturaleza, creo que la teoría debe adecuarse a la realidad y no a la inversa, y creo en la justicia, en mi justicia, si es que existe alguna y, lo más importante, no creo en verdades absolutas. 

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[PIE DERECHO]  No se logra entender por qué la derecha es la que menos distancia crítica tiene del gobierno de Dina Boluarte. Según la última encuesta del IEP, aún un 16% de los que se identifican como de derecha lo aprueba (era el 27% a inicios de la gestión), mientras que entre los que se identifican de centro solo lo aprueba el 8% y entre los de izquierda el 3%.

Es verdad que el actual régimen ha logrado relativa estabilidad y ese es un anhelo caro a la derecha, pero es una estabilidad muy mediocre. Los principales problemas del país no son resueltos. Como dice Patricia Zárate, del IEP, “la percepción es que todo ha empeorado en el último año: la situación económica y política se percibe peor, con 73% y 69%, respectivamente; el 81% considera que la seguridad está peor y el 68% cree que la corrupción ha aumentado”.

Alberto Otárola es un buen operador político. Su mano activa, detrás de bambalinas, ha estado presente en el desenlace de la crisis del Ministerio Público y también en que el Congreso no haya discutido la destitución de la Junta Nacional de Justicia. Su pasado izquierdista lo ha dotado, al parecer, de capacidad de moverse en varios escenarios complejos, manejando actores y voluntades a su favor. Pero no es el Premier que mire el país con grandes soluciones. No es el líder ministerial que corrija la parálisis de algunos sectores bajo su manto ejecutivo.

Así, si según diversas percepciones y encuestas, es el verdadero poder, por encima del de Boluarte, se explica por qué la desaprobación general del gobierno. No es un Premier estadista sino uno hiperpolítico que le saca al régimen las castañas del fuego, pero no mucho más que eso.

¿Por qué la derecha avala este estado de cosas y no se solivianta respecto de anhelos caros a ella, como el orden social o crecimiento económico, por ejemplo? Ya no le pidamos que incorpore a su mochila de desvelos, una política de derechos humanos (seguramente aplaudió la represión violenta de principios de año) o una estrategia de mejora de la salud y la educación públicas, pero al menos en dos aspectos esenciales como los señalados (seguridad interna y parálisis económica) tiene argumentos de sobra para adherirse a una activa oposición.

 

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Lo único que está logrando Keiko Fujimori -porque imaginamos que es con su anuencia- es que su bancada congresal reactive el viejo lastre de la política peruana, que es el antifujimorismo.

A diferencia de Chile donde el pinochetismo-antipinochetismo solo aflora en las fechas de recordación del golpe militar -como acaba de suceder-, en el Perú define los procesos electorales. Ocurre mucho menos en España, donde el franquismo-antifranquismo se reduce a  cenáculos extrapolíticos.

¿Cómo puede ocurrir ello si Franco y Pinochet marcaron a sangre y fuego las sociedades española y chilena en mucho mayor medida que el fujimorismo en el Perú? La dictadura fujimorista no fue ni lo brutal ni lo sanguinaria de las referidas y, sin embargo, mantiene activos rechazos acendrados en significativos sectores de la población peruana (ni siquiera cabe la hipótesis de que ello se debe a que cambió el modelo económico porque lo mismo hizo Pinochet y no marca la política actual como es el caso del fujimorismo).

Claro, marca una diferencia notable que ni en España ni en Chile haya partidos que se reivindiquen franquistas o pinochetistas, como sí existe acá, que hay un partido que se reivindica fujimorista, pero creemos que la razón principal no estriba allí, sino en la conducta presente de la agrupación que lo representa.

Para no remontarnos a las elecciones del 2011 y el 2016, queda claro que las del 2021, las pierde Keiko Fujimori por el proceder de su bancada parlamentaria respecto del gobierno de PPK. El 2016 era la ocasión dorada para la derecha peruana de construir un país a su medida, implementando reformas estructurales de segunda generación, dejándole el camino servido a la sucesión keikista luego de un gobierno exitoso, pero no, la bancada naranja se dedicó a sabotear desde el primer día a Pedro Pablo Kuczynski, generando una crisis pavorosa que desembocó en cinco presidentes en seis años.

Hoy el fuji-acuñismo-cerronismo hace y deshace en el Congreso, extralimitándose en la naturaleza transitoria de su existencia (el 80% de la población quiere que se vayan) y en ese talante siembra los vientos que luego, en la campaña del 2026, le pasarán nuevamente factura a Keiko Fujimori, si por ventura no aparece ningún candidato de centroderecha potable, y logra pasar a la segunda vuelta a disputar por cuarta vez la jornada definitoria contra un candidato radical de izquierda.

 

 

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Si se reacciona morosamente, la tranquilidad relativa de la que se goza volverá a llevarnos a tiempos de agitación y entonces será tarde para preguntarnos por qué pasó ello. Nadie tendrá autoridad moral para darse por sorprendido.

Hay tiempo suficiente hasta el 2026 para retomar el rumbo de las reformas, algunas de ellas, la política y electoral, la macroeconómica, la regionalización, la policial, que hagan que la expectativa del futuro que tienen los peruanos cambie de la valencia negativa que hoy tiene a una positiva, que destierre la desazón que, a pesar de habernos librado de la terrible gestión de Pedro castillo, subsiste. La calma chicha referida debe dar paso a la inestabilidad reformista.

La del estribo: maravilloso reencuentro cinéfilo con clásicos del cine: ¿Quién teme a Virginia Wolf?, con Richard Burton y Elizabeth Taylor, ¿Qué pasó con Baby Jane?, con las extraordinarias Bette Davis y Joan Crawford (feliz coincidencia: en Star Plus dan una serie documental sobre esta película, protagonizada por Susan Sarandon y Jessica Lange, que grafica el odio legendario entre Davis y Crawford), Lo que el viento se llevó, con Vivian Leigh y Clark Gable, Rebelde sin causa, con James Dean y Natalie Wood, Charada, con Audrey Hepburn y Cary Grant, han servido de compensación a la rala emisión de películas que mi proveedor calificado ha tenido. Todo por HBO Max Clásicos.

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Pero eso no debe significar connivencia con los desaguisados que el gobierno de Boluarte y el premier Otárola vienen cometiendo con fruición digna de encomio. Hace falta que, de parte del centro y la derecha, se tome distancia de ello y se pase eventualmente a una labor opositora responsable. Ser enemigos de la izquierda que quiere bajarse como sea a Boluarte, no debería hacer que se pase por agua tibia todos los errores que el gobierno viene cometiendo.

En particular, esa es una ubicación ideológica que deberían ocupar los nuevos candidatos liberales que están surgiendo y no sumarse al espíritu de la mayoría congresal, de apoyo incondicional. Como se ve en las encuestas, se necesita un liderazgo de derecha que claramente rompa palitos con el desastre de Castillo, pero también con la mala gestión del régimen de Boluarte, que ya merece más de un zamaquón político.

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Lo que sí no puede hacer Boluarte es convocar a nadie que haya sido cómplice directo o indirecto del régimen castillista. Estos personajes merecen el ostracismo más radical y sus intentos por reciclarse firmando comunicados masivos o tratando de regresar al sector público, deben ser rechazados por ciudadanos de toda laya ideológica.

Más allá de eso, debe actuar con la cancha libre de hipotecas y mucho menos de aquellas que provienen de un sector vocinglero, pero minoritario y dañino para el país y que ojalá nunca llegue a capturar al poder. La DBA debe seguir siendo un reducto de radicales descaminados y pasadistas, sin eco en las esferas gubernativas.

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Sin embargo, es importante destacar que la dinámica política y electoral es compleja y multifactorial, y que existen muchos otros elementos que pueden influir en los resultados de las elecciones. Uno de ellos, a relievar, es el comportamiento político que puedan tener respecto del régimen, de acá al 2026, los partidos políticos de centroderecha o los candidatos que surjan de esta orilla ideológica. Si se dejan ganar la contestación por una izquierda que debería tragarse el sapo de la corresponsabilidad con el desastre de Pedro Castillo, irán con tal desventaja que puede ser la causa de su previsible derrota.

La del estribo: va muy bien la puesta en escena de Los Perros, dirigida por Sergio Paris, y protagonizada por un elenco formidable: Augusto Mazzarelli, Grapa Paola, Diego Lombardi y Emilia Drago. Se pone en el Británico hasta el 8 de mayo. Y a la expectativa de Cómo crecen los árboles, escrita por Eduardo Adrianzén y dirigida por Rodrigo Falla, con Ebelin Ortiz y Gustavo Mayer, entre otros. Va una semana, temporada corta, desde hoy hasta el domingo 30 de abril, en el Julieta.

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Para construir una narrativa sólida sobre la Constitución del 93, la derecha peruana debe enfatizar el papel que ha tenido en la estabilización del país y el desarrollo económico. En este sentido, debe destacar la importancia de las reformas económicas impulsadas en los años 90, que permitieron la apertura de la economía peruana al mercado internacional y la atracción de inversiones extranjeras.

Finalmente, la narrativa de la derecha sobre la Constitución del 93 debe enfatizar que la defensa de los derechos y libertades individuales, como la propiedad privada y la libertad económica, son fundamentales para garantizar un país próspero y desarrollado. De nada servirá que el centro o la derecha ganen campañas si no ganan previamente el debate ideológico, que les permita luego gobernar con masa crítica social favorable a su proceder gubernativo.

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