“Londres es encantadora. Salgo y es como si de pronto apareciese una alfombra mágica sobre la que me siento transportada al seno de la belleza sin levantar un dedo”- Virginia Woolf

Puedes deambular entre las eras egipcias y romanas. Múltiples calles y antiguos pubs te tientan a lo desconocido con sus llamativos nombres. Puedes pensar en Sherlock Holmes escuchando “Anarchy in the UK” de los Sex Pistols; y revivir a Bob Marley cantando con los Rolling Stones. Es una ciudad donde ocurre todo y al mismo tiempo. Se expone sola. Por más que posea una gran máscara monárquica, ésta se va descarando a cada paso. La alfombra mágica de Virginia Woolf te recoge sí o sí, y con rapidez.

Terminadas mis visitas museológicas. West End, un distrito teatral que compite con Broadway por la calidad y recaudación económica de las obras en escena, fue mi siguiente parada. Luego de cenar el famoso “fish and chips” que sabe a aire, pero sigue siendo rico, voy entrando en modo dramatúrgico. Me acordé del meme sobre los ingleses que siguen comiendo como si estuvieran en guerra, lo cual debo desmentir porque hay abundancia en la variedad de comidas y restaurantes extraordinarios.

En el 2007 la venta de boletos en West End superó los 13 millones de boletos y el consumo ha ido en aumento. El primer teatro público de Londres, llamado solo The Theatre, fue construido en 1576 y el primero del distrito de los espectáculos, el Teatro Royal, en 1663. Luego otras casas de drama se le fueron sumando a los alrededores. Se convirtió en Theatreland, como ahora le llaman a esta zona que abarca más de 40 teatros.

Entrando al Her Majesty, que comenzó dándole vida a las obras de Shakespeare, desde su inauguración en 1705, ahora es hogar de El Fantasma de la Ópera. Lo ha sido, ininterrumpidamente, desde hace 37 años. El clásico de Andrew Lloyd Webber ya ha anunciado su inminente retiro de los escenarios. De este modo, mi noche comenzó llena de melancolía por el Ángel de la Música y su aprendiz Christine Daaé, que están acompañados por una puesta en escena tan asombrosa que te hace sentir el calor del famoso incendio.

¡Mind the gap! Bajo en Whitechappel para encontrarme con un amigo. Caminamos en dirección a mi hospedaje buscando algún bar. Nada como terminar un gran día con las famosas “pints” de cerveza, acompañado, en algún histórico pub.

Existe la teoría de que nuestro peruanismo “huachafo” viene del nombre Whitechappel, un distrito textil que surge durante la revolución industrial. Se llenó de personas que ostentaban exageradamente su buena economía e intentaban imitar la moda de la élite inglesa y fueron conocidos como los “whitechaps”. Luego de que los ferrocarriles peruanos fueran cedidos a Gran Bretaña hubo varios inmigrantes “chaps”. Finalmente, el lenguaje hizo lo suyo y nace “huachafo”. Ojo, que es una teoría de varias.

Caminamos entre las mismas calles donde acechaba Jack el Destripador oculto en la famosa neblina londinense que inspiró a mentes brillantes y oscuras para crear a Frankenstein o a Dr Jekyll y Mr Hyde. El ideal del Londres industrial nace de una época en que el olor del Támesis era insoportable por los químicos, y las fábricas de calefacción congelaban una niebla verdosa a la altura de las calles.

Ahora, ya disipada, se deja ver el lado tétrico que todo gran pilar mundial contiene. La locura te susurra en las cuadras y esquinas, esquivando a personas acostadas abrigándose con cartón en el piso helado. Lo más chocante es cómo son fantasmas para los demás. Es algo normal en una gran ciudad. Entramos a un bar brevemente y salimos luego de presenciar un robo, los ladrones de bolsillo abundan y se camuflan entre caminantes y clientes.

Entre las tinieblas, llegamos a un edificio diferente con el nombre de Blind Beggar, “mendigo ciego”. Comienzan las rondas de cerveza y la charla se extiende. Entre jarras chocando, decidimos buscar la historia de aquella acogedora cantina.

Encontramos que de una balada nace. Henry de Montfort, un noble empobrecido, tras perder la vista en la guerra es asistido por una enfermera con la que tiene una hija. Él fue el Mendigo Ciego de Bethnal Green que frecuentaba las encrucijadas de la avenida y se volvió leyenda. También, un tiroteo entre gángsters de los 50s ocurrió dentro del bar, el asesinato cometido llevó a Ronnie Kray, el líder de la mafia del East End, tras las rejas.

En este saltarín de mundos: ¡Ten en mente la brecha!

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Londres

“The Passion of the Christ” (“La Pasión de Cristo”, 2004) de Mel Gibson nos retrotrae a las concepciones medievales de las representaciones de la Pasión, y si bien cuenta con una fotografía y edición de calidad y una recreación de pinturas clásicas sobre los últimos días de la vida de Jesús, su exaltación del sufrimiento y su regocijo sádico en mostrar gráficamente las peores torturas sólo apela a mentes conservadoras, pues quienes aprecian la libertad de conciencia suelen ser refractarias a una obra que más parece una prédica a latigazos.

Quizás la versión más bizarra y delirante de Jesús la encontramos en “Jesus Christ Vampire Hunter” (“Jesucristo, cazador de vampiros”, 2001) de Lee Demarbre, película canadiense independiente y relativamente desconocida, que es una parodia con tintes de comedia, terror, acción, artes marciales e incluso una parte musical. Todo a la vez. Sin pretensiones de ser tomada en serio, la película fue rodada con escasos recursos a lo largo de dos años durante los fines de semana. De ahí que la figura de Jesús vaya cambiando, pasando de ser un hombre barbudo de pelo largo y túnica larga, a cortarse el pelo y afeitarse y ponerse un piercing en la oreja, para finalmente en una siguiente etapa vestirse como una persona común y corriente.

La trama es como sigue. Ante la aparición de vampiros de ambos sexos que están asesinando lesbianas, un cura católico le pide a otros dos curas, uno de ellos con un peinado punk, que vayan a buscar a Jesús que ha regresado a la tierra en su segunda venida a fin de proteger a las lesbianas, que también son hijas de Dios y un tesoro para la Iglesia. A partir de ahí Jesús luchará contra una horda de vampiros —e incluso una pandilla de ateos— a golpes de kung fu y utilizando estacas de madera como armas letales. En ocasiones Jesús se movilizará en motocicleta o skateboard. Cuando es vencido tras una pelea y yace tendido en la calle, un agente de policía y un cura católico pasarán de largo, ignorándolo, mientras que será un transexual quien lo socorrerá y curará sus heridas, en clara alusión a la parábola bíblica del buen samaritano. Jesús pedirá entonces ayuda al luchador mexicano El Santo —conocido como el Enmascarado de Plata y a quien se llama Santos en el film— para luchar contra los vampiros. En esta tarea lo ayudará también Mary Magnum —en alusión a María Magdalena—, una hermosa mujer que de viste cuero rojo, con la cual ha compartido un sauna.

En medio de toda esta orgía de imágenes delirantes encontramos ideas interesantes: la inclusión de las personas marginadas de la sociedad, la aceptación de la diversidad y la libertad de conciencia, evidente en el mensaje final que Jesús da en un parque a sus seguidores, en una escena cargada de jolgorio y alegría.

En fin, es una película que sólo disfrutarán quienes posean un desarrollado e irreverente sentido del humor y sean capaces de admitir que existen diversas interpretaciones de Jesús. Y que de esas interpretaciones, las más rígidas y serias son quizás las más peligrosas y perjudiciales, las que más nos alejan de lo humano.

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Jesús, Películas

Si nos ponemos a revisar el clásico enfrentamiento pop versus rock, la lista de casos es interminable. En 1976, el mismo año que el trío canadiense Rush enloquecía a la comunidad fanática del rock progresivo con su álbum conceptual 2112 -con temas como este-, cargado de electrizantes solos y cambios de ritmo en suites de más de veinte minutos; el cuarteto vocal sueco Abba sacudía las pistas de baile con la rítmica contagiosa e inmediata de Dancing queen, de su cuarto álbum Arrival. Esta convivencia de estilos de intenciones antagónicas y comprobada calidad existió hasta entrados los años noventa, década en la que ya podemos encontrar los primeros atisbos del encanallamiento del pop con vocación estafadora, caracterizado por la ligereza, homogeneidad y simplonería de sus contenidos.

En un primer nivel de apreciación, parecería comprensible que el torso desnudo de Plant y los fantasmagóricos movimientos de Jimmy Page fueran incompatibles con las corbatas michi de Richard Carpenter y las blusas con bobos de su hermana Karen. Pero, en un segundo nivel, la calidad de ambos grupos era tan alta que podía llegar -como de hecho lo hizo- a agradar a ambos segmentos por igual, debido a que exhibían un talento superlativo e innegable. Prueba de ello es que miles de coleccionistas de vinilos alrededor del mundo tienen en sus anaqueles las discografías de ambos. ¿Ustedes se imaginan a algún audiófilo del futuro colocando, junto a los tres sólidos álbumes que lanzó el colectivo psicodélico australiano King Gizzard and The Lizard Wizard durante el año pasado, el inconexo y masivamente aclamado tercer álbum de Rosalía, Motomami (Columbia Records, 2022), -cuyo primer año de lanzamiento fue “celebrado” con multitudinarios conciertos en las versiones argentina y chilena del Lollapalooza- que conspira contra sí mismo al sepultar en pantanoso reggaetón, las dos o tres ideas ligeramente interesantes que, haciendo un esfuerzo, uno podría llegar a rescatar de sus más de sesenta minutos?

Los nuevos productos extra musicales del pop moderno, particularmente los de la vertiente «latina», tienen, entre otros elementos, bases rítmicas muy elementales que extraen de una disciplina llamada «música» que personajes como Rosalía usufructúan para alcanzar los gustos populares, hecho que se concreta con su presencia permanente en premiaciones, festivales, primeros lugares de ventas y fanatismos rabiosos de una masa farandulizada e ideologizada, en modo intolerancia absoluta a la crítica.

Otros elementos constitutivos de esos productos son la vulgaridad, el sexismo, la idiotez en el uso del lenguaje, la superficialidad absoluta de los mensajes que ofrecen a sus públicos, conformados generalmente por personas muy jóvenes, de educación muy escasa y, en muchos casos, nula. Aunque, en realidad, también es verdad que han logrado ingresar al consumo de poblaciones que sí han atravesado por ciertos momentos de educación, algunos hasta son profesionales exitosos, cultileídos y no necesariamente jóvenes. Esto se debe a que, frente a los dictados de la posmodernidad y el exhibicionismo materialista de las redes sociales, este segmento masivo encuentra, en las tendencias asociadas a la ilusión de que la vida es -o debe ser- una fiesta interminable y desenfrenada, su única manera de ser feliz.

Pero quizás lo que más sirva para ejemplificar la gran estafa del pop moderno es lo poco que ha tardado Rosalía en pervertir su sonido, de ser una supuesta promesa del flamenco moderno con un deficiente pero auténtico primer álbum, titulado Los Ángeles (Universal España, 2017), grabado a guitarra y voz, pasando por el collage desordenado de El mal querer (Columbia Records, 2018), que se enreda en exploraciones electrónicas y ciertos intentos de fusión, hasta llegar a las fórmulas repetitivas y baratas del reggaetón/bachata de su última producción -el mentado Motomami- y sus recientes colaboraciones con personajes como J Balvin, Bad Bunny, Ozuna o su actual pareja, el portorriqueño Rauw Alejandro, que, coincidentemente, la han puesto en todos los titulares. A Shakira le tomó doce años esa degradación, de sensible cantautora juvenil a ofensora del buen gusto con sus reggaetones y demás. A Rosalía, solo la mitad.

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Música de moda, Pop del siglo XXI, Rosalía

No tiene buen lejos la izquierda peruana. Sus perspectivas solo se alimentan del optimismo que pueda generar la subsistencia de un ánimo antiestablishmet de un sector importante de la sociedad peruana, en particular, en el sur altoandino, capaz por sí solo de otorgar los votos suficientes para que un candidato de ese perfil pase a la segunda vuelta.

Fuera de ello, parece condenada a la marginalidad electoral, salvo que la derecha o el centro cometan la inmensa torpeza de presentar sinfín de candidaturas (¡van 21 hasta el momento!), hecho que pudiera hacer que se repita el fenómeno Castillo. Si no ocurre ello, tendremos, merecidamente, a la izquierda peruana recluida por el justo castigo cívico dada su prolífica inconducta política.

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izquierda peruana
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