Si nos ponemos a revisar el clásico enfrentamiento pop versus rock, la lista de casos es interminable. En 1976, el mismo año que el trío canadiense Rush enloquecía a la comunidad fanática del rock progresivo con su álbum conceptual 2112 -con temas como este-, cargado de electrizantes solos y cambios de ritmo en suites de más de veinte minutos; el cuarteto vocal sueco Abba sacudía las pistas de baile con la rítmica contagiosa e inmediata de Dancing queen, de su cuarto álbum Arrival. Esta convivencia de estilos de intenciones antagónicas y comprobada calidad existió hasta entrados los años noventa, década en la que ya podemos encontrar los primeros atisbos del encanallamiento del pop con vocación estafadora, caracterizado por la ligereza, homogeneidad y simplonería de sus contenidos.
En un primer nivel de apreciación, parecería comprensible que el torso desnudo de Plant y los fantasmagóricos movimientos de Jimmy Page fueran incompatibles con las corbatas michi de Richard Carpenter y las blusas con bobos de su hermana Karen. Pero, en un segundo nivel, la calidad de ambos grupos era tan alta que podía llegar -como de hecho lo hizo- a agradar a ambos segmentos por igual, debido a que exhibían un talento superlativo e innegable. Prueba de ello es que miles de coleccionistas de vinilos alrededor del mundo tienen en sus anaqueles las discografías de ambos. ¿Ustedes se imaginan a algún audiófilo del futuro colocando, junto a los tres sólidos álbumes que lanzó el colectivo psicodélico australiano King Gizzard and The Lizard Wizard durante el año pasado, el inconexo y masivamente aclamado tercer álbum de Rosalía, Motomami (Columbia Records, 2022), -cuyo primer año de lanzamiento fue “celebrado” con multitudinarios conciertos en las versiones argentina y chilena del Lollapalooza- que conspira contra sí mismo al sepultar en pantanoso reggaetón, las dos o tres ideas ligeramente interesantes que, haciendo un esfuerzo, uno podría llegar a rescatar de sus más de sesenta minutos?
Los nuevos productos extra musicales del pop moderno, particularmente los de la vertiente «latina», tienen, entre otros elementos, bases rítmicas muy elementales que extraen de una disciplina llamada «música» que personajes como Rosalía usufructúan para alcanzar los gustos populares, hecho que se concreta con su presencia permanente en premiaciones, festivales, primeros lugares de ventas y fanatismos rabiosos de una masa farandulizada e ideologizada, en modo intolerancia absoluta a la crítica.
Otros elementos constitutivos de esos productos son la vulgaridad, el sexismo, la idiotez en el uso del lenguaje, la superficialidad absoluta de los mensajes que ofrecen a sus públicos, conformados generalmente por personas muy jóvenes, de educación muy escasa y, en muchos casos, nula. Aunque, en realidad, también es verdad que han logrado ingresar al consumo de poblaciones que sí han atravesado por ciertos momentos de educación, algunos hasta son profesionales exitosos, cultileídos y no necesariamente jóvenes. Esto se debe a que, frente a los dictados de la posmodernidad y el exhibicionismo materialista de las redes sociales, este segmento masivo encuentra, en las tendencias asociadas a la ilusión de que la vida es -o debe ser- una fiesta interminable y desenfrenada, su única manera de ser feliz.
Pero quizás lo que más sirva para ejemplificar la gran estafa del pop moderno es lo poco que ha tardado Rosalía en pervertir su sonido, de ser una supuesta promesa del flamenco moderno con un deficiente pero auténtico primer álbum, titulado Los Ángeles (Universal España, 2017), grabado a guitarra y voz, pasando por el collage desordenado de El mal querer (Columbia Records, 2018), que se enreda en exploraciones electrónicas y ciertos intentos de fusión, hasta llegar a las fórmulas repetitivas y baratas del reggaetón/bachata de su última producción -el mentado Motomami- y sus recientes colaboraciones con personajes como J Balvin, Bad Bunny, Ozuna o su actual pareja, el portorriqueño Rauw Alejandro, que, coincidentemente, la han puesto en todos los titulares. A Shakira le tomó doce años esa degradación, de sensible cantautora juvenil a ofensora del buen gusto con sus reggaetones y demás. A Rosalía, solo la mitad.