Rosalía

Rosalía y la gran estafa del pop moderno

"... leer que Rosalía creció escuchando a Camarón de la Isla, Paco de Lucía y Rosario Flores para luego verla ondular las manos como una principiante y maquillar su voz -que quizás no sea del todo mala, algo que podríamos decir con mayor convencimiento si pudiera escucharse sin tanto tratamiento tecnológico, autotune incluido, debería encender las alertas de todos."

[MÚSICA MAESTRO] Dice un conocido adagio popular que no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. De la misma manera, podríamos concluir que no hay peor sordo que quien se niega a escuchar. Sin embargo, mientras que lo primero alude a una incapacidad generada desde nuestra propia percepción -a veces la ilusión, las fantasías que se entretejen en nuestros cerebros, nos impiden ver cosas evidentes y podemos convertir en diosa de farándula a una serpiente de callejón, a un pelagatos en galán de cine/televisión o a un analfabeto funcional en Premier o candidato a la Presidencia de la República-; lo segundo, sin dejar de tener elementos intrínsecos, responde más a un condicionamiento cultural, una meticulosa degradación de la capacidad de entendimiento, promovida por un combo que incluye décadas de mala/nula educación, sobre estimulación de pulsiones primarias y millonarias campañas de publicidad orientadas a convencerte de que lo barato es de buena calidad; lo vulgar y grotesco, elegante y distinguido; y lo zafio, digno de admiración.

En todo esto pensé cuando, intrigado por las descripciones exageradamente elogiosas que medios como la revista Rolling Stone -en su versión en español, digitada desde Argentina-, La Tercera de Chile, entre otros, me puse a escuchar los discos de Rosalía Vila Tobella, una joven española de 30 años que hoy lidera rankings, es cabeza de serie en multitudinarios festivales-franquicia, antes respetables, y se lleva todos los premios y halagos, con sospechosa unanimidad. «Un clásico moderno» dicen unos. «Iconoclasta y portentosa» sentencian otros. Hasta leí, en una de esas notas de prensa online que seguro salen con facturación incluida, a alguien que comparaba a este nuevo boom del marketing con Björk (¡¡¡!!!). Y tras someterme a tan insatisfactoria tortura auditiva -son tres discos en total, y varios singles desperdigados por aquí y por allá- me queda claro que este es un nuevo zarpazo de la gran estafa del pop moderno.

Este timo global es de larga data, por cierto. Un proceso lento y casi imperceptible en su génesis y evolución, que comenzó con artistas bisagra entre una década y otra quienes, como tales, tomaban elementos de perfiles artísticos genuinos para irlos actualizando/transformando en productos extra musicales con características más superficiales y/o relacionadas a otras subculturas como la moda, la obsesión por la imagen y la rentable hiper comercialización del sexo. Así Madonna, por ejemplo, se nutrió de la sensualidad punk de Debbie Harry y pasó de ser una imitación de Marilyn Monroe -personaje ficticio que escondía a una pobre mujer abusada y cosificada sin piedad ante los ojos cómplices del mundo entero, Norma Jeane Mortenson (1926-1962)- a ser inspiración para Britney Spears, Christina Aguilera y un larguísimo etcétera que, con diversos niveles de decadencia y contrabando sexista -atrevimiento, dirían sus defensores- nos terminaron diciendo, en el siglo 21 de la supuesta vigencia plena de los derechos de la mujer, que las pachotadas de Shakira son poemas al desamor y la dignidad femenina, las cuitas amorosas, cirugías y perfumes de Jennifer López son tendencias a seguir y el porno-soft de las reggaetoneras -nombre usted la que se le ocurra-, sinónimo de empoderamiento y superación personal.

El problema radica, entre otras cosas, en que ya llegamos a ese punto en el cual no hay forma de enmendar el camino torcido por esta gran estafa publicitaria de la cultura pop del siglo XXI. Como ocurre con otras disciplinas de entretenimiento posmoderno -la mafia del fútbol, sus sueldos obscenos y su maquinaria de apuestas, la política neoliberal y sus puertas giratorias aceitadas con oscuras coimas, las redes sociales y el exhibicionismo que hace de la impudicia una herramienta de ascenso económico aceptada por todos-, el arte también ha sufrido este encanallamiento irreversible que hoy tiene escuderos, financistas y analistas capaces de encontrarle una explicación a prácticamente todo.

Ocurre en el cine, cuando una película estrafalaria como Everything everywhere all at once (2022), que no debería pasar de ser un film entretenido para fans del metaverso, los efectos especiales y la ciencia ficción hiperrealista, se alza como la gran triunfadora de los Premios Oscar. Ocurre en la literatura, que antes producía genios como Borges o Faulkner y hoy se vanagloria de vacíos bestsellers producidos en serie. Y pasa en la música, donde esperpentos que no cantan ni componen nada que valga la pena como Camilo llenan el Estadio Nacional mientras que un extraordinario guitarrista como Uli Jon Roth, alguna vez considerado sucesor de Jimi Hendrix, toca frente a 80 personas en La Noche de Barranco. Va más allá del choque entre generaciones, aludido como justificación y punto de partida para desautorizar a quienes nos atrevemos a hacer de aguafiestas frente a la opinión monocorde que acepta todo lo que se haga enormemente popular de un momento a otro.

Pasa lo mismo con Rosalía quien, desde un punto democrático, tiene todo el derecho a expresarse como quiera, por supuesto. A lo que no tiene derecho es a imponer, como lo viene haciendo con una sobre exposición mediática fríamente calculada -videos, redes sociales y hasta filtración de audios en que les habla emocionada a sus bailarines, para mostrarnos su lado más sensible-, una propuesta limitada y repetitiva haciéndola pasar como innovadora o revolucionaria. Sus reseñadores, emocionados por sus éxitos y ventas millonarias, cuentan que la joven nacida en Barcelona estudió música en un conservatorio con especialidad en flamenco. Probablemente eso sea cierto, pero estudiar en una prestigiosa escuela de música no te convierte inmediatamente en artista virtuoso.

Porque leer que Rosalía creció escuchando a Camarón de la Isla, Paco de Lucía y Rosario Flores para luego verla ondular las manos como una principiante y maquillar su voz -que quizás no sea del todo mala, algo que podríamos decir con mayor convencimiento si pudiera escucharse sin tanto tratamiento tecnológico, autotune incluido, debería encender las alertas de todos. Sin embargo, el embotamiento sensorial del que padecen las multitudes consumidoras de trending topics nubla sus sentidos básicos y, en ausencia de un sistema de control de calidad emanado del público, el invasivo marketing solo tiene que echar a andar sus motores para fijar conceptos y prohibir cuestionamientos.

Desde siempre, cuando hablamos del “pop” como género musical, nos estamos refiriendo a aquellas manifestaciones sonoras más amables, comerciales y aparentemente sencillas, a contramano del rock como expresión rebelde, elaborada y marginal. Por ejemplo, frente a los Beatles y los Rolling Stones, causantes de las peores pesadillas entre padres de familia y fuerzas policiales a finales de los años sesenta, estaban los cantantes tipo Neil Sedaka o Paul Anka, con estilos más atildados y familiares. Otro ejemplo. En 1973, mientras Robert Plant aullaba las líneas de Over the hills and far away (LP Houses of the holy), Karen Carpenter acariciaba las de Yesterday once more (LP Now and then). El rock abrasivo de Led Zeppelin y el pop aterciopelado de los Carpenters convivían a pesar de sus divergencias y mostraban diestros niveles de interpretación y amplio sentido artístico, con audiencias ubicadas en las antípodas unas de otras.

Si nos ponemos a revisar el clásico enfrentamiento pop versus rock, la lista de casos es interminable. En 1976, el mismo año que el trío canadiense Rush enloquecía a la comunidad fanática del rock progresivo con su álbum conceptual 2112 -con temas como este-, cargado de electrizantes solos y cambios de ritmo en suites de más de veinte minutos; el cuarteto vocal sueco Abba sacudía las pistas de baile con la rítmica contagiosa e inmediata de Dancing queen, de su cuarto álbum Arrival. Esta convivencia de estilos de intenciones antagónicas y comprobada calidad existió hasta entrados los años noventa, década en la que ya podemos encontrar los primeros atisbos del encanallamiento del pop con vocación estafadora, caracterizado por la ligereza, homogeneidad y simplonería de sus contenidos.

En un primer nivel de apreciación, parecería comprensible que el torso desnudo de Plant y los fantasmagóricos movimientos de Jimmy Page fueran incompatibles con las corbatas michi de Richard Carpenter y las blusas con bobos de su hermana Karen. Pero, en un segundo nivel, la calidad de ambos grupos era tan alta que podía llegar -como de hecho lo hizo- a agradar a ambos segmentos por igual, debido a que exhibían un talento superlativo e innegable. Prueba de ello es que miles de coleccionistas de vinilos alrededor del mundo tienen en sus anaqueles las discografías de ambos. ¿Ustedes se imaginan a algún audiófilo del futuro colocando, junto a los tres sólidos álbumes que lanzó el colectivo psicodélico australiano King Gizzard and The Lizard Wizard durante el año pasado, el inconexo y masivamente aclamado tercer álbum de Rosalía, Motomami (Columbia Records, 2022), -cuyo primer año de lanzamiento fue “celebrado” con multitudinarios conciertos en las versiones argentina y chilena del Lollapalooza- que conspira contra sí mismo al sepultar en pantanoso reggaetón, las dos o tres ideas ligeramente interesantes que, haciendo un esfuerzo, uno podría llegar a rescatar de sus más de sesenta minutos?

Los nuevos productos extra musicales del pop moderno, particularmente los de la vertiente «latina», tienen, entre otros elementos, bases rítmicas muy elementales que extraen de una disciplina llamada «música» que personajes como Rosalía usufructúan para alcanzar los gustos populares, hecho que se concreta con su presencia permanente en premiaciones, festivales, primeros lugares de ventas y fanatismos rabiosos de una masa farandulizada e ideologizada, en modo intolerancia absoluta a la crítica.

Otros elementos constitutivos de esos productos son la vulgaridad, el sexismo, la idiotez en el uso del lenguaje, la superficialidad absoluta de los mensajes que ofrecen a sus públicos, conformados generalmente por personas muy jóvenes, de educación muy escasa y, en muchos casos, nula. Aunque, en realidad, también es verdad que han logrado ingresar al consumo de poblaciones que sí han atravesado por ciertos momentos de educación, algunos hasta son profesionales exitosos, cultileídos y no necesariamente jóvenes. Esto se debe a que, frente a los dictados de la posmodernidad y el exhibicionismo materialista de las redes sociales, este segmento masivo encuentra, en las tendencias asociadas a la ilusión de que la vida es -o debe ser- una fiesta interminable y desenfrenada, su única manera de ser feliz.

Pero quizás lo que más sirva para ejemplificar la gran estafa del pop moderno es lo poco que ha tardado Rosalía en pervertir su sonido, de ser una supuesta promesa del flamenco moderno con un deficiente pero auténtico primer álbum, titulado Los Ángeles (Universal España, 2017), grabado a guitarra y voz, pasando por el collage desordenado de El mal querer (Columbia Records, 2018), que se enreda en exploraciones electrónicas y ciertos intentos de fusión, hasta llegar a las fórmulas repetitivas y baratas del reggaetón/bachata de su última producción -el mentado Motomami- y sus recientes colaboraciones con personajes como J Balvin, Bad Bunny, Ozuna o su actual pareja, el portorriqueño Rauw Alejandro, que, coincidentemente, la han puesto en todos los titulares. A Shakira le tomó doce años esa degradación, de sensible cantautora juvenil a ofensora del buen gusto con sus reggaetones y demás. A Rosalía, solo la mitad.

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Música de moda, Pop del siglo XXI, Rosalía

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