Queen

[MÚSICA MAESTRO] Cuando pensamos en Queen lo primero que viene a nuestras mentes es, desde luego, Bohemian rhapsody, la espectacular suite de casi seis minutos de duración que desbarató los conceptos de lo que tenía que hacer una canción de rock para sonar en las radios, con sus múltiples cambios rítmicos y ese intermedio operístico que resulta inconfundible para todos los públicos -incluidos aquellos idiotizados por el reggaetón y el latin-pop-, un prodigio de la interpretación musical orgánica pero también del uso del estudio de grabación como instrumento; que dio título a la aclamada película biográfica acerca de su legendario líder, estrenada en el año 2018.

Y, a partir de allí, podríamos hacer una lista de diez o quince canciones de intensa rotación en radios y plataformas digitales, muchas de las cuales forman también parte de la memoria musical de (casi) todo el mundo -pienso, por ejemplo, en I want to break free, Radio Ga Ga (The works, 1984), Under pressure, a dúo con David Bowie (Hot space, 1982), Don’t stop me now (Jazz, 1978), We are the champions (News of the world, 1977) o Crazy little thing called love (The game, 1980), solo por mencionar algunas. Pero, siendo todas alucinantemente buenas y representativas de sus diversas etapas, ninguna de ellas alcanza el nivel de popularidad, influencia y reconocimiento del tema central de A night at the opera, el cuarto álbum de Queen, publicado originalmente en 1975.

Sin embargo, en los inicios del cuarteto integrado por Freddie Mercury (voz, piano), Brian May (voz, guitarras, teclados), John Deacon (bajos) y Roger Taylor (voz, batería) se esconden joyas musicales que, a pesar del estatus que ganaron tras el inapelable logro artístico de Bohemian rhapsody, jamás han sido lo suficientemente expuestas. Salvo para aquellos verdaderos conocedores de la discografía de Queen, su historia comienza precisamente con la mencionada mini-ópera cuya letra trágica y oscura ha sido objeto de múltiples análisis e interpretaciones (como este del músico y comunicador español Ramón Gener). Muchas de las técnicas de grabación, fusión de estilos y temas abordados en estas canciones escritas entre 1970 y 1973 sirvieron de entrenamiento para lo que producirían un año y medio o dos años después.

En sus dos primeros álbumes, titulados simplemente Queen I (1973) y Queen II (1974) la banda exhibe un sonido intrincado, sinuoso y duro, marcado por el impresionante poderío vocal del cuarteto -además del extraordinario talento de Mercury, Taylor y May aportan muchísimo en ese terreno- e influenciado por el hard-rock imperante en ese entonces, con varios atisbos de la voluptuosidad, grandilocuencia y glamour que, posteriormente, caracterizó su trabajo discográfico. Esto se percibe con mucha más fuerza en el segundo LP, cuya carátula es la famosa foto que tomó Mick Rock (1948-2021) en noviembre de 1973 -inspirado en una antigua imagen de la diva alemana Marlene Dietrich (1901-1922)-, usada en el video promocional de Bohemian rhapsody (1975) y recreada, una década después, en el de One vision (A kind of magic, 1986), que se convirtió, a la larga, en la imagen más representativa de Queen, después del clásico logo en el que se fusionan elementos de la realeza británica con los signos zodiacales de sus integrantes.

Desde el comienzo del debut, con las guitarras superpuestas en la energética Keep yourself alive, queda claro que Queen llegaba con una propuesta diferente a la de otras bandas contemporáneas, a pesar de que los ataques filudos y electrizantes de Brian May hicieran que muchas reseñas de entonces relacionaran al grupo con Led Zeppelin o Black Sabbath, sobre todo si prestamos atención a la potencia de sus riffs y solos en Modern times rock ‘n’ roll, escrita y cantada por el baterista Roger Meddows-Taylor (nombre con el que el rubio baterista fue acreditado hasta 1974); o Son and daughter, buenos ejemplos de la fuerza que alcanzaban en este periodo. Para las versiones en vivo de este tema, May ejecutaba el segmento de orquestaciones eléctricas que luego plasmó en Brighton rock (Sheer heart attack, 1974) y que, hasta la actualidad, usa en los conciertos de Queen + Adam Lambert. En Liar incluso se aventuran con un intermedio latino que, a primera escucha, resulta un tanto desconcertante. El estribillo “mama, I’m gonna be your slave / all day long!”, con cencerro y todo, hace recordar más al Santana de Woodstock que a las poderosas descargas guitarreras de sus pares, presentes también en este explosivo tour-de-force por el primer sonido de Queen.

Asimismo, temas como Great King Rat o Jesus tienen momentos cercanos al folk-rock tradicionalista de Jethro Tull o Gentle Giant, con letras fantasiosas o espirituales, pero sin dejar de lado aspectos melódicos más relacionados a una sensibilidad un poco menos densa. Parte de esa atmósfera se debe al trabajo de Mercury en el piano, lo que dota a estas canciones de texturas profundas y matices preciosistas. Un ejemplo claro de todo esto es My fairy King. En cuatro minutos, la banda pasa de un arranque rockero que hace recordar al Highway star de Deep Purple (Machine head, 1972) -incluso Roger Taylor lanza un grito agudo idéntico al de Ian Gillan y después sube una octava más- para luego tornarse suave y envolvente, como un anticipo de Killer queen (Sheer heart attack, 1974) mientras que sus pianos, juegos vocales y estructuras estilísticas dejan entrever un trasfondo musical orientado hacia lo clásico y sofisticado. En este tema, compuesto por Freddie cuando todavía utilizaba su apellido real, Bulsara, acuñó el que finalmente usaría el resto de su vida, en la frase “Mother Mercury look what they’ve done to me“.

Hay dos canciones en este álbum que merecen especial atención para aquellos interesados en sumergirse en la prehistoria de Queen: Doing all right y The night comes down. La primera empieza como una balada, suave y atmosférica -con énfasis en los efectos de eco para el piano, tocado aquí por May- que evoluciona hasta convertirse en un intenso hard-rock para finalmente retornar a la calma, una fórmula muy usada por la banda. Para la segunda, May compuso una misteriosa introducción de guitarras acústicas, eléctricas y bajos que tiene algo de música flamenca da paso a una acompasada canción de letra que convoca a la nostalgia ante la juventud perdida. Ambas -como la brillante Mad the swine, grabada en ese tiempo pero que no encontró lugar en el disco oficial y fue redescubierto recién en 1991- contienen finas armonías vocales, un recurso que Mercury, May y Taylor usarían de manera permanente en sus posteriores lanzamientos. En el caso de Doing all right, se trata de una de las canciones que el guitarrista había coescrito junto a Tim Stafell, cantante y bajista de Smile -como el blues See what a fool I’ve been, lado B original de Seven seas of Rhye-, la banda en la que estuvo con Taylor antes de que decidieran armar Queen. De hecho, existe una versión con Stafell en la voz, disponible aquí.

Queen II, lanzado casi un año después, mostró una vertiginosa evolución en el sonido del grupo, en comparación a Queen I. Si bien es cierto, como ya hemos visto, el debut no fue, ni por asomo, un disco de ideas musicales planas o de estilo único, la diversidad y el atrevimiento de su siguiente bloque de canciones se dispararon de una forma que muchos consideraron inesperada y hasta exagerada. Organizado a la manera de un disco conceptual (aunque claramente no lo es), el álbum presentó canciones suaves en un lado y fuertes en el otro -Side White (Lado A) y Side Black (Lado B) en la versión original en vinilo- con composiciones repartidas entre Brian May y Freddie Mercury, más una contribución de Roger Taylor -el bajista John Deacon tuvo que esperar hasta el tercer álbum, Sheer heart attack (también publicado en 1974), para colocar una composición suya, la electroacústica Misfire.

El lado “blanco” de Queen II se inicia con una marcha fúnebre de poco más de un minuto (Procession), una construcción de guitarras sobre guitarras, escrita y ejecutada por Brian May desde su icónica Red Special, acompañado por el paso rítmico del bombo de Taylor. Este misterioso comienzo da paso a Father to son, una especie de ¿balada? de intensos mensajes, potente instrumentación y cambios sorpresivos en espacios muy cortos. Este combo Procession/Father to son sirvió para abrir los conciertos de la banda en esa época, como quedó registrado en el álbum y DVD Live at The Rainbow ’74, editado en el año 2014. Luego siguen dos de las mejores canciones de este primer periodo de Queen.

White Queen (As it began) es una enigmática melodía en la que May, para su primera sección, utiliza una guitarra acústica antigua de marca Hallfredh -él la llamaba “Hairfred”- de tono juglaresco y medieval que, por momentos, suena como una sítara. Posteriormente, la Red Special toma absoluto protagonismo. El mismo sonido acústico aparece en Some day one day, en que el extraordinario guitarrista realiza solos intercalados que se superponen unos a otros hasta el final. Además, esta es la primera vez que Brian May funge de vocalista principal. Los fans de Soda Stereo recordarán la versión que grabaron Gustavo Cerati, Héctor “Zeta” Bossio y Charly Alberti para el CD Tributo a Queen: Los grandes del rock en español (1997) y que sería el último trabajo en estudio del trío argentino. The White Side cierra con la ultrarockera The loser in the end, compuesta y cantada por Roger Taylor, influenciada por la onda glam-rock de David Bowie y T-Rex.

¿Cómo definir el lado “negro” del álbum Queen II? Del lirismo vocal y pianístico de Nevermore al aquelarre de hard-rock y heavy metal de Ogre battle y The march of the Black Queen -un claro antecedente de Bohemian rhapsody-, pasando por ese collage de voces divertidas, y efectos circenses de The Fairy Feller’s Master-Stroke -título inspirado en un cuadro del pintor victoriano Richard Dadd (1817–1886), especialista en criaturas sobrenaturales, hadas y demás bichos mitológicos-, se trata de una exhibición de destreza y creatividad compositiva que, en su momento, fue vista como “pretensiosa”. Las líneas de bajo de John Deacon son precisas y contundentes, mientras que el frenético estilo de Brian May va lanzando latigazos por aquí y por allá, que dejan al oyente esperando siempre por más, ya sea en forma de riffs o de solos sorpresivos. Funny how love is es una optimista composición de Mercury que propone un contraste luminoso a los cuentos oscuros de ogros y criaturas extrañas de los minutos previos.

El caso de Seven seas of Rhye es curioso pues se trata de una de las primeras canciones que Freddie Mercury escribió, allá por 1969, cuando lideraba su primera banda, Wreckage. “Rhye” es un mundo ficticio creado por él, que vuelve a ser mencionado en otra de sus composiciones de este periodo, la breve Lily of the valley (Sheer heart attack, 1974). El tema apareció en ambos discos, primero en una corta y rudimentaria versión instrumental, cerrando el Queen I y, posteriormente, con letra completa y nuevos arreglos, al final del Queen II. Seven seas of Rhye es una de las dos canciones de esa época que la banda tocó hasta sus últimos conciertos de 1986 con Mercury al frente e inclusive figuraron en el setlist de The Rhapsody Tour (2017-2018), ya con el vocalista Adam Lambert. La otra es Keep yourself alive.

Queen I y Queen II -ambos grabados en los históricos Estudios Trident de Londres, bajo la producción de Roy Thomas Baker y el grupo- han permanecido durante décadas lejos del alcance del público masivo, acostumbrado a consumir siempre las mismas canciones de este importante grupo británico, uno de los más respetados de la edad dorada del rock. Solo para que se den una idea de cuán poco conocidas son estas canciones entre los oyentes convencionales de Queen: Bohemian rhapsody tiene, en Spotify, un total aproximado de 858,707 reproducciones diarias mientras que las veintitrés canciones que conforman estos dos primeros discos -once del primero + doce del segundo- suman, en conjunto, un total aproximado de 73,181 reproducciones diarias, doce veces menos. Si nunca los han escuchado, un detalle a tomar en cuenta: háganlo con audífonos para que consigan acercarse a la experiencia multicanal completa.

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Si lo pensamos detenidamente, ninguna de las bandas de pop-rock y su infinito abanico de variantes cuyos nombres son acrónimos ha tenido nunca la intención de enviar mensajes cifrados o subliminales. 

Recuerdo que, hace ya varias décadas, hubo un intento de hacer creer a la opinión pública que Kiss («beso» en español), nombre del cuarteto enmascarado más famoso del mundo, era una sigla que escondía propósitos demoníacos («Knights In Satan’s Services» o «Caballeros al Servicio de Satán», nada menos) y, también hace años, a algún creativo pionero de las fake news se le ocurrió decir que Ac/Dc significaba «Antes de Cristo/Después de Cristo», un disparate ya que los hermanos Angus y Malcolm Young no hablaban ni una palabra de español cuando armaron este grupo, en la lejanísima Australia (por cierto, Ac/Dc es la abreviatura en inglés para la indicación del tipo de corriente eléctrica, alterna o directa, que seguro estos músicos vieron desde niños en la cortadora de césped de sus padres). 

En esos tiempos también se decía que Hotel California (Eagles, 1976) era una canción satánica y que si ponías a girar al revés el single Another one bites the dust de Queen, del álbum The game (1981), se escuchaban claramente frases de adoración al diablo y al consumo de marihuana. Épocas en que no existían Google ni Wikipedia para desbaratar esta clase de errores esparcidos por DJs sin ningún rigor informativo. 

Hablando de acrónimos, podemos mencionar casos como el de R.E.M. (Rapid Eye Movement) que hace alusión a un hecho fisiológico relacionado al sueño; O.M.D. (Orchestral Manouvres in the Dark), línea de una de las primeras composiciones del dúo electropop que popularizó temas como Enola Gay o Electricity; E.L.O. (Electric Light Orchestra), otro nombre producto del azar; R.E.O. Speedwagon, que homenajea al pionero de la industria automotriz Ransom E. Olds; W.A.S.P., grupo de heavy metal ochentero que nunca llegó a esclarecer qué significaba su nombre, si una pandilla de degenerados («We Are Sexual Perverties») o de protestantes racistas («White Anglo-Saxon Protestants»); o S.O.D. (Stormtroopers Of Death), el proyecto alterno de Scott Ian y Charlie Benante de Anthrax, cuyo nombre podría ser el de personajes de algún cómic o película de ciencia ficción. Y ni hablar de conjuntos como Abba, Nsync, B.T.O. o CSN&Y, que son las letras de los nombres de sus integrantes.

Pero hay una banda que sí decidió lanzar, desde una sigla, una clara y abierta diatriba contra la sociedad y la política de su tiempo. Formado en Texas y forjado en Los Angeles, a donde se mudaron tras el lanzamiento de sus primeros demos, durante los años duros del gobierno republicano de Ronald Reagan, un cuarteto integrado por el cantante/gritante Kurt Brecht, su hermano Eric en la batería, Dennis Johnson en el bajo y el guitarrista Spike Cassidy, disparó una llamarada de hardcore punk bajo el nombre D.R.I. que, al desplegarse, hizo levantar la ceja a más de uno: Dirty Rotten Imbeciles («sucios podridos imbéciles»).

Aunque la sigla surgió de algo que decían los demás sobre ellos, por el insoportable ruido que producían sus primeros ensayos, allá por 1981, en el garage de la familia Brecht, el contexto de sus letras respalda la teoría de que, además de ese cinismo autodestructivo, el nombre también funcionaba como un abierto insulto a los destinatarios de sus amargas canciones: los eternos políticos, militares, empresarios, periodistas, personajes de farándula, abogados y sacerdotes que, detrás de sus respetables apariencias, cocinan actos de corrupción, componendas, campañas de desinformación, hipocresías y demás iniquidades, en cualquier país e idioma del mundo. Al margen de todo, D.R.I. se convirtió en una reconocida banda subterránea y, a su manera, dejó un fuerte impacto tanto en la escena del punk extremo como en las huestes del thrash metal que llegaba de la Costa Oeste, con las que estableció fuertes nexos a mediados de la década de los ochenta.

Como todas las bandas seminales del hardcore punk -Black Flag, Minor Threat, Bad Religion y, especialmente, los Dead Kennedys-, D.R.I. arremetió contra el establishment con furibundas letras cargadas de inconformismo nihilista y ese sonido violento que buscaba destruir no solo el concepto original del punk británico de los setenta, más asociado al rock y, en sus últimos tramos, al reggae y el ska; sino también las ondas más estilizadas y potencialmente comerciales de sus dos derivados, el post-punk y la new wave, como nuevos abanderados de la subcultura del «Do It Yourself» («hazlo tú mismo» o simplemente DIY), ubicada en las antípodas de la sofisticación, tanto sonora como de imagen, que caracterizó a los grupos surgidos tras la caída de los Sex Pistols y The Clash.

De hecho, uno de los primeros logros en la carrera de los D.R.I. fue salir como teloneros de, precisamente, Dead Kennedys, la controversial banda liderada por Jello Biafra que, entre 1978 y 1986 sacudió a su público -y, en menor medida, al público en general, debido a la obvia inexistencia de su grupo en canales de difusión convencionales o no subterráneos-, con sus agresivos, cuestionadores y  malcriados temas que iban del hardcore al punk rock de sonido tradicional, como Holiday in Cambodia (1980) o Too drunk to fuck (1981), ambos de casi nula rotación en radios y televisoras como MTV o BBC. Pero poco después, D.R.I. decidió expandir su estilo y moverse hacia el thrash metal, sin dejar del todo la actitud y la cacofonía de sus inicios.

Sus dos primeros lanzamientos, Dirty Rotten LP (1983) y Dealing with it! (1985, además del EP Violent pacification, en medio de ambos) son unas tormentas de distorsión guitarrera, baterías desordenadas y frenéticas, voces agresivas y casi inaudibles, de urgencia desmedida (Dirty Rotten LP dura menos de 20 minutos y tiene 22 canciones, algunas no llegan ni a los 30 segundos). A partir del tercer álbum, titulado Crossover (1987), es que D.R.I. -con su alineación definitiva: Kurt Brecht, Spike Cassidy, Josh Pappe y Felix Griffin en bajo y batería- comenzó a modificar y pulir su sonido, con canciones más estructuradas y de duración más o menos normal, como los clásicos del thrash Anthrax o Kreator, con quienes solían alternar. En este disco están incluidas dos de sus canciones más representativas, Hooked y The five year plan

El término «crossover», usado para definir el puente que tendían entre el hardcore punk y el metal -más por cuestiones de intuición visceral que por sesudas pretensiones de cambios estilísticos- se usó a partir de aquel disco para etiquetar un subgénero híbrido, «crossover thrash» o simplemente «crossover» que después usaron, de manera aleatoria, otros grupos como Corrosion Of Conformity, Suicidal Tendencies o Nuclear Assault. Sin embargo, el rótulo no es exclusividad de la música extrema, pues también suele usarse para denominar el cruce de artistas pop que cantan en dos idiomas -José Feliciano, Gloria Estefan, Abba, la generación de baladistas italianos y franceses de los años setenta- y aquellos que combinan lo clásico con el pop, como Plácido Domingo, Josh Groban, Sarah Brightman o Il Divo y sus afines (Il Volo, The Ten Tenors, etc.).

Luego de Crossover, siguieron los álbumes 4 of a kind (1988) que contiene Suit and tie guy y All for nothing, conocidas para cualquier metalero que se respete; Thrash zone (1989), Definition (1992) y Full speed ahead (1995), su última producción oficial. Después, la banda entró en receso debido a que Spike, el guitarrista, fue diagnosticado con cáncer, enfermedad que afortunadamente superó. Después del lanzamiento de un extraño EP de cuatro canciones, But wait… there’s more! (2016), los D.R.I. no han vuelto a ingresar a los estudios, pero sí se han mantenido activos en giras mundiales, como las que los trajeron hasta Lima, en tres ocasiones (2002, 2008 y 2016). 

Las bandas de hardcore punk tienen un propósito muy concreto: gritar verdades a la cara sin el más mínimo filtro ni corrección social o política. Los antivalores que promueven -anarquismo, incredulidad, rabia incontenible, cinismo, apatía hacia el futuro y una abierta postura antisocial- hace que sean difíciles de digerir por el público convencional, que suele reaccionar con comprensible rechazo frente a estos escupitajos de sinceridad gruesa e indignada, cargados de insultos y frases demoledoras e intransigentes. Dicho sea de paso, esta movida informó ampliamente tanto a nuestra primera generación “subte” (Narcosis, Eutanasia, Leusemia, Zcuela Crrada, etc.), como al punk vasco (La Polla Records, Kortatu) y de otros países como Inglaterra (The Exploited, Discharge), Brasil (Ratos de Porão) y un largo etcétera. 

Y, aunque no siempre sea posible suscribir todas y cada una de sus ideas o conductas -muchas de las cuales nacen de una agresiva rebeldía cultivada desde infancias y adolescencias disfuncionales o difíciles- las letras de estas canciones y la subcultura del hardcore, en general, reflejan lo que muchas personas de bien pensamos de personajes como los que llenan nuestras secciones de política local, que encarnan a la corrupción institucionalizada y que parecen siempre capaces de salirse con la suya, solo por el poder de la plata (como cancha). O de publicaciones supuestamente finas que colocan en sus portadas a hombres y mujeres que han amasado fama y fortuna haciendo daño a la sociedad durante años, ya sea desde la televisión o sus oscuros nexos con la política y venden sus imágenes como si se tratara de gente admirable cuando, para describirlos, basta pensar en estas tres letras: D.R.I.

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La pandemia nos robó, entre muchas otras cosas, los conciertos. Esas masivas congregaciones en estadios o teatros, explanadas o auditorios, en que se producía una mágica comunión entre artista y público. Apretujados en las primeras filas o sentados en la parte más alta de una tribuna, los asistentes a conciertos nos olvidamos de todos los problemas y nos entregamos a esa catarsis colectiva, esa euforia que se desata cuando escuchas, en vivo y en directo, los acordes de tu(s) canciones(s) favorita(s) y das de gritos, así nadie te escuche.

Cuando el coronavirus se instaló en nuestro país, en marzo del 2020, ya tenía compradas mis entradas para la tercera vez de Guns ‘N Roses en Lima. Y se cayeron, como piezas de dominó, algunos otros a los que no pensaba faltar: Pat Metheny -extraordinario guitarrista de jazz, en su primera visita al Perú-, Martin Barre -legendario guitarrista de Jethro Tull, junto a Dee Palmer y Adam Wakeman, hijo de Rick, para celebrar 50 años del grupo-, Kiss -tras 11 años del explosivo concierto que ofreció en el Estadio Nacional. Todos, hasta nuevo aviso, cancelados. Dicho sea de paso, Teleticket aún no anuncia hasta ahora la devolución de lo pagado por GN’R, a pesar de que ya están publicitando algunos conciertos presenciales para la última parte de este año.

Esta semana se cumplen, para mí, 24 meses sin experimentar esa liberadora sensación, combinación de cansancio, satisfacción y deseos de seguir que se produce cuando las luces blancas se encienden y el estruendo de parlantes y destellos de pantallas LED son reemplazados por una tenue música de fondo y el murmullo del público que comienza a salir del recinto. Algunos, haciendo comentarios a grito y lisura pelada. Otros, sin poder hablar. Pero todos, como ocurre pocas veces en la vida, sintiendo y pensando lo mismo. El último concierto presencial en el que estuve fue el 17 de agosto del 2019, hace exactamente dos años y cuatro días.

Tres horas antes de la programada en aquel día soleado, el concierto ya había comenzado en la amplia explanada en las afueras del BB&T Center, un impresionante complejo deportivo y centro comercial en Fort Lauderdale, a 45 kilómetros de Miami. Cientos de fanáticos llegaban, solos o en parejas, grupos y familias completas, muchos con polos alusivos a la banda, esperando que se abran las puertas. Dos estaciones de radio prendían el ambiente desde inmensos parlantes, con las clásicas canciones que, algunas horas después, harían delirar a los enfervorizados seguidores de Queen. Nosotros -mi esposa y yo-, fanáticos y conocedores del grupo, habíamos volado seis horas la noche anterior, desde Lima, un viaje relámpago para hacer realidad, aunque sea de manera parcial, el sueño de ver, en vivo, a esa banda que habíamos escuchado hasta el cansancio, desde niños, por separado y juntos, desde que nos conocimos.

Por la mañana nos cruzamos, en el hotel, con grupos de personas que habían llegado desde distintos lugares del mundo para asistir a la fecha 21, en Norteamérica, de The Rhapsody Tour, gira organizada tras el éxito mundial de la película acerca de la vida de Freddie Mercury, el venerado compositor, pianista, cantante y líder de Queen, fallecido en 1991. La banda entraría en un pequeño receso para luego remecer Japón, Nueva Zelanda y Australia, en enero y febrero del 2020, con su espectacular show, cosa que lograron completar antes de las prohibiciones ocasionadas por el virus de Wuhán.

Afuera del BB&T Center, casa de los Florida Panthers, uno de los equipos de hockey sobre hielo más populares de la zona, el calor abrasador se fundía con la expectativa, que crecía a cada minuto. El puesto de merchandising no se daba abasto para atender los pedidos: polos, gorras, bolsos, tazas y libros con motivos de la gira. Adentro, una gran fiesta estaba por comenzar. A las 8:30pm., una versión orquestal de Innuendo, canto de cisne de la Reina, comenzó a sonar y el sitio se vino abajo cuando Brian May (74) y Roger Taylor (72) saltaron al escenario tocando Now I’m here, poderoso tema rockero del tercer LP, Sheer heart attack, de 1974. Ellos son el principal atractivo de esta nueva etapa de Queen, que se inició en el 2009 tras el intento de cubrir el espacio de Mercury con el legendario vocalista Free y Bad Company, Paul Rodgers (2004-2008).

Durante dos horas y media, más de veinte mil personas se estremecieron con los electrizantes riffs y solos de Brian May, disparados desde su inseparable Red Special. En el fondo, Roger Taylor sostiene el ritmo con contundencia y acompaña con su inconfundible voz, rasposa y aguda, las armonías vocales que hicieron famoso al cuarteto. Ambos han encontrado en Adam Lambert (39) a un talentoso “hermano menor” con estilo y personalidad propia. El joven norteamericano, quien saltó a la palestra tras quedar en segundo lugar en la octava temporada del programa concurso American Idol, es un eficiente intérprete que muestra un profundo respeto por Freddie Mercury, a quien describe como “irreemplazable”, toda una Verdad de Perogrullo. Con amplio dominio del escenario y una actitud natural y extravagante, Lambert supera el desafío de ponerse en los zapatos de Mercury (alcanza las notas más altas sin problema, lo cual no es moco de pavo) y lo hace a su manera, sin caer en la caricaturización o el disfuerzo por imitarlo.

La puesta en escena, un despliegue de elegantes decorados, sonido, luces y pantallas de alta resolución, resume todo lo que siempre fue Queen: teatralidad, sofisticación y energía, pero con los estándares del Siglo XXI. En reemplazo del elusivo John Deacon (70), quien decidió retirarse por completo de la música tras el fallecimiento de Freddie, el bajista Neil Fairclough hizo un trabajo impecable; Tyler Warren acompañó con percusiones y coros; mientras que un viejo conocido, Spike Edney, se encargó de pianos y teclados tal y como lo hizo con Queen en los ochenta. Desde himnos rockeros como Tie your mother down, Fat bottomed girls, I want it all o Hammer to fall hasta las infaltables Don’t stop me now, Somebody to love, Radio Ga Ga, I want to break free o Crazy little thing called love, Queen + Adam Lambert ofrecieron un alucinante setlist, basado en el soundtrack de la taquillera película Bohemian Rhapsody (Bryan Singer, 2018). Un momento especialmente emotivo fue cuando Brian May empuñó la guitarra acústica para entonar, junto al público, la romántica Love of my life, acompañado por la voz e imagen de Freddie Mercury proyectada en fondo negro.

El último show de The Rhapsody Tour fue el 29 de febrero del 2020 en Brisbane, Australia. La porción europea de la gira fue reprogramada, primero para este año –que habría coincidido con el 50 aniversario de la banda- pero, como las complicaciones del COVID-19 aún están lejos de desaparecer, tuvo que volver a posponerse para el 2022, comenzando el mes de mayo con varias fechas en Irlanda, Escocia e Inglaterra. May, Taylor y Lambert esperan con ansias ese momento: “Regresaremos mejor que nunca”, declararon en su página web.

Durante el aislamiento pandémico, Brian May publicó tutoriales de guitarra en sus redes sociales y participó de diversas conferencias científicas y ambientalistas; Roger Taylor lanzó un single, Isolation, y anuncia para este 1 de octubre su sexto disco como solista, Outsider. Por su parte, Lambert publicó, en marzo 2020, su cuarta producción, Velvet, en la onda pop discotequera que sigue como solista. Los tres lanzaron una nueva versión del clásico We are the champions, cuyas ventas fueron donadas a una fundación solidaria con los médicos de primera línea, promovida por la OMS. Y además produjeron el álbum y DVD Live around the world, disponible online, que recoge los mejores momentos de las cuatro giras que han realizado desde el 2009.

Pero volvamos al BB&T Center. Para su acostumbrada guitar stravaganza, el doctor en astrofísica Brian May integró música y astronomía en un espectáculo audiovisual grandioso: Montado en un asteroide lanzó sus fabulosas orquestaciones –que incluyeron extractos de la Sinfonía del Nuevo Mundo del checo Antonín Dvořák (1893)-, rodeado de planetas y estrellas que giraban en torno suyo. Por su parte, Taylor hizo de David Bowie en el clásico Under pressure, interpretó una versión algo contenida de su composición I’m in love with my car y cantó las primeras estrofas de Doing all right, una de las primeras canciones de Queen. Para Bohemian rhapsody, la sección operística sonó, como siempre, en su versión original, mientras la banda en pleno se preparaba para romper todo con el portentoso final. El fin de fiesta llegó, por supuesto, con We will rock you/We are the champions. Una noche inolvidable que aun tengo grabada en mis ojos y oídos.

Quizás nunca vuelva a asistir a aglomeraciones de esta naturaleza pero, de ser así, me siento afortunado de que, el de Queen, haya sido mi último concierto.

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UNO

Mi hermano Thedy tuvo la culpa. Fue el primero en sintonizar en 1975 una estación de rock en el dial. A partir de allí, religiosamente todas las tardes, después del almuerzo, mientras hacíamos nuestras tareas, escuchábamos rock. La Radio 1160 y Radio Panamericana eran las emisoras que más sintonizábamos. Aún recuerdo la voz sensualmente masturbadora de Susana A, o el vozarrón de Lucho Arguelles, el carisma de Jhonny Lopez, entre otros; quienes nos hacían más agradables nuestras tardes. En aquellos años setenta, la cantidad de grupos o bandas de rock era asombrosa y, además, con una gran calidad interpretativa. Entre ellas, emergía Queen. En 1976 escuchamos la canción Rapsodia Bohemia, para mis hermanos y yo fue un cimbronazo. La combinación del riff acuciante de Bryan y el coro operístico nos dejó anonadados. Quedamos mudos. Mejor dicho: Cojudos. Lo cual, en un adolescente o crio, era casi imposible. Sentimos, por primera vez, que estábamos viviendo nuestras nostalgias.

En los años subsiguientes, Queen nos demostró que podía sacar más que un puñado de canciones extraordinarias y que lo de “Rapsodia Bohemia” no había sido casualidad. Temas como: “Love of my Life”, “Your my best friend”, “Somebody To Love”, “We will Rock you”, “We are the Champions”, “Fat Bottom Girls”, “Bicycle Race” y “Dont Stop me Now” lo confirmaban ampliamente. Nos acostumbramos que, cada año, ellos nos abrumaran con su música.

DOS

A inicios de los noventa fui a entrevistar a Gerardo Manuel en el Canal 7. Me recibió con cierta aprensión (no me conocía y menos el diarucho donde laburaba), debido a los violentos años terroristas. Hablamos por más de 2 horas en el restaurante al lado del Canal. Lo acompañaba una alopecia persistente, bigote frondoso y unos lentes ochenteros. Este rockero, con cara de buen tipo, nacido en Ica, estrenó, a finales de los setenta, un programa musical llamado “Disco Club”. Lo más insólito de todo esto, es que lo emitía el canal del Estado; era una especie de Pre-MTV, en la Lima de aquellos tiempos. Gracias a él, mis hermanos y yo, veíamos los videos de las canciones antes mencionadas. De ahí la importancia del iqueño. Y se añadían para nuestro regocijo: “Another one bites the dust”, “Crazy Little thing call love”, “Play the Game” y “Need your loving tonight”. Todos temas de la puta madre.

TRES

En la adolescencia es cuando se solidifica el carácter y los gustos también. En la secundaria, mis compañeros y el que suscribe, deseábamos dos cosas: Ser cantante de rock o en su defecto ser actor porno. Para mi consternación, ese año, comprobé que mi voz era patética (participe del coro de la iglesia y desentoné de maravillas) y que con mi físico esmirriado era difícil ser el emulo de John Holmes. Pero eso sí, siempre que mis hermanos no se dieran cuenta, tenía la radio portátil conmigo, escuchando mis canciones preferidas. Era el año 83 y “Under Presssure” fue otro hit salido de las entrañas del grupo insular. Era mi tema favorito del año. Cuando tuve la oportunidad de ver el “Queen at Wembley”, confirmé que muchísimos pensaban lo mismo.

LIVE AID

Fue un sábado a las 14:00 horas que sintonicé de casualidad el concierto. Era un 13 de julio de 1985 y estaba solo en casa. Tardé en darme cuenta quienes participaban en el Live Aid, fue un evento elefantiásico, que se transmitió a todo el mundo; y en directo, desde distintos estadios. El principal era Wembley. Vimos a Paul, Elton John, Sting, U2, Dire Straits, David Bowie, The Who, Ledzepelin, entre otros. Queen a diferencia de los demás, se preparó concienzudamente para el show.

Mi generación estuvo en el mítico estadio, aquella tarde (ya sea en el estadio o viéndolo por tv), cuando FM confirmo que era el Frontman más importante del rock. Era increíble su forma de domesticar a las masas; de manera tal, que eran plastilina en sus manos.

Quedó para la historia que aquella es la mejor presentación en vivo hecha por una banda jamás.

Con los años es que se ven mejor las cosas o las ponemos en su debido lugar.

Pasaron más de 36 años de esa actuación.

Y si pues, como Gardel, Freddie Mercury cada día canta mejor.

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Día mundial del rock, Freddie Mercury, Queen
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