Música

En el panorama artístico actual, la existencia de las Tunas Universitarias es algo que merece destacarse, más allá de aquellas características que me alejaron de sus ambiguos y autoindulgentes sistemas de creencias. La historia y evolución de estas agrupaciones permite resaltar su voluntad de ser un vehículo que conecte el arte con los estudios universitarios. La conservación de un repertorio constituido por géneros inactuales –pasodobles, jotas, canciones de ronda, romanzas zarzueleras- que hoy no significan absolutamente nada para las juventudes modernas, idiotizadas por Shakira, Romeo Santos, Maluma, Karol G y su larguísimo etcétera de afines, posee una carga innegable de romanticismo que encaja a la perfección con otras manifestaciones que rescatan, desde la nostalgia, el valor de aquellos tiempos en que la música de consumo popular no tenía por qué ser de mal gusto para ser masivamente aceptada. Hoy en día, prefiero mil veces cruzarme con una Tuna Universitaria en las plazas de Lima, Madrid, Lisboa, México D.F. o Santiago, saltarinas, coloridas y musicales, que con émulos de Ozuna o Bad Bunny.

Quienes más o menos me conocen, saben que mi forma de ser estuvo y está en las antípodas de la personalidad del tuno promedio. Sin embargo, mis jóvenes ansias de hacer música en esa época me unieron por un breve lapso a esta extraña cofradía en la que, entre botas de vino y trajes que parecen sacados de las páginas del Quijote o alguna comedia de Quevedo, entre zalamerías y trasnochadas, entre guitarras, panderetas y bandurrias, se cultivan -como en la vida misma- toda clase de amistades, desde las ocasionales hasta las eternas, desde las sinceras hasta las hipócritas, desde las tranquilas hasta las accidentadas, desde las valiosas hasta las superficiales.

Aunque no logré adaptarme a su lógica -jamás superé la etapa de noviciado o “pardillaje”-, conocí durante unos cuantos meses las luces y sombras de la tradición de las Tunas Universitarias. Me retiré discretamente y seguí mi propio camino, atesorando únicamente los mejores recuerdos: los ensayos, las actuaciones, las comilonas, los bordones bien colocados, al estilo Ayacucho, de un tuno moderado de hablar pausado, sonrisa abierta y carácter bonachón que me enseñó a tocar el guitarrón y que con gusto habría sido -como alguna vez me dijo- mi “padrino de ordenación”. Un tuno que, de cuando en cuando y sin dejar de observar “sus tradiciones”, mostró su vocación por cambiar aquellas cosas que otros defendían y que, por ello, contó siempre con mi aprecio y agradecimiento.

A la memoria de Óscar “Osquín” Vidal Linares (1971-2023)

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A mediados de 1976, tras un grave episodio de abuso físico en Dallas, Tina escapó de Ike con lo que llevaba puesto y unos cuantos dólares, para luego esconderse, primero, en un hotel de carretera y, posteriormente, en casas de amigos, como ella misma relata en su primera autobiografía titulada I, Tina: My Life Story (1986). Dos años después, en 1978, se divorciaron. En el juicio, Tina retuvo su derecho a usar el nombre artístico que la hizo conocida, las regalías por sus composiciones, sus joyas, vestuarios y dos automóviles. Aunque hubo varios lanzamientos más, producto de sesiones previamente terminadas y obligaciones contractuales con los sellos discográficos, la sociedad ya se había terminado de manera oficial y definitiva.

Luego de lanzar un par de álbumes más sin mayor resonancia -Rough (1978) y Love explosion (1979), apareció su quinta producción en solitario, titulada Private dancer (1984), el primero para la gigante discográfica Capitol Records. Con un sonido más orientado al pop-rock vigente en esos años, Tina Turner actualizó su propuesta integrándola a su prestigio como cantante y energética show woman, logrando colocarse por encima de las tendencias. Así, la intérprete de Proud Mary moderó sus frenéticos ataques para interpretar sofisticadas melodías como What’s love got to do with it, Private dancer -compuesta por Mark Knopfler, guitarrista y líder de Dire Straits- o el cover de Let’s stay together, clásico de 1972 de la estrella del soul Al Green.

A partir de ese momento, Tina Turner se integró, con sus vestidos cortos, sus tacones altos y una aleonada cabellera, a los ochenta casi como si su carrera recién hubiera comenzado en esa década, con apariciones en películas de ciencia ficción como Mad Max beyond thunderdome (George Miller, 1985) -donde compartió pantalla con Mel Gibson y salió el éxito radial We don’t need another hero; en proyectos colectivos como USA For Africa -fue una de las 21 superestrellas que grabaron voces solistas para el single benéfico We are the world-; y como parte del concierto que organizó en 1986 la Casa Real de Inglaterra (The Prince’s Trust) junto a grandes músicos como Paul McCartney, Elton John, Phil Collins, entre otros. Asimismo, grabó dúos junto a rockeros como Eric Clapton (Tearing us apart, 1987), Bryan Adams (It’s only love, 1985), It takes two (Rod Stewart, 1990), así como con sus amigos de toda la vida David Bowie y Mick Jagger, de quien alguna vez confesó haber estado profundamente enamorada.

En cuanto a su discografía, cosechó éxitos con sus siguientes dos álbumes, lo cual también consolidó su perfil como imbatible reina del rock and roll en aquella inolvidable década ochentera. Temas como Typical male, What you get is what you see (Break every rule, 1986), Steamy windows, I don’t wanna lose you, The best (Foreign affairs, 1989), tuvieron fuerte rotación en los programas de videoclips más populares. Mientras tanto, su agenda mundial de conciertos incluía un show sofisticado de luces, cuerpos de baile y, por encima de todo, su calidad interpretativa, que conservó intacta a pesar de los excesos de su accidentada primera etapa durante todos los años noventa. En 1997 grabó junto a Eros Ramazzotti, una nueva versión de su éxito Cosas de la vida, cantada en italiano e inglés bajo el título Cose della vita (Can’t stop thinking of you). El tema apareció en Eros, el primer recopilatorio oficial del reconocido cantautor italiano.

A pesar de su resurgimiento, Tina Turner no pudo alejar del todo la tragedia de su vida. Sus dos hijos naturales, Craig -con aquel saxofonista de The Kings of Rhythm- y Ronnie -el único que tuvo con Ike-, fallecieron antes que ella. El primero se suicidó en el 2018 y el segundo falleció en diciembre del año pasado, de cáncer. Convertida al budismo y unida al productor alemán Erwin Bach, con quien se casó en el 2013 después de casi tres décadas de relación -se conocieron en 1986- la enfermedad le trajo serios problemas: un infarto, un cáncer intestinal y un trasplante de riñón.

Finalmente, la leyenda del rock y del soul, sobreviviente de mil y un batallas, falleció pacíficamente a los 83 años, en su residencia en Suiza, país del cual adquirió la nacionalidad en el año 2013. Nos quedan para recordarla sus canciones y videos, una película sobre su vida, estrenada en 1993 -que hizo famosa a la actriz Angela Bassett-, un musical de Broadway (del año 2018) y un documental titulado simplemente Tina, estrenado en HBO en el 2021, que muchos consideraron como una despedida por las intensas revelaciones que contiene.

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Y, por supuesto, están las colaboraciones de las que se rodeó Fito Páez, una selección de nombres notables que representan, con su participación, esa atmósfera de camaradería, de hermandad, que siempre ha caracterizado a la música en Argentina (que también está presente entre músicos del Brasil, dispuestos siempre a trabajar unos con otros todo el tiempo). Allí están, por ejemplo, Luis Alberto Spinetta en Pétalo de sal, balada con entrada y salida de tango; Mercedes Sosa y nuestro compatriota, el guitarrista Lucho González en Detrás del muro de los lamentos, marinera peruana con cajón y todo; Andrés Calamaro en Brillante sobre el mic, una de las mejores y menos difundidas del álbum; Celeste Carballo y Fabiana Cantilo en Dos días en la vida, una celebración de la libertad y de escaparse un rato sin dar explicaciones –“dos días en la vida nunca vienen nada mal, de alguna forma de eso se trata vivir”-; Charly García y Andrés Calamaro en La rueda mágica, un homenaje a la decisión de volverse músico (“me fui de casa a tocar rock and roll y no volví nunca más”).

El espíritu positivo con el que Páez desplaza a las oscuridades que lo cercaron durante sus años formativos -muchas de las cuales son retratadas de manera efectiva en la serie, como quedar huérfano de madre siendo muy pequeño, enterarse de la muerte de su padre mientras estaba en otro país, el trágico asesinato de sus abuelas, sus desencuentros con el alcohol y las drogas- se luce en canciones como Brillante sobre el mic -usada en los créditos finales con una polémica detrás, el borrado digital de León Gieco de una foto histórica tomada en 1986 por la fotógrafa Andy Cherniavsky, que hasta ahora nadie explica-; la inspiracional Creo; o el rock de fiesta A rodar mi vida, ideal para saltar y sacudir la mano al estilo de las barras bravas.

Por otro lado, las letras surrealistas en temas como La Verónica, Tráfico por Katmandú o bizarras como en Sasha, Sissí y el círculo de baba y Balada de Donna Helena, que navegan entre música árabe, funk, electropop y hard-rock, nos ponen frente a una creatividad multiforme, cuya onda expansiva alcanzó para sus tres siguientes producciones -Circo Beat (1994), Enemigos íntimos (1988, con Joaquín Sabina) y Abre (1999)-, tras lo cual Fito Páez iniciaría un voluminoso aunque menos impactante camino discográfico que ya lleva acumulados, hasta el momento, más de veinte títulos en lo que va del siglo XXI.

Sus seguidores saben de sobra que, en toda su obra, el elemento autobiográfico es fundamental, con menciones directas al año de su nacimiento –Del 63 (Del 63, 1983)-, a su largo e intenso romance con la Cantilo –Fue amor (Tercer mundo, 1990)-, sus recuerdos de infancia –Mariposa teknicolor, Tema de Piluso (Circo Beat, 1994)-, dedicada a Olmedo y que fuera estrenada, precisamente, en la gira de presentación de El amor después del amor-, sus reflexiones tras la mediática pelea con Joaquín Sabina –Al lado del camino (Abre, 1999)- y tantas otras.

En ese sentido, El amor después del amor contiene tres joyas, referidas a su entonces naciente relación con la actriz Cecilia Roth. Un vestido y un amor es una balada de corte sinfónico en la que relata lo que sintió al conocerla, desde un punto de vista sublimado, que incluso fuera grabada por su amigo y colega, Caetano Veloso. En Tumbas de la gloria hace lo mismo, pero apelando a una melodía densa y lenguaje más ambiguo, con guitarras atmosféricas de Gustavo Cerati en el fondo.

Y está, por supuesto, el tema-título, con su inconfundible introducción y el intenso final con voces y metales en trance de soul, que nos invoca a creer en el amor pero no de forma etérea o imprecisa sino remitiéndonos a su propia experiencia, una interpretación a la que, por cierto, se arriba fácilmente luego de ver la serie, borrando de un plumazo la asociación al mundo homosexual que se le dio en nuestro país tras ser usada como tema central de una película nacional basada en el primer libro de Jaime Bayly (No se lo digas a nadie, Francisco Lombardi, 1998).

Como era de esperarse, la serie ha generado un renovado interés por Fito Páez y su larga trayectoria. Tanto los conocedores del rock argentino como los recién llegados logran conectarse, a través de entrañables canciones -de Charly, de Baglietto, de Spinetta, de Fito- con esa historia de rebeldía, descubrimiento y superación de adversidades que es coronada con un final feliz predecible y genuino a la vez. El artista celebrará los 30 años de lanzamiento de El amor después del amor con una gira que llegará al Perú en septiembre.

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A este periodo pertenecen clásicos del rock brasileño como Agora só falta você, Esse tal de Roque Enrow (Fruto proibido, 1975) -que inspiró al grupo femenino de rock argentino Viuda e Hijas de Roque Enroll-, Mamãe natureza (Atrás do Porto tem uma cidade, 1974), Corista do rock y Ovelha negra (Entradas e bandeiras, 1976), uno de sus temas emblemáticos. En 1976 ingresó el guitarrista y compositor Roberto de Carvalho, que se convertiría en su segundo esposo y un año después editaron el histórico álbum en vivo Refestança, a dúo con Gilberto Gil y su banda. En el álbum Babilonia (1978), el último como Tutti Frutti, Rita Lee estrenó Miss Brasil 2000, una abierta crítica en clave de sarcasmo a los concursos de belleza. Aquí la vemos interpretando esta canción en la primera edición del festival Rock In Rio, del cual fue una de las principales animadoras.

A partir de 1979, Rita Lee inició una estrecha colaboración musical con Carvalho que se extendió hasta sus últimas producciones discográficas. Dos álbumes titulados simplemente Rita Lee -en 1979 y 1980- confirmaron su estatus como intérprete de pop-rock y MPB, con temas como Papai me empresta ou carro, la balada Mania de você -aquí una versión para MTV en acústico, a dúo con Milton Nascimento, grabada en 1998-, Orra meu y tres canciones que la harían muy famosa en Latinoamérica, Lança perfume, Banho de espuma y Baila comigo -no confundir con el éxito de 1981 de Miami Sound Machine que es, en realidad, una adaptación al español de Lança perfume.

De hecho, estos tres hits fueron lanzados en versiones en español, como parte de un LP titulado Rita Lee y Roberto y alcanzaron alta rotación en las radios de la época. Álbumes de ese periodo como Bombom (1983) o Flerte fatal (1987) tuvieron resonancia en Brasil. Una buena puerta de ingreso a la musicalidad de Rita Lee es a través de su álbum en vivo Rita Lee em Bossa ‘n’ Roll (1991), una elegante gala acústica en la que recorre su amplio catálogo y rinde también homenaje a algunas de sus principales referencias musicales.

En 1993, Rita Lee tuvo un espectacular retorno con su tercer disco epónimo, de sonido más contemporáneo, sin dejar atrás sus raíces. El álbum -también conocido como Todas as mulheres del mundo-, incluye Maria Ninguém, un tema de 1959 escrito por Carlos Lyra y grabado por primera vez por João Gilberto -y que fuera un éxito en nuestro idioma, en 1977, en la voz del crooner español Manolo Otero (1942-2011). En esta renovada versión, Lee la combina con Do you want to know a secret? de sus amados Beatles. En el año 2016-2017 publicó sus memorias, Rita Lee: Uma Autobiografía, el libro de no ficción más vendido ese año en su país.

A inicios del siglo XXI, Rita Lee lanzó un celebrado tributo a los Beatles -una de sus obsesiones desde sus tiempos con Os Mutantes-, llamado Aqui, ali, em qualquer lugar -traducción al portugués del título de una preciosa balada compuesta por Paul McCartney Here, there and everywhere, incluida en el séptimo álbum del cuarteto de Liverpool, Revolver (1966)-, en el que registra once clásicos beatlescos con arreglos de bossa nova. Para el mercado no brasileño el CD fue lanzado bajo el título Bossa ‘n’ Beatles.

Desde entonces, sus apariciones públicas se hicieron más espaciadas y, tras rechazar aquella invitación de sus antiguos compañeros de Os Mutantes -que la reemplazaron con una joven llamada Zélia Duncan-, siguió produciendo discos y haciendo giras, convertida en ícono cultural del Brasil, al mismo nivel que sus colegas Caetano, Gil, Chico Buarque, Maria Bethania y Gal Costa. En el 2021 se dio la noticia de que la creativa artista estaba luchando contra el cáncer. Fiel a su estilo, salió a los medios a anunciar que le había puesto nombre a su tumor. Lo llamó “Jair”, como Jair Bolsonaro. Rita Lee falleció, víctima de esa maldita enfermedad, el pasado lunes 8 de mayo, a los 75 años. Fue despedida en redes sociales por reconocidas personalidades de la música como Roberto Carlos, Fito Páez, Carlinhos Brown, entre otros, quienes celebran su vitalidad e independencia. Transgresora y rebelde como siempre, dejó escrito su epitafio: “Nunca fue un buen ejemplo, pero fue una buena persona”.

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La columna vertebral del sonido de Yes, en todas sus etapas, fue el bajista Chris Squire, como puede uno notar desde sus primeras grabaciones -por ejemplo, el inicio de Survival (Yes, 1969) o a la sorprendente línea de bajo del cover de No opportunity necessary, no experience needed (Time and a word, 1970), tema original del trovador negro Richie Havens. Squire, lamentablemente fallecido en el año 2015, a los 67 años, de una extraña forma de leucemia, tenía una presencia sónica y escénica capaz de sostener cada canción del grupo, dando unidad a los desenfrenos instrumentales de Wakeman y Howe, con un sentido de la improvisación y las síncopas poco comunes en esta era del rock. El rotundo tono, medidamente distorsionado, de su bajo Rickenbacker de cuatro cuerdas, y esa increíble habilidad para pasar de notas aisladas, espaciadas, a cascadas de escalas que recorren todo su diapasón sin descanso y sin perder un solo tiempo -por ejemplo en Roundabout– o el contraste de veloces fraseos y pausas que realiza en Heart of the sunrise -escuchar aquí el bajo aislado de Chris Squire, para mayor detalle- basta para dar cuenta de su enorme talento y la importancia de su estilo en la personalidad musical de Yes.

El álbum no es, como pudiera parecer de primera mano, un único concierto registrado de principio a fin. Se trata más bien de una combinación de dos giras diferentes. Las canciones Perpetual change, Long distance runaround y The Fish (Schindleria Praematurus) pertenecen a la gira del disco Fragile, desarrollada entre septiembre de 1971 y marzo de 1972, cuando el baterista del grupo todavía era Bill Bruford. Unos meses después, faltando semanas para comenzar la nueva gira, esta vez para presentar el siguiente disco -Close to the edge-, Bruford renunció a Yes para unirse a King Crimson, la banda liderada por el guitarrista Robert Fripp. En su reemplazo llegó Alan White, de estilo más rudo e intuitivo, quien tuvo que aprenderse tan complicado repertorio en solo tres días. El resto de Yessongs es con White sentado detrás de los tambores, lugar que no abandonaría hasta un año antes de su muerte, ocurrida el año pasado, a los 72 años.

Como ocurre en prácticamente toda su discografía desde 1971, la carátula de Yessongs es una obra del diseñador y artista plástico Roger Dean, creador de mundos fantásticos en los que confluyen formaciones rocosas, volcanes, manantiales de agua clara, cielos limpios, floras espaciales y criaturas de todo tipo, una traducción en imágenes cósmicas de los universos sonoros de Yes. Escuchando temas como Heart of the sunrise o Starship trooper -cuya sección Würm es usada en los créditos finales de Yessongs, la película- es posible dar movimiento a las formas que componen uno de los empaques “más complejos y elaborados que me ha tocado hacer”, en palabras del diseñador. Debido a que se editó como disco triple, Dean decidió armar un cuadríptico que diera continuidad a las carátulas de los dos álbumes previos con cada elemento – Escape, Arrival, Awakening y Pathways- representando la evolución de este ecosistema planetario musicalizado.

Después del Yessongs -que fue un éxito comercial para la banda tanto en Europa como en Estados Unidos, donde fue certificado como Disco de Platino a finales de los noventa por alcanzar el millón de copias vendidas solo en ese país- vino un periodo difícil para la banda, tras la publicación del doble Tales from topographic oceans que, en su momento, ocasionó la indignada renuncia de Rick Wakeman y el primer quiebre de esta formación que volvería a reunirse en dos oportunidades, en el periodo 1977-1979 -que generó los álbumes Going for the one (1977) y Tormato (1978)- y, posteriormente, en 1995-1996, para producir el álbum doble, mitad en vivo y mitad en estudio, Keys to ascension.

Bajo la producción del “sexto integrante” de Yes durante el periodo 1970-1974, Eddie Offord, Yessongs constituye un registro único de lo que estos cinco músicos, entonces por debajo de los treinta años de edad, pudieron lograr en su mejor momento. En el año 2015, el sello Rhino -parte de Warner Music Group, casa matriz de Atlantic Records- lanzó un boxset de catorce discos compactos y vinilos titulado Progeny: Seven shows from Seventy-Two (aquí una sesión de desempacado o “unboxing” de esta colección), que consiste en siete conciertos completos -dos discos por cada uno- realizados entre octubre y noviembre de 1972, de donde se extrajeron las canciones de Yessongs, un álbum que llega a nuestros tiempos con su integridad musical intacta, tan sorprendente como cuando fuera puesto a girar por primera vez en el tornamesa de algún barrio hippie de Londres o New York, hace cincuenta años.

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Otro aspecto es la necesidad que tiene la banda de justificar sus canciones, una autoimposición que responde a mitigar potenciales controversias que terminen bloqueando su exposición en internet. Esto con relación al “disclaimer” que Metallica publica como sumilla en YouTube para presentar el video de Screaming suicide, otro de los surcos de 72 seasons. Además de una advertencia generada por la plataforma de videos en que se menciona que la canción toca “temas de suicidio o autolesiones”, Metallica -a través de su sello Blackened Recordings- se toma el trabajo de explicar a la comunidad cibernauta que “el tema incluye una palabra tabú, suicidio. Su intención es comunicar acerca de la oscuridad que todos sentimos dentro…” La declaración viene acompañada de un listado de websites de apoyo e información para individuos con ideas suicidas.

No se puede negar el sustrato positivo de esta acción, en especial en estos tiempos en que las redes sociales promueven comportamientos de riesgo que incluyen, por supuesto, la publicación de tutoriales sobre cómo quitarse la vida. Pero también es un poco extraño ver a un grupo como Metallica sometiendo sus decisiones artísticas ante la posibilidad de ser malinterpretados, una situación contra la cual muchos lucharon explícitamente a mediados de los ochenta, cuando el embate de la PMRC (Parents Music Resource Center), una asociación de esposas de congresistas de los Estados Unidos, liderada por Tipper Gore -en ese entonces casada con Al Gore- conminó a los sellos discográficos a colocar etiquetas en los discos que advirtieran acerca de los contenidos de las letras de diversos géneros musicales. En aquella ocasión, en 1985, reconocidos músicos como Frank Zappa, John Denver y Dee Snider -vocalista de Twisted Sister- lideraron la defensa de los derechos de libertad de expresión y creatividad de los artistas incluidos en aquella censura. ¿Se imaginan si Metallica hubiera tenido que explicar las letras de Fade to black o Welcome home (Sanitarium), dos de sus clásicos, que también hablan abiertamente de este tema?

Pero volvamos al último disco, cuyo título -72 seasons- alude a los primeros 18 años de nuestras vidas, “el periodo en que se forma nuestro ser sea el verdadero o el falso”, en palabras del grupo. James Hetfield (59), Kirk Hammett (60), Lars Ulrich (59) y Robert Trujillo (58) -en Metallica desde el año 2003- no están inventando la pólvora ni mucho menos. Canciones como Inamorata -la más larga del álbum con casi doce minutos-, Sleepwalk my life away o el tema-título– son pródigas en riffs poderosos, baterías incansables y solos electrizantes, con letras que hablan de emociones oscuras, mentes perturbadas y esa agresividad que, de vez en cuando, todos necesitamos desfogar usando diferentes herramientas generadoras de catarsis. Es saludable ver a nuestros ídolos del pasado recuperarse, por lo menos parcialmente, de aquella catatonia provocada por el miedo a perder vigencia -y por algunos demonios internos- y volver por sus fueros.

Sin embargo, al escuchar la última aventura musical de Metallica con intenciones comparativas, el disco no solo queda detrás de sus propios álbumes, sino que también va a la zaga de los más recientes disparos de sus contemporáneos, a pesar de que estos recibieron menos publicidad y merecieron muy poca atención del público en general. Por ejemplo, el año pasado Megadeth, con Dave Mustaine a la cabeza, editó el año pasado The sick, the dying… and the dead!, que desde sus primeros acordes hace saltar todo por los aires. Lo mismo podemos decir de discos como Titans of creation (2020) o Hate über alles (2022), de Testament y Kreator, respectivamente -otras dos leyendas del thrash que hace unas semanas ofrecieron un demoledor concierto en Lima, o de las últimas grabaciones oficiales de Slayer (Repentless, 2015) y Anthrax (For all kings, 2016). Aun así, 72 seasons supera las expectativas frente a una banda que muchos considerábamos ya fuera del juego metalero. Nada más lejos de ello.

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La balada antibélica Us and them –con sus ecos crepusculares y grandilocuentes coros- es uno de los puntos más altos de un álbum que tiene, en sí mismo, una estatura más que elevada. La circular melodía es una composición que Wright había preparado como una de las contribuciones de Pink Floyd para la banda sonora del film de culto Zabriskie Point (1970) pero que fue rechazada por su director, el italiano Michelangelo Antonioni (1912-2007) porque la consideraba “hermosa pero muy triste, me hace pensar en la iglesia”, como alguna vez recordó Waters. La letra es un listado de dicotomías y conceptos antagónicos y/o relacionables entre sí –“nosotros y ellos”, “con y sin”, “arriba y abajo», “abajo y afuera”, “negro y azul”- para luego condenar la brutalidad de la guerra, un tema que lo obsesionó siempre -su padre había fallecido durante la Segunda Guerra Mundial- y que fue insumo para composiciones posteriores como algunos cortes de The Wall –In the flesh?, Bring the boys back home– o las canciones que dieron forma al disco The final cut (1983, el último que grabó con Pink Floyd). Waters usó el título de la canción para una de sus más recientes giras mundiales, que generó a su vez el documental Us + Them (2019). En este tema, como en Money, brilla el saxofonista Dick Parry, colaborador estable del grupo entre 1973 y 1977.

El álbum comienza y termina con el latido de un corazón (Speak to me), simbolizando el pulso vital y la fragilidad humana, además de dotarlo de un sentido de continuidad. Las voces que se escuchan al fondo, en diversos momentos, haciendo comentarios sobre la vida y la muerte, la locura y la agresividad, surgieron a partir de preguntas escritas en tarjetas por el mismo Waters -como se cuenta a detalle en el capítulo de la serie documental Classic Albums dedicado al disco (2003)- y tuvo también una serie de complementos audiovisuales para los conciertos, como el video de Money, esa ácida crítica contra el consumismo o la animación de relojes voladores para Time. El último tramo del disco, conformado por el instrumental Any colour you like y Brain damage/Eclipse -otra en la que destacan las coristas Lesley Duncan, Liza Strike, Barry St. John y Doris Troy-, condensan el mensaje principal de esta visita al lado oscuro de la luna que es, en realidad, el lado oscuro del alma, marcado por el inconformismo y la neurosis como resultado de comprobar que, en el fondo, todos lidiamos con un mundo cargado de desconfianza, ambición y soledad.

Autoritario y polémico como siempre, Roger Waters anunció a principios de este año que acababa de regrabar todo el álbum y nos conmina a olvidarnos de “esa tontería de que fue un trabajo grupal. Yo lo escribí. Claro, éramos una banda entonces pero el disco es mío”. Lo cierto es que, si bien la concepción de la idea es enteramente suya, así como las letras y la planificación de detalles, en las composiciones musicales hay participación muy fuerte de Gilmour, Wright y, en menor medida, Mason. De modo que lo dicho por Waters no es del todo exacto. En todo caso, quienes han escuchado la nueva versión -un par de periodistas y amigos del músico- han comentado que se trata de una interesante relectura.

Roger Waters y su extraordinaria banda tocaron, en su primera visita a Lima, The Dark Side of the Moon completo en el Estadio Monumental, con el guitarrista David Kilminster y el tecladista Jon Carin haciendo las voces de Gilmour y Wright, aquel inolvidable 12 de marzo del 2007. La noticia anunciada por Roger Waters no fue del agrado, desde luego, de Nick Mason y David Gilmour, los dos Pink Floyd restantes -Richard Wright falleció a los 65, el 2008- e incluso Polly Samson, esposa y manager de Gilmour, tuvo duras expresiones contra Roger Waters en sus redes sociales (quienes seguimos al grupo sabemos que estos enfrentamientos son más comunes de lo que podría pensarse).

En todo caso, un desinformado periodista británico llamado Stuart Maconie se encargó de lanzar una rama de olivo entre Gilmour y Waters, cuando este último respondió con furia al enterarse de que le atribuía declaraciones injuriosas sobre los solos que su compañero grabó para la versión original de 1973. “Para mí, los solos de David constituyen una colección de los mejores que se hayan grabado en la historia del rock. Así que Stuart, pequeño idiota, la próxima vez revisa bien lo que escribes antes de imprimirlo”.

A la vista de estas discusiones interminables, parece un sueño imposible que Roger Waters (79), David Gilmour (77) y Nick Mason (79) se sienten en torno a la misma mesa para celebrar, juntos, la tremenda obra maestra que perpetraron entre mayo de 1972 y febrero de 1973, aquellos nueve meses de intensas sesiones que terminaron siendo The Dark Side of the Moon, álbum certificado catorce veces con Disco de Platino solo en el Reino Unido y que ha permanecido en los rankings por más de 950 semanas. Como premio consuelo, nos queda escucharlo una y otra vez, como venimos haciéndolo desde hace cincuenta años.

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Wayne Shorter siguió explorando su propia inspiración en paralelo a su trabajo con Weather Report que, con los años, se fue convirtiendo en predio casi exclusivo para las composiciones de Joe Zawinul. Los chispazos de arrebatada personalidad de Jaco Pastorius y la vehemencia creativa del austriaco movieron a Wayne Shorter un poco hacia atrás -metafóricamente hablando ya que “sin Shorter no había Weather Report” como alguna vez dijo el tecladista del bigote y el sombrero étnico de llamativos colores.

El saxofonista se mantuvo cómodo con ese perfil bajo, reservando su música más personal para una dilatada y simultánea discografía en solitario, con títulos como Native dancer (1974), un colorido tour-de-force por las fusiones con la música del Brasil, a dúo con Milton Nascimento; Atlantis (1985) que contiene una de sus piezas más conocidas, Endangered species; High life (1995), con la participación de Marcus Miller en bajo y Rachel Z en teclados; o Without a net (2013), con su último cuarteto. En 1975 colaboró en el primer disco como solista de Jaco, en el tema Opus pocus. En medio, la reunión del “Segundo Gran Quinteto”, es decir Shorter, Hancock, Carter y Williams con Freddie Hubbard cubriendo el lugar de Miles, un supergrupo llamado V.S.O.P que publicó cuatro álbumes en vivo entre 1977 y 2002 y una delicia en estudio, Five stars (1979).

Y, como suele ocurrir con estas superestrellas del jazz, Wayne Shorter tuvo también diversos encuentros con el mundo del pop-rock, introduciendo sus finos y complejos fraseos de saxo tenor en grabaciones de artistas como Steely Dan (Aja, 1977), Don Henley (The end of the innocence, 1989) o Joni Mitchell (Both sides now, 2000), con quien colaboró en una decena de álbumes, entre ellos los imprescindibles Don Juan’s reckless daughter (1977), Mingus (1979) o el doble en vivo Travelogue (2002).

También fue muy conocida su asociación con Carlos Santana, con quien grabó The swing of delight (1980) y Spirits dancing in the flesh (1990). En el siguiente enlace los podemos ver a ambos en el Festival de Montreaux de 1988, tocando Europa (Earth’s cry, heaven’s smile), clásica composición instrumental incluida en el LP Amigos de 1976, una de las más conocidas del guitarrista mexicano. Junto a Herbie Hancock, Santana y Shorter salieron de gira, en el 2016, bajo el nombre Mega Nova, supergrupo que completaron Marcus Miller (bajo) y Cindy Blackman (batería).

Wayne Shorter ha sido descrito como un filósofo, una persona de conceptos profundos e incapaz de decirle no a alguien, cuando se trataba de enseñar y compartir sus experiencias. Tina Turner lo consideró su salvador, pues le permitió quedarse en su casa medio año para huir de las golpizas que le propinaba Ike Turner, a mediados de los setenta, una historia que cuenta en su libro de memorias Happiness becomes you (2020). Ganador de una docena de Grammys, del Kennedy Center Honors 2018 y considerado el mejor saxofonista de jazz por los lectores de la revista Down Beat durante varios años consecutivos, el músico será recordado por sus pares como un ejemplo de creatividad artística y elevada espiritualidad.

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En 1983 llegaría Bienvenido al club, disco que trajo otras dos buenas canciones, Hay algo en ella y Por volverte a ver, ideal para aquellas amores frustrados por la separación. Todos estos temas fueron escritos por Ray Girado, nombre artístico del reconocido compositor español Rafael Gil Domínguez (1947-2015), también autor de El primer beso o Para que no me olvides, éxito setentero de Lorenzo Santamaría que Dyango también grabara en su disco Corazón de bolero (1990). Al año siguiente, la canción Corazón mágico del LP … Al fin solos! (1984) se convirtió en un nuevo triunfo para el barcelonés, quizás la canción por la que más se le recuerda hasta ahora, una de las que “no puedo dejar de cantar en cada país que visito”. Sus últimos hits radiales en esa década fueron Esa mujer (1985) y El que más te ha querido (1989), bolero compuesto por la cubana Concha Valdés.

Pero, además de la música, Dyango tiene otras dos pasiones: el fútbol y la política. Como buen catalán, el cantante se declara “culé” -apelativo con el que se conoce a los hinchas del Barça- a muerte. De hecho, su relación con el club azulgrana es tan cercana que compuso y grabó una canción para el equipo, titulado Som més que un club (2004), en catalán. Incluso, Dyango contó hace algunos años que, mientras vivía en Argentina en los setenta, vio a un jovencito de 16 años jugar maravillosamente y llamó de inmediato a los directivos del Barcelona, para que lo contrataran y lo adoptaran pensando en el futuro. Era Diego Armando Maradona. Sin embargo, no aceptaron porque no querían “hacerse de un desconocido por poco que costara”. Años después, tras la revelación de “El Pibe” en el Mundial de España ’82, el Barcelona FC tuvo que pagar 1,200 millones de pesetas por el pase del argentino. Dyango y Maradona fueron grandes amigos.

En cuanto a la política, el cantante ha sido uno de los activistas más consecuentes del independentismo catalán, aunque en la actualidad reconoce que eso lo verán posiblemente sus nietos, pero él no. Ha grabado varios discos en ese idioma -En català (1982), Per a la meva gent (1984), Quan l’amor és tan gran (1997), El pare (2004)- y, como lo hacen también otros cantautores nacidos en Cataluña como Lluís Llach o Joan Manuel Serrat, Dyango defiende la autonomía y el orgullo de su origen cada vez que tiene ocasión. En el LP Per a la meva gent incluye una versión de la tierna balada Paraules d’amor (Palabras de amor), de su paisano Serrat. Y, en su perfil de Twitter, el intérprete se describe de la siguiente manera: “Músic, cantant i català” (“Músico, cantante y catalán”) y acompaña su imagen con el característico lazo amarillo que identifica a los separatistas. 

Sin embargo, por delante de todo está la música. A partir de los noventa, la carrera de Dyango se mantuvo vigente por todo lo producido en las décadas anteriores, con recitales por toda Hispanoamérica y los Estados Unidos. Álbumes como Morir de amor (1993), donde entona, el clásico bolero Espérame en el cielo a dúo con otra artista europea enamorada de nuestras músicas, la cantante griega Nana Mouskouri -donde nos hace recordar a Demis Roussos-; o los discos de covers Himnos al amor (2001), A ti (2003) e Íntimamente (2005), lo trajeron de regreso interpretando canciones de sus colegas Charles Aznavour, José José, Julio Iglesias, Roberto Carlos, Edith Piaf, entre muchos otros. En los últimos años ha grabado discos de boleros, tangos, rancheras y hasta un homenaje a Andalucía, Coplas (2008), con el acompañamiento de la Orquesta Sinfónica de Bratislava. En el 2018, luego de anunciar su retiro de los escenarios por problemas de salud hasta en dos ocasiones -algo que no cumplió, por supuesto- recibió el Premio Grammy Latino a la Excelencia Musical. 

Más de cuarenta discos después, Dyango sigue conquistando escenarios con el poder de su voz. En octubre del 2022 llenó dos fechas en el Teatro Gran Rex de Buenos Aires, Argentina, país que siempre lo ha recibido con brazos abiertos. Y sus aportes a la música se extendieron a través de dos de sus hijos, Marcos Llunas (el apellido es de su madre) y Jordi. se hizo muy conocido en los noventa con canciones como Sentir, Para reconquistarte o Eres mi debilidad y grabó en el 2012 un disco homenaje con once canciones de su famoso padre, titulado A la voz del alma. Y Jordi, el menor, saltó a la fama en 1997 con un buen disco de composiciones propias del cual se popularizó la canción Desesperadamente enamorado. Por otro lado, sus nietos Izán y Axel destacaron como actores en la serie de Netflix sobre Luis Miguel (2018-2021), a quien Dyango le dio clases de canto cuando era niño. “A mí también me gustaría una serie sobre mi vida”, dijo Dyango recientemente. “Me gustaría que alguien piense en mí”. 

PST-DATA: Al cierre de esta columna, se publicó el deceso del compositor, pianista y arreglista Burt Bacharach, a los 94 años, un caballero que dedicó su vida a ensalzar la música pop con canciones que las nuevas generaciones jamás tendrán el placer de reconocer. Más sobre él, la próxima semana…

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