[Música Maestro] Los melómanos del mundo lo sabemos perfectamente. Nada más divertido, escapista y nerd que pasar horas discutiendo quién fue qué en la historia de la música popular. Esta práctica, que también se da en los universos del cómic, la literatura o el cine, nos pone delante de dicotomías que generan discusiones eternas cuya característica común es su imposibilidad de arribar a respuestas o conclusiones cerradas. Son ejercicios retóricos y comparativos que, muy a menudo, trascienden los aspectos objetivos -popularidad, influencia, éxito comercial- para sumergirse en la más descarnada subjetividad, lo cual garantiza toda clase de apasionamientos y hasta agresiones, sobre todo en los predios siempre reduccionistas, simplones y excesivamente abiertos de las redes sociales.
Por supuesto que aquí no vamos a llegar eso, sino todo lo contrario. Cada vez que se plantean esta clase de “versus” lo que debe movernos es el afán de revisar trayectorias, puntos de vista, apreciaciones, todas válidas si tienen buenos argumentos, sin caer en la desautorización o en el irrespeto a las opiniones contrarias, salvo que provengan de la desinformación, la ignorancia o el mero afán por dar la contra. Además, no siempre se trata de dicotomías antagonistas, sino que se puede llegar a consensos porque, como en otras áreas del conocimiento humano, lo que comienza como un intercambio de conceptos opuestos puede acabar en fructíferos acuerdos que nos permitan entender y disfrutar mejor a los artistas sometidos a estos debates.
Puede parecer un tema superficial y hasta inútil -me imagino que muchos están pensando ya en aquello de que “no es bueno comparar”-, eso de andar analizando artistas, épocas o incluso periodos de un mismo grupo o solista para determinar las razones que motivaron sus títulos, desempeños comerciales, fervorosos fanatismos o permanencias en el tiempo y si son o no justificados. Pero, en lo personal, prefiero diez mil veces discutir sobre estas cuestiones que sobre las declaraciones cínicas y/o cantinflescas de políticos impresentables -presidentas, ministros, congresistas y demás-, periodistas y líderes de opinión que se venden al poder, candidatos mentirosos o cómicos de estercolero con popularidades y fortunas gruesas y mal habidas. Es más edificante, entretenido y, en esta oportunidad, me sirve para recordar algunas de las batallas más interesantemente vacías que he escuchado. Y en las que he participado, más de una vez.
Empecemos con la más conocida de todas. ¿Los Beatles o los Stones? Desde siempre, la prensa especializada instaló en el público la (falsa) idea de que existía una rivalidad entre los de Liverpool y los de Londres. Así, polarizaron a sus primeras audiencias poniendo como base el aspecto y la actitud de unos y otros. Mientras que The Rolling Stones eran “los chicos malos” -desaliñados, con sus uniformes jaloneados, con canciones que hablaban de peleas callejeras y diversos niveles de promiscuidad-, The Beatles iban siempre correctamente vestidos, peinados y cantándole al amor y la amistad.
Después de la muerte de Brian Jones en 1969 y la separación de los Fab Four al año siguiente, la discusión se trasladó a la tenacidad de los creadores de clásicos como (I can’t get no) Satisfaction o Paint it black para mantenerse unidos, por lo menos su núcleo creativo, Mick Jagger y Keith Richards, con diversos cambios de personal -su último álbum es del año 2023-, frente a la imposibilidad de reunión de la banda de rock más influyente de la historia -así nuestro experto rollingstoniano local, Cucho Peñaloza, piense lo contrario-, algo que quedó sepultado para siempre cuando Mark David Chapman decidió asesinar a John Lennon aquel oscuro 8 de diciembre de 1980 en New York. Obviamente, nunca existió tal enemistad, pero siempre es interesante cuando conocedores de estos dos monstruos del rock intercambian sus pareceres sobre cuál de los dos es “el mejor”.
En la otra orilla del océano musical, nos acercamos a nuestras costas para recordar uno de los debates más acalorados en el ámbito de la música criolla. Me refiero al que enfrenta a Chabuca Granda (1920-1983) con Alicia Maguiña (1938-2020), para determinar el título de “la mejor compositora”. Y, en este caso, la pugna de egos sí fue real y está documentada largamente. Alicia, ocho años menor que Chabuca, escribió en una de sus primeras marineras –Dale, toma de 1961- que Granda parecía “una beata cantando en misa” para responder unas críticas según las cuales, para resumir, la autora de La flor de la canela consideraba que a la creadora de clásicos como Indio o Estampa limeña, le faltaba aprender. Ambas tienen amplios merecimientos, con creaciones e investigaciones que enriquecieron el acervo musical peruano, integrando sonidos de la costa con lo afroperuano y lo andino.
Otro ejemplo en cuanto a la música hecha en nuestro país se da cuando hablamos de pop-rock y sus derivados. ¿Comercial o subte? ¿Pedro Suárez Vértiz o Daniel F? ¿Líbido o Mar de Copas? Podría dedicarle una columna exclusivamente a este tema, porque además de las variables estrictamente artísticas o de preferencias del público, inevitablemente ingresan en este cuadro consideraciones de índole social como la procedencia de los grupos o solistas (de Lima o de provincias, del centro o de los conos, de La Noche o El Averno); o de naturaleza empresarial/política como los temores que siempre han tenido los medios ante intérpretes con mensajes incómodos o sonidos no muy amables.
Por ejemplo, es imposible no hablar de clasismo/racismo cuando recordamos las peleas entre “pitupunks” y “misiopunks”, uno de los capítulos más ridículos de la magra historia de las vertientes extremas del rock peruano de los ochenta y que, en el fondo, encubre problemáticas más complejas que superan los intentos de autoafirmación de cada género o subgénero para decidir quién es más auténtico y establecen la oportunidad para discutir acerca de qué clase de ciudadano eres, algo que se viene haciendo desde hace tiempo en grupos y redes sociales afines al análisis y consumo de la multiforme telaraña de escenas que se desarrollan en el pop-rock nacional desde los años sesenta. Porque una cosa es preferir las canciones de Saicos, Narcosis o Dios Hastío y otra las de Río, Mar de Copas o We The Lion, ya sea durante el velasquismo, el alanato/fujimorato o en plena era de waykis y Rolex.
Si hablamos de salsa, también aparecen varias dicotomías sobre las cuales podríamos ocuparnos durante horas. ¿Qué orquesta es la mayor representante de la salsa dura? ¿El Gran Combo o La Sonora Ponceña? ¿Qué salsa es más popular, la colombiana o la portorriqueña? ¿Dónde nació el género, en Cuba o en Puerto Rico? -aquí la respuesta sería en ninguno de los dos países, porque la salsa, como tal, nació en los Estados Unidos, específicamente en New York.
La madre de las discusiones en este terreno es la que pone frente a frente a dos antiguos amigos que hoy no pueden verse ni en pintura, Rubén Blades y Willie Colón. Entre 1977 y 1982, ambos crearon algunos de los mejores álbumes del sello Fania Records. Y, desde entonces, su relación se convirtió en una combinación de reencuentros y pleitos en juzgados. Esto dio material de primera para las tertulias acerca de quién merecía mayores reverencias, si el experto cantante y poeta urbano o el productor, arreglista y trombonista de voz esforzada y nasal.
Pero hay otro de estos simpáticos “Celebrity Death Match” -recordando la sangrienta serie de animación cuadro-por-cuadro que la MTV transmitió entre 1998 y 2002 en que dos estrellas luchaban hasta la muerte- que involucra al panameño. Y es el que protagonizó, entre el 2014 y el 2019, con el trovador cubano Silvio Rodríguez. Por cierto, en este caso no hablamos de una discusión entre seguidores sobre quién es mejor, sino de una pugna ideológica entre ambos artistas. Silvio y Blades intercambiaron artículos desde sus blogs Segunda Cita y La Esquina, respectivamente, en los que aprovecharon la coyuntura de la crisis en Venezuela en ese momento -el chavismo, Nicolás Maduro, Guaidó, Capriles- para polemizar y filosofar, con mucho respeto y una altura digna de ellos mismos, sobre temas como la izquierda, la política, la sociedad, la revolución. De hecho, tras las últimas elecciones en el país llanero, los cantautores no se han dicho nada, aunque sus discusiones previas sí trataron de ser reactualizadas por “trolls, blogueros y call-centers del dictador Maduro”, como ha denunciado en sus redes el compositor de Pedro Navaja. Pero aquí no hay discusión que vaga. Ambos son extraordinarios.
Regresando al mundo del rock, una de las discusiones más interesantes es la que suele reactivarse cada cierto tiempo entre fanáticos del grupo británico Genesis. ¿Qué etapa fue mejor? ¿con Peter Gabriel o con Phil Collins? Este es uno de los debates especializados más longevos en la evolución del rock. Como sabemos, entre 1970 y 1975, la banda tuvo a ambos en su formación: el primero al frente, como vocalista y maestro de ceremonias; el segundo al fondo, como baterista y corista ocasional. Sin embargo, cuando el hombre de los disfraces y las personalidades múltiples decidió apartarse para iniciar su camino en solitario en 1976, Collins tomó el micrófono. Poco a poco, el sonido de Genesis se fue alejando de las complejas historias y los arreglos musicales recargados para incorporar texturas menos densas y cercanas al pop de los ochenta, aunque siempre con un nivel de destreza instrumental superior al de las bandas promedio.
Muchos seguidores adictos al prog-rock de la primera etapa acusaron a Phil Collins de haber pervertido el sonido de Genesis, haciéndolo “más comercial”. El hecho de que Collins comenzara en paralelo su exitosísima carrera como solista, con discos inspirados tanto en el art-pop como en el soul y el R&B, no hizo más que empeorar la opinión de los más recalcitrantes. Sin embargo, los álbumes que Genesis publicó entre 1976 y 1991 contienen composiciones de un alto nivel de inventiva que se intercalan con los temas más radialmente amigables, que hicieron de Genesis la banda progresiva que mejor logró acomodarse al estilo de pop-rock masivo de la década de los ochenta. Puede que no sean como Watcher of the skies (1972) o The cinema show (1973), pero canciones como Home by the sea (1983) o Domino (1986) se erigen como testimonios de su capacidad de creatividad y adaptación.
Hablando de rock argentino, por ejemplo, ¿Charly García o Luis Alberto Spinetta? Ambos son los padres fundadores del rock gaucho, sin duda alguna. El genio del bigote bicolor se hizo extremadamente reconocible por los grandes públicos no necesariamente expertos, luego de haber atravesado por diversas etapas -folk-rock, prog-rock, pop electrónico, funky, tango, pop-rock- mientras que el otro genio, el de las letras enigmáticas y la guitarra electrizante, jamás alcanzó la ansiada popularidad a pesar de haber sido determinante en el desarrollo del rock en nuestra lengua y las fusiones con el jazz y el folklore de su país. García (72) acaba de lanzar un interesante disco, La lógica del escorpión, después de años de silencios parciales y múltiples padecimientos de salud; mientras que “El Flaco” falleció a los 62 en el 2012, con una discografía alucinantemente diversa, retadora y masivamente desconocida.
Otras dicotomías interesantes son: ¿Pedro Infante o Jorge Negrete? Mi padre, que en paz descanse, prefería al tenor académico, pero muchos otros confieren a Infante esa naturalidad cercana al pueblo de la que carecía el encopetado charro. En el post-punk, algo similar a lo de Genesis pasó con Joy Division que, tras el lamentable suicidio de su vocalista y líder, Ian Curtis (1956-1980), cambió la oscuridad de sus ritmos catatónicos por el brillo sintetizado de New Order. Hasta ahora se encienden las redes cuando se arma el debate sobre qué etapa prefieren sus seguidores. También en los ochenta, la rivalidad entre Morrissey (The Smiths) y Robert Smith (The Cure) se hizo legendaria entre círculos de conocedores. Y en cuanto a preferencias genéricas, de cuando en cuando uno encuentra sustanciosos intercambios de opiniones ante preguntas del tipo: ¿Qué prefieres, baladas en inglés (Air Supply, Elton John) o en español (José José, Camilo Sesto)? ¿Escuchar metal o punk? ¿Música clásica o jazz? ¿Beethoven o Mozart? Más allá de las respuestas obvias relacionadas a la subjetividad en cuanto a gustos musicales, es increíble la cantidad de información sobre idiosincrasias, personalidades, prejuicios y alcances intelectuales detrás de cada respuesta.
¿Madonna o Cyndi Lauper? Es una pregunta válida para todos aquellos amantes de los membretes. Hay quienes consideran que aquello de “Reina del Pop”, además de ser un evidente rótulo de raigambre publicitaria, se trata de una exageración tratándose de una artista que dedicó más de la mitad de su vida artística a los escándalos. Ciertamente, Madonna revolucionó el mundo del pop con sus frescas canciones y su irreverente imagen, especialmente entre 1983 y 1986. Pero desde entonces más han sido las controversias que los logros artísticos y, actualmente, a los 66 años cumplidos hace apenas un mes, sus inconsistencias van de la mano con su éxito monumental, como quedó demostrado en el concierto gratuito que ofreció recientemente en Brasil, donde incluso se atrevió a exponer a menores de edad a espectáculos para adultos. Mientras tanto, Cyndi Lauper (71), su némesis en aquellos años, hoy exhibe una carrera impecable que está llegando a su final con una espectacular gira de despedida. Y la divertida Girls just want to have fun representa mejor al espíritu adolescente inocente y libre de malicias que esos himnos al materialismo y la malentendida independencia femenina de Material girl o Like a virgin.
En esa misma línea, durante años hemos aceptado que Michael Jackson (1958-2009) fue el indiscutible “Rey del Pop”, por su innegable talento como cantante y bailarín, sus dotes natas de entretenedor y una carrera exitosa y prolífica que inició muy precozmente, desde los 10 años, al frente de sus hermanos, The Jackson 5. Durante los años más potentes de su reinado (1983-1987), sin embargo, se levantó la polémica entre especialistas que empezaron a preguntarse si el verdadero genio de la música afroamericana moderna era él u otro artista, también vigente en esos años de brillo ochentero pop.
A diferencia de Jackson, Prince (1958-2016) no inició su camino musical de niño, pero entre los 20 y 23 años lanzó cuatro discos en los que grabó absolutamente todos los instrumentos y todas las voces, a la manera de otros genios unipersonales como Mike Oldfield, Todd Rundgren o Paul McCartney. Extremadamente virtuoso en guitarra, bajo y teclados, Prince además cantaba y bailaba frenéticamente bien, lo cual lo convirtió en un artista sumamente respetado tanto en las escenas del rock, del soul y del pop. A pesar de todo eso, siempre fue eclipsado por la notoriedad de Michael Jackson y su importancia comenzó a apreciarse, en su verdadera dimensión, de manera muy tardía.
Y hablando de reyes. Es una verdad aceptada literalmente por el mundo entero, que Elvis Presley (1935-1977) es “El Rey del Rock”. Sin embargo, sin negar que tuvo mucha fama y que su imagen, sobre todo durante la primera etapa de su carrera, ayudó a posicionar el rock and roll primigenio como un género popular y exitoso, hay discusiones estimables respecto de si merece un título tan grande y rimbombante.
Después de todo, Elvis no compuso ni uno solo de sus grandes éxitos, tocaba la guitarra acústica a un nivel bastante básico y combinó sus grabaciones musicales con una carrera paralela como actor de películas. Luego se fue al ejército y regresó convertido en una estrella de Las Vegas, un crooner de baladas jazz y country, alejado del concepto que sugiere el título nobiliario que todos reconocen como incuestionable. Por ello hay quienes se preguntan, con total validez, quién califica para hacerse de la corona rocanrolera. ¿Elvis o Chuck Berry (1926-2017)? ¿Elvis o Paul McCartney? Interesante tema de discusión, ¿o no?