En el año 63 a.C., el senador romano Marco Tulio Cicerón, en sus recordadas Catilinarias, denunció la conspiración de Lucio Sergio Catilina para derrocar la República, salvando a Roma del golpe de Estado. Pero no por mucho tiempo. Años después, se destruiría la República cuando Julio César se hizo nombrar dictador perpetuo. Marco Antonio, un aliado de Julio César, ordenó el asesinato de Cicerón, quien había criticado con dureza el creciente poder de César. Aunque su muerte no fue la causa de la caída de la República, privó a Roma de un firme defensor de la democracia romana.  Algunos le criticaban a Cicerón no tener bandera, porque podía estar respaldado por los populares en un momento o por la aristocracia en otro. No entendían que su bandera era la República.

A Gustavo Gorriti también lo quieren eliminar, pero de forma más sofisticada. No es que la humanidad haya avanzado al punto de rechazar el asesinato, ni que a sus adversarios les falte voluntad para usarlo. Prefieren una opción más letal y trascendente: la destrucción de su reputación, credibilidad e influencia. Que sirva de lección para desalentar a cualquiera que amenace la consolidación de su poder e intereses.

Gorriti no es infalible, pero creo que tiene cierta obsesión con serlo. La influencia que tiene dentro de la sociedad no la ha adquirido en cócteles de embajadas ni en lobbies de empresas. Sus investigaciones hablan por sí mismas y no recuerdo que se haya desmentido ningún caso importante en el que haya trabajado. A diferencia de otros que pomposamente se presentan como periodistas de investigación, Gorriti  no es una mesa de partes de aquellos que buscan a la prensa para filtrar denuncias que perjudiquen a sus oponentes políticos. La práctica de IDL-Reporteros se basa  en la búsqueda exhaustiva de la verdad, la verificación de datos y la exposición rigurosa de los hechos. No sé a quién le escuché decir que el periodismo de investigación era la mejor política anticorrupción, en el caso de Gorriti se corrobora.

Por supuesto, no siempre se puede estar completamente de acuerdo con él. A veces, uno desearía que pusiera énfasis en otras causas o que coincidiera más con nuestras ideas. Sin embargo, Gustavo  tiene una visión muy clara de las prioridades del país y actúa en coherencia con ese pensamiento. Incluso en los matices discrepantes, uno puede confiar en que está frente a una persona íntegra. Que si no toma la  postura que uno desearía, se puede tener la seguridad de que no es por cobardía ni mucho menos por buscar un beneficio personal, sino por convicción.

La contribución de Gustavo Gorriti no se limita a la revelación de los grandes casos de corrupción, sino que también ha llevado a cabo una de las investigaciones más serias sobre Sendero Luminoso.

Durante años, he intentado leer todo lo que se ha publicado sobre el conflicto armado interno, y mi apreciación es bastante severa: la mayoría carece de rigor, profundidad y presenta errores graves. Incluso connotados intelectuales se extravían en subjetividades y pierden prolijidad. En contraste, el libro de Gorriti Sendero Luminoso: historia de una guerra milenaria  destaca por su análisis meticuloso y exhaustivo, incluso con la información limitada disponible en 1989.

Existen quienes sienten recelo hacia Gustavo Gorriti y son en cierto grado condescendientes con la campaña de desprestigio emprendida por medios de la ultraderecha como Willax, Expreso y La Razón. Dicen, muy independientes ellos,  que es necesario investigar a todos y dejan un margen de credibilidad a imputaciones falaces. El instinto más elemental en política nos dice que quienes vienen por Gorriti, vienen por todos. La persona con la que se han obsesionado estos medios es un personaje que han creado de manera deliberada para poder hacer viables sus planes. 

No es el primer caso en que en Perú, con fines subalternos, se inventan enemigos terribles. Algunos se prestan a este juego buscando distanciarse de la figura fabricada, pero con ello solo refuerzan la narrativa de la ultraderecha.

Los enemigos de Gustavo Gorriti no tienen idea de lo que él realmente piensa. La caricatura que han hecho de él, es la de un hombre obsesionado con el fujimorismo que solo quiere ver a Alberto Fujimori pudrirse en prisión. Nada más lejos de la realidad. Gorriti, conocedor de la historia y sus dinámicas, sabe lo nocivo que es empantanarse en procesos eternos. Puede ser más bien pragmático en ese tema , siempre y cuando cualquier perdón esté precedido de un compromiso auténtico con los valores democráticos.

No importa cuán distante te encuentres de las ideas y posiciones de Gorriti, él es solo un pretexto para acabar con el periodismo independiente, la democracia, la libertad de expresión y el derecho de la ciudadanía a fiscalizar el poder. Necesitan desacreditarlo para proteger los intereses de un sector mafioso que ha tomado control del país. Por eso, mi defensa de Gustavo Gorriti es sin ambages  y sin concesiones a la ultraderecha, no solo por un afecto personal,  que  lo tengo, sino porque acá nos estamos jugando el futuro del país en las próximas décadas.

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El 14 de febrero era mi fecha favorita. Para ser hater, claro. Marcado en el calendario no por un acontecimiento histórico,una gesta heroica o un hito cultural, sino por la cursilería disfrazada de amor. Una oda al consumismo y la superficialidad, bajo la falsa pretensión de celebrar el afecto.

Corazones de plástico, flores marchitas y chocolates empalagosos como las relaciones que se fomentan,  invaden las calles, los escaparates y las redes sociales. Un bombardeo de cursilería que nos incita a comprar, regalar y fingir amor, incluso cuando este no existe. Es un modelo de sociedad donde las redes sociales se convierten en un escaparate de parejas felices, momentos idílicos y amor perfecto, creando una falsa imagen de lo que es el amor.

Para mí era simplemente el seguimiento de un guion impuesto por la sociedad de consumo, donde cada individuo cumple unpapel predefinido y donde la originalidad y la disidencia no tienen cabida. Hasta los poemas se copian de internet. El amor se convierte en un producto comercializable en lugar de un vínculo genuino entre personas.

No hablaba desde el despecho: mi crítica nunca estuvo dirigida al amor que se prodigan dos amantes, sino a la mercantilización del mismo, a la banalización de un sentimiento tan profundo y complejo, convertido en un producto más en el estante de la sociedad de consumo. No es que mi corazón no pudiera albergar envidia ante una relación bonita y genuina, pero jamás ante una relación marca Rosatel.

El amor celebrado a golpe de tarjeta de crédito es tan efímero como su envoltorio de plástico, desvaneciéndose en la superficialidad de las redes sociales, en la búsqueda de likes. Las palabras se convierten en armas arrojadizas en la batalla por la validación. Un concurso de quién demuestra más amor, aunque sea a base de clichés y frases vacías.

Pero no solo eso. Era consciente de que esta festividad refuerza normas de género tradicionales, donde se espera que los hombres sean proveedores y conquistadores, mientras que las mujeres son vistas como objetos a ser conquistados y complacidos, vinculando su valor a su capacidad de atraer y mantener la atención masculina, relegándolas a un papel pasivo y subordinado.

Además, la comercialización de esta fecha cosifica especialmente a las mujeres, promoviendo la idea de que el amor se demuestra a través de regalos materiales, lo que alimenta una cultura de consumo que socava la importancia de la conexión emocional genuina y desvía la atención de problemas más profundos, como la desigualdad de género y la violencia machista.

Incluso estéticamente, la parafernalia del 14 de febrero me parece horrorosa: chocolates en forma de corazón, globos rojos chillones, peluches de osos amorosos con frases cursis copiadas y recopiadas, y la presión social para hacer ostentación de afecto en las redes sociales.

En medio de esas disquisiciones andaba yo cuando, de pronto, vi la luz… roja del semáforo, y una señora ofrecía ramos de flores a cinco soles. Otro señor parecía que iba a volar por la cantidad de globos que tenía colgados. Más allá, una chica arrastraba con premura un zoológico de peluches en un saco. Sus rostros ajetreados, pero con la mirada atenta para captar a sus posibles compradores. Ese era su día del triunfo. No podían dejar de ganar y nada más importaba.

Y ahí se me cayó el discurso y me hundí en la contradicción. Hasta llegué a desear todo el consumo del mundo en esta fecha.

[BATALLAS PERDIDAS]  En una era donde la interconexión es la norma, la forma en que interactuamos en las redes sociales se ha convertido en un reflejo de nuestra sociedad. Recientemente, un incidente en el que una joven se burló de un suicidio ha provocado una avalancha de insultos y críticas hacia ella en las redes sociales.  Muchos comentarios exigían que se pusiera fin, de inmediato, a la vida académica de la estudiante. Planteaban que, como mínimo, la universidad debería expulsarla. Los insultos eran innumerables, desde aquellos que la denigraban moral y mentalmente hasta los que se burlaban de su apariencia física. Por supuesto, todos los que la insultaban se consideraban moralmente superiores a ella.

¿Es esta la forma adecuada de reaccionar ante una situación tan grave? ¿No estamos cayendo en una espiral de odio y violencia verbal que solo contribuye a polarizar más nuestra sociedad? ¿No deberíamos reflexionar sobre las causas que llevan a alguien a burlarse del sufrimiento ajeno, en lugar de castigarla sin más?

Quizás la joven tenga problemas mentales que le impiden sentir empatía. Quizás haya sido víctima de algún tipo de violencia o abuso. Quizás solo sea una persona insensible y egoísta. No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que vivimos en una sociedad donde la indiferencia y el individualismo a menudo eclipsan la compasión y la solidaridad.

A los pocos días, la animosidad contra la joven fue disminuyendo. Esto coincidió con el descubrimiento, basado en las investigaciones policiales, de que la persona que intentó suicidarse había agredido a una mujer momentos antes. Actualmente, mientras se recupera en el hospital, está siendo investigado por feminicidio.

No sé si una cosa tenga que ver con la otra. De ser así, ¿el suicidio de un criminal es menos trágico por esta condición? En este caso, ¿sería más comprensible la burla? Pero más allá de esta supuesta paradoja, me llama la atención el cargamontón a la joven que se burló. Cuando nos metemos en el torbellino del linchamiento, nada parece poco, todo insulto está justificado y toda medida es exigua. En la lógica de la turbamulta, no hay espacio para la reflexión, cualquier intento será tomado como signo de debilidad o complicidad con el acto abyecto. Solo hay espacio para la ira, la venganza y el desprecio.

Se ha sugerido que la chica podría tener problemas mentales. Si ese fuera el caso, ¿sería correcto expulsar de una universidad  a una persona con dichos problemas? ¿Esa sería la manera, entonces, de enfrentar un problema de salud mental?

Un aspecto que esta situación pone de manifiesto es la falta de empatía y la tendencia a la polarización que existe en las redes sociales. Con demasiada frecuencia, las personas reaccionan desde la emoción más primaria ante los errores o deslices de los demás, sin intentar ponerse en su lugar ni comprender los posibles matices. Esto fomenta la creación de trincheras donde prima el enfrentamiento sobre el entendimiento.

En lugar de expulsar a la joven, la universidad podría implementar programas de educación y sensibilización sobre el suicidio y la salud mental. Esto no solo beneficiaría a esa persona, sino también a toda la comunidad universitaria.

La indiferencia hacia temas tan serios como el suicidio debería conmovernos profundamente. Pero no para hacer leña del árbol caído con la joven que se ha burlado, sino para reflexionar sobre los pilares que se están derrumbando en nuestra sociedad. La peor manera de abordarlo es con medidas administrativas como la expulsión. Este tipo de soluciones, lejos de ser instructivas, solo serían una forma de desviar la mirada mientras la tragedia nos consume.

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[BATALLAS PERDIDAS] Parece que vas a ser escritor y luchador social, le había dicho su padre, y de esas profesiones en el Perú no se vive, generalmente se muere, cuenta Eduardo González Viaña, en su novela Kachkaniraqmi, Arguedas (2023), que le dijo su padre a José María Arguedas. Pero quizás esté contando una anécdota de su propia vida. Son las licencias del escritor, que nos revelan su profunda identificación con el mítico narrador andino. Novelar a un novelista, todo un desafío del que Eduardo González Viaña sale más que airoso.

¿Quiénes mejores que dos zorros, uno de arriba y otro de abajo, para narrar la vida de José María Arguedas? En la obra del gran escritor peruano, los zorros son personajes mitológicos que encarnan la sabiduría y la astucia. En El zorro de arriba y el zorro de abajo estos animales se reúnen para conversar y revelar lo que sucede a su alrededor. Representan el conocimiento y la comprensión de la realidad, capaces de percibir lo que escapa a los humanos y de desvelar secretos naturales y espirituales.

Los zorros también simbolizan la tensión entre la tradición andina y la modernidad. El zorro de arriba representa la tradición, la sabiduría ancestral y la conexión con la naturaleza. El zorro de abajo representa la modernidad, la tecnología y el cambio social. En este sentido, los zorros son símbolos de la lucha interna que Arguedas vivió como mestizo. Representan esta tensión interna, la lucha entre dos mundos que se atraen y se repelen al mismo tiempo. Arguedas era un hombre que se sentía profundamente conectado con la cultura andina, pero también estaba educado en la cultura occidental.

Inspirado por Eduardo González Viaña, aunque en algún momento de la narración estos le desafíen, dos zorros entablan un diálogo-narración sobre la vida de José María Arguedas. La tarea no es sencilla, pero la sensibilidad para comprender al colega escritor y la maestría en el arte del relato de Eduardo González Viaña hacen que Kachakamirakmi Arguedas enfrente este desafío desde una perspectiva única, combinando en este texto literario la prosa, la poesía, la música y la misma voz de Arguedas, fuente principal de la obra.

Precisamente, uno de los méritos de la obra es la reconstrucción de la vida de Arguedas, utilizando todos los fragmentos que nos dejó en sus diversos escritos, no solo en “Los ríos profundos”, sino también en sus cartas y declaraciones públicas. Para el autor, Arguedas es un escritor andino “que posee un lenguaje que no solo es quechua, sino que también abarca un espacio y un tiempo diferentes”. Este lenguaje, señala, tiene la capacidad de dar voz al mundo andino, que a menudo se reduce a una imagen estereotipada.

González Viaña no pretende ser un biógrafo, lo que le permite usar la ficción en beneficio de una imagen más nítida de lo que representó Arguedas: la voz de lo  indígena y la denuncia de las desigualdades sociales, que lo llevaron a orientarse hacia el socialismo. Arguedas, lejos de presentarnos respuestas -ya que se quedó en el camino de obtenerlas (o tal vez constató que ese camino no existía)-, nos plantea interrogantes profundas sobre lo que somos como sociedad. Y esa es también precisamente la sensación que puede experimentar el lector después de la lectura de la novela de Kachkaniraqmi, Arguedas.

Abarcar la vida completa de Arguedas en una novela no es posible, pero González Viaña ha tenido la capacidad de presentarnos, a lo largo de sus más de 400 páginas, los elementos esenciales de la vida del escritor, incluso aquellos que normalmente son silenciados, como lo que significó para él en sus últimos años la  relación con quien fuera su compañera.

El último capítulo de esta novela es memorable. Eduardo González, valiente, recrea los últimos minutos de la vida de Arguedas que, como sabemos, no murió de muerte natural, sino por sus propias manos. Pretender comprender el significado de José María Arguedas sin esta parte sería una omisión absurda. En Arguedas, su trágico final es una parte integral de su historia. Ignorar su suicidio sería ignorar la profundidad de su sufrimiento y el impacto que tuvo en su escritura. Su vida y su muerte son inseparables de su obra, y ambos deben ser considerados para entender su legado. El ineludible encargo lo cumple González Viaña de manera sobria, con respeto, pero también sin ambages.

Sin embargo, que en la narración aparezca el último minuto de la vida de Arguedas, sellado con un disparo, no significa que sea lo que prevalezca en la novela. La producción de Arguedas es vital y eso forma parte primordial del texto. No en vano el vocablo quechua que titula la novela: “Kachkaniraqmi”, que significa “todavía estoy aquí”.

Como muestra, el párrafo final: «Allí, enfrente, Máximo Damián levantó el violín, rasgó sus cuerdas, miró hacia el cielo, obtuvo permiso y, por fin, emitió algo que parecía ser el sonido primero de la creación. Frenética y arrolladora, la vida volvió a brotar».

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[BATALLAS PERDIDAS] Hace un tiempo, un exalumno me preguntó si prefería que un estudiante no lea o que solo lea libros de autoayuda. El buen Gabriel, ahora ya un consolidado periodista y un buen amigo, sabía de mi aversión hacia  la cultura positiva de la autoayuda, pero también de mi obsesión de incentivar, de todas las formas posibles, la lectura entre mis estudiantes. Yo, que, generalmente, dudo y le doy (varias) vueltas a temas a veces bastante sencillos, no dudé en responderle: prefiero que un estudiante que no lea absolutamente nada, a que ya esté metido en ese universo perverso.

Los libros de autoayuda tienden a presentar una serie de principios, estrategias o pasos que supuestamente mejoran algún aspecto de la vida personal, profesional o social. Estos consejos suelen basarse en la experiencia, la intuición o las creencias del autor, careciendo de respaldo en evidencias empíricas o teóricas. Su tono motivador y simplista ignora la complejidad y diversidad de las situaciones humanas.

Este tipo de textos busca brindar soluciones sencillas a problemas complejos, pero no son más que una estafa: los lectores pagan por  consejos vacíos que no les servirán para resolver aquello que buscaban. Al sumergirse en recomendaciones superficiales, los lectores evitan enfrentar desafíos reales y terminan dependiendo de afirmaciones confortantes que limitan su crecimiento.

La autoayuda propicia la formación de personas acríticas, incapaces de cuestionar el sistema en el que viven, alimentando la idea de que todo depende únicamente de la voluntad y el esfuerzo. No abordan las causas sociales y estructurales que influyen en la experiencia humana. En lugar de buscar respuestas genuinas, se sumergen en un universo de fantasía donde todo es posible con solo desearlo intensamente, lo que suele resultar en frustración y desilusión cuando las cosas, obviamente, no salen como se habían prometido.

De igual manera, fomentan el individualismo y la alienación, alimentando un ciclo de consumo sin sentido. Centrados en el presente y en uno mismo, promueven una perspectiva egocéntrica y hedonista de la vida, despreciando el pasado, el futuro y el contexto social.

Los peores de esta especie son, sin duda, aquellos que simulan ser obras de literatura. Recuerdo que en mis clases, al hablar con los estudiantes sobre sus aficiones, escuchaba con entusiasmo cuando decían que les gustaba la lectura. El gusto no tardaba en transformarse en perplejidad al mencionarme como sus libros de cabecera “El alquimista”, “Verónica decide morir” o “Sangre de campeón”. Cuando estos mismos estudiantes debían leer libros de autores clásicos o contemporáneos, no les encontraban sentido, pues siempre les buscaban la moraleja. Pero no es culpa de los jóvenes. El problema es más complejo porque la cultura de la autoayuda es una industria que mueve millones y que busca meterse por cualquier lugar donde pueda hacerse espacio. Si hasta los mismos profesores la incentivan. En el Perú existen colegios en los que libros como “El secreto de las siete semillas” forman parte del plan lector.

En cambio, cuando una chica o un chico no ha tenido ninguna experiencia con la lectura, lo que podría ser un problema se convierte en una oportunidad para ofrecerle libros que puedan abrir sus horizontes y despertar su interés por la verdadera riqueza literaria. Sin la influencia previa de tramas simplones y moralejas obvias, los lectores principiantes pueden explorar obras que los transporten a mundos insólitos, donde la complejidad de los personajes y la sutileza de los temas enriquezcan su vida.

El contacto con autores que se retan a sí mismos y a sus lectores, permite explorar distintas visiones y emociones. La familiarización con géneros literarios como la ciencia ficción, el realismo mágico, la novela histórica o la poesía despierta su curiosidad y les  revela las enormes posibilidades de la literatura. Al no estar condicionados por la búsqueda constante de lecciones moralizadoras, podrán apreciar la ambigüedad, belleza y ambivalencia inherentes a la vida.

Al margen de si Verónica decidió morir o no o de cuál  es el secreto de las siete semillas, te recomiendo que, si deseas encontrarle un verdadero sentido a la literatura, huyas de los libros de autoayuda como alma que lleva el diablo.

 

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[BATALLAS PERDIDAS] Para la derrota definitiva del ejército español y la concreción de la independencia se tuvo que esperar tres años y medio más, y se logró con la batalla de Ayacucho el 9 de diciembre de 1824. Sin embargo, la figura de San Martín es la que más resplandece en las fechas patrias y la de Simón Bolívar, el gestor más importante de la liberación de España, parece no solo relegada a un segundo plano sino muchas veces vilipendiada por un sector intelectual y político.

San Martín se quedó en Lima y no quiso arriesgarse al interior del país. La única zona verdaderamente independiente era el norte del país, la Intendencia de Trujillo, que ya lo estaba desde 1820. Si bien esta decisión permitió una estabilidad política temporal en la capital, también facilitó la reorganización de las fuerzas realistas.

El proyecto de Bolívar era ambicioso y prospectivo: una unión entre los países de América del Sur bajo un solo gobierno central. El Libertador pensaba que esta era la única forma de evitar los conflictos y las guerras que asolaban a Europa, y que solo mediante la cooperación y el intercambio se podría lograr el progreso y el bienestar para todos los pueblos sudamericanos. Por eso, en 1826 convocó una reunión internacional en Panamá con el objetivo de plasmar en tratados legales los principios de un novedoso orden global que había ideado desde hacía tiempo. Su proyecto no se limitaba a la unión política, sino que también abarcaba la colaboración económica y cultural entre las naciones.

Sin embargo, este proyecto no fue bien recibido por las élites políticas de la época, que veían en él una amenaza a sus intereses y privilegios. De hecho, la idea de una Gran Colombia se oponía a la tendencia hacia la fragmentación de América en diversos países independientes. Por esta razón, Bolívar se convirtió en un adversario no solo para las élites peruanas, sino también para las de otros países de la región, incluso Colombia y Venezuela.

Así que el próximo 28 de julio, día de la independencia del Perú, (guiño de ojo),  te invito a que digas sin temor a cometer un error: ¡Feliz 9 de diciembre!

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[BATALLAS PERDIDAS] La escena descrita  es una estampa muy común en nuestros días. La pantalla se ha convertido en la niñera de la era digital. Incluso hay portacelulares diseñados para los coches de bebé. Unos se colocan en la baranda para que el pequeño pueda ver la pantalla y otros permiten a los padres manejar el cochecito mientras usan el celular.

El uso de pantallas en los niños es un tema que ha generado mucha controversia en los últimos años. Y a pesar de que por sus características el debate puede ser bastante fundado por uno y otro lado, no está exento de pasiones: los digitallovers versus los digitalhater. En el medio, por supuesto, los moderados calmando las aguas: “el problema no es la tecnología, sino cómo se usa y los límites que se le ponen”, suelen sentenciar con el tono del más elemental sentido común.

Hace unos días circuló la noticia de que en Suecia, un país que había avanzado mucho  en la digitalización de la educación, se han detectado algunas deficiencias en el aprendizaje de los alumnos y se ha decidido volver a dar más protagonismo a los libros físicos. Después de consultar a 60 organismos de investigación, incluido el Instituto Karolinska, llegaron  a la conclusión de que la digitalización no beneficia del todo el aprendizaje de los niños y tiene consecuencias negativas para la adquisición de conocimientos. La ministra de Educación de ese país consideró que se implementó demasiado rápido sin tener en cuenta los impactos en la infancia sueca. Esto no significa que se hayan deshecho de la tecnología en las aulas, pero sí han decidido darse un tiempo antes de continuar con su adopción, hasta contar con mayores evidencias.

Suecia no es el único país  en que se ha puesto en cuestión las bondades de la digitalización. En Francia, Italia y Holanda han prohibido o limitado los teléfonos móviles en las aulas, para evitar la distracción y la dependencia de los jóvenes a la tecnología. En Chile se ha sugerido reducir el tiempo de pantalla durante las clases en línea, para favorecer el bienestar de los estudiantes y en  China se han impuesto regulaciones para controlar el tiempo de pantalla y de videojuegos de los estudiantes, por motivos de salud visual y mental.

Las restricciones al uso de pantallas que algunos países están implementando se fundamentan en investigaciones recientes que han hallado una relación inversa entre el tiempo que los niños pasan frente a estos dispositivos y su desempeño intelectual. Sin embargo, un estudio realizado en 2019 por un equipo de investigadores de la Universidad de Calgary, en Canadá, fue el primero en establecer una correlación directa entre estas variables, al  demostrar que el uso de pantallas en los primeros años de vida puede afectar negativamente el desarrollo infantil en varias áreas. El estudio se basa en datos de 2.400 niños canadienses que fueron evaluados a los tres y cinco años, y muestra que las pantallas pueden interferir con el aprendizaje de habilidades físicas, sociales y comunicativas.

Los defensores del estado de cosas sobre la digitalización argumentan que las pantallas pueden tener beneficios educativos, culturales y lúdicos si se usan de forma adecuada y supervisada. También, consideran que es imposible aislar a los niños de la realidad digital en la que vivimos y que es mejor enseñarles a usar las pantallas con criterio y responsabilidad.

En un mundo ideal, esta sería la opción más razonable, pero en la realidad es impracticable. ¿Cómo puede un niño usar un celular de manera supervisada y adecuada? Seamos honestos: el aparato, más bien, suele ser el recurso más cómodo para los padres con falta de tiempo que buscan mantenerlos supuestamente tranquilos, sin exponerlos a riesgos. Los defensores del uso de celulares en niños de temprana edad ignoran el potencial adictivo que tienen los dispositivos electrónicos. El diseño de los videojuegos y las redes sociales estimula la liberación de dopamina, una sustancia que produce placer y recompensa en el cerebro. Esto puede generar una dependencia de las pantallas que dificulta el control del tiempo y la frecuencia de uso.

Ante el discurso de las supuestas bondades que nos pueden ofrecer, se podría retrucar: ¿es indispensable el celular para conseguir los objetivos educativos, culturales y lúdicos? ¿No pueden alcanzarse por otros medios? Quienes defienden este uso también parecen obviar que el día tiene 24 horas y el tiempo que se destina a la pantalla es tiempo que se le resta a otras actividades. Por otro lado, es muy difícil competir con ese mundo fantástico que ofrecen los celulares. Los padres que han tenido a sus niños desde muy pequeños enganchados a este aparato pueden dar fe de lo difícil que es, luego, despegarlos.

Este texto no pretende ser una catilinaria contra la tecnología ni proponer su total eliminación de las aulas, ya que eso sería, por supuesto, retrógrado. Sin embargo, sí busca proponer a los padres considerar una moratoria en el uso de pantallas durante los primeros años de vida de los niños y niñas. Esta idea no es nueva, pues desde hace tiempo la Organización Mundial de la Salud y la Asociación de Pediatras de Estados Unidos ha recomendado evitar el uso de pantallas desde el nacimiento hasta los dos años, y limitar su uso a una hora diaria desde los dos hasta los cinco años.

No es imposible, créanme, ni implica ninguna tragedia para los niños. Al contrario, puede aportar beneficios significativos a su desarrollo. Debemos empezar por cuestionar ciertas ideas que algunos asumen como verdades absolutas: «Los niños pequeños no pueden prescindir de los celulares». Eso no tiene nada de científico, es solo una creencia.

Durante los primeros años, el cerebro de un niño experimenta un rápido crecimiento y desarrollo, y las interacciones con el mundo real son fundamentales para estimular su imaginación, creatividad y habilidades sociales. Para cuando sea indispensable usar estos dispositivos, el niño estará mucho mejor preparado.

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