José María Arguedas

[BATALLAS PERDIDAS] Parece que vas a ser escritor y luchador social, le había dicho su padre, y de esas profesiones en el Perú no se vive, generalmente se muere, cuenta Eduardo González Viaña, en su novela Kachkaniraqmi, Arguedas (2023), que le dijo su padre a José María Arguedas. Pero quizás esté contando una anécdota de su propia vida. Son las licencias del escritor, que nos revelan su profunda identificación con el mítico narrador andino. Novelar a un novelista, todo un desafío del que Eduardo González Viaña sale más que airoso.

¿Quiénes mejores que dos zorros, uno de arriba y otro de abajo, para narrar la vida de José María Arguedas? En la obra del gran escritor peruano, los zorros son personajes mitológicos que encarnan la sabiduría y la astucia. En El zorro de arriba y el zorro de abajo estos animales se reúnen para conversar y revelar lo que sucede a su alrededor. Representan el conocimiento y la comprensión de la realidad, capaces de percibir lo que escapa a los humanos y de desvelar secretos naturales y espirituales.

Los zorros también simbolizan la tensión entre la tradición andina y la modernidad. El zorro de arriba representa la tradición, la sabiduría ancestral y la conexión con la naturaleza. El zorro de abajo representa la modernidad, la tecnología y el cambio social. En este sentido, los zorros son símbolos de la lucha interna que Arguedas vivió como mestizo. Representan esta tensión interna, la lucha entre dos mundos que se atraen y se repelen al mismo tiempo. Arguedas era un hombre que se sentía profundamente conectado con la cultura andina, pero también estaba educado en la cultura occidental.

Inspirado por Eduardo González Viaña, aunque en algún momento de la narración estos le desafíen, dos zorros entablan un diálogo-narración sobre la vida de José María Arguedas. La tarea no es sencilla, pero la sensibilidad para comprender al colega escritor y la maestría en el arte del relato de Eduardo González Viaña hacen que Kachakamirakmi Arguedas enfrente este desafío desde una perspectiva única, combinando en este texto literario la prosa, la poesía, la música y la misma voz de Arguedas, fuente principal de la obra.

Precisamente, uno de los méritos de la obra es la reconstrucción de la vida de Arguedas, utilizando todos los fragmentos que nos dejó en sus diversos escritos, no solo en “Los ríos profundos”, sino también en sus cartas y declaraciones públicas. Para el autor, Arguedas es un escritor andino “que posee un lenguaje que no solo es quechua, sino que también abarca un espacio y un tiempo diferentes”. Este lenguaje, señala, tiene la capacidad de dar voz al mundo andino, que a menudo se reduce a una imagen estereotipada.

González Viaña no pretende ser un biógrafo, lo que le permite usar la ficción en beneficio de una imagen más nítida de lo que representó Arguedas: la voz de lo  indígena y la denuncia de las desigualdades sociales, que lo llevaron a orientarse hacia el socialismo. Arguedas, lejos de presentarnos respuestas -ya que se quedó en el camino de obtenerlas (o tal vez constató que ese camino no existía)-, nos plantea interrogantes profundas sobre lo que somos como sociedad. Y esa es también precisamente la sensación que puede experimentar el lector después de la lectura de la novela de Kachkaniraqmi, Arguedas.

Abarcar la vida completa de Arguedas en una novela no es posible, pero González Viaña ha tenido la capacidad de presentarnos, a lo largo de sus más de 400 páginas, los elementos esenciales de la vida del escritor, incluso aquellos que normalmente son silenciados, como lo que significó para él en sus últimos años la  relación con quien fuera su compañera.

El último capítulo de esta novela es memorable. Eduardo González, valiente, recrea los últimos minutos de la vida de Arguedas que, como sabemos, no murió de muerte natural, sino por sus propias manos. Pretender comprender el significado de José María Arguedas sin esta parte sería una omisión absurda. En Arguedas, su trágico final es una parte integral de su historia. Ignorar su suicidio sería ignorar la profundidad de su sufrimiento y el impacto que tuvo en su escritura. Su vida y su muerte son inseparables de su obra, y ambos deben ser considerados para entender su legado. El ineludible encargo lo cumple González Viaña de manera sobria, con respeto, pero también sin ambages.

Sin embargo, que en la narración aparezca el último minuto de la vida de Arguedas, sellado con un disparo, no significa que sea lo que prevalezca en la novela. La producción de Arguedas es vital y eso forma parte primordial del texto. No en vano el vocablo quechua que titula la novela: “Kachkaniraqmi”, que significa “todavía estoy aquí”.

Como muestra, el párrafo final: «Allí, enfrente, Máximo Damián levantó el violín, rasgó sus cuerdas, miró hacia el cielo, obtuvo permiso y, por fin, emitió algo que parecía ser el sonido primero de la creación. Frenética y arrolladora, la vida volvió a brotar».

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Con agudeza que merece ser destacada, el nicaragüense Sergio Ramírez discute en Los ríos profundos, en relación con La región más transparente, de Carlos Fuentes, una supuesta condición de hitos de lo arcaico y lo moderno en la novela latinoamericana que representarían dichos textos, cuando lo cierto es que Arguedas parecería estar más cerca de Rulfo de lo que normalmente se imagina. “Rulfo escribía desde la entraña de sus personajes y sus voces eran también la suya, o como la suya”, dice Ramírez y añade: “Este entrañamiento no extraña a Arguedas. Los ríos profundos es una novela escrita desde dentro, no como un acto de exploración académica, o, por otro lado, de intención didáctica, o proselitista, sino de reivindicación verbal y mágica, de un mundo de soledades y desgarros al que su lenguaje híbrido convierte en propio” (LIV).

Tiempo es de reivindicar sin apasionamientos ni monsergas ideológicas la obra de José María Arguedas. La relectura de Los ríos profundos en esta bella edición, es un buen comienzo para hacer algo que nunca terminaremos de hacer: darle las gracias a su autor.

José María Arguedas. Los ríos profundos. Real Academia Española: Barcelona, 2023.

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De una manera natural, el escritor liberteño nos deposita en la compañía de los zorros de arriba y de abajo, que conversan con el personaje y con el autor de manera socarrona y encantadora. También aparece Sybila Arredondo, la esposa de José María momentos antes de su trágico suicidio, ocurrido en 1969, y la madre rediviva del propio José María a una edad provecta, conversando con su hijo y dándole consejos. Asimismo, a lo largo de la novela se presencia el cantar de otros zorros, demonios, apus y paqarinas, con lo que el paisaje andino se convierte en un coro esplendoroso de diálogos con los seres humanos y por lo tanto en caldo de cultivo para la mutua comprensión y la convivencia respetuosa.

Este jueves 23 de marzo a las 7 pm se presenta esta novela en el Centro Español del Perú, en la Av. Salaverry 1910, Jesús María, Lima. Se contará con la presencia de los destacados estudiosos e intelectuales José Antonio Mazzotti, Manuel Rodríguez Cuadros y José Carlos Vilcapoma, además del autor.

La jarana promete.

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Para demostrar legalmente que se trata de la misma obra, un perito debe analizar ambas creaciones y llegar a una conclusión. Y aunque el BCRP hace hincapié en que su obra es original por los nuevos elementos añadidos, Jorge Córdova sostiene que para determinar la originalidad de una obra, lo que se analiza son las semejanzas, no las diferencias. Por su parte, el abogado Alaín C. Delion dice estar seguro “en un 98% de que los resultados arrojarán que es la misma foto”.

Pero el Banco Central de Reserva tiene otro argumento para respaldar su accionar. Según su explicación, hay una excepción en el Código Civil que establece que, para la utilización de la imagen de una persona con notoriedad pública, no es necesario contar con su permiso. Sin embargo, esto se sale del ámbito de los derechos de autor y entra al terreno del uso de imagen y voz de las personas. “Esto se refiere a que no es necesario pedirle permiso a la familia de Arguedas para poner su imagen en el billete. Pero eso no excluye el hecho de que se debió pedir permiso a la familia del fotógrafo para usar su creación”, aclara Córdova, quien se desempeñó como ejecutivo de la Dirección de Derecho de Autor del Indecopi.

SIEMPRE LO MISMO

Esta no es la primera vez que se toma una fotografía de Pestana y se usa sin su consentimiento. Durante el primer gobierno de Alan García, el BCRP usó un retrato que el artista tomó a Haya de la Torre para usarlo en el billete de 50 mil intis. Tampoco pidieron permiso. “En ese entonces ‘Baldo’ todavía estaba vivo y se indignó. No pudimos hacer nada porque nos enteramos muy tarde, después de varios años. Pero esta vez sí estamos a tiempo”, dice Carmen Rico.

“Es muy común que no se respeten nuestros derechos de autor. Esto es solo una muestra. Las fotos no cayeron de los árboles, tienen un dueño, pero muchas veces se pasa por alto”, dice Herman Schwarz. Y agrega resignado: “¿Cuántas veces no he paseado por Chorrillos y me he sorprendido al ver mis fotos sin créditos y sin que me hayan pedido permiso para usarlas?”. 

Esta es una sensación compartida. Raúl García, de la Asociación de Fotoperiodistas del Perú, explica que ahora con internet es más fácil que otros tomen su trabajo. “Tenemos muy poco control sobre nuestro propio trabajo”, lamenta. Y es que, como las personas ven las imágenes en la red, piensan que pueden usarlas libremente.

“Pero no es así. Si la imagen está en Internet se tiene que averiguar de quién es. Seguramente los del BCRP, como vieron la fotografía de mi tío en alta definición, la tomaron y pensaron que podían usarla como quisieran. Pero el desconocimiento de la ley no te exime de su cumplimiento. Además, ¿cómo una entidad del Estado con un departamento legal no va a conocer sus propias leyes?”, cuestiona la sobrina de Pestana. 

billete
Durante el primer gobierno de García, también se usó una fotografía de Pestana en el billete de 50 mil intis. Nunca le dieron los créditos. Composición: Facebook Herman Schwarz.

Nos contactamos con el área de prensa del Indecopi, organismo estatal encargado de proteger los derechos de autor, para solicitar una opinión sobre el caso, pero hasta el cierre de este reportaje no obtuvimos respuesta. Mientras tanto, el rostro de Arguedas, que Pestana inmortalizó hace más de 50 años, sigue circulando de mano en mano sin que se le dé reconocimiento al fotógrafo.

**Fotoportada por Darlen Leonardo

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Este martes 18 de enero vuelve a cumplirse un doble aniversario que en buena medida resume la historia del Perú.

Por un lado, Lima, nuestra querida y a la vez odiada capital, llega a sus 487 años, como una viejita remozada que en nada se parece a esa Lima de 1535, cuando Francisco Pizarro enarboló sus estandartes en el valle del Rímac para fundar una nueva sede administrativa para su gobernación y a la vez tener una cercanía al mar que le permitiera acceder a un puerto exportador de tesoros y escapar en caso de una rebelión indígena. Fue, sobre todo, una jugada estratégica, de fines militares y comerciales. 

El otro aniversario son los 111 años de José María Arguedas, que representa una cara muy distinta del Perú. Nacido en Andahuaylas, departamento de Apurímac, en 1911, Arguedas vivió su infancia y primera adolescencia en la serranía aprendiendo quechua e interactuando con los comuneros indígenas que le enseñaron la verdadera naturaleza del cariño. De hecho, puede decirse que el quechua fue su lengua materna (todo parece indicar, además, que su madre biológica fue una mujer indígena, según recientes investigaciones de Ghislaine Delaune-Gazeau en la revista Lienzo, n. 42).

Lima y Arguedas en sus inicios encarnaban polos opuestos. El mismo nombre original de la urbe –la Ciudad de los Reyes– exhalaba aristocracia y santidad, acero y naftalina al mismo tiempo. Sus símbolos eran importados, europeos. Su función no solo era la de enclave para facilitar la sujeción del inmenso territorio del Tahuantinsuyo, sino que el valle mismo del Rímac estaba poblado de agricultores. Los especialistas oscilan en definir una población nativa entre 30 mil y 120 mil habitantes dedicados al cultivo de plantas para la alimentación, el comercio y el manejo de canales y edificios de barro que servían de vivienda a los caciques y de templos ceremoniales. Además, el valle era fértil y verde y estaba muy cerca del gran santuario de Pachacamac, centro de peregrinaje. Hoy quedan más de 300 restos arqueológicos en el radio urbano de Lima como testimonio de que el valle nunca estuvo realmente desierto.

Arguedas llegó a la costa (primero a Ica) en su adolescencia, a esos “arenales candentes y extraños, entre gente que no quiero, que no comprendo”, como dice su personaje Ernesto en el enternecedor cuento “Warma Kuyay”, de 1935. Ya en Lima, para asistir a la universidad, entró en la vorágine de las contradicciones que en el siglo XX alimentaba una migración cada vez más creciente de provincianos hacia la capital. Con el tiempo, como sabemos, esa migración ha convertido a Lima no solo en una ciudad principalmente habitada por provincianos o sus descendientes, sino también en la ciudad quechuahablante más grande del mundo. 

A la vez, el interior del país es cada vez más penetrado por la avanzada occidental, mermando las culturas locales, amestizándolas, en el mejor de los casos, cuando no desapareciéndolas, pero nunca dejando de afectarlas. Y con ellas la naturaleza, cada vez más depredada.

Muchos dirán que se trata de la expansión de un mestizaje triunfante, de la forja de una verdadera identidad peruana. Lima se vuelve más quechua; el interior se castellaniza cada vez más. Pero a la larga, los modelos culturales y la función del estado siguen siendo los occidentales, como si los procesos de evangelización de la colonia se hubieran transformado ahora en la creencia igualmente fanática en el «progreso» capitalista y como si las modernidades alternativas no fueran posibles. 

¿Qué Perú nos encontramos este 18 de enero? Difícilmente un Perú homogéneo, pese a los esfuerzos de las élites financieras y criollas que quieren ajustarlo a su lecho de Procusto. Había algo de esperanza de que las cosas cambiaran con la subida de Pedro Castillo al poder el pasado 28 de julio. Pero, atenazado por una ultraderecha golpista y la angurria de una izquierda burguesa, el profesor -silenciado y silencioso-  no ha podido hacer gran cosa. 

Lima y su aniversario y Arguedas con el suyo siguen siendo dos heridas que no logran cerrarse.

 

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Bajo protocolos sanitarios y siguiendo gradualmente la reaparición de eventos sociales y culturales en formato presencial, el pasado jueves 5 de agosto se festejó por todo lo alto en Vallejo Librería-café de San Isidro la aparición de ARGUEDAS GLOBAL: INDIGENISMO EN EL NUEVO MILENIO, un volumen de ensayos que ofrecen perspectivas novedosas sobre el autor de Los ríos profundos, situándolo en un contexto contemporáneo y en función de los problemas actuales producidos por el modelo económico neoliberal.

Desde los testimonios de Carmen María Pinilla, quizá la mayor biógrafa de Arguedas, y del reconocido antropólogo Luis Millones Santa Gadea, pasando por las investigaciones de las críticas norteamericanas Tara Daly, Irina Feldman, Karen Spira, o las checas Tereza Halzuková y Anna Housková, o los peruanos Santiago López Maguiña, Daniela Dolorier y Cecilia Monteagudo, y muchos más de Chile, Cuba, España, Brasil y otros países, ARGUEDAS GLOBAL cumple con establecer una lectura múltiple y actualizada del gran escritor desde las corrientes críticas y teóricas del momento, sobre todo el llamado “giro decolonial”.

Como dice el editor del libro, José Antonio Mazzotti: “¿Por qué Arguedas mantiene su importancia y la acrecienta mientras avanza el ya no tan flamante milenio? Todo parecería indicar que, con la implantación y auge del sistema económico neoliberal desde la década de 1980 y la consiguiente (an)globalización de todos los ámbitos del quehacer social, la especificidad de las culturas originarias y locales habría perdido vigor y se encuentra en proceso de desvanecimiento. Esto puede ser cierto en determinados niveles de la producción cultural, como se constata, por ejemplo, en la alarmante desaparición de las lenguas originarias en América Latina, proceso que se inició con la invasión europea desde finales del siglo XV, pero que se ha acelerado en las últimas décadas precisamente debido a la mayor efectividad de las políticas extractivas y discriminatorias de los mal llamados estados ‘nacionales’ de la región. Sin embargo, muy lejos de abogar por un regreso al pasado (la quimérica ‘utopía arcaica’ que le achacó Mario Vargas Llosa), Arguedas sorprende por la versatilidad de su visión del mundo andino como un todo cambiante que, incluso, puede aportar vías de conocimiento y soluciones a problemas agudos que son consecuencia directa del modelo económico neoliberal, como la marginación de los pueblos originarios, el calentamiento global y la deforestación”.

Hace falta, pues, mirar con nuevos ojos la obra de nuestros autores mayores, pues todo indica que siguen teniendo cosas importantes que decir. Arguedas no ha muerto, sino todo lo contrario. Los que andan como muertos vivientes son aquellos políticos e intelectuales que apuestan por dictaduras corruptas y depredadoras.

El libro está dividido en cinco partes y contiene veinte artículos y un enjundioso prólogo escrito por el propio editor (Mazzotti), quien nos ofrece una visión esperanzadora en la obra arguediana. Los trabajos formaron parte de un simposio internacional realizado en Casa de las Américas, Cuba, en noviembre del 2019. Fue publicado por el Fondo Editorial de la Universidad César Vallejo, bajo la dirección de Joel Acuña, en convenio con la Asociación Internacional de Peruanistas y la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana.

Sigamos leyendo a Arguedas, que aún tiene mucho que ofrecer. Este libro lo demuestra.

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A papá Ezio

Andarita es el diminutivo de antara, este es un instrumento musical andino que se compone de la unión de varias cañas de diferente tamaño, de modo que al soplar sobre ellas producen diferentes sonidos y, al combinarlos adecuadamente, bellas armonías hacen eco con los cerros, podría decirnos Ernesto, el sensible niño que protagoniza Los Ríos Profundos, célebre novela de José María Arguedas.

La Andarita es también el nombre de un vals, de aires muy andinos, que resulta de la musicalización y reducción de la letra del poema Canto a Luis Pardo, de Abelardo Gamarra “el tunante”, que narra las aventuras del héroe popular y trasgresor del orden establecido, del mismo nombre. Pardo era natal de Chiquián y bandolero, salteador de caminos, y cuenta la leyenda que asaltaba a los ricos viajeros que se trasladaban por sus comarcas, pero ayudaba a su gente, de allí el mito.

Yo provengo de una generación a la que sus padres les enseñaron a cantar ese vals, a punta de verlos en sus jaranas, en tiempos en que la gente se jaraneaba y no había vecino que se quejase, al contrario, el vecino se unía a la fiesta toda vez que igual no iba a poder dormir. Y de muy pequeño le preguntaba conmovido a papá Ezio por el dramático final de Luis Pardo, narrado en la canción:

“Donde están mis defensores,

ya para mí no hay clemencia

Nadie sufre, nadie llora,

si han de matarme ¡en buena hora!

Pero mátenme de frente,

yo soy señores Luis Pardo

El famoso bandolero”

Y mi padre me contaba las hazañas de tan enternecedor personaje y me explicaba que, por aquel entonces, a los bandoleros los mataban de espaldas y por eso, en el poema, Pardo clama por que lo maten de frente, porque él tenía su honor de haber sido un gran bandolero, una leyenda, un hombre que ayudó a su pueblo.

Pasaron los años y corría julio de 1987, Alan García se aprestaba a anunciar, en su mensaje de Fiestas Patrias, la nacionalización de la banca y que su política de reactivación social productiva había llevado a la quiebra al país, con la complicidad de los empresarios más ricos del país. Sin preverlo, yo me encontraba en el Cuzco, con una quincena de amigos recién ingresados a la PUCP, todos de clase media acomodada y lo digo porque será importante en el relato.

La mayoría viajó en vuelo directo en avión desde Lima. Pero el suscrito, junto a Iván Temoche y Adolfo Perleche hicimos la ruta hasta Arequipa por tierra, pasamos unos días donde unos parientes míos, y luego tomamos un avión que tembló todo el tiempo, hasta la capital del Tahuantinsuyo, para reencontrarnos con los demás. El reencuentro debía ser celebrado, sin duda, así que, caminando por el barrio de Santa Ana (ahora parece un sarcasmo enterarme que por ese barrio entraron por primera vez Francisco Pizarro y sus hombres al Cusco luego de derrotar al ejército Inca) nos metimos en la primera cantina que encontramos y nos dimos a beber cerveza del tiempo. Entonces no era como ahora: dos experiencias no podías perderte si ibas al Cuzco en los ochenta, la primera era beber cerveza cusqueña que entonces era un producto regional que solo se saboreaba en el lugar; la segunda era tomarla del tiempo, enfriada por la helada sombra serrana, varios grados de temperatura por debajo de las zonas alumbradas por el sol.

Habríamos pasado como una hora libando, más o menos, y comenzaron los problemas; de las otras mesas arrancaron los puyazos, las agresiones, de carácter racial y alusivos a nuestra proveniencia capitalina. El tono y la frecuencia fueron subiendo rápidamente con lo cual el ambiente se tornó de inminente bronca o de súbita partida del lugar. Comenzamos a hablar del tema en voz baja, había que actuar rápido, pero a mí no me terminaba de cuadrar salir expulsado de un lugar debido a las enconadas y diversas narrativas que pululan en el país porque no hemos tenido clase dirigente capaz de tender mínimos puentes entre culturas y regiones.

“Ven acá mi compañera,

ven oh mi dulce andarita,

tu, sola, sola, solita,

que me traes la quimera”

No sé cómo fue, pero súbitamente, me encontraba en el medio de la cantina entonando con voz temblorosa pero emotiva la melodía y la letra de La Andarita. De ese momento recuerdo el silencio, el silencio tenso, todos comprendieron que ese canto portaba una respuesta a los parroquianos por parte de los visitantes, hasta que alcanzamos el cenit de la canción:

“Por eso yo quiero al niño

Amo y respeto al anciano

Al indio que es como mi hermano

Le doy todo mi cariño”

Es tan fácil criticar, de seguro me trataran de paternalista y hasta de racista ya sea por la manera cómo intenté resolver aquel dilema hace treintaicuatro años o por contarles esta historia a propósito del Bicentenario. Pero más difícil es estar allí, en la posición en la que nosotros nos encontrábamos, y adoptar la postura de buscar una salida que no supusiese el conflicto o la huida, sino el encuentro y el reconocimiento.

En la bicentenaria historia de nuestra república, nunca le hemos dado cara a los potentes imaginarios que hasta hoy nos siguen drásticamente separando, porque muchas veces, además, se amparan en la realidad socioeconómica. Es por eso que suelo sugerir a mis estudiantes -pues finalmente existe un ágora, el aula, en donde se reúnen todas las sangres del Perú- conocerse, dejar sus guetos por un instante, e invitarse. La joven con casa en Asia, y que seguro representa en los demás el estereotipo del “blanco”, pues que les invite un fin de semana a la playa, y el joven cuyos padres poseen una estancia rural en Ayacucho, pues lo mismo, que los invite a una excursión a su tierra, a sus costumbres, a sus apus.

De qué sirve ser iguales en derechos -aunque en la praxis no se cumple- si no nos reconocemos como iguales al vernos, al mirarnos. Si una lección, si una verdad, evidente, nos ha dejado la reciente campaña electoral es que seguimos siendo un país de guetos, o una sociedad de castas, como se decía en tiempos coloniales.

Al final de esta columna, algunos se preguntarán ¿y cómo terminó la historia de La Andarita de Santa Ana? Pues de lo mejor. Cuando terminé de cantar el espacio se convirtió en otro, dejó de estar dividido por mesas y nos confundimos todos en un gran abrazo, si los parroquianos hasta querían cantarnos la Flor de la Canela para darnos gusto.

“Sé humilde y pon la otra mejilla, rompe el hielo, en el Perú la historia explica muchas cosas y tú debes comprenderlo”. Pienso en las enseñanzas de papá Ezio el día del Bicentenario, cómo no compartirlas.

Feliz Bicentenario.

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Hoy se celebra el Día de los Padres en reconocimiento al esfuerzo, el cariño y la entrega de estos hombres que nos ofrecen y brindan a diario amor, sacrificio y protección. Los que me conocen saben que mi relación con mi padre fue muy constante y mágica. Para mí, él siempre fue esa figura que me hizo creer que todo lo podía hacer, que todo lo podía alcanzar, que todo era factible porque él prácticamente encarnaba las características de un Súper Héroe.

Perdí a mi padre hace veinte años. Era un ser maravilloso que en todo momento buscó y rescató lo mejor de cada uno de sus hijos; un ser generoso, bondadoso y justo que siempre destacó que la libertad era el mejor potencial y virtud de cualquier persona.

Mientras intentamos festejar a los hombres que todavía proyectan ese potencial, muchos con el corazón estrujado y apretado lloramos la partida de esos seres queridos. Por eso hoy quiero homenajear también al padre de mi hija, Filomeno Ballumbrosio Guadalupe: un hombre amable, amoroso, carismático que nos dejó una música maravillosa, llena de la riqueza de su tradición afroperuana. Su legado tendrá que esparcirse por todo el universo.

Pero así como a él, también quiero reconocer a mis padres intelectuales, profesores y escritores que han sido para mí una guía y una luz. Entre ellos, tengo que nombrar a dos: mi tayta Arguedas y mi flaco Ribeyro. En contraste, recuerdo que en muchas de las clases graduadas en EEUU se leía más al emblemático Mario Vargas Llosa, pero gracias a la percepción de generaciones perspicaces el Marqués se cayó de los cánones literarios ya que sus obras de las décadas recientes dejaron de ser aquellas de su etapa inicial. Y ni hablemos de su postura poco ética políticamente, demostrada recientemente por su apoyo a la banda criminal de los Fujimori.

José María Arguedas y Julio Ramón Ribeyro, en cambio, son mis padres intelectuales, los autores a los que siempre vuelvo, los autores que admiro. En este país de todas las sangres, sigamos con la postura de Arguedas y el humor de Ribeyro, esos dos padres que para muchos escritores y personas son gente moralmente perfilada.

Soy consciente de que he tenido una suerte inmensa al contar con hombres que fueron capaces de poner por encima de todo los intereses de sus hijos e hijas, sacándolos adelante, o de ejemplos de intelectuales que me hacen recuperar la fe en este oficio y en el Perú. Por desgracia, muchos niños y jóvenes no han gozado de ese privilegio porque han tenido padres abusivos, negligentes o simplemente ausentes, o porque sus referentes modélicos dejan mucho que desear. Sin embargo, no hay que perder la fe y siempre alentar a quienes cumplen la función paterna a que asuman su responsabilidad y prodiguen cariño y protección a nuestros niños y niñas. Ser padre hace a un hombre doblemente grande.

Feliz día a los papis personales e intelectuales, a los papis campesinos, profesionales, industriales, docentes y, en general, a todos los papis. ¡Ah! Y, por supuesto, feliz día al profesor Pedro Castillo, padre y hombre decente, a diferencia de todos los presidentes anteriores.

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