Aunque podría parecer fuera de sitio hablar de felicidad en esta época, el tema no ha salido del escenario científico. Se hizo la encuesta mundial sobre felicidad y, en general, no hubo el bajón que vivir una pandemia hubiera hecho esperar. Los escandinavos sonríen, como siempre, en los primeros lugares. Nuestro país, como siempre, más o menos en la mitad de la tabla, ni chicha ni limonada, puesto 63, desde 2019 hasta ahora. 

No está claro qué determina el nivel de bienestar con la vida. ¿El dinero? Probablemente tiene algo que ver, pero solo mientras permita financiar aquello que en una sociedad asegura que a la generación siguiente le pueda ir mejor que a la anterior. A partir de un cierto nivel de ingresos, lo que sea que defina en un país la clase media, más riqueza no tiene nada que ver con más felicidad. 

Hay personas que fluyen fácilmente, que se involucran en lo que están haciendo sin mirar al costado, que bailan, por así decirlo, sin mirarse lo pies y pensar en ellos, que miran lo que ocurre con cierto sentido del humor —sobre todo cuando se trata de sí mismos—, sin excesiva solemnidad y sin tomar las cosas de manera demasiado personal. 

Algo, entonces tiene que ver la manera en que cada uno vibra, probablemente determinada por nuestro hardware, más vivir en una sociedad predecible, que ampara sin sobre proteger, donde sus integrantes reciben lo que les corresponde sin hacer un esfuerzo especial y que obtienen ventajas diversas si muestran empeño y persistencia. 

¿Y aquello que ocurre cuando uno está en un tiempo y un lugar determinado? Seguramente no es lo mismo vivir el final de una guerra que pasar la adolescencia en un refugio antiaéreo, una época de crecimiento económico que una de recesión sostenida. O algo debe influir enfrentar circunstancias inesperadas, como enfermedades, agresiones delictivas, desastres. 

Pues nada de lo investigado hasta ahora permite decir que nuestra felicidad depende de lo que nos pasa —influye en estados de ánimo por lapsos relativamente breves, digamos un par de meses— en un sentido u otro. Sacarse la lotería o lo que sea lo contrario de ella, no divide la vida en dos desde el punto de vista del bienestar. 

¿Y qué pasa con ciertos hitos que son parte del ciclo vital convencional? Finalizar la escuela, cumplir la mayoría de edad, el primer trabajo, casarse, son ejemplos de lo anterior. ¿Dan un empujoncito al índice de satisfacción con la vida?

Una instancia de lo anterior es, sin duda, tener hijos. Papá o mamá recién estrenados son casi la definición de la felicidad. Para los responsables de su llegada, un bebé abre las puertas del paraíso. ¿No es que además de plantar un árbol y escribir un libro, la parentalidad es un pasaporte a la trascendencia?

Sí, nos asegura trasladar nuestro genes a la siguiente generación. Pero, ¿felicidad?

De todas las actividades, estar con los niños es de las menos apreciadas, la satisfacción de pareja se va al piso cuando nace un hijo, hasta… que se va de la casa. Alguien dijo que el único síntoma del síndrome de nido vacío es una sonrisa que no cesa. 

No es para menos. Privación de sueño, endeudamiento, discusiones sobre maneras de criar, o, si alguien quiere salir de duda, vivir con un niño de dos que hace pataletas o un adolescente de 15 que amenaza con acudir al juez de menores. 

¡Claro que es difícil! Y mucho depende de las expectativas y de la comprensión de que lo mejor es suficientemente bueno. Y de la suerte de vivir en una sociedad que ofrece ayudas y apoyos a los padres. 

Hay el yo que vivencia. Ese no escogería jamás muchas de las tareas que vienen con la parentalidad. Pero el yo que recuerda, que relata, ese no cambia a su hijo por nada, no acepta un mundo en el que su hijo no está, ese hijo, no otro, con todos sus problemas. En el fondo, nuestros hijos son una casualidad de la que no queremos arrepentirnos. ¡Que diablos la felicidad!

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¿Preparando un viaje? Con toda la tranquilidad de una vacuna que se va haciendo universal, menos angustia alrededor de las salidas y encuentros, nos disponemos a apretar las rodillas sobre los flancos de Rocinante. ¡Pero vaya que encontramos molinos del viento en varios puntos del camino! Debe haber un concurso entre nostálgicos de los peores momentos, buscando ganar el premio al trámite más enrevesado. ¡Si cuando el  SRAS-CoV-2 hacía de Pac-Man con nosotros era más sencillo desplazarse!

Y, sí, los especialistas de la salud mental en medio de la carnicería pandémica tuvimos que hacer frente a numerosos casos de ansiedad generalizada, ataques de pánico y cuadros depresivos severos, pero nunca la seguidilla de intentos de suicidio ocurrida cuando las cosas parecen ir mejor. 

Y, espero no ser pájaro de mal agüero, este día de las brujas con jarana criolla, podría dejar a un grupo que no se atreve a sacar la nariz, terriblemente frustrado; y a otro que ha estado —me consta— preparando disfraces, con el hígado bastante maltratado y el rostro desfigurado en alguna bronca monumental. 

¿Qué pasa? Bueno, algo que podríamos calificar de posguerra. Me remito a un relato que escuché muchas veces durante mi adolescencia. 

Inicios de 1945. Habían sacado a los prisioneros de Auschwitz para transferirlos a otros campos. Los soldados alemanes conducían las marchas de la muerte para alejarse del avance aliado. Al atardecer de cada día los encerraban en graneros y en la madrugada los despertaban para continuar. 

Pero ese día no pasó nada. La puerta permaneció cerrada. Y siguió cerrada una, dos, tres horas. Nadie osó abrirla. Los barrotes del cautiverio también habitaban la mente. El ejército rojo los retiró. Mi interlocutora inició el camino de retorno. Lo recorrió como pudo en un mundo que ya no estaba en guerra. 

Fue, según ella, más terrible que el campo de concentración. Una experiencia borrosa en un escenario agitado más que alegre, sin reglas, lleno de personajes que podían pasar de la bondad a la maldad, y de regreso, de manera impredecible. Un interregno pleno de injusticias en nombre de la justicia, venganzas, acaparamientos, delaciones, apropiaciones y expropiaciones. La autoridad estaba escondida mientras los festejos y el desorden encubrían un todo vale cruel. 

Algo como lo que está pasando a estas alturas de la plaga. ¿Por qué ahora que el virus afloja y las calles se abren?

Quizá no sabemos aún qué reglas aplicar. Las que rigieron hasta hace no mucho parecían sencillas, eran dicotómicas, definían mapas con fronteras claras y límites precisos. Aún dentro de la informalidad que caracteriza nuestro país, el espíritu dominante era la protección, el recelo, el evitamiento, la reclusión. Se salía, sí, pero como exploradores a partir de una base de operaciones, para regresar rápido al refugio seguro. 

No es que las condiciones hayan cambiado de manera radical. Nadie en su sano juicio puede declarar que hemos derrotado a la peste. Incluso es posible afirmar que hay indicadores sanitarios que preocupan, como el aumento de las hospitalizaciones. Pero parece que vemos al virus como una suerte de francotirador agazapado que sigue matando porque no se ha enterado del final de las grandes batallas. Hay un estado de ánimo postbélico asumido por una colectividad que se lanza a a vivir sin cortapisas, digan lo que digan ministros, alcaldes y otras autoridades, o las voces sensatas. 

En ese entorno quedan los que no se mueven y siguen encerrados, los que salen a recorrer las calles y visitar las trincheras humeantes, los grupos que se rediseñan y buscan nuevas pertenencias y señales distintivas, así como ritos de iniciación y pasaje que aún no se consolidan. 

Muchos se han quedado sin explicaciones para algunas de sus conductas más estrafalarias en el sentido de la contracción autista o de la expansión transgresora. Nos quedamos frente a tareas pendientes, en todos los momentos del ciclo vital y en todos los papeles y funciones, que se habían trastocado o dejado en pendientes. 

Como dicen los pilotos, ¡a amarrarse los cinturones de seguridad!

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Frente a un público citamos a alguien —muy importante y reconocido— que habla pestes, valga la ironía, sobre la generación joven, aquellos que irrumpen en la vida adulta y comienzan a enfrentar las tareas de producción y reproducción; a hacer sus pininos en las artes plásticas, la literatura, la música, el talento escénico; a hacerse de preseas en los distintos deportes; a desembarcar en empresas y crear negocios. 

Que se la quieren llevar fácil, que son pusilánimes, que son displicentes, que son estrambóticos, que son perversos en sus usos y costumbres, que no tienen gusto, en fin, que son jóvenes bárbaros sitiando, tratando de destruir, los templos de la cultura universal. Y luego de que nuestras audiencias de ex muchachos asienten aprobando las anteriores afirmaciones, desvelamos a los citados: algunos vivieron hace cientos, incluso miles, de años. 

La relación entre generaciones, en todas las épocas, son complejas, llenas de ambivalencia y no poca agresividad. No es precisamente sorprendente. Están en juego las 3 dimensiones centrales de la vida humana: placer, poder y saber. Quien las controla —y en todas las culturas están reguladas— hace más copias de sus genes, acumula más pertenencias, deja más recuerdos, la pasa mejor. 

Es lógico que quienes están de subida y los que están de bajada, quienes juegan en la cancha y quienes esperan en la banca, se midan, cooperen y compitan; muestren envidia, recelo, admiración; aprovechen cuando sienten que tienen el mango de sartén y busquen refugio cuando están desconcertados o temerosos. 

En pocas ocasiones lo anterior es más evidente que cuando acaece un evento universal devastador, de esos que hacen tambalear los presupuestos colectivos, que generan un sentimiento compartido de fragilidad e impotencia, que abolen el largo plazo, que hacen peligrar la continuidad de la vida, que cancelan la convicción de que somos los dueños del planeta  y su destino. 

¿Quiénes saben?

¿No era que los mayores tienen la suficiente experiencia para resolver todos los retos y enfrentar todos los peligros? Nos han dado clases acerca de qué se hace y cómo se hace, nos hacen pasar por todo tipo de exámenes y selecciones antes de darnos la licencia para realizar toda suerte de actividades. Ahora resulta que están perdidos, no tienen la menor idea de lo que está pasando. 

¿Quiénes son débiles?

Pues esta vez —no ha sido así en otros ataques virales— los menores recibieron el encargo de congelar sus vidas en aras de no contagiar a sus padres y abuelos. Dejaron, por órdenes explícitas y regulaciones draconianas, de hacer todo aquello que define la adolescencia y la juventud. En nuestro país y en todas las culturas latinas, donde la familia extensa es una realidad masiva y muy relevante desde todos los puntos de vista, la cosa fue más allá de saludar desde lejos. Significó un reordenamiento de toda la vida y sus protocolos y un enfrentamiento casi cotidiano a dilemas morales dolorosos. 

En estos días en los que los objetivos ya no son sobrevivir, no contagiarse y no contagiar —la próxima semana trataré sobre lo que ello significa, que no es sencillo— las alteraciones en las relaciones de poder entre las generaciones, que hemos vivido durante casi dos años van a hacer sentir sus consecuencias. 

Hay algo de eso que ocurre cuando un pequeño se zafa de las manos de quien lo cuida y se acerca al borde de una terraza que se encuentra en el quinto piso o al de una autopista: mamá o papá se abalanzan con el corazón en la boca. Lo detienen, lo toman en brazos, sienten el enorme alivio de verlos a salvo. Pero, inmediatamente, les gritan y hasta, lo he visto más de una vez, les pegan. Pasado el peligro, la rabia domina el resto de los sentimientos. Solamente que en esta ocasión es el pequeño quien evitó la tragedia al mayor. 

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Así, en plural. Me refiero a la vuelta a la oficina, a la vuelta a los salones de clase, a esa tan mentada nueva normalidad, cuando la pandemia amaina y parece enfilarse hacia la endemia.

Se supone que todos estamos saltando en un pie: madres y padres hartos de actuar varios guiones distintos en el mismo escenario, por fin exonerados de ser asistentes de aula impagos. Los chicos eximidos de esa cercanía sofocante —he escuchado a varios que juran “la siguiente epidemia no me agarra ni de a vainas en la casa de mis viejos”— que puso entre paréntesis las promesas de independencia y autonomía.

Pero no…, por lo menos no así de sencillo, ni unánime.

Acompañé a pacientes de todas las edades en los varios matices del encierro y las múltiples tonalidades del miedo. Ahora voy siguiendo los sentimientos encontrados camino a los espacios pre covídicos, no solo de individuos, sino también de grupos de ejecutivos que trabajan en organizaciones de todo tipo y en varios países.

Los hay claustrofóbicos y otros claustrofílicos, los hay que se sienten cómodos con colegas bidimensionales y otros que añoran la carne y el hueso de los pasillos. Pero si los mandamases en los directorios y quienes dirigen los departamentos de recursos humanos creen que se va a imponer una talla única, se equivocan groseramente.

Muchos la tienen clara: el contacto importa, pero la reunionitis compulsiva es una pérdida de tiempo y energías. Nada justifica desplazamientos que en algunas ciudades se miden en horas. La identidad organizacional no depende de una sede central llena de rituales y señales que tienen que ver más con jerarquía y control que con innovación y productividad. Se puede trabajar desde cualquier lugar, por lo menos parte del tiempo.

Todos saben que lo que se extraña de las empresas y colegios —encuentros casuales, intercambio de información interpersonal, vale decir, chismes y recreos de todo tipo— es justamente lo que estará fuera de límites y que el resto es, más o menos, lo que se hacía en casa o cualquier otro lugar, solo que… con mascarilla.

Pero, sobre todo, un número apreciable de quienes estudian y trabajan, han comenzado a redefinir lo que significan esas dos actividades y su contribución a la identidad de las personas y están llegando a la conclusión de que por lo menos algunos protocolos educacionales y profesionales no son más que estupideces consagradas por la tradición y la autoridad.

Ya se dieron cuenta.

Los más creativos y capaces ofrecerán sus talentos a organizaciones —públicas y privadas, con y sin fines de lucro— que acepten lo anterior y ofrezcan flexibilidad, así como reconocimiento a maneras distintas de hacer las cosas; que combinen lo presencial con lo remoto, la circulación de personas e ideas por espacios diversos sin que dejen, por ello, de pertenecer a culturas institucionales vigorosas.

El COVID-19 causa una enfermedad, SARS-CoV-2, que se volvió pandemia. Habíamos olvidado que las pestes nos han acompañado desde que se nos ocurrió erigir la torre de Babel, mítico emprendimiento bíblico, símbolo de nuestra soberbia.

Hemos podido más que nuestros ancestros cuando sufrieron los embates de las plagas ateniense, antonina, justiniana, la muerte negra, la gripe rusa y la española, para solo mencionar algunas. Con celeridad extraordinaria desarrollamos vacunas eficaces y las venimos aplicando a pesar de las dificultades —que han terminado siendo más ideológicas, basadas en ideas, que logísticas—, así como estrategias comportamentales individuales y colectivas que limitan los contagios.

Sin embargo, no hay bala de plata: todos los países, no importa el sistema político que los gobierna ni los perfiles culturales que los definen, han pasado por cimas y simas en sus indicadores pandémicos.

Independientemente de lo anterior, el estado de ánimo colectivo —que ya venía groggy desde 2008— ha cambiado para peor. Sin entender los nuevos sentidos del trabajo, lo que esperamos de la vida, lo que define a los individuos, la identidad colectiva, el significado de salud y enfermedad, el balance entre protección y libertad, la palabra regreso es una cáscara vacía.

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