Conversan mientras contemplan el ocaso. Sobre todo y nada, como siempre. Saltando de un tema a otro, felices de estar juntos, gozando de la complicidad que los une desde que se convirtieron, el mismo día, en abuelo y nieto. 

El segundo se pregunta en voz alta si va a dormir solo o con el primero. Con tono de duda, con un dejo de disculpa, está claro que se insinúa una explicación para sustentar la primera opción. El abuelo lo mira de reojo con el corazón pesado: pasa por su mente todo lo ocurrido a lo largo de los años alrededor de la caída de la noche, en medio de experimentos desarmando artefactos —jamás armándolos—, fogatas, en la tina vespertina y en esas transiciones maravillosas entre la vigilia y el sueño: cuentos, canciones de cuna, interrogatorios inacabables. Un bosque de lo cotidiano compartido de la infancia a la niñez y de esta al borde de la pubertad. 

¿Todavía se podrá, ahora que nos volvemos a encontrar dejando de lado los protocolos que impone la peste? En tiempos normales hubieran podido ir matizando los rituales para acomodarlos al ritmo de la adolescencia. Añadiendo, quitando, llegando a novedades, pero siempre evitando forzar repeticiones de lo que deja de tener sentido, quizá porque alguna vez estuvo tan lleno de él. Es lo que habría ocurrido con sus inevitables sobresaltos y desencuentros.  

Hay que explicarle al abuelo que además de la intrínseca dificultad de lo anterior, está la interrupción, no del inmenso amor, sino del delicado entramado diario donde ocurría una danza que es incompatible con el manual de procedimientos destinados a garantizar la pureza sanitaria, especialmente entre los tirones —es así como se llamaban los que iniciaban su camino en las legiones romanas— y los veteranos de la vida. La distancia social que nos hemos y nos han obligado a practicar, equivale al robo de un tramo del camino que debíamos recorrer con quienes más queremos. Hay que saberlo. 

El jovencito da el beso de buenas noches y afirma con convicción: te busco para el ritual de la mañana. El abuelo asiente. ¿A cambio de todo lo que ya no va a pasar en la noche? ¡No pues, así no es! La nostalgia no cancela la realidad presente, el reencuentro no anula la ausencia. Lo que va a pasar al comenzar el día siguiente no es un premio consuelo, sino la renovación de un pacto más allá de cualquier pandemia. El abuelo se queda pensando y entiende. 

Muy temprano, ambos se dirigen a la playa. El abuelo se detiene y le pide al nieto sentarse con él. “Haz un cuenco con tus manos”, le dice, y le pone un montículo de arena. “Deja que se escurra entre tus dedos”, añade, y ambos contemplan la cascada de granitos. “¿Puedes volver a poner lo mismo?”, pregunta. El nieto niega con un movimiento de la cabeza.  Es lo mismo: en lugar de tratar de repetir las mismas vivencias, sentir que por descuido o deslealtad hemos perdido algo, podemos aceptar que algo siempre queda, que algo siempre se escapa, que algo siempre se renueva. Y quizá lo más importante de todo esto, es que alguna vez, más adelante, tú estarás haciendo algo así con tu nieto. Eso es el sentido indestructible de los rituales. 

Se dirigen a la orilla, se adentran en el agua y, tomados de la mano, nombran a los miembros de la familia más cercana que ya no están, y agradecen ante el horizonte y las olas lo que hay, lo que tienen, lo que son. Lanzan un grito de guerra y se sumergen en el agua helada. ¡Al diablo con la distancia social!

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Rituales

Una de las víctimas de la pandemia ha sido la capacidad de concentración. Obviamente debe haber excepciones, pero escucho a las personas quejándose de los libros —también revistas o textos bastante cortos— a medio leer. Como todo en el reino del COVID, se trata de la agudización de tendencias que ya venían definiéndose desde hace, más o menos, 15 años. 

Entre el inicio de ese lapso y hoy los humanos pasamos de ser capaces de procesar sostenidamente información durante algo más de dos minutos a menos —47 segundos— de uno. Estamos hablando de cualquier actividad, desde aquellas ligadas al trabajo hasta las relacionadas con el ocio o tareas caseras.  

¿Está fallando nuestra atención?

En realidad, no, al contrario. Nuestro cerebro está haciendo su trabajo, que es escanear el entorno y tomar decisiones intensamente, responder con fuerza a estímulos ligados a su seguridad, que desde hace dos años abundan. Si, además, tomamos en cuenta que nos bombardean desde todos lados con información cambiante sobre lo que es relevante, la cosa se complica.

En otras palabras, la multiciplidad de canales a través de los cuales llegan los datos y la cantidad de los mismos ponen en jaque a nuestra mente, que se vuelve saltarina. Lo que ocurre es que vivimos haciendo zapping sin quedarnos en ningún canal, sintiendo que la información crucial, la receta esperada, pueden estar justamente donde no nos encontramos en un momento dado. No podemos focalizar. 

Y a lo dicho en el párrafo anterior, hay que añadir el estrés, uno de los principales obstáculos para la focalización. Los escenarios que imaginamos —no precisamente agradables— y los pensamientos que rumiamos ligados a ellos, congestionan la memoria de corto plazo, la que requerimos para realizar tareas concretas, como sostener una reunión virtual, ordenar un ropero o componer el texto de un correo electrónico. Ese espacio de memoria es visitado constantemente por la polarización del debate político, la cancelación de servicios y actividades, el nombre de los últimos contagiados, entre otras novedades. 

Y no es solamente la cantidad de información, sino también el inagotable número de participantes en el escenario de nuestra mente, que se cuelan a través de nuestros electrónicos. Podemos toparnos con ellos de manera casual —en realidad muchas veces gracias a los algoritmos que nos enganchan en las redes sociales— o como parte de todos los grupos a los que decidimos pertenecer. 

¿Podemos hacer algo?

La floreciente industria de aplicaciones relacionadas con la salud mental —se estima en billones de dólares— está ahí para ayudar. Es luchar contra la principal fuente de nuestras dificultades para focalizar usando… el celular. Quizá algunas valen la pena. 

Pero lo que funciona es parar unos minutos y dejar que nuestra mente se concentre en aquello que la encarna, el cuerpo, y cada vez que aparecen ideas, sentimientos, proyecciones, lo que fuere, regresar a él. Al principio es difícil, no puede no serlo, pero persistir tercamente, solo un breve lapso cada día —no se trata de iniciar una carrera de monje tibetano— termina por mejorar la capacidad de focalizar.     

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atención, focus

Hemos estado obsesionados con productividad y eficiencia. ¿El ideal? Gordon Ramsey con una sonrisa gozosa, que mezcla inspiración y transpiración para producir el manjar soñado. 

La gran pregunta: ¿cómo administrar nuestro tiempo?, ¿qué hacemos, a qué prestamos atención y cómo distribuimos nuestras acciones a lo largo de 2 billones de latidos de nuestro corazón?

Es lo que dura el tic tac de una vida promedio actualmente. El cuádruple que el hámster, el eléctrico animalejo que usamos como metáfora de la vida moderna. Entre el regalo de haber nacido y el final del partido, le hemos sacado la vuelta a la naturaleza y recibido un bono: latimos el doble que el elefante o la ballena azul, que es lo que nos correspondería. 

Pero entre que hacemos todo por que el cucú salga lo más posible, que sus trinos suenen a permanente felicidad y no se pierda nada, ni cuando está adentro ni cuando está afuera, nos hemos convertido en gerentes de logística y permanentes administradores del futuro. ¿Resultado? Vidas provisionales que parecen estar permanentemente a punto de comenzar y que siguen teniendo el sabor a proyectos adolescentes. 

Felizmente están los asistentes electrónicos, los calendarios inteligentes, los algoritmos que permiten reservar mesa en el restaurante, comprar productos, navegar el clima, encontrarnos con clientes y proveedores en cualquier lugar de la nube o de la tierra, llegar a cualquier dirección sin conocer el terreno. Es la ilusión de controlar casi todo y vivir frente a un permanente bufé de planes irrestrictos.

Hasta que nos topamos con ese virus que no se entiende y una de cuyas mutaciones ha encontrado la manera de contagiar a todos con una cachetada, que no necesariamente termina en KO, pero que deja groguis a muchos al mismo tiempo.

En los últimos días —yo mismo aislado y mis planes torcidos por el contagio— constato un patrón en mis pacientes de todas las edades. Ya no es el temor de la enfermedad y sus síntomas —muchos están haciendo lo posible por acoger al Ómicron—, ni el miedo a la muerte. Es el terror al cambio de reglas, las restricciones, las cancelaciones, la parálisis, el atascamiento, a lo que podríamos apodar tartamudez logística. 

No es que no haya demanda ni deseos —¡vaya que los hay!— sino que demasiados de quienes sostienen la oferta —recién ahora nos damos cuenta de que existen y lo importantes que son y lo poco que los reconocemos en todos los sentidos de la palabra— están fuera de juego, seguro provisionalmente pero durante el mismo lapso. 

Volviendo a la administración del tiempo. Quizá sea momento de reconsiderar la importancia del ahora, del ahorita, y lo que hay y es, abandonar la planificación obsesiva de la felicidad, escoger solo un par de platos del menú —la palabra decidir comparte una lejana raíz con matar, cortar, homicidio y suicidio— y gozar los latidos de nuestro corazón sin pensar en el futuro. ¿El objetivo? Ser dueños de nuestro presente.  

Oye Siri. No contesta. Quizá sea mejor. 

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felicidad, Planificación, vitalidad

Un padre de familia describe los estrictos protocolos de seguridad sanitaria para asegurar una celebración libre de Covid. Todos los invitados pasan por una prueba de antígenos y solo entran los que dan negativo. Al final del día, o de la noche, decenas de contagiados. Quien comparte esta situación concluye que “este virus, en verdad, en verdad, no se le entiende”. 

Algo así como si el sindicato SARS-CoV-2 —espero, si la historia es cierta, que no sean del sector Ómicron— se hubiera comprometido con los organizadores de la reunión a que como sus miembros no están en la lista de invitados, no van a ir. ¡Mentirosos!

Mi intención no es tildar de irresponsable a nadie —aunque, al parecer el anterior fue un fin de semana en que por lo menos más de uno lo fue—, ni hablar de ignorancia virológica, sino señalar una deficiencia de la mente, aun de la que ha sido pulida por la educación, incluso formación científica, cuando se trata de decisiones de la vida cotidiana. 

Nuestro cerebro es muy malo para las estadísticas y si hay algo que lo desconcierta es la naturaleza probabilística de la realidad. Un ejemplo: ponemos a una persona frente a un foco y le decimos que se prenderá de rojo 75% de las veces y 25% de azul. Pedimos a nuestro conejillo de Indias que, antes de que se ilumine la bombilla prediga, apretando uno u otro de dos botones, el color de la luz. De 100 veces, la mayoría presiona 75 el azul y 25 el rojo. En promedio acertarán 61 veces, mientras que si en todas las ocasiones van por el azul de todas maneras acertarán 75. O cuando dejamos de comer algo o comenzamos a ingerirlo porque aumenta o diminuye en 20% las chances de tal enfermedad, cuando si no comenzamos por conocer el porcentaje de gente que la sufre, esa cifra no significa nada, salvo para quienes producen la sustancia y quienes arman la estrategia de mercadeo.  

Son muchos los sesgos sistemáticos, predecibles, que hacen tan fácil engañar, sobre todo engañarse, a la mente humana: preferir la información que confirma nuestros prejuicios y enceguecer frente a los datos que los desmienten, sobreestimar nuestras habilidades (100% de los conductores afirman ser mejores que el 50%), o pensar que lo que llega a las primeras planas es más frecuente, entre otros. 

Pero volvamos al virus incomprendido. Todos los exámenes en la entrada dieron negativo. Una medición, pues, es una medición, un acto objetivo que refleja la realidad. Sin llegar al principio de incertidumbre y otras exquisiteces cuánticas, eso no es cierto. Si olvidamos los azángaros de los certificados de vacunación y asumimos que medidor y medido son honestos, quedan varias capas de incertidumbre. 

Puede haber un instrumento de medida defectuoso o puede que los instrumentos de medida no midan lo que se supone miden. Pero aún descartando lo anterior —deshonestidad y lo mencionado— están los famosos falsos negativos y positivos. Basta con un par de los primeros —las víctimas de los segundos, en el caso de la fiesta, deben haberle prendido veletas al santo de su devoción—para que entre meneos, perreos y melodías entonadas a todo pulmón, el virus se haya comportado de la manera más entendible del mundo. 

Estamos viviendo un fenómeno harto complejo. Cerrar las fronteras o encerrar a la gente no lo resuelve. Pero tampoco desentenderse de las sutiles interacciones entre individuo y grupo, las fluctuaciones del contagio, la relatividad de las mediciones, las condiciones epidemiológicas locales, la responsabilidad personal y comunitaria, los márgenes de riesgo que se quiere asumir, las ansias de socializar, el derecho a vivir y no solamente evitar la muerte. Hacerlo es condenarse a creer que se está en la parte final de un cuento de hadas o una tragedia griega. No es el virus el que no se entiende, es la realidad. 

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Coronavirus, medidas covid 19, Vacunación, virus

¿Para qué sirve el lenguaje? Muchos responderán que para comunicar. Definitivamente transmitir información es una de sus funciones. Pero todos los estudiantes de psicología saben que las abejas tienen poderosos sistemas de comunicación que no tienen nada que ver con el verbo que, como sabemos, fue el principio de todo.

Tú y yo podemos decir “caballo” para referirnos a ese cuadrúpedo que tenemos al frente, o que uno ve y el otro no, o que ninguno está viendo. Incluso podemos decir unicornio que, a menos que no hayamos consumido algún alucinógeno, ninguno está viendo en carne y hueso, ni jamás verá. Además de sonidos como esos pronombres que abren el párrafo —tú y yo—, que son más locos que cualquier quimera en la medida que cambian de referente en cuestión de segundos. 

Por ahí, creo que fue Robin Dunbar —psicólogo, antropólogo y biólogo— afirmó que el lenguaje, básicamente es un instrumento para… chismear. Y la verdad es que un porcentaje mayoritario de nuestras interacciones verbales tienen que ver con qué hace quién, con quién, si nos gusta y nos conviene. 

No deja de tener sentido si pensamos que nuestra especie se desarrolló en grupos de alrededor de 120 individuos que necesitaban llevar una suerte de contabilidad social, de balance permanente del estado de las relaciones de las que dependía todo. Pero era una chismografía que tenía sentido para las redes sociales que iban de la intimidad a la comunidad, y tenía relevancia ceñida a reglas de reciprocidad, lealtad, alianza y competencia. No había manera de engañar a todos todo el tiempo sin correr el riesgo de ser marginado o poner en peligro al grupo. 

Se acabó con Internet y sus redes. En ellas estamos hablando con todos, todo el tiempo, quedando registro de todas las chácharas, que se amplifican hasta el infinito fuera de contexto. Y contrariamente a lo que ocurría hasta hace poco, sin que haya un control por parte de editores consagrados, medios formales, gobiernos, partidos políticos, congregaciones religiosas o grandes corporaciones. 

En esas condiciones, en las que cualquiera puede llegar a uno como si fuera, al mismo tiempo, un líder consagrado y un amigo íntimo, produciendo impactos afectivos intensos y profundos, muchas vidas pueden verse arruinadas. En las actuales redes sociales virtuales —más cuando la pandemia ha reducido los contactos directos y disminuido las señales que acompañan la interacción humana y le dan sentido, la vida se ha convertido en una mezcla de fragilidad y crueldad inmediatas.

Sí, se ha perdido intermediación. 

¿Alguien puede sorprenderse que los partidos políticos, por ejemplo, para mencionar solo una de las estructuras señaladas párrafos arriba, hayan caído en descrédito y no sean más capaces de canalizar la participación de los ciudadanos en la vida colectiva y que los líderes que la conducen lleguen sin ellos o a pesar de ellos al poder?

Entonces, como muchos lo soñaron, ¿son los individuos que ahora, por fin, se encuentran en relación directa, empoderados y libres? En mi opinión la respuesta es decididamente negativa. Esa actividad que nos hizo humanos, hablar con algunos sobre algunos acerca de algo, ahora es hablar a todos sobre cualquier cosa todo el tiempo. Nos incitan a hacerlo, pero solamente porque genera pistas que son rastreadas permanentemente y categorizadas sin pausa para, luego, vender nuestra atención, nuestra mirada, a quienquiera ofrezca algo que calce con nuestros perfiles. 

Antes que ver el triunfo de la libertad, el éxito de la comunicación, la victoria del debate, estamos viendo la miserable devaluación y el terrible fracaso de esos ideales.  

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Comunicación, habla, Lenguaje

No obstante las vacunas —logro extraordinario por donde se lo mire—, un mejor manejo médico en el marco de servicios de salud que ya llevaban un tiempo razonable operando de manera fluida, un conocimiento mucho más ilustrado del curso de la enfermedad y la promesa de antivirales efectivos para los días que siguen el contagio y, quizá, tratamientos con anticuerpos pluriclonales, en algunos días todo parece haber cambiado. El estado de ánimo colectivo, de todas maneras.   

Porque eso es lo que caracteriza lo que estamos viviendo: no hay, hasta ahora, nada que nos ponga después de, de regreso a las rutinas de antaño o defina con claridad el rostro del enemigo. Íbamos camino a mayor fluidez en los desplazamientos —a través de fronteras y dentro de ellas—, menores restricciones horarias, protocolos de protección personal flexibles, y, quizá sobre todo, el regreso a actividades deportivas, sociales, festivas y artísticas. Y, súbitamente, una letra más del alfabeto griego descoloca a gobernantes, especialistas y ciudadanos, y nos vemos frente a una cascada de congelamientos, retrocesos, reformulaciones y cancelaciones. 

Ómicron, una suerte de Avada Kedavra, la maldición asesina de la saga poteriana, amenaza colmar los hospitales y sus UCIs, esparcirse por doquier y ser el ladrón que se les escabulle a los celadores que las vacunas han puesto en nuestros organismos. ¿La pesadilla virológica se concretó?

Puede que sí, puede que no, depende. En realidad, una vez más —la única realidad inamovible durante esta inacabable pandemia— nuestra ignorancia es lo único seguro. ¿Podríamos acaso haber predicho que Minitel, un claro precursor de Internet, desaparecería, pero sería reemplazado por la red mundial; o haber tenido claro el futuro de Pac-Man o Space Invaders? O, si quieren los lectores, alguien hubiera afirmado que alguna vez no habría dinosaurios y que nosotros, los que estamos ahora tan asustados, seríamos los reyes del planeta? 

Sí, es un asunto de evolución, mezcla de azar y necesidad, destrucción creativa, de esa que tanto  promueven seminarios sobre las maneras de hacer emprendimientos exitosos. Porque si hay algo que se parece a la fascinante dinámica de los mercados, es la lógica de la naturaleza con sus espontáneas variaciones y variedades, sus inesperados éxitos e impensables fracasos, sus catástrofes y sus aparentemente inacabables supremacías (¡los dinosaurios fueron un negocio realmente exitoso 90 millones de años¡). 

Y así estamos. Cuando nos preparábamos a declarar la Delta manejada o al menos manejable, aparece un startup cuyas acciones se disparan. ¿Será un unicornio? En realidad no hay manera de saberlo, es muy temprano. Puede desplomarse o llegar a ser un monopolio. Pero, al igual que con la economía, no va a ser la última novedad. Quizá esa es la lógica que debemos entender. 

Mientras tanto, nuestros esfuerzos deberían ir más allá de lo médico y epidemiológico. Ni el sueño de cero virus a través de controles draconianos al movimiento de ideas y personas, la búsqueda de líderes mesiánicos que alzan la mano dura y juran por nosotros contra ellos; pero tampoco la ausencia de protocolos sanitarios y el ensalzamiento del cada uno a su suerte, que los débiles sucumban y los sobrevivientes sostengan el avance de la especie. 

Al final el camino más razonable es el centro. Ni la obsesión por la protección a costa de la libertad, ni el rechazo a la responsabilidad colectiva que la recorta parcialmente. Hay para rato.

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Omicron, startup

Los lectores de Sudaca pensarán, seguramente, en puertos bloqueados, en la crisis de los contenedores, en anaqueles vacíos, o en cualquiera de las pesadillas logísticas que caracterizan la economía en tiempos de pandemia. Pero, no. Este columnista no entiende nada de esos asuntos. 

“Primero encontré un nido, más adelante un colegio donde ponerlo. Luego vino la academia y posteriormente ingresó, felizmente, a la universidad. El año pasado fue contratado —¡increíble, qué alivio!— en una consultora como practicante, cuando estaba haciendo su último ciclo de contabilidad. Los primeros meses la cosa fue remota, claro, pero ahora les han ofrecido regresar —en su caso va a ser un debut— de manera flexible, ahora le dicen híbrida, a la oficina. Le han dicho hasta 3 días a la semana, pero él no quiere. Yo estoy desesperado porque no veo las horas de que tenga un horario de trabajo fuera de casa. ¡Hasta le he ofrecido llevarlo y traerlo!” Dice un padre, en tono de confesión, a una ejecutiva de alto nivel de una consultora. 

Nido, colegio, academia, universidad y oficina —puede ser también fábrica u otro lugar en el que se labora— son espacios alternativos a los que sirven de vivienda, digamos el hogar. Desde que nuestra vida dejó de ser agrícola y se convirtió en predominantemente urbana, pero sobre todo con la revolución industrial, sirven para albergar a muchísima gente. Últimamente son depósitos, almacenes, de individuos hasta los 23 años que en realidad no producen nada, ni dinero ni hijos, por lo menos del nivel socioeconómico medio bajo hacia arriba y en países de desarrollo intermedio para adelante. Se supone que están aprendiendo a hacerlo, de acuerdo, pero tenerlos todo el tiempo en casa sería, pues, terrible.

Y terrible ha sido. Para ellos y la o las generaciones anteriores. 

Porque más allá de las declaraciones protocolares y románticas que se escucha en los días de la madre, del maestro, que hacen ministros de educación, directores de escuelas, gerentes de recursos humanos y gurús del desarrollo personal, la sabiduría organizacional y el crecimiento colectivo, tener todo el tiempo en casa a los aprendices, digamos, profesionales —esos que en el nido se preparan para la escuela, en la escuela para la academia, en la academia para la universidad, en la universidad para el trabajo y en el primer tramo laboral pichanguean para poder jugar los partidos de verdad—, no sale a cuenta. 

Parte de la energía con la que se propugna el regreso a los mencionados lugares obedece a que deseamos que sus ocupantes vuelvan a un aprendizaje socializado y relevante desde el punto de vista interpersonal, a una experiencia educativa que vaya más allá de lo académico, de los datos y los conocimientos. Recluidos en el hogar dejan de tener vivencias sumamente importantes. Otra parte, sin embargo, deriva de lo que perdemos teniéndolos encima nuestro, interfiriendo con lo que consideramos, a veces con razón, a veces sin ella, es el manejo de aquello que verdaderamente cuenta, define, produce y reproduce.

No es muy glamoroso y hay algo de provocación en haber llamado a nidos, escuelas, academias, universidades y empresas, depósitos y almacenes. Pero tienen mucho de eso, de contenedores, palabra que, dicho sea de paso, también se refiere a contención —control, sujeción, moderación— de energías que en la calle pueden ser subversivas, devastadoras. En casa es enormemente difícil manejarlas. Rompen equilibrios —por ejemplo entre géneros y generaciones, en el hogar y fuera de él— que ha tomado décadas lograr y cuyo futuro, pandémico y pospandémico, no es fácil avizorar.  

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Almacenes, Depósito, vida

23 de abril de 1851. Annie Darwin, la niña de los ojos de su famoso padre, el señor en el título de esta nota, muere en sus brazos. Con el cuerpo de su hija aún caliente, Charles hace una anotación: ¡”estoy tan agradecido al daguerrotipo!”

En efecto, uno de los usos más importantes de las fotografías primitivas fue dejar constancia de que alguien había vivido. Sobre todo esas criaturas que tenían existencias efímeras, pasmadas muchas veces ni bien habían comenzado: los niños.

Pocas personas no han escuchado hablar de Darwin. No se necesita haber pasado por un sistema educativo de primer nivel para saber que asestó un golpe mortal a nuestra autoestima, al afirmar que descendemos de los monos. Aunque el asunto es más complicado que eso, todos tenemos claro que su mente produjo una revolución conceptual decisiva para nuestra cabal comprensión de la naturaleza y nuestro lugar en ella.

Una mente formidable, cuyas observaciones y las reflexiones derivadas de ellas —no hubo experimentación de por medio— a lo largo de más de 5 años de una travesía fabulosa, cambiaron la historia intelectual de la humanidad.

Desde que regresó de su trascendente periplo, a los 27 años, su cuerpo no dejó de protestar: cefaleas, palpitaciones, temblores, catarros, artritis, forúnculos, puntos negros en la visión, mareos, dolores abdominales, náuseas, vómitos, flatulencias, insomnio, accesos de furia, depresión y períodos de extremo agotamiento. Hasta su muerte, 45 años más tarde.

¿Trastorno bipolar, enfermedad de Chagas, desorden de ansiedad generalizada? Cualquiera fuere el diagnóstico, sus dolencias no le impidieron escribir 14 libros. Ni ser padre de 10, entre los cuales, Annie, la segunda, era su preferida.

Su frágil salud y la enfermedad de su hija hacen ingresar en escena al doctor que da nombre a esta columna, Gully. Era un médico que alcanzó notoriedad gracias a la cura de agua —hidroterapia— que promovió con mucho éxito.

En el lucrativo retiro situado en el pueblo de Malvern, los pacientes —entre los que se contaron William Wordsworth, Thomas Carlyle, Alfred Tennyson, Charles Dickens, William Gladstone y Florence Nightingale— se sometían a todo tipo de inmersiones a lo largo de las jornadas de internamiento. Además de a amortajamientos con sábanas empapadas de agua fría o caliente. Todo lo anterior era complementado por caminatas y una dieta más bien austera.

Darwin era un usuario fiel de esas técnicas que ahora nos hacen sonreír, aunque es cierto que, no por las razones que planteaba su creador, tenían un efecto general positivo en organismos llenos de grasa, poco activos físicamente y algo reacios, por decir lo menos, al contacto con el líquido elemento.

Y, claro, frente a una medicina convencional que no ofrecía nada a su hija —buena parte de las dolencias infantiles eran atribuidas a… la dentición, y eran enfrentadas con sangrías y el empleo de medicamentos que contenían… mercurio—, al igual que no aliviaba sus propios males, el notable interprete de la naturaleza, se entregó completamente —en realidad de tanto en tanto expresaba su escepticismo— a quienes no tenían la menor idea de como funciona.

Es que cuando enfrentamos agresiones que pueden venir de cualquier lado, en cualquier momento y no las entendemos, ni nuestra sabiduría convencional tiene las armas para prevenirlas, neutralizarlas o eliminarlas y nos matan —peor aun, destruyen a quienes más queremos—, las mentes más lúcidas, incluyendo a quienes cuyo oficio es encontrar la verdad y analizar opciones de manera objetiva, se van por el folclore, la anécdota basada en el ensayo y error, y la lógica de la superstición.

El sometimiento del señor Darwin al doctor Gully es algo muy humano y que viene a pelo cuando todavía estamos sufriendo los embates de la pandemia. Vitaminas, remedios caseros y medicamentos que han servido para otros fines, han sido utilizados y recomendados por aquellos cuya misión es salvar vidas y que llevaron a cabo una labor heroica, así como por líderes de opinión. No ha habido —salvo excepciones, claro, siempre hay pescadores que se deleitan en ríos revueltos—mala fe.

Hasta en las mentes más darwinianas se esconde un doctor Gully.

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Charles Darwin, James Gully

En el tercer artículo me referí a la postguerra, ese período cuando nada está demasiado claro, donde si hacer o no hacer no viene acompañado con un manual o, por el contrario, se define frente a regulaciones excesivas, contradictorias y, a la postre, contraproducentes. 

Tuve que viajar. Las razones no fueron ni turismo ni trabajo, sino acompañamiento médico a un familiar. Entre las declaraciones de salud llenadas en línea para el país de tránsito, aquellas que exige el destino final, las pruebas de que uno no tiene el virus, los certificados de vacunación, los hisopados al llegar al aeropuerto, los correos que uno recibe del ministerio de salud, las instrucciones de las líneas aéreas, las opciones de cuarentenas y las maneras de acortarlas, nos encontramos en un estado de confusión permanente. Lo más probable es que las cosas se vayan asentando y los criterios se hagan más sencillos y compartidos por las diferentes burocracias. El hecho es que se extraña la fluidez pre pandémica.  

¿Volverá? 

No en el corto plazo. Habrá que negociar permanentemente las condiciones de nuestros desplazamientos. De acuerdo con los lugares: podrá ser más sencillo ir de A a B, que regresar de B a A, las cosas podrán cambiar en función del estado de contagios, de circunstancias políticas, la edad de los viajeros; habrá momentos o coordenadas geográficas en los que la supervisión será viscosa y presente, mientras en otros los encargados de ejercerla cerrarán los ojos frente a lo que no está perfectamente en orden.

Por ejemplo, aunque recibí un permiso humanitario cuando el país aún tenía las fronteras cerradas a la visita de extranjeros y mi ingreso se produjo con más rapidez que el recojo del vehículo que había alquilado, recibí, no obstante estar vacunado y haber dado negativo al examen de corona —gratuito y cuyos resultados llegaron a mi correo unas horas más tarde— una orden de cuarentena por dos semanas a pesar de que me iba a quedar 10 días. Por cierto que no la cumplí. ¡La levantaron el día que regresaba a casa! 

De todas formas, la circulación por el país visitado, el paso por aeropuertos, el ingreso a los aviones y los trámites de llegada terminaron siendo bastante razonables. Pero todo lo anterior va a estar en revisión permanente y más vale que debamos estar tan atentos a sus avatares como a los del clima. 

De cualquier manera, en parte por la crisis sanitaria, pero no solamente por ella, ir de un lugar a otro va a ser un trámite bastante distante de lo que asumimos sería la libérrima transhumancia propia de la globalización y el “final de la historia”. 

Justamente ahora que el 9 de noviembre celebramos la caída de un muro que simbolizó la división entre personas y cuyo derrumbe auguró la abolición de las barreras para ideas, productos y personas, la pandemia nos regresa a la medievalidad de los ubicuos peajes. Pero, también, a una actitud de enorme recelo ante quienes quieren ingresar a nuestros territorios. 

Vuelven muros y cercos, cuya construcción y mantenimiento, así como la tecnología que permite hacerlos impenetrables, o convierte en barreras muy exigentes los controles migratorios, que están convirtiéndose en verdaderas industrias billonarias. 

Fuera del turismo y el comercio, ingresamos de lleno en una época en la que catástrofes climáticas, guerras y persecución política van a convertir a potenciales migrantes en peligros existenciales que van a ser enfrentados con pocos escrúpulos, además de jugar con ellos para fines geopolíticos, cómo está ocurriendo, entre otros, con los kurdos en la frontera entre Bielorrusia y Polonia. 

Sí, es la vuelta de los peajes. Algunos en forma de trámites y gastos, otros en forma de muros, todos llenos de tecnologías para identificar al que se queda y al que pasa. Todos seremos indeseables hasta prueba de lo contrario. 

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peajes
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