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Roberto Lerner, autor en Sudaca - Periodismo libre y en profundidad | Página 5 de 7

Finalmente, no pocos hablaron de dos asuntos en los que se anuncia una cierta nostalgia frente a la época que ensayamos concluir: “de repente nos vemos frente a un montón de reglas, un código de vestimenta y arreglos corporales que me parecen exagerados, además de súper machistas ya que sobre todo conciernen a las mujeres”, me dice un púber con cara de extrañar la libertad del aula/cuarto. Y una que ha iniciado su último año, me sorprende con una afirmación tajante: “odio los viajes de ida y vuelta, el ruido de los carros y el desorden de la pista. Me quitan el placer del regreso”.

 

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Educación, sociedad

¡Qué difícil es llevar así adelante una vida laboriosa y responsable, razonablemente honesta, articulada alrededor de algunos principios orientadores que sabemos nunca aplicaremos en olor de santidad, con preferencias y simpatías legítimas pero que no se pueden sustentar de manera absoluta, más o menos exitosa y gratificante!

Nunca he escuchado a tantas personas tan distintas en casi todo expresar con tanta fuerza desánimo, cinismo, descreimiento, aburrimiento, irascibilidad y descalificación de todo y todos aquellos que supuestamente representan a alguien. Es pasividad agresiva que combina  desprecio por el espectáculo y sus actores con algo de placer vicariante por sus pequeños éxitos y desgracias. Es poco e impredecible aquello que va hacer reventar el hartazgo y mostrar a los que dirigen lo impotentes que son. Ya no tienen confianza. Se van a quedar sin ninguna lealtad.

 

 

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Gobierno, Pedro Castillo, Vacancia

Ahora muchos observan desconcertados las invasiones bárbaras desde fortalezas territoriales y mentales que asumían tan inexpugnables como en su momento fueron vividas Tenochtitlan, Cuzco, Roma o Bizancio, entre miles de otras épocas de oro destinadas a durar hasta el fin de los tiempos. Una vez más, Apolo contempla a Ícaro cayendo horrorizado en picada.

Las señales, sin embargo, abundaban: la brutal destrucción de riqueza producida por maneras tramposas de ganarla en 2008; cada 5 años epidemias que se detenían en el borde la pandemia; identidades colectivas frustradas y sometidas, estados de ánimo llenos de rabia contra las élites científicas, económicas, políticas, los expertos y los funcionarios; evidencias inocultables de abusos y terribles desigualdades; decisiones electorales que condujeron hasta las más variadas instancias del poder político a autoritarios, iliberales y nacionalistas; campañas rabiosas, monotemáticas y obsesivas cuyo fin es cancelar personas e ideas que incomodan; y catástrofes con las que la naturaleza se encabrita. Todo lo anterior, y mucho más, sobre el fondo de una realidad social virtual que alienta la consolidación de las ideas más tóxicas y las creencias más alejadas de la objetividad, en detrimento de la moderación y la ciencia.

Más allá de las ambiciones desmedidas de individuos perturbados y del golpe brutal a nuestra autoestima que significó la crisis sanitaria, vamos a ver, para bien y para mal, mucho de lo que creíamos superado, mucho de aquello contra lo que se luchó, mucho de lo que nunca debimos querer eliminar, muchos de los dilemas morales que, estuvimos seguros, estaban resueltos.

Es hora de recuperar la humildad. Como titula la portada de un prestigioso semanario: ¡bienvenidos a la historia!

 

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Gobierno, Historia

 

Las escuelas y universidades son para que personas que, en general, no producen ni se reproducen se preparen para hacerlo en otros lugares; como casas —o habitaciones de cierto tipo— donde padres e hijos, puede ser que otros parientes, resuelven tareas ligadas al ciclo de vida socio afectivo; o como oficinas, tiendas, fábricas, negocios, en los que se crece desde el punto de vista económico y profesional.

Todo lo anterior parecía un orden natural, actividades y espacios indiscutibles, de los que derivaban protocolos, costumbres, reglas. Casi podría decirse que se trataba de un escenario inamovible en el que todos hacíamos lo nuestro. Por supuesto que es una exageración, que estamos hablando de instituciones, por lo tanto sometidas a una historia que las vio transformarse con matices en diferentes culturas. Pero como que era el default.

Hasta que vino la pandemia y se hizo evidente que el lugar donde habitualmente hacíamos ciertas cosas, por ejemplo trabajar, es menos determinante de lo que asumíamos y que se puede realizar con iguales o mejores resultados desde otras coordenadas. El trabajo y el estudio remotos eran posibles, un nuevo mundo se abría, los horizontes laborales y educacionales se ensanchaban. Antes del virus habían precursores que en la década previa iban en ese sentido, pero ahora se trataba de un camino sin retorno.

 

Hablemos solo del trabajo.

¡Flexibilidad es la voz! Los ejecutivos no están dispuestos a seguir trabajando para organizaciones que no ofrecen alternativas: tanto tiempo en la oficina, tanto fuera de ella. Trabajo híbrido, a pesar de que el término de asocia a seres contrahechos. Y aunque muchas organizaciones parecen creer que traerá lo mejor de ambos mundos, de la presencialidad y la virtualidad, los datos que poseemos hasta ahora no son tan claros.

En primer lugar ambas circunstancias tienen modelos mentales diferentes. Desde las maneras de focalizar, para hablar de un asunto neuropsicológico, hasta la susceptibilidad a la crítica, para hablar de uno que es esencialmente emocional, responden a variables distintas en remoto y presencial. No importa el arreglo, pasar de un modelo a otro requiere de ajustes y esos ajustes demandan energía. Ya se comienza a escuchar voces sobre el agotamiento de la hibridez.

No solamente eso. El clima laboral también cambia cuando uno tiene a una parte de los equipos lejos y otra dentro. ¿Tendrán los presentes más ventajas ante los ojos de sus jefes que los ausentes, se llevaran los segundos las cosas más fácilmente?, ¿tendrán los líderes —para quienes todo lo anterior significa ajustes mentales y conductuales importantes— que ceñirse a nuevos ejercicios de inclusividad al no olvidar dirigirse, además de a ellas y ellos, a virtuales y presenciales?

La cosa no está, literalmente, en el lugar. El asunto, por el contrario, es qué parte y tipo de  trabajo se hace dónde y cómo. Quizá la revolución radica en que iremos a un lugar que no es la oficina para documentarnos e inspirarnos, a la oficina para lo operativo, nos quedaremos en la casa para profundizar y documentar, y acudiremos a otro sitio para negociar, dar o recibir retroalimentación muy importante. Algunos de esos lugares serán propios de cada empresa, otros comunes a varias empresas, algunos estarán en la nube otros en la interacción cara a cara.

Para terminar, no es dónde trabajamos, sino en qué lugares vamos a hacer qué parte de nuestro trabajo. Seamos sinceros: no la tenemos clara y durante un tiempo lo híbrido será un viaje por territorio desconocido y nos deparará muchas sorpresas, requiriendo de todos creatividad y coraje.

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Teletrabajo

 

¿Cuanto dura una semana? ¿Pregunta estúpida? En fin de cuentas nos estamos refiriendo a una unidad de medida natural, ¿no? Una que marca de manera indeleble nuestras existencias. ¡Nada que ver! El día, un latido del corazón —vivimos 27540 del primero y alrededor de 4 mil millones del segundo—, son naturales. La semana no.

En la historia de la creación, previa a la naturaleza, se introduce la semana. Día 1, día 2 y así hasta que el CEO del universo termina el negocio y pone un nombre a aquello que es ocio, cuya raíz en hebreo es la misma que la palabra huelga, un paro para que no todo sea igual.

La semana, a pesar de aparecer en el génesis está íntimamente ligada al trabajo tal como lo hemos terminado concibiendo a partir de la revolución industrial y la urbanización: una actividad que se realiza en una secuencia cotidiana y luego se interrumpe. Los seres humanos tenemos una identidad multidimensional, que integra distintos aspectos, pero organizada alrededor del trabajo, que nos permite, no importa nuestro apellido, género, en función de nuestras capacidades y aprendizajes, situarnos en la sociedad, procrear, criar hijos, ser ciudadanos, practicar religiones, tener pasatiempos, perseguir sueños. La semana también define lo público frente a lo privado, desmarca lo interno de lo externo. Todo lo anterior, sometido a cambios, modas, cuestionamientos, era el marco dentro del que se desenvolvían nuestras vidas. Hasta que llegó la pandemia.

Ahora, repito la pregunta, ¿cuánto dura una semana?

Si hay algo que mi actividad profesional —la psicoterapia, el coaching, la intervención en crisis, los seminarios y conferencias— me permite es acercarme a las estrategias que emplean los seres humanos para torear las dificultades de la existencias, los hitos del ciclo vital, los retos de las estaciones que debemos recorrer, las tareas que encaramos en nuestras distintas condiciones y los papeles que protagonizamos en la obra que media entre nuestro nacimiento y el fin de juego que significa nuestra muerte.

Y si hay algo que viene resonando en mis oídos desde marzo de 2020 hasta este momento, es la perplejidad frente a la sucesión de los días que no parece tener pausa que no sea el colapso de las fuerzas y la pataleta que hace nuestra mente cuando ya no da más. Todas las unidades temporales se estiran y encogen, nos apachurran o muestran términos huidizos que nos dejan permanentemente en offside.

¿Cuándo el negocio se convierte en ocio y viceversa?, ¿el ocaso o el amanecer quieren decir algo al respecto?, ¿cuán distintos son jueves y sábado? La cosa ya venía poniéndose entreverada y borrosa antes del Covid: exceso de reuniones situadas en cualquier momento del día, revisión de correos cada 6 minutos, para no hablar de redes sociales activas sin parar. Todo eso ha aumentado con la pandemia. Si en 2004 podíamos mantener nuestra atención focalizada durante dos minutos y medio, hoy no nos da para más de 47 segundos.

Ahora que se habla de regreso a los lugares de trabajo, por lo menos a una manera de laborar que, nos dicen, será híbrida —término que también apunta a contrahechos ejemplares producto de especies distintas—, ¿volverá el tiempo a discurrir por sus cauces habituales?

La verdad, nadie lo sabe. Una cosa es el trabajo remoto en casa como parte de una estrategia sanitaria y otra alternar días de presencialidad con jornadas virtuales como parte de nuevos arreglos laborales. Es más, la hibridez podría terminar de matar la semana como metrónomo de las actividades que, para volver al Génesis, hacen sudar nuestra frente.

 

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Covid-19, Empresa

 

En todas las sociedades, más allá de diferencias culturales y matices políticos, mucho se hace en nombre de los niños. La pandemia cuyas presas se encuentran en el otro extremo del ciclo vital pareció cambiar las prioridades. Muchos se quejaron de que se estaba hipotecando la vida de los menores en nombre de evitar la muerte de los viejos. 

Una de las desgracias indiscutibles del COVID es que ha prácticamente desescolarizado a por lo menos un billón de alumnos en el mundo. La factura se anuncia monumental, tanto en salud mental como en déficit educativo y menoscabo de habilidades sociales. 

En los países de ingreso medio y bajo las cifras son espeluznantes: se calcula que alrededor de 70% de niños de 10 años no pueden comprender textos sencillos, muchos han adquirido la tercera parte de conocimientos matemáticos para su nivel de edad y, en general, se ha triplicado la probabilidad de salir del sistema educativo y no volver más a él. Aún en países desarrollados una cuarentena de dos meses equivale a la pérdida de un quinto del año escolar.   

Escuelas vacías no solo impactan en el conocimiento. Todos esos alumnos huérfanos de aulas, recreos y profesores de carne y hueso, significan, sin duda, menores ansiosos, tristes, desmotivados, con marcadas dificultades para sostener esfuerzos y una atención saltarina que prefiere las redes sociales y los videojuegos antes que cualquier actividad académica remota. 

Pero la escuela no es solo un espacio donde se aprende y se socializa. En muchos países es un canal que hace llegar alimentos y procedimientos médicos que gran cantidad de hogares no pueden ofrecer. Los programas asistenciales funcionan, tienen un impacto indudable tanto en lo físico como lo educativo. Por ejemplo, durante el primer año de la pandemia alrededor de 400 millones de niños dejaron de recibir una comida al día. 

Otro factor que muchas veces se deja de lado es que niños fuera de la escuela deben quedarse en casa donde se evidencia de manera grosera y dolorosa las desigualdades respecto de los recursos tecnológicos que hacen posible la educación remota. 

En muchos países antes de la pandemia ya casi toda su población estaba en línea. Las cuarentenas encontraron a alumnos y maestros conectados. Sus gobiernos socorrieron a los menos privilegiados potenciando sus infraestructuras caseras y apoyaron a los profesores menos duchos en los menesteres virtuales. 

Los peruanos tenemos muy presente las sesiones televisivas que eran pálidos sucedáneos de las clases escolares y los esforzados estudiantes que escalaban cerros armados de sus teléfonos celulares para encontrar el acceso a la señal educativa. Nunca fueron tan evidentes las distancias y diferencias entre quienes poseen las bondades de la modernidad y quienes recogen sus migajas. 

Pocos días nos separan de la vuelta a la educación presencial. En medio de un contexto político que enerva la concreción eficiente de políticas públicas, nos preguntamos si el regreso a clases será una vuelta a la experiencia educativa que la epidemia pasmó. ¿Que pasará si hay muchos contagios entre alumnos y profesores, cuántas familias habrán perdido fe en la escolaridad o esta se habrá hecho incompatible con la necesidad de trabajar, podrán niños cuyos músculos mentales han perdido fuerza y agilidad seguir las demandas de programas que no han cambiado demasiado?

Ojalá nuestros indudables éxitos vacunatorios pudieran replicarse en el campo de la escuela. Es poco probable. Nunca, señor ministro de educación, la educación ha sido tan mortal. 

 

 

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Covid-19, Cuarentena

Hace 77 años el ejército de la Unión Soviética liberó Auschwitz. El horror —que muchos intuían y no pocos sabían— para siempre vinculado con el lugar y su nombre, fue desvelado ante los ojos del mundo.

La conciencia universal despertó, entumecida y luego asqueada, ante un emprendimiento macabro: eliminar a todos aquellos definidos —algunos, no pocos, sin saberlo o quererlo— como judíos. Fue una empresa. Con todos los ingredientes de industriosidad, planeamiento, contabilidad, tecnología y marketing asociados al término. Llevada a cabo con una crueldad radical. Apañada por la complicidad, por lo menos pasiva e indiferente, de países y organizaciones; y  opiniones públicas, comenzando por la de los ciudadanos alemanes de la época. 

Los testimonios aúllan todos los grados de salvajismo y ausencia de empatía y compasión: miradas inescrutables de niños con las manos en alto ante ametralladoras en ristre, cenizas de lo que fueron cadáveres gaseados, montañas de dientes con coronas de oro, monstruosos resultados de experimentos biológicos. La lista es interminable. Están los museos que nos pasean por el horror que no se debe repetir. 

En circunstancias como las actuales, con muchos componentes que abonaron el terreno en el que prosperó lo anterior, debemos, sin embargo, ir más allá del estremecimiento. Hay algo que no debe escapar a nuestra comprensión. Tiene que ver con la naturaleza de la especie humana —que nunca me ha despertado demasiado optimismo— y las derivas de las que son capaces las sociedades donde se desenvuelve. 

Los judíos, sin duda, hemos sido blanco privilegiado de la vocación desterradora y exterminadora, pero no tenemos derechos de exclusividad, ni en ese momento —recuerden a gitanos, homosexuales, comunistas— ni en otros muchos, demasiados. Y en lo que se refiere a crueldad, bueno, la competencia por infligir daño creativa y eficientemente a los semejantes es dura. 

Es otra cosa. 

Lo que hace absolutamente único y satánico al holocausto es que mucho antes de que funcionaran los campos de concentración, previamente a que las fauces asesinas en toda su variedad se pusieran en marcha, cuando Hitler era un gobernante observado con curiosidad y admiración, cubierto por un manto de origen democrático, cuando el régimen nazi cosechaba el equivalente de nuestros likes en mucha gente, mucho antes de que las divisiones alemanas invadieran Polonia, y de que Goering le diera luz verde a Heydrich para delinear la solución final… 

Mucho antes, desde 1933, hubo leyes. 

Sí, en el principio fue el verbo en versión legal: ya no puedes ejercer como médico, espera ahora tampoco como abogado, y, bueno, hay demasiados estudiantes así que de los tuyos solo unos cuantos, por si acaso, tampoco puedes ser oficial del ejército ni ser parte de la administración tributaria, ni curar animales, ni enseñar a escolares, ni tus hijos ser escolares, ni poseer pasaporte (ya, ya, tenlo pero con una letra J bien visible en todas las páginas), ni disponer de tu nombre o el de tu empresa (espera, mejor no puedes ser propietario de una), ni tener palomas mensajeras (digamos que no puedes usar WhatsApp), ni siquiera —no le vas a quitar la buena suerte a otro— puedes comprar un billete de la lotería. Todo lo anterior y mucho más, debidamente formulado como normativa y publicado en el periódico oficial. 

Lo anterior, queridos lectores, las disposiciones legales, se dio antes de 1939, cuando aún Auschwitz estaba en planos, el Zyklon B no entraba en contacto con el aire y los hornos no tenían lo que cremar. 

La legalidad fue inoculando la exclusión de un grupo palpitante de la comunidad nacional. Una secuencia de incrementos graduales desplegados con sentido dramático y práctico, fue convirtiendo un órgano del cuerpo en irrelevante, sobrante, dañino. La amputación se dio en la mente colectiva, respetuosa de las reglas, y su realidad física sobrevino luego como un trámite banal, trivial. La maldad eficaz que se hace invisible porque ha sido previamente legalizada es lo más atroz del holocausto. Cuando llegaron las torturas y ejecuciones, las matanzas y otros actos perversos, ya era muy tarde. La oposición sin concesiones, la insurgencia decidida eran imperativas frente a las leyes. Ante las cámaras de gas solo queda el espíritu de resignación suicida y corajuda del Gueto de Varsovia o la fortaleza de Masada. 

Si se deja que las leyes se establezcan, aceptando convivir con ellas, la maquinaria sádica y cruel solo será un sello burocrático que, podría decirse, no matará a nadie.  Solo procesará cadáveres producidos por leyes. Los holocaustos, los atentados más groseros contra la humanidad, siempre comienzan con leyes. 

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Ex URSS, guerras, leyes

¿Tiene suficientes méritos para desempeñar un determinado trabajo?, ¿le corresponde un reconocimiento de cualquier tipo?, ¿dado el error cometido es pertinente un castigo?, ¿la clara transgresión de una norma debe llevarlo a la autoridad para que se inicie el procedimiento legal de rigor?

Preguntas que enfrentamos con bastante frecuencia. Aunque nosotros no estemos en una posición que obligue a tomar decisiones, como espectadores de la vida social, tenemos respuestas y juicios. ¿La respuesta natural en los grupos humanos, la que fue estándar durante miles de años?: depende.

¿De qué?, ¿no es acaso un asunto evidente? Las habilidades, los logros que producen, las metidas de pata y las de mano en arcas abiertas o cerradas, son hechos incontrovertibles. Claro, hay lugar para la subjetividad, debemos tomar en cuenta el contexto, la historia, los atenuantes y la acción afirmativa de ciertas categorías de personas. Pero no debería haber tanto margen de maniobra. Manejaste borracho, pierdes tu licencia de conducir.

¿Entonces, de qué dependía?

Si se trata de tu primo hermano, compañero de colegio, correligionario, paisano, comparte contigo la barra brava, por ejemplo, la cosa cambia. El nivel de severidad disminuye, el deseo de componer un entuerto, dando un testimonio, digamos, se va al suelo. Silbar y mirar hacia otro lado, encontrar todo tipo de explicaciones exculpatorias, realzar esfuerzos e intenciones, se vuelve frecuente.

Al contrario de cuando el protagonista no comparte con nosotros códigos ni historias vividas conjuntamente, ni relatos escuchados de referentes comunes. No es de nuestra tribu, pues.

Aunque sociedad y cultura producen protocolos de premiación y castigo, parejos, incluso si la ley no ve a todos como iguales ante sí, en buena parte de las eras y latitudes, la pertenencia e identidad hacen una enorme diferencia a la hora de juzgar a nuestros semejantes.

No es casual que los términos que identifican vínculos de sangre o políticos —tío, cuñado, primo, ¡hermanito!— son maneras de acercar y, también, prometer un trato privilegiado en la repartición de recursos sociales, que se trate de dinero, trámites, contrataciones, licitaciones, sentencias, penas y penalidades. Ni que los grupos que tuercen —a punta de violencia y monopolio de la ilegalidad— de manera sistemática la lógica colectiva —las mafias— se reconocen como familias.

Costó trabajo que la pertenencia o no a la tribu fuera irrelevante o, por lo menos, no decisiva.

Es posible que la obsesión de la Iglesia con prohibir el matrimonio entre familiares cada vez más lejanos, la vigencia de órdenes religiosas meritocráticas independientes de lazos de sangre y herencia, el surgimiento de gremios especializados, la alfabetización derivada de la imprenta y discusión de ideas sin intermediarios producto de la Reforma, una mano de obra móvil desligada de la tierra —producto, en parte, de una pandemia, la Peste Negra— y la construcción de una objetividad científica, fueron todos factores en la construcción de un rasero homogéneo a la hora de tomar decisiones como las mencionadas en el primer párrafo.

El Perú es de una tribalidad extrema, pesada y sofocante. Las desgracias, las victorias, el ejercicio del poder, la captación y distribución de recursos, dependen casi exclusivamente de pertenencias e identidades, de lealtades construidas en experiencias locales que no pueden proyectarse en un espacio común. Lo que hay, o es mío y de los míos y me lo apropio hasta que me lo expropia otro grupo para usarlo de la misma manera; o lo trato como ajeno y lo malogro, lo ensucio, lo agoto.

La perversión de la pertenencia que —salvo en la gastronomía y, últimamente, en la vacunación contra el COVID— se ha venido acentuando en nuestro país, explica, mucho más que la ideología política, religiosa o económica —puro pretexto—polarizaciones, vacancias, disoluciones, nombramientos folclóricos, leyes esperpénticas, investigaciones judiciales y otros hechos de nuestra vida colectiva.

Un territorio plagado de tribus y mentes tribales no es un país. Independientemente de cuánta riqueza haya en sus entrañas, quienes lo habitan serán siempre pobres.

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covid, tribus

En inglés, el término que se refiere a un número par, “even”, apunta a significados de nivelación, justicia, constancia. El que connota un número impar, odd, a anormalidad, aberración, atipicidad. No deja de ser interesante que en el mundo de lo supuestamente exacto, la mitad de sus habitantes más comunes sean raros, extraños. 

En un grupo cuyos integrantes suman un número justo, par, estos pueden estar completamente seguros de que nunca van a sobrar, siempre van a tener pareja. En el caso de los extraños, impar, lo anterior no es así. Que alguien quede al margen es inevitable. ¿Quién? Es un enigma, es incierto. 

Quizá por eso, la palabra odd también significa probabilidad, ese concepto tan difícil para la mente, que nos permite estimar qué de todo lo posible termina ocurriendo en un mundo esencialmente desordenado, aunque en general no lo parezca. No lo parece por que nuestro cerebro se ilusiona, hace malabares para percibirlo estable. Tiene éxito relativo, salvo en épocas como las que estamos viviendo. 

Las casas de apuesta —en línea o retail— son un negocio vibrante. Desde nuestro esperado regreso a los mundiales en 2018 y los juegos panamericanos de los que fuimos exitosos anfitriones, hacen muchísimo dinero, quizá porque combinan excitación intensa —sin necesidad de desplazamiento— con el sentimiento de vencer la impotencia pandémica. 

¿Quién va a ganar un partido, digamos, entre Sporting Cristal y Manchester United? ¿Novak Djokovic va a participar en el Grand Slam de Australia? ¿Habrá disolución del congreso o vacancia? El juego no es entre uno y una máquina, o uno y otro jugador, sino entre todos y el devenir de la vida. 

En ese escenario hay un personaje muy interesante, el Oddmaker.

Determina, en función de las probabilidades que cada evento tiene, la ganancia de quienes aciertan el curso de la realidad. Trabajo apasionante. En el caso del imaginario encuentro futbolístico mencionado no hay mucha chamba, pero en el muy real trance del astro tenístico invacunado, mucho más. Hay que tomar en cuenta cuestiones legales, factores geopolíticos, grupos de presión, entre otras muchas cosas. 

De vuelta a la pandemia.

A estas alturas del partido, si no surge algo nuevo —que, lo sabemos, siempre puede ocurrir— ya no se trata de evitar la muerte, o si queremos bajar la intensidad, el cuarto de hospital o la llegada a una UCI. Pero parece que el contagio es inevitable.  Ahora, el objetivo es sortear la multitud de peajes que surgen en el camino, administrar los encierros, filtrar los contactos, meternos hisopos en las narices o dejar que otros lo hagan, mostrar de maneras creativas los resultados de las diferentes pruebas, todo ello en medio de normas oficiales que definen actividades, horarios y aforos.

Concretar algunos de nuestros planes y minimizar nuestras desilusiones es lo que ahora importa. Aunque nuestras decisiones no parecen en la actualidad de vida o muerte, están generando dilemas potentes. Si estuve en contacto con tal que dio positivo hace tantos días a una prueba de antígenos, me encierro una semana al cabo de la cual, previo hisopado casero, puedo participar de una cierta actividad que me importa especialmente. En ese lapso he dejado de asistir a una serie de encuentros que producían expectativas en otras personas, quienes ven mi estrategia como una forma de rechazo o, en el mejor de los casos, una preferencia que los deja de lado. 

En otras palabras, todos nos convertimos en Oddmakers y, al mismo tiempo, apostadores. ¿Alguien puede ganar?

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Decisiones, Oddmakers
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