Sudaca

Las tendencias emergentes en la encuesta más reciente de Ipsos — Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga y, de forma algo sorprendente, el comediante Carlos Álvarez — son síntomas de lo que la sociedad peruana sufre más que de otra cosa: miedo. La inseguridad ha sangrado en las calles, en los hogares y ha trastornado la vida cotidiana de millones.

Cualquiera que haya intentado asegurar algo en un entorno turbulento sabe que la gente anhela estabilidad, aun cuando el orden no tiene por qué tomar la forma de autoritarismo, populismo de derecha, demagogia digna de una caricatura. Pero un votante tan desencantado quiere redención y la descubre —incorrectamente— entre quienes prometen una mano dura.

El Perú no es el primer país seducido por el autoritarismo al borde del abismo. A un nivel más profundo, esta preferencia no es una posición ideológica, sino una desesperación crónica.

La democracia se ha convertido en una palabra sin sentido, y a los ojos de la mayoría el término significa una situación de corrupción, mala gestión y promesas incumplidas que se extienden por décadas. En este mundo polarizado, estos candidatos, avatares de una derecha a veces estridente, a veces mesiánica, resuenan profundamente entre un pueblo que ahora cree en poco más que en sí mismo.

Pero hay un hecho que cambia el panorama: muchos votantes indecisos. Esta masa todavía está silenciosa y caótica, aún no ha hablado y tiene una memoria peligrosa: la actitud antisistema. En el sentido general, es solo aventurerismo destructivo consistente con lo que ya conocíamos —y sufrimos— cuando Pedro Castillo estaba en el poder.

La izquierda puede estar preparada para recuperar terreno con una contraofensiva agresiva, y hordas de votantes indecisos inclinándose una vez más hacia alguna encarnación del siglo XXI de un mesías pantanoso de izquierda o, peor, un gran oportunista sin verdaderas creencias dispuesto a arrojar todo por el proverbial desagüe (baste mencionar que un 37% de peruanos -según la propia Ipsos- votaría por Castillo si postulase al Senado).

Estamos en las garras de un repugnante interregno. Atrapado entre una derecha radical y un populismo antisistema, el Perú está listo para repetir su propia historia una vez más.

O reconstituimos una alternativa legítima, liberal y progresista en el mejor sentido del término, o la barbarie tomará el control de nuevo, con una biblia o con una hoz y un martillo, como tantas veces antes.

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La proliferación de partidos políticos en el Perú, con no menos de 41 registrados y la posibilidad de más, no es un síntoma de una diversidad ideológica liberal o saludable, sino de la descomposición de nuestra vida política. ¿Cómo explicar este afán por los caminos separados de —después de todo— tantos partidos que básicamente piensan igual? La respuesta no se encuentra en las ideas, sino en los intereses.

En democracias maduras, los partidos tienden a representar corrientes filosóficas o visiones completas del Estado; aquí en el Perú, son vehículos de ambición personal o familiar, creados no con el propósito de servir al país sino de agarrar bloques de poder. Se trata menos del papel del Estado en la economía, la justicia social o la libertad individual: se trata de quién obtiene qué. En esta visión, construir coaliciones demanda sacrificio de sus miembros: ocupar menos espacio, elevar más líderes, doblar la voluntad individual en un propósito mayor que cualquier persona. Y para la gente que ve la política como un botín, esto es ilegítimo.

Y esta es la razón por la cual las coaliciones son malas. Están llenas de traiciones, acuerdos en oscuridad, con «repartijas». En el Perú, no hay una coalición de ideas: solo un matrimonio de conveniencia entre personas que ni siquiera pretenden gustarse entre ellas y que mañana volverán a apuñalarse por la espalda.

El resultado final es una fragmentación estéril: partidos sin miembros, sin doctrina, sin historia, pero con un logo y un líder en espera. Se termina cayendo así en la improvisación, el populismo y la mediocridad.

Más triste aún, el ciudadano medio, repelido por este grotesco circo nacional, decide ya sea abstenerse o emitir un voto de protesta. Y así el ciclo de la fatalidad continúa: partidos que no representan a nadie, dirigidos por un pueblo que ya no cree en nada. Y contra esto, una solución idealista en el mejor de los casos. Pero para eso necesitaríamos algo más raro que los propios partidos: decencia.

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La casi nula respuesta del pueblo ante un gobierno con menos del tres por ciento de respaldo y anteun congreso cuyo descrédito roza lo universal es una señal alarmante e iluminadora del profundo desencanto que devora al Perú. Aparte de marchas esporádicas como la de ayer por parte de trabajadores del transporte y otros, la gente guarda silencio. El 97% que se opone al statu quo realmente no lo está demostrando.

¿Cómo podemos entender a un país tan dispuesto a levantarse en una rebelión apasionada contra regímenes autoritarios y cleptocráticos, pero que parece casi en coma ante el grotesco espectáculo de la decadencia institucional?

Gran parte de la respuesta tiene que ver con la informalidad (no solo económica), que es también moral y cívica. El Perú ha soportado décadas de un estado ausente o venal, y en ese abandono ha aprendido a desconfiar de toda autoridad, viendo la política como un pantano donde no crece nada más que el cinismo. Permanecen en silencio, porque no abrazan nada. ¿Cuál es el punto de salir a marchar cuando sabemos —y no sin razón— que algunos deben hundirse para que otros, que no son ni mejores ni peores, puedan navegar?

La visión más extraña y casi darwiniana sobre la supervivencia también está presente: cada uno aferrándose a su pequeña economía, al día a día que no les permite levantar la cabeza. La protesta es un lujo para algunos, para aquellos que venden en el mercado, para aquellos que tienen que conducir un taxi, para aquellos que cuidan a los niños sin ayuda estatal. La ira, que no se manifiesta en el ámbito político, la alimentamos en silencio.

Y luego también incide la posibilidad embriagadora de futuras elecciones. El discurso ha engendrado una dinámica de «votar» como el camino hacia una «solución», solo con caras de una generación diferente pero los mismos temas. Los ciudadanos se retiran, esperando un milagro que no llegará. Pero no hay que engañarse: el silencio no es paz. Es solo un síntoma de una erupción inminente.

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Se confirma la absolución de Edwin Oviedo

La sentencia absolutoria que fue dictada por el Juzgado Penal Colegiado Supraprovincial Transitorio de Trujillo en agosto del año pasado ha sido confirmada por Segunda Sala Penal de Apelaciones de la Corte Superior de Justicia de La Libertad.

El empresario Edwin Oviedo ha sido declarado inocente en dos instancias por los cargos de homicidios de Manuel Rimarachin Cascos y Percy Waldemar Farro Witte que involucraban al expresidente de la Federación Peruana de Fútbol y a otros procesados. Durante esta audiencia, la Fiscalía no presentó ningún material que demuestre la culpabilidad de Oviedo Picchotito​ y los otros involucrados. Inicialmente, el Juzgado Penal Colegiado Supraprovincial Transitorio de Trujillo había emitido la sentencia absolutoria el día 22 de agosto del año pasado. 

La investigación y acusación de este caso, llevados a cabo por el exfiscal Juan Carrasco Millones, fue seriamente cuestionada por el juzgado que tuvo el juicio a su cargo y por la Segunda Sala Penal de Apelaciones de la Corte Superior de Justicia de La Libertad que ha confirmado la sentencia absolutoria.

“La Sala de Apelaciones ratificó que la Fiscalía no aportó pruebas de corroboración de los testimonios de colaboradores eficaces con los que se “armó” este caso; conclusión importante si se consideran a las denuncias públicas que se hizo sobre “fabricación” de colaboradores eficaces por el ex Fiscal Juan Manuel Carrasco Millones”, comentó César Nakasaki, abogado de Oviedo, con respecto a esta sentencia.

“Con la sentencia absolutoria del Juzgado Colegiado y su confirmación por la Sala de Apelaciones, luego de muchos años de batalla legal el Poder Judicial, confirmó la inocencia que defendió el empresario Edwin Oviedo Picchotito desde el inicio de la injusta persecución penal que sufrió”, señaló el letrado sobre la conclusión de este caso y agregó que “se generó una arbitraria prisión preventiva de más de quinientos días en el Establecimiento Penitenciario de Chiclayo en el distrito de Picsi y una persecución penal de diez años”.

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El proteccionismo de Donald Trump —símbolo de un pensamiento económico que ve al mundo no como un potencial encuentro de intereses complementarios, sino como una arena donde vencer a otros es lo que más cuenta— nos lleva, sin eufemismos, al precipicio de la locura. Si el presidente sube los aranceles a China con el sombrío celo de alguien convencido de que bajar a los demás es el camino para elevarse a sí mismo, revive antiguos enemigos del nacionalismo económico, enemigos que una vez desencadenaron crisis devastadoras.

China, por supuesto, responde. ¿Cómo no iba a hacerlo? Lo hace no solo por orgullo, sino porque el mundo del nuevo orden global —conseguido arduamente durante décadas de interdependencia y cadenas de valor transnacionales— con sus vastas fronteras, no tolera rendiciones unilaterales. La guerra comercial no trae prosperidad, sino que instala incertidumbre, contracción del comercio, aumento de los precios de insumos y, lo más importante, siembra las semillas de una recesión global.

La Reserva Federal, ese guardián siempre vigilante que ha visto esta película antes, comienza a escuchar el zumbido de la inflación. Los precios aumentarán, la inversión disminuirá, y el consumo se contraerá. Los economistas, incluso los más austeros de ellos, esta vez son más audibles: enfrentaremos una tormenta perfecta si el mundo no cambia el rumbo en el que está.

El proteccionismo trumpista —más idea que interés, más instinto que intelectualismo— está teñido con la marca de la traición a la comunión liberal que sustentó la prosperidad de Occidente. Es un abrazo al tribalismo económico que desconfía de los forasteros, se cierra a la conversación, ve cada importación como una amenaza, cada tratado como una rendición. Es, después de todo, una negación del mundo moderno.

¿A dónde nos lleva todo esto? A un retroceso de la civilización. A un período de muros, no solo del tipo físico sino mental, donde la cooperación será percibida como debilidad y la confrontación como virtud. Y en ese mundo, recordando las oscuras décadas del siglo XX, no hay ganadores. Solo ruinas. Solo humo. Solo historia, que no aprende sus lecciones, repitiéndose como una farsa

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Lo que es fascinante —y profundamente revelador— sobre el fenómeno de Martín Vizcarra es la evidencia de que, en el Perú, la memoria política es corta, pero la repulsión hacia la clase gobernante es tan persistente como una enfermedad sistémica.

En un país donde el descrédito de los partidos tradicionales ha alcanzado proporciones épicas, Vizcarra se presenta, a pesar de sus propias sombras, como una figura que se convirtió, aunque solo fuera por un momento, en «uno de nosotros», alguien que encarnó una ilusión: la del moralista outsider enfrentando un aparato de poder corrupto.

Es cierto que su gobierno fue mediocre y caótico; la gestión de la pandemia osciló entre la improvisación y el populismo sanitario, y su disolución del Congreso fue ampliamente celebrada por una gran parte de la ciudadanía, aunque, sin embargo, declarada inconstitucional. Para complicar aún más las cosas, hay serias acusaciones de corrupción que en otro contexto habrían sido suficientes para enterrarlo políticamente.

Pero no en el Perú. Porque aquí, en esta tierra apestada de política, un corrupto suena menos aterrador que una mafia.

Vizcarra, con todas sus peripecias, su discurso antipolítico y su enfrentamiento directo con el Congreso, hizo algo que pocos candidatos solo pueden soñar: ser enemigo del sistema. Y en un país donde el sistema se ve como una máquina insaciable de saqueo y cinismo, eso es más que suficiente para lanzar a un hombre al podio de aspirantes presidenciales (por más inhabilitado que esté, le quedan recursos jurídicos internacionales que lo podrían traer de vuelta).

La lección es clara para cualquiera que espere postularse el 2026: se trata menos de lo que puedas proponer que de lo que puedas oponerte. La respuesta no está en los planes de gobierno, sino en las luchas simbólicas. Asaltar el tinglado del poder actual no es una estrategia retórica; para muchos, es una cruzada moral. El pueblo peruano ya no vota por esperanza, sino por venganza. Y en esta coreografía de resentimientos, quien pueda encarnar esa insatisfacción más eficazmente, incluso si tiene algunas cuentas pendientes con la justicia, tendrá opciones genuinas de llegar al poder.

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Lo que ha sucedido con la fiscalía en el caso Cocteles es un desastre predecible, una prueba más de lo que muchos ya sabían y temían: nuestro sistema judicial se ha convertido en víctima de la sobrepolitización, de una plaga que socava el mismo ADN de la justicia.

La anulación del juicio oral por parte de la Corte Suprema no es un error procesal; es una señal clara de que las instituciones supuestamente encargadas de garantizar el orden y la equidad están al servicio de intereses ajenos al bien común. Como ha sucedido tantas veces en nuestra historia, la justicia se ha transformado en un juego de poder en el que los hilos invisibles de la política tiran de los destinos de los casos más relevantes, como si fueran marionetas.

Lo que está en juego no es solo el destino de un caso en particular, ni de los implicados en éste, sino la misma idea de justicia, que está siendo relegada cada vez más al trasfondo. La politización de la justicia no solo comete una barbaridad contra aquellos que dependen de la protección de la ley, sino que también amenaza el mismo núcleo de la democracia, ya que el principio de imparcialidad, que debería ser el fundamento de cualquier sistema judicial, se desvanece en un caldo impregnado de manipulación e intereses oscuros.

Y lo más triste es: al perder este juicio no solo perdemos un caso: perdemos años de esfuerzo, de una lucha por la verdad. Los fiscales ahora se enfrentan a un sistema que los abandona y el ciudadano común se encuentra una vez más desencantado, aplastado y convencido de que en el Perú, la justicia es solo un espejismo, una quimera que nunca se realiza.

Debemos preguntarnos si estamos listos para seguir permitiendo que la justicia ceda ante la voluntad de aquellos que, desde las sombras del poder, manejan los hilos de los destinos de todos nosotros.

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La política peruana, una vez más, está atrapada en la espiral de interpelaciones, que dejaron de ser un mecanismo de control y supervisión del poder para convertirse en un espectáculo vacío y estéril.

El Congreso, que debería ser el bastión de la democracia y la deliberación política, se ha convertido en un circo donde se ejerce todo, menos el interés común. Un Congreso, que es cómplice del gobierno en lo sustancial, quiere aparentar una distancia crítica que a nada bueno conduce porque es inocua.

El ping pong de las interpelaciones ministeriales -ya hay como seis ministros amenazados con ello y el Premier ya ha sido citado- evidencia una señal segura de degradación de la clase política, incapaz de asumir responsablemente la tarea que se les ha encomendado. En lugar de debatir y legislar para resolver los problemas de raíz que aquejan al país —con la pobreza, la corrupción o la inseguridad sobre la mesa—, el Congreso entró en una espiral de acusaciones, donde lo que importa no es el fondo, sino la exposición pública.

Esto no es meramente un asunto de ineficacia política; está en juego la propia salud del orden democrático. Estas interpelaciones difícilmente son un ejercicio de transparencia, sino más bien son espectáculos de estilo circense donde los problemas causados por el gobierno se exhiben como si tuvieran su propio reality show, y cualquier posible solución es solo humo y espejos, sin diálogo honesto. Es un espectáculo de gestos y represalias, en el que personas en un podio intentan llamar la atención, no por una visión o plan real, sino por sus bombas retóricas e interrogatorios que no logran tracción.

Lo más trágico es que el país, enterrado en la desigualdad y la alienación social, aún no recibe respuestas serias. Mientras los líderes políticos muestran una guerra de egos —los ciudadanos en las trincheras, y sin fe en sus instituciones— las perspectivas de un mejor mañana se desmoronan.

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La concurrencia de factores sociales y políticos en el ascenso de la izquierda marxista radical en el Perú no es solo ideológica. Tal ideología marxista, en sus versiones más extremas, ha tenido en la historia mundial un precio relativamente alto de descrédito, debido a fracasos en otras partes del mundo, pero lo que a menudo ha resonado con el electorado peruano es su capacidad para canalizar la frustración y el enojo hacia el orden establecido.

La izquierda radical ha logrado presentarse como la voz de los desposeídos, las personas que sienten que el sistema político y económico tradicional no ha logrado ofrecer oportunidades ni atender a sus necesidades. El pueblo peruano no es marxista, ni siquiera es mayoritariamente de izquierda, como ratifica la última encuesta del IEP, pero sí va contra el statu quo y alienta opciones de ese perfil, dentro de los que encajan las opciones marxistas señaladas.

El descontento aboga en favor de propuestas que, más allá de su contenido ideológico, se postulan como una ruptura con el statu quo, específicamente en el sur andino, donde las desigualdades sociales, la pobreza y el abandono estatal son más profundos. Es por eso que los líderes cuyo ascenso se debe, aunque sea poco acorde al marxismo, a la contextualización de una crisis en la legitimidad de las instituciones del país están volviéndose cada vez más populares.

Dentro de este contexto, la ideología marxista deja de ser una idea abstracta y se convierte en una herramienta de protesta social, un medio para aquellos actores hartos de las promesas vacías.

Los líderes de este movimiento no son vistos como ideólogos extremistas sino como representantes de una lucha popular contra un orden excesivamente centralizado percibido como ajeno y opresivo para las provincias. Entonces, más allá de su ideología, el peligro de este ascenso radica en la profundidad de un malestar colectivo que podría empujar al país por un callejón sin salida, poniendo en riesgo la democracia y la estabilidad institucional.

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