[DETECTIVE SALVAJE] La obra y vida de Roberto Bolaño late en cada rincón de su prosa. El ojo Silva, un cuento del libro Putas asesinas, comienza con las siguientes líneas: “Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia, aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende.” Bolaño nació en el 53. Veinte años después Salvador Allende se quitaba la vida antes de que los militares, comandados por Pinochet, entraran a la casa de gobierno.
Esas líneas casi son un resumen de la obra de Bolaño, que no se puede resumir, por ser tan vasta y tener un lado oculto que crece con cada releída. La violencia está en sus cuentos y novelas, pero muchas veces es difícil señalarla, determinar su fuente o su propósito; es como un dedo que baja del cielo y se entretiene forjando el caos, para luego desaparecer sin dar explicaciones.
El ojo Silva se vuelve cada vez más representativo. El narrador es chileno, pero se mudó a México, como hizo la familia del autor cuando él tenía quince años. Bolaño conoció la dictadura de Pinochet porque visitaba Chile cuando se dio el golpe. El régimen, que en un acto de venganza ejecutó a poetas y artistas de izquierda como Víctor Jara, lo encarceló por ocho días. Bolaño, que también vivió en España, se considera a sí mismo ciudadano de una patria inventada, o, mejor dicho, una que abarca todas las que han sido su patria: extrangilandia. Es difícil situarlo en chile, pues ha escrito tanto sobre Mexico y España; es difícil situarlo en México porque es chileno y es imposible imaginarlo español, porque es latino como el Boom, que lo precedió, como las dictaduras y como la incertidumbre de la que escribe.
En México, el narrador del cuento conoce al Ojo, cuya migración ha sido la misma, con escala en Argentina, que fraguaba su propia dictadura. El Ojo trabajaba en la redacción de un periódico, el narrador no recuerda cual, y se sospechaba que era homosexual. “En los círculos de exiliados chilenos corría ese rumor, en parte como manifestación de maledicencia, y en parte como un nuevo chisme que alimentaba la vida más bien aburrida de los exiliados, gente de izquierda que pensaba, al menos de cintura para abajo, exactamente igual que la gente de derecha que en aquel tiempo se enseñoreaba de Chile.” Así dice el cuento, y no es la única vez que Bolaño critica a la izquierda, por la que simpatizaba sin fanatismo ciego. Cuando el Ojo finalmente le confiesa al narrador su homosexualidad, añade que “había llevado con ¿pesar?, ¿discreción?, su inclinación sexual, sobre todo porque él se consideraba de izquierdas y los compañeros veían con cierto prejuicio a los homosexuales.”
El Ojo se marchó de México. Lo habían contratado en una agencia de fotógrafos en París. Se fue sin despedirse y el narrador pasó años sin verlo. Esos años se resumen en pocas líneas, pero en la vida de Bolaño, los sucesos abundan desde que fue un joven poeta infrarrealista en México hasta ser un escritor hecho y derecho en Europa, a donde llegó por primera vez en 1997. Antes de llegar a Barcelona, la describió como una mugre de ciudad, pero al conocerla quedó encantado. Ahí se reunían los autores del Boom, Vargas Llosa, García Márquez, y el ambiente tras el fin del franquismo era esperanzador. En Cataluña fue pobre, pero aprendió a no avergonzarse por eso. “Poeta y vago”, se describía a sí mismo, aunque trabajaba como loco para sobrevivir.
A la madre de sus hijos la conoció en Gerona. Cuando llegó a Blanes, su situación no mejoró. Su pobreza era tal y su higiene tan precaria, que empezó a perder los dientes. En todo ese proceso, en su tiempo en España, tan cerca de los libros, de las editoriales y de los futuros nóbeles, aguantó rechazo tras rechazo. Su poema Mi carrera literaria, de 1990, comienza así: “Rechazos de Anagrama, Grijalbo, Planeta, con toda seguridad también de Alfaguara, Mondadori. Un no de Muchnik, Seix Barral, Destino… Todas las editoriales… Todos los lectores”. Tan imposible parecía ser un escritor reconocido, que cuando finalmente alcanzó la distinción, le dijo a su amigo Rodrigo Fresán que todo lo que había ocurrido en los últimos años era un sueño. Fresán protestó, pues si eso era cierto, entonces él no era real, sino un personaje de Roberto Bolaño. Bolaño contestó: “Podría ser peor. Podrías ser un personaje de Isabel Allende”.
Al Ojo volvió a verlo en Berlín. El narrador visitaba la ciudad para dar una conferencia y vio a su viejo amigo sentado en la banca de una plaza. No lo reconoció hasta que se introdujo: “Soy yo, Mauricio Silva, dijo. ¿El Ojo Silva de Chile?, dije yo. Él asintió y sólo entonces lo vi sonreír”.
El Ojo se había mudado a Berlín y conocía los bares que abrían la noche entera. Ahí conversaron hasta el amanecer. Entonces aparece la firma que Bolaño garabatea en el rincón de toda obra suya: en un plano de absoluto realismo y cotidianidad se abre una grieta. El Ojo Silva empieza a contarle al narrador sobre un viaje que hizo a la India. Lo habían contratado para fotografiar un “barrio de las putas de una ciudad de la India cuyo nombre no conoceré nunca”.
Al comienzo, el reportaje parecía uno más sobre un tema exótico. El Ojo visitaba los burdeles, tomaba fotos, conversaba con las prostitutas, “algunas jovencísimas y muy hermosas, otras un poco mayores o más estropeadas”.
Una tarde, uno de los chulos lo invitó a “tener relación carnal con una de las putas”. El Ojo declinó y su homosexualidad quedó en evidencia. La noche siguiente, el chulo “lo llevó a un burdel de jóvenes maricas”. El Ojo volvió a rechazar el ofrecimiento y el chulo lo llevó a un tercer local, “una casa cuya fachada era pequeña pero cuyo interior era un laberinto de pasillos, habitaciones minúsculas y sombras de las que sobresalía, tanto en tanto, un altar o un oratorio.”
Entonces el Ojo se salió, aparentemente, de su historia, y se puso a contar una historia paralela. “Es costumbre en algunas partes de la India, me dijo el Ojo mirando al suelo, ofrecer un niño a una deidad cuyo nombre no recuerdo”. En resumen, el ritual es así: eligen a un niño, lo castran, y por la duración de las fiestas encarna al dios. Es colmado de regalos, que la familia recibe. Pero cuando la celebración ha acabado, el niño vuelve a la pobreza de la que vino. Peor aún: los padres ya no lo aceptan por estar castrado. Entonces, la mayoría de los niños que, por semanas, meses, quizás un año, fueron dioses, son enviados a burdeles.
Ahí lo llevaron al Ojo Silva, a uno de esos burdeles. Él hablaba y el narrador escuchaba, solos en una plaza berlinesa, pero el Ojo parecía aún ver al niño castrado que le trajeron. La ironía es evidente: el Ojo estaba en lo más alto de su carrera, era suyo el trabajo soñado de ser un fotógrafo afincado en París, y de la nada, del puro azar, todo se quiebra. Lo mismo pasó con Bolaño: cuando empezaba a conocer el éxito literario fue diagnosticado con una enfermedad hepática que lo mataría en once años.
Tener el tiempo contado lo motivó a escribir empedernidamente y a toda velocidad. Entre 1993 y 2002 escribió ocho novelas, entre las que destaca Los detectives salvajes, que ganó el premio Herralde y el Rómulo Gallegos. Póstumamente, en el 2004, publicaría 2666, otra obra de gran magnitud. Los dos libros de cuentos que publicó en vida fueron Llamadas telefónicas y Putas asesinas.
El Ojo Silva tiene un final triste. Trágico, escalofriante, de alguna forma reivindicador, pero por encima de todo, triste. Lo fue también la muerte del autor que, después del Boom, dio un repunte a la literatura Latinoamericana; el que comenzó una ola que hasta hoy muchos montan. En abril de este año se cumplieron 70 años de su nacimiento, y en julio, 20 de su muerte. Si no alcanzaba el éxito, Bolaño hubiera seguido escribiendo hasta que terminaran de caérsele los dientes. Si estuviera vivo hoy, si viviera para siempre, hasta el final escribiría. El poema Mi carrera literaria continúa así:
Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro
para verme a mí mismo:
como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo.
Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
pero escribiendo.