Juan Gabriel Vásquez

[DETECTIVE SALVAJE] Hace varios años, cuando la fiebre de la novela me había cogido y no tenía pinta de querer soltarme, alguien me sugirió que la ficción era una pérdida de tiempo. Yo solo leo cosas de la vida real, me dijo. Estábamos en la playa y recuerdo no haber querido pelearme. Además, aunque en ese momento yo ya sabía que mi interlocutor estaba equivocado, que los beneficios de leer ficción eran reales, no se me ocurría por qué, ni cómo explicárselo. En mi mente, volví muchas veces a esa conversación. En noches de insomnio, digamos, motivado por la rabia. Me pasaba también que leía una novela extraordinaria, atisbaba en las páginas una revelación (Kafka habla de un hielo que las buenas novelas deben quebrar), y recordaba el talón de acero que, esa tarde de verano, un mal lector había alzado entre la ficción y la no-ficción.

Un día se me ocurrió que toda ficción es una predicción. Una ficción bien lograda predice qué pasaría si una persona de tales y cuales características (el personaje) se enfrenta a tal y cual situación (la trama). Rodion Romanovich Raskolnikov no existió en la vida real, pero su historia sirve para comprender, o para predecir, qué pasaría si –a muy grandes rasgos– nos creyéramos exonerados del mal y matáramos a dos personas con un hacha. Dostoyevski no narra en Crimen y castigo la desgracia de Raskolnikov, sino aquella que podría caer sobre nosotros –la humanidad– si cometiéramos los errores de su personaje.

Leer La traducción del mundo, de Juan Gabriel Vásquez, fue como si alguien reformulara mis preguntas y las contestara con sustento. El libro transcribe las conferencias de la cátedra Weidenfeld de Literatura Europea Comparada, que Vásquez dictó en Oxford el año pasado. Los cuatro textos que componen el libro son una defensa de la ficción. Puede que a muchos apasionados de la literatura les pase lo mismo que a mí: en cada página te encuentras con ideas que alguna vez tuviste (o casi tuviste, o apenas sospechaste), pero que no sabías desentrañar. Eso no le quita originalidad al libro; mucho menos valor. Es emocionante descubrir un texto que toque con tanta precisión temas que a la mayoría se nos escapan de las manos.

El primer capítulo es quizás el que más vincula el arte de la novela con la disyuntiva cultural actual. En él, Vásquez arremete contra la idea de la ‘apropiación cultural’. La ficción es siempre un acto de apropiación. Lazarillo de Tormes, tal vez la primera novela, está escrita en primera persona, en forma de carta, supuestamente por un campesino de bajos recursos, pero en realidad por un autor con formación académica. La novela no pretende degradar al Lazarillo. Lo contrario: nace de una creciente curiosidad por la vida ajena, por esas identidades efímeras que antes no eran dignas de ser retratadas en el arte. Es la manifestación de un interés por la humanidad más allá de los reyes, las guerras y los documentos históricos.

Ahí está el valor de la novela: en investigar la vida del otro, en comprender el mundo desde una perspectiva íntima y secreta. Vásquez cita a Kundera, que dice lo siguiente: “La sociedad occidental se suele presentar como la sociedad de los derechos del hombre, pero antes de que un hombre tuviera derechos, se tenía que construir como individuo y ser considerado como individuo; y eso no hubiera podido pasar sin la larga experiencia de las artes europeas, y en particular el arte de la novela, que enseña al lector a sentir curiosidad por los otros y a tratar de comprender verdades distintas de la suya propia”. Limitar ese voyerismo interpersonal, como lo llama Zadie Smith, es ponerle un límite a nuestra capacidad imaginativa, a cuánto aprendemos del mundo, cuánto comprendemos al ser humano y por ende a nosotros mismos.

Sin ese voyerismo, sin adoptar el punto de vista ajeno, no habría visto la luz El viejo y el mar, donde Hemingway, estadounidense blanquiñoso, narra la experiencia de Santiago, un pescador cubano. A Faulkner se le hubiera complicado la escritura de Luz de agosto, pues una de las características más relevantes Christmas, personaje principal, es que su padre era negro. Tampoco existiría La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa, una de las novelas peruanas más importantes del siglo pasado, que observa el choque cultural que existe en Lima: el pluralismo, sí, pero también el racismo, la violencia, la desigualdad.

Por otro lado, ir en contra del alarmismo de la llamada apropiación cultural no significa dar rienda suelta a que cualquier persona, simplemente por tener ganas de hacerlo, se ponga a escribir sobre una cultura ajena, sobre un tiempo que no es el suyo o una realidad que desconoce. Hemingway vivía en Cuba y conocía muy bien la pesca cuando escribió El viejo y el mar. Faulkner pasó casi la vida entera en el sur profundo de Estados Unidos y conocía sus dilemas. Vargas Llosa estudió dos años en el Colegio Militar Leoncio Prado, de los que manó La ciudad y los perros. Ninguno escribía desde la ignorancia.

Pero a veces no es posible vivir una realidad para escribirla. Margarite Yourcenar, por supuesto, no vivió en Roma durante el primer siglo AD. Sin embargo, escribió Memorias de Adriano. Yourcenar llama “magia simpática” a eso de colarse en la mente de otro y contar la historia desde un punto de vista ajeno. “Es un gesto de enorme dificultad”, comenta Vásquez. El fin, según Yourcenar, es “rehacer desde dentro lo que los arqueólogos del siglo XIX hicieron desde fuera”. Es la manera de conocer la historia sin limitarnos a los documentos oficiales. El parte del General puede dar una mirada rápida de lo que sucedió en tal batalla. Pero comprender la guerra como un conjunto de números (muertos y metros ganados o perdidos) es insuficiente.

Viene a mi memoria una escena de la película Sin novedad en el frente (2022), basada en la novela escrita por Erich María Remarque en 1928. Un joven alemán se alista para luchar en la Primera Guerra Mundial. Cuando recoge su uniforme de soldado, descubre en su casaca una etiqueta con otro nombre. Cuando se lo hace notar al supervisor, este arranca la etiqueta y le devuelve la prenda. El número de fallecidos y una descripción histórica de las grandes batallas, las trincheras, el gas mostaza, pueden dar una idea general del infierno que fue esa guerra. Pero solo en la ficción perdura la imagen de un alemán, joven y engañado, usando el uniforme que otro alemán ya usó, que fue cocido para ocultar el hueco de una bala y lavado para quitar las manchas de sangre. Solo las novelas, y en su defecto las películas, conservan las emociones de tal sutileza, y solo a través de esas emociones es que nos acercamos a la realidad del alma humana.

Los cuatro textos de La traducción del mundo alcanzan para llenar un periódico entero de artículos. Cada argumento da para ahondar y dar vueltas infinitamente. Por ejemplo, se habla también de la imprecisión de los documentos históricos, de cómo fluctúa el número oficial de muertos en la masacre de las bananeras. En Cien años de soledad, José Arcadio dice: “Debían ser como tres mil”. El libro se ha leído tanto, que muchas veces esta cifra, inventada por García Márquez, ha sido malinterpretada como real.

Vásquez menciona otra anécdota: en la novela, José Arcadio es testigo de la masacre, y, sin embargo, nadie cree en su testimonio. La conclusión oficial, la que los medios difunden y los políticos defienden, es que no hubo ningún muerto. Bueno, hace pocos años, una congresista colombiana se atrevió a decir que la masacre de las bananeras, la de la vida real, no sucedió, que fue un invento de “la narrativa comunista”. Por el final de La traducción del mundo, Vásquez argumenta que la realidad misma está construida por ficciones. “Hay una red de ficciones que constituye los fundamentos mismos de la sociedad”, dice. La de la congresista es una de tantas ficciones. La de García Márquez y el número exagerado de muertos que inventó, otra. Y lo de adivinar que a José Arcadio le negarían lo que él mismo vio, una predicción acertada.

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Desde diversos ángulos y perspectivas, gran parte de la obra narrativa del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (1973) constituye una exploración consistente y rigurosa en ese fragoroso pantano histórico que representa la violencia en el presente y la memoria de los colombianos.

El año 2015 apareció La forma de las ruinas, una ambiciosa novela que intentaba reconstruir y unir, de manera fragmentaria, dos magnicidios que marcaron la historia de Colombia: el asesinato del líder liberal Rafael Uribe Uribe, acaecido en 1914 y en 1948 el del reformista Jorge Eliecer Gaitán (que aquí sería un despreciable caviar según algunos doctos con tribuna), crimen que daría pie al “Bogotazo”.

Algunos de sus libros anteriores, como los cuentos de Canciones para el incendio (2018) y las novelas Las reputaciones (2013) y El ruido de las cosas al caer (2011) conceden a la experiencia de la violencia, en formas varias, un lugar central en su tramado. Hoy que hemos cerrado Volver la vista atrás (2020) su más reciente novela, la tentación de definir este corpus como una suerte de diálogo coral es grande y se justifica por la presencia de la violencia y sus efectos como columna vertebral.

Sin embargo, Volver la vista atrás tiene elementos novedosos, en relación con el universo al que Vásquez nos tenía acostumbrados. El más significativo es que los materiales que sirven de base a la narración son reales, es decir, provienen de lo fáctico y corresponden mayormente al testimonio-memoria del cineasta colombiano Sergio Cabrera (director de ese gran clásico que es La estrategia del caracol, 1993) que se divide en dos vertientes: el recuerdo de su padre, Fausto Cabrera, un catalán que huyó de la España franquista para recalar en Colombia; y la narración formativa de los años que pasaron el cineasta y su familia en la China de Mao, país donde Fausto reforzó su convencimiento revolucionario y tanto el cineasta como su hermana lograron el estatus de guardias rojos.

Es decir, el relato de base es la historia de una familia convertida a un ideal revolucionario y luego de abandonar China para volver a Colombia, integrada tanto a acciones de apoyo y logística (en el caso de los padres) como a la guerrilla (en lo que respecta a Sergio y a su hermana). A ese material se suma otro, producto de las pesquisas del propio escritor y del contacto con otros personajes aludidos a lo largo de la historia.

Anota Vásquez en la nota de autor: “Volver la vista atrás es una obra de ficción, pero no hay en ella elementos imaginarios. Esto no es una paradoja, o no lo ha sido siempre”. Basado en la autoridad enciclopédica de José Cuervo, apela con elocuencia a una acepción del verbo fingir: modelar, diseñar, dar forma a algo. Y añade: No es distinto lo que he intentado en estas páginas: el acto de ficción ha consistido en extraer la figura de esta novela del gigantesco pedazo de montaña que es la experiencia de Sergio Cabrera y su familia” (p.473).

Esta es pues una narración que sale del archivo familiar y aspira a convertirse en documento de una época en la que actividades como la guerrilla no estaban todavía sujetas al imperio moral y la justificada condena que pesa hoy sobre la violencia política como arma de transformación social. La novela prescinde de juicios de carácter moral sobre el relato de las peripecias familiares; del mismo modo, tampoco intenta cubrir con una pátina de romanticismo todas las correrías que pasan los personajes. Hay un logrado equilibrio en una novela que, lo digo sin resquemor, tiene todo para viajar al ecran.

Es octubre de 2016 y Sergio Cabrera está en Barcelona, presto a recibir un homenaje por su trayectoria cinematográfica, cuando se entera de la muerte de su padre. A partir de ahí se desencadena una historia llena de aventuras y desplazamientos que no impiden ver el fondo del asunto: esa curva que va del aprendizaje y entusiasmo revolucionarios a la más profunda decepción. Oportuna aparición en un momento como este, en que nada es más deseable que la paz para Colombia.

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