El “Vacunagate” es un buen gatillo para disparar reflexiones más allá de la indignación que ha causado la miseria moral de la casta política, empezando por el expresidente Vizcarra y algunas ministras, que “no podían darse el lujo de enfermarse“. Peor aún cuando en la lista de los 487 privilegiados con la vacuna “muestra gratis” de los chinos hay parientes de los elegidos, choferes, un dueño de chifa y hasta un cura, que les quitaron la posibilidad de sobrevivir quién sabe a cuántos trabajadores de primera línea, médicos, enfermeras, policías, barrenderos. No hablemos ya de los ancianos, que están entre los más vulnerables. Se trata, simplemente, de un genocidio en segundo grado, de un crimen repulsivo de lesa humanidad, impulsado por el egoísmo y la falta de escrúpulos.

 

Quiero por ello recordar un dato que trajo hace varias décadas el gran crítico español Luis Monguió cuando en un artículo que examinaba los múltiples sentidos de la palabra “nación” se fijó en un documento antiguo que hablaba de una “nación porcina”. Puede sonar gracioso, pero tiene sentido, pues en su significado arcaico una nación es cualquier agrupación de origen común, con rasgos homogéneos de costumbre, apariencia, origen geográfico y ancestral, y con lealtades gregarias que benefician al conjunto. Se cumple para los chanchos como para los humanos, salvo que en estos la lengua es también un rasgo definitorio. Con el tiempo, la palabra nación (del latín “natio”) se usa exclusivamente para las personas, y corresponde al término “ethnos”, que en griego significa lo mismo.

 

Los tiempos cambiaron con la Revolución Francesa y el término pasó a significar algo más amplio, transterritorial y transétnico, marcado en sus límites por un territorio “nacional” dominado por un estado burgués o de aspiraciones burguesas para explotar mejor las nuevas tierras heredadas de las monarquías y la aristocracia y asimiladas a su dominio. Pero eso recién empieza a ocurrir desde el siglo XVIII, haciendo que el significado antiguo de nación sea cada vez menos común.

 

A pocos meses del Bicentenario, el “Vacunagate” hace pensar qué clase de nación somos en el Perú. Es obvio (y ya lo han dicho los historiadores hasta la saciedad) que la Independencia declarada por el general José de San Martín el 28 de julio de 1821 fue una de tantas proclamaciones, antes y después. Asimismo, que si bien participaron tropas mestizas, mulatas y en menor medida indígenas en los ejércitos tanto realista como patriota, la dirigencia de la causa libertadora estaba en manos de los descendientes de los encomenderos y los comerciantes coloniales, es decir, de los criollos de la élite, agrupados en su mayoría en Lima. Aunque no todos los criollos eran fervientes partidarios de la independencia, se trataba en su conjunto de una nación criolla que aspiraba a convertirse en nación peruana por arte de birlibirloque, buscando acomodar sus intereses y alimentar su empoderamiento. Por eso la situación de los grupos subalternos casi no cambió en nada, al menos hasta la Reforma Agraria del general Velasco Alvarado.

 

La “nación criolla” nos ha gobernado por casi 200 años y no tiene visos de cambiar. Su necropolítica volvió a mostrar su rostro asqueroso con el incidente del “Vacunagate”, uno de tantos escándalos de corrupción en que se muestra que el Estado supuestamente “nacional” está al servicio de los grandes personajes y los grandes negocios, no del pueblo.

 

Una búsqueda rápida en plataformas como Google nos lleva a que el origen de la palabra “vacuna”, según Pasteur, “viene de la palabra latina vacca (vaca), en homenaje a los experimentos de Edward Jenner con la inoculación de la viruela bovina (también conocida como viruela vacuna)”. O sea, el concepto de “vacuna” tiene su origen en el reino animal. Podemos hablar, pues, también, de una “nación vacuna” enquistada en el poder.

 

Ya sería hora de desalojar a esa nación de animales morales o de lograr que comparta sus privilegios con los más de treinta y dos millones de peruanos. Los criollos de a pie debemos formar alianzas fuertes y duraderas con el resto del pueblo de este hermoso país, con los pueblos originarios, con los mestizos de raíces fuertes, con nuestra olvidada comunidad afrodescendiente, que sufren la misma opresión histórica y la tremenda desigualdad económica.

 

Ojalá el “Vacunagate”, nuestra vergüenza nacional del momento, no se nos olvide a la hora de votar el 11 de abril. Ahí veremos si hay esperanza.

 

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Vacunagate

Una de las historias más tiernas de los orígenes de San Valentín es la que relata que al santo, antes de convertirse en tal, le gustaba unir en sacramento a los soldados con sus amadas doncellas en bodegas, ya que los tórtolos no solían tener medios para costear elegantes ceremonias. Cuando San Valentín fue descubierto lo quisieron decapitar por sacrílego y quebrantador de la ley. El juez que había dictaminado tremenda sentencia tenía una hija ciega que a San Valentín le había gustado y a la que había entregado un papelito. Antes de que rodara su cabeza, y gracias a las oraciones que elevaba fervorosamente, la hija ciega pudo ver el papel y leer: “Tu Valentín”. Esa entrega que le costó la vida hizo surgir, sin embargo, la luz en los ojos de la amada.

 

La breve anécdota nos devuelve la esperanza y la fe, pero también la creencia en el amor como mayor motivo para la transformación de nuestra existencia. El Día de San Valentín, o Día de los Enamorados, o más recientemente Día del Amor y la Amistad, es una fecha importante según el ámbito en el que uno se desenvuelva. Hemos mencionado que esos sentimientos son los que nos hacen evolucionar como seres humanos, pero todo depende de nuestro género, etnia y clase, ya que no todos estamos desafortunadamente al mismo nivel económico y social ni podemos acceder a los mismos beneficios.

 

Creo que es interesante reconocer que, si bien este es un día lindo para manifestar nuestros sentimientos a nuestras parejas y personas queridas, sería ideal que todos los días celebráramos el amor y la afectividad. Desde que vine a vivir a EEUU, país de una enorme clase media (aunque cada vez más empobrecida), lo primero que observé es que el Día de San Valentín se festeja a lo grande, y que un chico te pida ser su “pareja de San Valentín” es una señal del inicio de la pubertad, rito de pasaje que transforma nuestras vidas con la chispa de la sana ilusión. Pero ¿qué pasa con las personas que no tienen esa oportunidad? ¿Qué pasa con los que tienen la carencia más urgente de una olla vacía o de una constante humillación por el color de su piel y su manera de hablar? ¿Qué pasa con los que tienen que celebrar en secreto porque los consideran “raros” o monstruosos por sentirse atraídos a personas de su mismo sexo, o por mutar de sexo, simplemente? ¿Es tan fácil el amor bajo el racismo y el sexismo que abundan como plagas en nuestras prácticas cotidianas?

 

Las cursilerías propias del Día de San Valentín (tarjetitas rosadas, cajas de chocolates, flores de un día, memes y frases hechas) se convierten en ramilletes encubridores de todo un mundo de violencia estructural. Como corona mortuoria, la parafernalia de San Valentín traiciona la esencia del día como un saludito a la bandera que nos permite sentirnos “buenos” por unas horas.

 

Pero tampoco se trata de ser aguafiestas y arruinar el día. La ilusión del amor no se mata así nomás. Debe prevalecer porque la alternativa es mucho más fea: un mundo en que las relaciones personales afianzan asimetrías y discriminaciones. Se trata más bien de extender el sentimiento de entrega y generosidad especialmente a aquellos que sufren persecución, ninguneo, postergación, como los millones de peruanos que tendrán que esperar la vacuna anticovidiana quién sabe por cuántos meses, sino años.

 

Como San Valentín, hagamos luz. Desde esta columna domingo a domingo pondré mi pequeña llamita. Síganme los buenos.

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