Las medidas implementadas por el Estado como el confinamiento, el distanciamiento social, las restricciones a la movilidad, las limitaciones para reuniones, la paralización de actividades y el cierre instituciones educativas para contrarrestar la pandemia provocaron cambios radicales en la rutina de millones de personas. El impacto en su salud mental aún no se conoce con exactitud. Menos en la de niñas, niños y adolescentes. 

El cierre de las instituciones educativas primarias y secundarias implicó que ellos no tuvieron acceso a educación, no interactuaron con sus pares y sus docentes, no jugaran, ni practicaran algún deporte, entre otras actividades. ¿Cómo los afecta? ¿se adaptan mejor que los adultos? ¿cómo lo enfrentan hoy en día? ¿cuán resilientes son? 

En ese sentido, es de crucial importancia investigar el impacto emocional de la pandemia en las niñas, niños y adolescentes. Hasta el momento, se han realizado pocas investigaciones desde la academia. Por eso mismo, es loable el esfuerzo llevado a cabo por el Ministerio de Salud y Unicef por conocer la situación de aquellos en el país. Sus hallazgos son muy preocupantes. “Los resultados del estudio visibilizan la afectación de la salud mental en el contexto de la pandemia por la COVID-19 en las niñas, niños y adolescentes, así como de sus cuidadores. Otros estudios refieren que la pandemia es un factor de riesgo para el incremento de la incidencia de problemas de salud mental y exacerbación de quienes tenían dificultades pre existentes”. 

Hace pocos días, Unicef presentó su Estado Mundial de la Infancia, “En mi mente, promover, proteger y cuidar la salud mental de la infancia”. Según el documento, 5 de cada 10 adolescentes de 10 a 19 años padecen ansiedad y depresión en América Latina. Asimismo, 16 de cada 100 jóvenes entre 15 y 24 años “se sienten deprimidos o tienen poco interés en realizar alguna actividad” en el Perú. Niñas, niños y adolescentes que demandan atención del Estado mediante una política pública ad hoc que mitigue la situación descrita. En su formulación el uso de evidencia es imprescindible. Como se conoce, en no pocos casos, el diseño de alguna política pública no toma en cuenta la evidencia producida. Razón por la cual, la generación y el empleo de la misma sigue siendo un desafío en la gestión pública. 

Desafío que puede ser compartido con las universidades públicas y privadas. Se entiende que, luego de su licenciamiento, están en condiciones de realizar investigaciones sistemáticas y  rigurosas. Ellas cuentan con investigadores, recursos y experiencia. Por eso mismo, no les sería difícil investigar el impacto de la pandemia en la salud mental de las niñas, niños y adolescentes. O documentar las buenas prácticas de los 203 centros de salud mental comunitaria ubicados en el territorio nacional.  Modelo de atención comunitaria a la salud mental destacado en el Estado Mundial de la Infancia. Quizás por ello la primera ministra Mirtha Vásquez, durante su presentación del Congreso, afirmó lo siguiente: “implementaremos 300 nuevos centros de salud mental comunitaria y el fortalecimiento de los 203 ya existentes con profesionales para el cuidado prioritario de la salud mental de niñas, niños y adolescentes y de mujeres sobrevivientes de violencia”.

El Estado debe convocar a las universidades para desarrollar una agenda de investigación en salud mental. Es de esperar que de tal encuentro el diseño e implementación de una política pública que mitigue el impacto de la pandemia en la salud mental de los niños, niñas y adolescentes gane en efectividad y eficacia. Los tiempos apremian y la mejora de su salud mental es una condición imprescindible para su bienestar y desarrollo integral.  

 

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Hace unos años falleció un amigo muy querido. Luego de velarlo, lo cremaron como él lo había deseado. Una semana después, sus padres, sus familiares y sus amigos más cercanos nos congregamos en la playa donde corría olas desde que era adolescente. Camino a la orilla, lo recordamos y compartimos anécdotas suyas. Una vez frente al mar, su pareja, quien portaba sus cenizas, agradeció que los acompañáramos y que estuviéramos juntos para despedirlo. Luego, otros amigos músicos empezaron a tocar unos alegres carnavalitos ayacuchanos. Ella se introdujo al mar, abrió el cofre y esparció sus cenizas lentamente. Momento durante el cual nos abrazamos y lloramos.  

Lo relatado sucedió mucho antes de la pandemia por la Covid 19. Circunstancia que permitió que se le acompañara durante su enfermedad y sus familiares estuvieran presentes cuando murió. Además, que la tristeza y el dolor por su fallecimiento no fueran asumidas en soledad por sus seres queridos; y que, durante su velorio, se expresara y compartiera sentimientos de dolor, afecto, congoja y solidaridad entre todos. En suma, se transitó un duelo normal. 

Si hubiera fallecido ahora, no hubiera sido posible velarlo y a su entierro hubieran asistido solo cinco de sus deudos siguiendo un estricto protocolo sanitario. Definitivamente, la pandemia y las medidas implementadas por el Estado para contrarrestarla han alterado las maneras en que se acompaña y asiste a las personas enfermas por la Covid 19 en trance de morir; y las formas de enterrarlas o cremarlas. Un trance inédito difícil de procesar y que causa a sus deudos mucho malestar psicológico. Este malestar aumenta debido a que, por las características de la evolución de la enfermedad, la muerte ocurre de manera rápida. Situación que no todos los dolientes están en condición de afrontar ni en capacidad de sobrellevar. 

Al día de hoy, no se sabe cuántos deudos han dejado los 195 mil muertos por la Covid19 ni cuál es el estado de su salud mental. Sin embargo, algunas cifras, recogidas en el “Plan de Salud Mental Perú. En el contexto Covid-19”, de julio de 2020, permiten conocer en parte la situación de la salud mental de los dolientes como de los que no lo son. Así, el 28.5% de todos los encuestados refirieron presentar sintomatología depresiva. De ese total, “el 41% presentaron sintomatología asociada a depresión moderada a severa y el 12.8% refirió ideación suicida. Las mujeres reportaron sintomatología depresiva en el 30.8% y en los hombres el 23.4%. El grupo etario con mayor afectación depresiva fue el de 18-24 años”.  

Al respecto, es oportuno preguntarse si los deudos, en particular, cuentan con espacios de atención y de cuidado ya sea en el ámbito familiar o en el comunitario. Difícil saberlo. En ese sentido, al Estado le corresponde elaborar e implementar una política pública en relación con el duelo. Es un desafío colosal. En América Latina, hay algunos avances en esa perspectiva. En julio de 2020,  la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en la Resolución 4/2020, planteó unas “Directrices Interamericanas sobre los Derechos Humanos de las personas con COVID-19” para contribuir “al enfrentamiento de la Pandemia y sus efectos para los derechos humanos en las Américas”. Mientras que en Argentina, los miembros de la Red de Cuidados, Derechos y Decisiones en el fin de la Vida de CONICET, en agosto de 2020, publicaron el documento “Muerte y duelo en el contexto de la pandemia por Covid19”. 

En él, se propone un conjunto de contribuciones para fortalecer “las políticas públicas en relación a los procesos de duelo”. Tales propuestas se refieren a las prácticas y rituales mortuorios en relación con el duelo como experiencia colectiva; al acompañamiento, asesoramiento y empoderamiento de la comunidad en relación al duelo; a la promoción de buenas prácticas de comunicación sobre las muertes en los discursos públicos; y a la atención de las dimensiones específicas del duelo como experiencia colectiva humanizada frente a la muerte en el contexto del Covid19 en el ámbito específico de las instituciones de salud. 

Por último, se señala que es necesario que “el Estado -en sus diferentes instancias jurisdiccionales- se involucre en acompañar el proceso de morir y el dolor de los deudos como experiencia colectiva humanizada frente a la muerte en el contexto de la COVID19. (…) es indispensable nombrar públicamente las muertes: individualizar sus biografías, poner en palabras el dolor por la pérdida, propiciar el proceso de memoria e involucrar en ello a la comunidad”. Una recomendación que nuestro Estado la puede adoptar sin ningún problema. Esperemos que así sea.   

 

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Covid-19, política peruana

Juan Cadillo, Ministro de Educación, en la sesión del Consejo de Ministros del último 4 de agosto, compartió algunas “cifras de espanto” sobre su sector como consecuencia de la pandemia. ¿Acaso se refería a la cobertura de la educación a distancia brindada por las instituciones educativas públicas y privadas o al acceso a la misma de los niños, niñas y adolescentes en edad escolar? ¿Acaso a los resultados de la medición del desarrollo de habilidades de los estudiantes para conducir su aprendizaje de manera autónoma o a la pérdida de aprendizajes? Difícil saberlo. 

Sin embargo, algunas cifras, contenidas en el Plan de Emergencia del Sistema Educativo Peruano, de reciente emisión, ya no son de “espanto” sino de “terror”. Aquellas bosquejan apenas un escenario complejo e incierto de la Educación Básica en el país. Así, por ejemplo, poco más de 700 mil estudiantes de Educación Básica Regular y Educación Básica Especial, entre el 2019 y el 2020, interrumpieron sus estudios o estuvieron en riesgo de hacerlo. 2,4 millones de estudiantes, que equivale al 69% del total de estudiantes en el sector público, de 4° de primaria a 5° de secundaria no tienen computadora con internet. A ello se suma, la afectación socioemocional de niños, niñas y adolescentes.  

Datos importantes pero insuficientes para tener una aproximación mucho más certera de la actual situación de la educación nacional y de los efectos de la pérdida de clases presenciales. En ese sentido, algunas estimaciones hechas por el Banco Mundial, en relación con tales efectos, son devastadoras. Así, para el caso peruano, señala que, luego del cierre de escuelas y colegios de 13 meses, “la proporción de estudiantes por debajo del nivel mínimo de rendimiento en la prueba PISA podría aumentar en por lo menos 22 puntos porcentuales”. Es más, ello implicaría que “los resultados nacionales de PISA en comprensión lectora serían inferiores a los obtenidos en PISA 2012”. O, para el caso chileno, en un escenario de cierre de escuelas y colegios durante todo un año académico, la pérdida de aprendizajes oscilaría de un 64% a un 95% dependiendo del quintil de ingresos. Es decir, los más pobres perderían más aprendizajes que aquellos que se encontrarían en mejores condiciones económicas. 

No tenemos investigaciones que permitan saber con meridiana claridad cuánto han perdido de aprendizajes los estudiantes durante el 2020 y el 2021. Tampoco conocemos, bajo las excepcionales circunstancias que les ha tocado vivir, cuánto han logrado en aprendizajes en el mismo lapso de tiempo. Ahora, que los niños, niñas y adolescentes han vuelto a clases semipresenciales, en más de 6,000 colegios públicos y privados y en varias regiones, es posible llevarlas a cabo. En las cuales, merecería una particular atención la evaluación de la  situación socioemocional de los niños, niñas y adolescentes. Los hallazgos encontrados permitirían, es lo esperable, diseñar medidas que mitiguen, en el corto plazo, los efectos de la pérdida de aprendizajes y el impacto a nivel socioemocional padecido por los estudiantes;   y saber, en buena cuenta, qué es lo que está pasando y cuáles han sido sus consecuencias. La tarea está en manos del gobierno. Hacerla o no hacerla será un indicador de la importancia que le confiere a la misma.     

 

 

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Juan Cadillo, Ministerio de educación

Isabel Cristina López Eguren hilvana y teje con singular maestría la fascinante travesía de José María Ernán Eguren Rodríguez y su familia desde su abuelo don Andrés de Eguren, quien arribó al puerto del Callao alrededor de 1810, hasta sus generaciones posteriores. En cinco capítulos, analiza información inédita conservada por sus familiares de generación en generación y otras fuentes documentales y reconstruye más de siglo y medio del quehacer familiar, laboral, intelectual y político de los Eguren. Investigación que le permite corregir y subsanar vacíos en la biografía del poeta como cuando señala con meridiana claridad que el 8 de julio de 1874 fue el día de su nacimiento. 

Asimismo, traza el perfil del abuelo, los padres, los tíos y demás familiares de José María Eguren con detalle y cuidadoso esmero, gracias a lo cual el lector conoce sus maneras de pensar y actuar en distintos campos de la vida nacional desde fines del virreinato hasta mediados del siglo pasado. Por ejemplo, al abuelo del poeta el Rey de España Fernando VII le asignó el cargo de Factor y Administrador General de las Rentas del Tabaco de Chachapoyas, luego de cumplir con los requisitos de ser “súbdito leal, estar libres de cualquier deuda o de contratos vinculantes con comerciantes o con el gobierno, y tener alguna experiencia en la burocracia imperial. [De igual modo] (…) contar con suficiente riqueza como para pagar la media anta y depositar una fianza, pagada a la Caja como garantía de su honestidad”.   

En el capítulo que le dedica al poeta, López Eguren muestra con rigurosidad aspectos desconocidos de su vida. Varios de ellos, estrechamente vinculados entre sí, permiten conocerlo ya no solo como el bardo sin igual sino también como el hermano, el pintor, el amigo, el intelectual, el corresponsal, el funcionario público entre otras facetas más. Un aspecto, que la autora revela con particular esmero, es el vínculo amical de José María Eguren con sus pares y otros intelectuales, académicos y políticos no solo nacionales sino también extranjeros. Casi todos sin excepción le profesan admiración y respeto y así se lo hacen conocer. Como la dedicatoria de José de la Riva Agüero y Osma: “Al ilustre poeta limeño, Dn. José María Eguren. Su amigo y colega de la Academia”.

Amigos a los cuales José María Eguren les reconoce sin reserva alguna sus éxitos, sus publicaciones y su producción intelectual. “Une a su sentimiento maravillosa fantasía, cada día me sorprende con un nuevo aspecto del arte. Tiene impresiones muy originales de mis versos (…) tiene el don de fantasía y embellece lo que toca”, así se expresa el poeta de su entrañable amiga Isajara, seudónimo de Isabel Ramos Bodero de Jaramillo. Un amigo ideal como decían Abraham Valdelomar y José Carlos Mariátegui. 

En suma, Rastros Familiares: José María Eguren, orígenes y trayectoria de la familia Eguren en el Perú es una invitación a conocer otras facetas del poeta, a sus familiares, sus afectos y querencias, a sus amigos entre otras más, las cuales enriquecen la comprensión de su vida y época de manera sólida y documentada. Un libro de lectura imprescindible para todos aquellos que quieran conocer más a José María Eguren el poeta. 

 

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Familia Eguren, Isabel Cristina López Eguren, José María Eguren
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