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Juan Carlos Guerrero, autor en Sudaca - Periodismo libre y en profundidad | Página 3 de 7

[LA COLUMNA DECA(N)DENTE] El 30 de julio, la Casa de la Literatura Peruana preguntó a sus seguidores lo siguiente: “¿Un libro que recomiendes para entender a nuestro país?”. En mi opinión, es recomendable no uno sino dos libros para entenderlo. El primero, “El reconocimiento de los Derechos Humanos y el Derecho Internacional Humanitario” y, el segundo, “Aspectos legales en la responsabilidad médica en el Perú”, cuya autora, entre otros, es Dina Boluarte. Ambos fueron publicados en el 2004. Ambos depositados en la Biblioteca Nacional. Ambos escritos por la hoy Señora Presidenta de la República, al parecer, para dejar constancia de su necesidad de comunicar sus ideas y experiencias de manera estructurada y convincente; compartir sus conocimientos e información sobre tal temática; destacar como una experta en Derechos Humanos y en los asuntos legales que rodean la práctica médica y la responsabilidad del personal médico en el país; mejorar su reputación profesional y abrir oportunidades laborales.

Sin embargo, ambos libros fueron plagiados. El plagio del primero fue descubierto por los periodistas Christopher Acosta y Hernán Floríndez; y el del segundo por el programa “Al Estilo Juliana”. Como bien dice Acosta, en relación con el primero, “la obra se construye con retazos que se copian y pegan de trabajos académicos, tomando contenido ajeno que se hace pasar como propio. Un caso de plagio sistemático”. Al analizar el contenido del mismo con el Turnitin, un software antiplagio, el resultado es categórico. El 55% corresponde a fuentes bibliográficas no citadas. Es decir, plagiadas. En cuanto al segundo, abundan pasajes extraídos de autores no citados como Brenner Díaz, Ana Collado, Jiménez de Asua o de Internet. Al igual que el primero, no cuenta con bibliografía ni pies de página.

Ambos libros permiten entender, sobre todo, a tan dilecta escritora. En primer lugar, el plagio no es otra cosa que tomar ideas, palabras, obras o trabajos de otra persona y presentarlos como propios, sin dar crédito adecuado al autor original o sin obtener permiso para su uso. Una práctica antiética, la cual, todo indica, sistemática en nuestra novel escritora. En segundo término, evidencia que carece de creatividad o habilidades para generar contenido original y, por lo tanto, opta por copiar el trabajo ajeno. En tercer lugar, nula conciencia sobre el plagio. Muestra de una educación inadecuada sobre la ética y la propiedad intelectual pese a ser abogada. Por último, una absoluta despreocupación por las consecuencias del plagio. El mismo, al no tener consecuencias significativas, lo asume parece ser como una práctica aceptable.

Una vez descubiertas las copias de Dina Boluarte y ante contundentes evidencias, la respuesta gubernamental fue lamentable. Un poco más y su primer ministro Otárola repite la ya legendaria afirmación de otro plagiario serial: “no es plagio, es copia”. En esta ocasión fue algo más original y afirmó que, en cuanto al primer libro, “no es un libro, es un texto”. Es decir, “nunca tuvo la intención de ser un libro como malintencionadamente se dijo. Y prueba de ello que no se publicó, no se comercializó y no se ofreció al público” Boluarte dixit. A partir de hoy, cortesía de Boluarte y Otárola, el plagio no es plagio, ni la copia es copia. Basta con señalar que un libro plagiado es tan solo un texto y punto. Gracias por la licencia para plagiar.

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Análisis, Dina Boluarte, ética, Literatura, originalidad, plagio

[LA COLUMNA DECA(N)DENTE] La protesta pacífica es un derecho fundamental de las sociedades democráticas y, a lo largo de la historia, ha sido una herramienta para expresar descontento y luchar por cambios sociales significativos. Sin embargo, la imagen tradicional de una protesta ciudadana a menudo se asocia con la ira y la indignación, dejando poco espacio para otros sentimientos igualmente importantes. Es en este contexto que la expresión «con alegría y rebeldía yo me sumo a la protesta» adquiere una significación particular, resaltando la importancia de un enfoque que une la pasión por el cambio y la resistencia pacífica.

La alegría en la protesta pacífica puede parecer inusual a primera vista, pero es un componente esencial para mantener la moral y la energía de los manifestantes. Cuando nos unimos en torno a una causa justa, como el adelanto de elecciones, encontramos un sentido de comunidad, solidaridad y fraternidad; y la alegría se transforma en un medio poderoso para crear esos lazos. La música, las canciones y las sonrisas pueden romper las barreras entre extraños y forjar una conexión humana profunda.

La alegría también es un recordatorio de que nuestra lucha es por un futuro mejor, por recuperar la democracia y evitar la degradación institucional como consecuencia de la acción del Congreso y del Ejecutivo; y es una forma de resistir el desgaste y la desesperanza que a menudo acompañan a la lucha contra un gobierno que viola los derechos humanos de sus ciudadanos y no duda en ejecutarlos extrajudicialmente.

En tanto, la rebeldía en la protesta pacífica implica una postura firme contra la vulneración de los derechos humanos perpetrada, principalmente, por el Ejecutivo; pero con el compromiso de no recurrir a la violencia. La resistencia pacífica es un acto de valentía y decisión, donde la no violencia se convierte en la estrategia para confrontar a todos aquellos que pretenden perpetuar las injusticias.

Asimismo, la rebeldía sin violencia busca desarmar a los adversarios, a los “terruqueadores”, ya que es más difícil para ellos justificar la represión indiscriminada contra manifestantes pacíficos y alegres. La ausencia de violencia también permite ganar el apoyo y la simpatía de la sociedad en general, ya que nuestra causa se convierte en una llamada a la justicia y al respecto irrestricto de los derechos humanos de todos los ciudadanos.

Unir alegría y rebeldía en la protesta del 19 de julio no significa, por ejemplo, ignorar el sufrimiento y dolor de los familiares de los 49 compatriotas ejecutados extrajudicialmente durante las manifestaciones de diciembre, enero y febrero. Al contrario, implica practicar la empatía, el respeto y la solidaridad para con ellos. Y con ellos exigirle al gobierno de Boluarte y Otárola, verdad y justicia. Por último, la protesta pacífica es una oportunidad para unir fuerzas con todos aquellos que confrontan al gobierno por recuperar la democracia y solucionar la crisis política que escala cada día. Juntos, con alegría y rebeldía, podemos construir un futuro diferente. Es por eso que, mañana 19 de julio, yo me sumo a la protesta y tú ¿te sumas?

 

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19 de julio, alegría, cambios sociales, justicia, protesta, rebeldía, resistencia pacífica, solidaridad

[LA COLUMNA DECA(N)DENTE] Hace poco, desde España, el primer ministro Alberto Otárola anunció el fin de la crisis y el ingreso del país a un “proceso de pacificación”. “En este momento no existe una sola marcha de protesta, ni un camino bloqueado”, sentenció enfático. Pero a qué “pacificación” se refiere. Usualmente, se la entiende como los esfuerzos de un gobierno para poner fin a los conflictos sociales. Lo que implica buscar soluciones pacíficas mediante el diálogo, la negociación y el acuerdo con los adversarios que lo cuestionan con el objetivo de restablecer el orden y la estabilidad social.

Por el contrario, la “pacificación”, implementada por el gobierno, encubre acciones represivas y violaciones de los derechos humanos de cientos de ciudadanos que se movilizaron en su contra desde diciembre del año pasado. En lugar de buscar soluciones pacíficas y fomentar el diálogo, el gobierno recurrió a un uso desproporcionado de la fuerza pública como un instrumento para acallar a sus opositores. ¿No son acaso las detenciones arbitrarias como lo sucedido en el campus de la Universidad San Marcos o las ejecuciones extrajudiciales cometidas por las fuerzas del orden estrategias que buscaron generar un clima de temor y desaliento, con el objetivo de desmovilizar y controlar a la población, limitando su participación en manifestaciones de protesta?

Esa “pacificación” se sirvió de un discurso que estigmatizaba a los manifestantes. El “terruqueo” fue la punta de lanza del mismo, el cual buscó desacreditarlos o “demonizarlos”, presentándolos como elementos violentistas y perturbadores del orden público o como integrantes de Sendero Luminoso. Además, como parte de esa narrativa, se sostuvo que las movilizaciones eran financiadas por el narcotráfico y la minería ilegal. Pese a que la canciller Ana Gervasi señalara que el gobierno no cuenta con “ninguna evidencia” de que fuera así, hoy por hoy, el primer ministro Otárola sigue sosteniendo lo mismo. Con lo cual se trata de justificar, una vez más, la represión policial y militar sin mayor control.

Asimismo, tal “pacificación” es percibida por la ciudadanía como violatoria de los más elementales derechos humanos. Han transcurrido seis meses desde las primeras ejecuciones extrajudiciales cometidos y la investigación de las mismas no avanza con la celeridad que la situación requiere. No está de más mirarnos en el espejo europeo. Esta semana en Francia, un policía asesinó a un adolescente francés. De inmediato, sus conciudadanos se movilizaron en Paris y otras ciudades exigiendo justicia. El policía, una vez detenido, pidió perdón a la familia del menor ejecutado. El presidente Macron hizo lo mismo. A la fecha, las protestas continúan con tal grado de violencia muy pocas veces visto en lo que va del presente siglo. Cientos de manifestantes han sido detenidos y ningún otro ciudadano ha sido asesinado por la policía o el ejército.

Por último, pareciera que la única paz que se ofrece desde el gobierno, resultado de su mentada “pacificación”, es “la paz de los cementerios”. Expresión que se condice con lo dicho por la presidenta Boluarte: “¿cuántas muertes más quieren?”. La paz social no será fruto de la violación de derechos humanos ni de la impunidad. Por el contrario, es el resultado de la prevención y sanción de los delitos cometidos, del respeto irrestricto de los derechos humanos y del fortalecimiento de las instituciones encargadas de hacer cumplir la ley y no de su degradación.

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Alberto Otárola, Ana Gervasi, Boluarte, España, Macron, pacificación, sendero luminoso

¿No es acaso una posición fascista limitar el ejercicio del periodismo? Sí, lo es. Con lo cual se reprime la libertad de expresión y se restringe la disidencia. Se impone leyes y regulaciones que criminalizan la crítica a los gobernantes de turno. Parece que ese es el sentido de la ley, aprobada por el Congreso, que aumenta las penas para los delitos de difamación y calumnia realizados mediante los medios de comunicación social. El gremio de periodistas considera que la misma busca que se autocensuren.

¿Estas posiciones fascistas tienen que ser enfrentadas? Por supuesto que sí. Ello implica la defensa irrestricta de los valores democráticos, los derechos humanos y la justicia, y requiere firmeza y decisión para combatir cualquier forma de intolerancia y discriminación.

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Muchos de esos rasgos antipolíticos se han mantenido y se han exacerbado a lo largo de más de dos décadas. Ahora no son patrimonio de tal o cual fuerza política o de tal o cual liderazgo. Por el contrario, se les encuentra en líderes y partidos políticos que se ubican en las derechas, en las izquierdas y en el centro del espectro político; algunos de los cuales tienen hoy responsabilidades gubernamentales y legislativas. Por eso, durante las movilizaciones de protesta, los cuestionamientos al gobierno de Boluarte fueron respondidos con un uso excesivo de la fuerza policial y militar que causó la muerte de 49 ciudadanos. O cuando Perú Libre y Fuerza Popular, partidos ubicados, al menos declarativamente, en polos opuestos la elección del Defensor del Pueblo teniendo en el horizonte sus particularísimos intereses. Como se aprecia, la antipolítica, por el momento, goza de buena salud y seguirá, en consecuencia, erosionando nuestra precaria democracia.

Carlos Iván Degregori partió a la eternidad un 18 de mayo de 2011. Aquel día nos dejó un estupendo intelectual, un antropólogo sin par, un excelente docente y un escritor excepcional.  Aquel día se nos fue uno de los imprescindibles como diría el dramaturgo y poeta Bertolt Brecht. Hoy queda releerlo, pensar los problemas del país, imaginar futuros posibles muchos más dignos y humanos que el presente y actuar en consecuencia para hacerlos posibles.

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Alberto Fujimori, Antipolítica, Carlos Iván Degregori, conflicto armado interno, corrupción, Dina Boluarte, hiperinflación, Política

En esta coyuntura crítica, se hace imprescindible la conformación de una coalición política amplia y plural. Una coalición que supere las diferencias ideológicas, programáticas y políticas para enfrentar a la dictadura constitucional de Boluarte y recuperar la confianza de los ciudadanos en la política, los partidos y liderazgos democráticos. Una coalición que convoque, organice y movilice a partidos, organizaciones de la sociedad civil y ciudadanos. Lo cual permitirá garantizar la representatividad de vastos sectores de la sociedad y asegurar que todas las voces sean escuchadas y tenidas en cuenta en la toma de decisiones. Tal pluralidad será un desafío al momento de llegar a acuerdos más amplios y duraderos.

Asimismo, la coalición política deberá tener una agenda común que refleje los principales desafíos que enfrenta la sociedad ahora. La agenda debe estar basada en la justicia, la igualdad, el fortalecimiento y transparencia de la gestión pública y el respecto irrestricto de los derechos humanos. Una democracia que se precie de tal no ejecuta a sus ciudadanos que se movilizan ejerciendo su derecho a la protesta. Por último, una coalición política puede ofrecer una visión más amplia y a largo plazo de los problemas que aquejan al país. Se entiende que al no estar limitada por intereses particulares o de grupo puede abordar los problemas desde una perspectiva más integral y enfocada en el bien común y el bienestar general. ¿Seremos capaces de formar una o más coaliciones? Constituirlas implicaría una manera distinta de hacer política de cara a la ciudadanía.

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Cabe preguntarse si la presidenta y sus ministros son conscientes de que con cada mentira van perdiendo la confianza de los ciudadanos y fortalecen la percepción de que están más interesados en su propio interés que en el bienestar del país. No por nada la aprobación presidencial es de un 15% según la última encuesta realizada por el Instituto de Estudios Peruanos. Además, con cada una de ellas van socavando valores democráticos fundamentales y haciendo que pierdan credibilidad las instituciones democráticas. Suena utópico, pero toca seguir demandando a los gobernantes de turno un compromiso mayor con la verdad, la transparencia y la rendición de cuentas para proteger y fortalecer nuestra debilitada democracia.

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Según la narrativa gubernamental, los ministros no son responsables porque no se ordenó “disparar al cuerpo”, porque las muertes se produjeron por el impacto de proyectiles de armas artesanales “Dum Dum” y porque los “planes operativos” fueron dirigidos y ejecutados por las Fuerzas Armadas. Sin embargo, si buscan eximirse de tal responsabilidad debe quedar claro para todos los ciudadanos que no autorizaron ni explícita ni implícitamente las ejecuciones extrajudiciales. Asimismo, es insuficiente señalar que no se sabían lo que hacían sus subalternos. Esto, por el contrario, evidenciaría un control meramente formal de sus ministerios y revelaría su incompetencia para el cargo. Si los responsables políticos de las ejecuciones extrajudiciales hubieran tenido firmes convicciones democráticas hubieran renunciado. Si la presidenta Boluarte hubiera asumido que eran responsables políticos los hubiera destituido sin dilación alguna. No fue así con lo cual se sigue erosionando nuestra precaria democracia. Con justa razón en cada movilización ciudadana contra el gobierno de Boluarte se corea que “esta democracia ya no es una democracia”.

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