[La columna deca(n)dente] La reciente ola de denuncias constitucionales contra congresistas de las bancadas de Podemos, Alianza para el Progreso, Acción Popular, Perú Libre y Fuerza Popular, entre las principales, ha sacado a la luz la corrupción dentro del Congreso. Al menos 15 congresistas han sido denunciados, lo cual muestra la magnitud del problema. Sin embargo, además de las acusaciones y los escándalos, hay un problema más profundo que requiere atención: la «banalidad del mal» que se ha apoderado de la cultura política.

La «banalidad del mal» es un concepto acuñado por la filósofa Hannah Arendt. Describe cómo el mal extremo puede ser cometido por personas ordinarias, sin una motivación particularmente maligna o ideológica. Esto significa que la corrupción congresal no es necesariamente el resultado de una intención malévola, sino de una cultura de impunidad.

La indiferencia y la apatía de los congresistas hacia las consecuencias de sus acciones permiten que el mal generado por el abuso de poder persista. Sumado a esto, la sensación de impunidad los lleva a cometer actos contrarios a la ley sin rubor alguno, lo que refleja un ejercicio del poder sin ningún tipo de control.

Esta dinámica de abuso de poder no es solo producto de la conducta individual de los congresistas, sino también de un ambiente donde la competencia por posiciones de influencia y el acceso a recursos fomenta el sacrificio de la ética en favor de los intereses personales y de grupo. La falta de una supervisión rigurosa y de consecuencias reales para el ejercicio descontrolado del poder perpetúa un círculo vicioso en el que la rendición de cuentas es una ilusión y el poder se ejerce de manera arbitraria y despótica. Hoy, ebrios de poder, creen que están por encima de la ley y la justicia. También creen que pasarán a la historia como los «congresistas del Bicentenario», pero no saben que ya están condenados al basurero de esta.

La resolución de estos casos requiere una transformación profunda en la práctica y la mentalidad de los congresistas, una tarea titánica en la que no tienen el menor interés, ya que no les importan la transparencia, la rendición de cuentas y el bien común. La «banalidad del mal» en el Congreso no puede ser derrotada con soluciones superficiales, como la promesa de reformas políticas cosméticas. Se requiere, en general, un cambio en la forma en que se piensa y ejerce el poder. En última instancia, solo nuestra participación en la vida política puede romper este círculo de abuso de poder y corrupción.

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Abuso de poder, Congreso, impunidad, mochasueldos, parlamentarios

[La columna deca(n)dente] En una reciente entrevista, el congresista fujimorista Fernando Rospigliosi, otrora recalcitrante antifujimorista, argumentó que la aplicación de la figura de lesa humanidad a militares y policías que participaron en la lucha contra el terrorismo en el país es injusta y contraria a la legalidad. Según Rospigliosi, la aplicación retroactiva de este concepto busca perseguir políticamente a quienes defendieron al país de la barbarie terrorista en las décadas de 1980 y 1990. Sin embargo, este tipo de afirmaciones, aunque atractivas para ciertos sectores, ocultan una peligrosa distorsión de lo que verdaderamente significa la justicia para crímenes de lesa humanidad y los compromisos internacionales asumidos por el Perú.

Primero, es importante aclarar que la figura de los crímenes de lesa humanidad no es un capricho político ni una invención local, sino un concepto profundamente arraigado en el derecho internacional. Los crímenes de lesa humanidad, como las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, las desapariciones forzadas y la violación sexual, entre otros, son considerados tan graves que no prescriben y no pueden ser amnistiados. Esto se debe a que estos delitos violan derechos humanos fundamentales y afectan no solo a las víctimas directas, sino a la humanidad en su conjunto.

El principio de no retroactividad no es aplicable en estos casos debido a la naturaleza de los crímenes. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha subrayado repetidamente que los Estados tienen la obligación de investigar, juzgar y sancionar estos delitos, independientemente de cuándo se cometieron. En este sentido, la justicia transicional busca asegurar que no haya impunidad y que se haga justicia para las víctimas.

Además, es preocupante que se minimicen y olviden los crímenes cometidos por agentes del Estado durante el conflicto armado interno, bajo el argumento de que «salvaron al país». Rospigliosi pasa por alto principios fundamentales, como que el fin no justifica los medios y que la barbarie terrorista no se combate con barbarie estatal. También ignora que el uso de la violencia y la violación de derechos humanos por parte del Estado no pueden ser tolerados ni olvidados, y que la justicia para las víctimas de abusos estatales es tan esencial como la justicia para las víctimas del terrorismo. Su discurso ignora las obligaciones internacionales del Perú y socava los esfuerzos por establecer una justicia equitativa y completa. La justicia no es venganza, sino un proceso necesario para sanar las heridas de la sociedad y construir un futuro en el que los derechos humanos sean respetados de manera irrestricta.

En lugar de cuestionar la aplicación de la figura de lesa humanidad, deberíamos apoyar y promover los esfuerzos para garantizar que todos aquellos que cometieron crímenes atroces, sin importar su bando, rindan cuentas ante la justicia. Solo así podremos avanzar hacia una sociedad verdaderamente justa y democrática.

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[La columna deca(n)dente] La política peruana es un campo fértil para la controversia y, en ocasiones, la comedia involuntaria. Dos incidentes recientes ilustran cómo algunas autoridades públicas reaccionan a las críticas con falta de profesionalismo, rozando lo caricaturesco.

El primero involucra a la presidenta Dina Boluarte, quien al ser confrontada por un ciudadano que la llama «corrupta», responde con un insulto infantil: «¡Tu mamá!». Sería de esperar una respuesta más digna y madura de la máxima autoridad del país. Sin embargo, Boluarte parece haberse quedado anclada en sus años de secundaria. La situación es absurda, recordándonos a una comedia de situación. Aunque la respuesta provoca risas por su vulgaridad inesperada, es un triste recordatorio de cómo algunos líderes se rebajan a niveles básicos de comunicación y demuestra falta de respeto hacia el cargo que ostenta.

Otro incidente digno de un episodio de «Políticos al borde de un ataque de nervios» sucede en el bar La Noche, donde la congresista Patricia Chirinos es abordada de manera espontánea por los presentes, quienes le gritan «¡fuera rata! ¡fuera corrupta!» y le piden que se retire junto a su acompañante, un poco conocido parlamentario de Acción Popular. La tensión es tal que una persona les lanza un vaso de vidrio con cerveza, hecho absolutamente condenable. Ante esto, Chirinos se retira con un gesto: el dedo medio de su mano derecha y llamándolos «imbéciles», como si fuera un acto de comedia.

Estos incidentes cuestionan la legitimidad de la representación política en el país. Los políticos representan al pueblo, pero en estos casos, no demuestran respeto por las opiniones y preocupaciones de los ciudadanos y de las ciudadanas. La respuesta de Boluarte y Chirinos a las críticas es defensiva y agresiva. Esto sugiere una desconexión entre ellas y la ciudadanía, y una falta de rendición de cuentas hacia aquellos a quienes representan. Parece que ambas olvidan que los representantes deben actuar en nombre y por el bien de los representados. 

La política no debe ser un escenario de comedia involuntaria, sino un espacio para el diálogo constructivo, el disenso y el consenso. Por eso mismo, es crucial que nuestros políticos reflexionen sobre su papel como representantes del pueblo que los eligió. No es mucho demandarles que demuestren respeto y empatía hacia las opiniones de ciudadanos y ciudadanas; actúen con transparencia y rindan cuentas de sus actos en el ejercicio del poder conferido por los electores.

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Desde su llegada al poder, Dina Boluarte ha ofrecido discursos que carecen de profundidad y contenido sustancial. Sus intervenciones suelen percibirse como vagas y generales, sin abordar los problemas reales y urgentes que enfrenta el país. El discurso del 28 de julio no fue la excepción: resultó ser un mensaje frívolo, cínico y engañoso.

La frivolidad se hizo evidente en la extensión del discurso, que duró un récord de cinco horas. Su lectura, cansina y monótona, careció de la profundidad y la concisión que se esperarían de un mensaje presidencial. Muchos asistentes, incluidos congresistas y ministros, se durmieron o bostezaban sin ningún rubor, lo que refleja una desconexión con los problemas reales que enfrentan los ciudadanos cotidianamente.

A lo largo de su alocución, Boluarte evitó reconocer los errores y fracasos de su gobierno. Esta incapacidad para admitir problemas o fallos pone de manifiesto una preocupante falta de seriedad y responsabilidad. Además, su atención desmedida a temas y datos irrelevantes parecía ser un recurso para distraer a la audiencia de los asuntos verdaderamente importantes, intentando sumergirla en un mar de cifras que desdibujaban la realidad. De igual manera, la repetición de promesas, como la creación de hospitales, se presentaba como un intento de desviar la atención de la ausencia de resultados concretos. 

Asimismo, hizo anuncios superficiales, como el cambio de nombre del Ministerio del Interior, la creación de un Ministerio de Infraestructura y “la fusión de dos pares de ministerios”. Estas medidas son poco probables que tengan un impacto real en la mejora de la prestación de los servicios públicos, en la lucha contra la corrupción y la inseguridad ciudadana. 

Las contradicciones en el discurso presidencial son motivo de seria preocupación. Existen discrepancias entre su postura durante el proceso electoral, en la que se oponía al proyecto Tía María e incluso estampó su firma en señal de compromiso, y su actual promoción de dicho proyecto. Este cambio drástico en su posición política puede interpretarse como oportunista, evidenciando una falta de coherencia y transparencia en su liderazgo.

Además, la ausencia de explicaciones sobre las acusaciones de corrupción que la involucran a ella y a su entorno más cercano refuerza la percepción de falta de sinceridad en su compromiso con la lucha contra la corrupción. Esta falta de transparencia no solo mina la confianza pública, sino que también sugiere una gestión marcada por la hipocresía y la deshonestidad.

En conclusión, el discurso presidencial de Dina Boluarte no solo refleja una falta de profundidad y contenido sustancial, sino que también exhibe una desconexión preocupante con las realidades y urgencias del país. La incapacidad para reconocer los errores y fracasos de su gobierno, sumada a la atención desmedida a temas irrelevantes y a la repetición de promesas vacías, subraya una gestión caracterizada por la frivolidad y el cinismo.

La ausencia de transparencia respecto a las acusaciones de corrupción, junto con las mentiras y contradicciones, deteriora aún más la confianza pública y revela un liderazgo carente de seriedad y responsabilidad. En lugar de proporcionar soluciones concretas dentro de un marco claramente definido, el discurso presidencial se percibe como un intento fallido de desviar la atención de los problemas reales, debilitando así la credibilidad del gobierno y su capacidad para enfrentar los desafíos nacionales.

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28 de julio, Dina Boluarte, Discurso presidencial

[La columna deca(n)dente] Mediocres y corruptos

La política atraviesa uno de sus periodos más oscuros y desalentadores. En una democracia saludable, el Congreso debería ser un bastión de integridad y responsabilidad, un lugar donde se legisla en beneficio de los ciudadanos y ciudadanas, se vela por la transparencia, la rendición de cuentas y la justicia. Sin embargo, la coalición de facto (Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Perú Libre, Avanza País, entre otros partidos) lo ha convertido en un espacio donde priman los intereses particulares e incluso criminales sobre el bien común. La degradación del Congreso es evidente en cada sesión, en cada voto, en cada decisión que favorece a unos pocos a costa de la mayoría.

Asimismo, son cada vez más visibles los escándalos que involucran a congresistas en actividades ilícitas. La impunidad es la norma y los esfuerzos por desenmascarar y sancionar a los corruptos se ven obstaculizados por aquellos que deberían liderar la lucha contra la corrupción. En este contexto, los ciudadanos se sienten cada vez más desprotegidos y desilusionados con un sistema que parece diseñado para beneficiar a los corruptos y perjudicar a los honestos.

La mediocridad, por su parte, reina en el recinto congresal. La falta de preparación y conocimiento de muchos de los congresistas es alarmante e indignante. En lugar de debates informados y decisiones bien fundamentadas, asistimos a espectáculos grotescos de ignorancia y demagogia. La calidad del discurso político ha descendido a niveles preocupantes, y las políticas públicas se diseñan más por conveniencia que por evidencia. Este desprecio por la excelencia y el conocimiento no solo afecta la calidad de la legislación, sino que también envía un mensaje desalentador a la ciudadanía: que en el país, la mediocridad es aceptable y hasta celebrada.

Este panorama es desolador en un momento en que el país celebra su Bicentenario. En lugar de reflexionar sobre los logros y desafíos de nuestra historia, nos enfrentamos a una realidad en la que los valores y principios democráticos han sido socavados. La falta de una visión clara y un proyecto de país que incluya a todos los peruanos es evidente. En lugar de avanzar hacia un futuro más justo y equitativo, nos encontramos atrapados en un ciclo de corrupción y mediocridad, en el cual la democracia presenta serias deficiencias en cuanto a la equidad y la justicia social. Por ello, tiene la obligación moral y ética de responder prioritariamente a los sectores más vulnerables y marginados de la sociedad, quienes se encuentran en una situación de precariedad y carecen de acceso a condiciones de vida dignas y al ejercicio pleno de sus derechos.

Es imperativo que los ciudadanos tomen conciencia de esta situación y actúen en consecuencia en todos los espacios posibles. La apatía y el desinterés solo alimentan este estado de cosas. La construcción de una democracia sólida y efectiva requiere la participación activa de cada uno de nosotros. Solo así podremos romper con la cadena de corrupción y mediocridad que nos ha mantenido cautivos durante tanto tiempo.

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coalición, Congreso, corrupción, mediocridad

[La columna deca(n)dente] La decisión de Keiko Fujimori de proponer a su padre, Alberto Fujimori, como candidato presidencial de Fuerza Popular para las elecciones de 2026 se inscribe dentro de una estrategia política cuidadosamente orquestada. Varios factores son relevantes a tener en cuenta.

Fujimori fue presidente entre 1990 y 2000, un período caracterizado por cierta estabilidad política, económica y social. A pesar de haber sido condenado por delitos de corrupción y tipificados como de lesa humanidad, aún cuenta con un significativo apoyo entre ciertos sectores de la ciudadanía, especialmente aquellos que valoran su «mano dura» contra el terrorismo y su capacidad para estabilizar la economía tras el desastroso gobierno de Alan García (1985-1990). Keiko Fujimori busca aprovechar este legado y la imagen de su padre como un líder «fuerte y efectivo», apelando a la nostalgia de aquellos que añoran la estabilidad de su gobierno y de quienes recibieron beneficios durante su mandato.

Con la candidatura de Fujimori, Keiko Fujimori busca revertir la imagen negativa que rodea a su familia debido a la corrupción y violaciones de derechos humanos durante el gobierno de su padre. Esto le permitiría posicionar a los Fujimori nuevamente como una opción política viable, apelando a aquellos que aún creen en el «fujimorismo» como una alternativa política. La intención es crear una narrativa que subraye los logros de su gestión mientras se minimizan o justifican sus delitos.

Postular a Alberto Fujimori, creador del «pensamiento Fujimori», como lo resalta la congresista Rosangella Barbarán, permitiría a Fuerza Popular mantener su presencia en el escenario político nacional, pretendiendo unificar al «pueblo fujimorista» en torno a la figura del ex presidente y movilizar la base electoral «albertista». Esta estrategia busca consolidar a los seguidores más leales y, al mismo tiempo, atraer a nuevos votantes que se identifican con la narrativa de un liderazgo fuerte y eficaz.

Tras la excarcelación de Alberto Fujimori en diciembre de 2023 por «razones humanitarias», Keiko ha estado preparando el terreno para su regreso a la política. A pesar de saber que su postulación es inconstitucional, no duda en anunciarlo, buscando distraer a la opinión pública del juicio que enfrenta, pautar la agenda política nacional y reafirmar la identidad de Fuerza Popular en torno al legado de Fujimori. La candidatura también puede ser vista como una forma de consolidar su liderazgo dentro de Fuerza Popular, su desprendimiento y generosidad al comunicar la declinación de su candidatura presidencial a favor de su padre.  

Sin embargo, esta estrategia no está exenta de riesgos. La candidatura de Alberto Fujimori podría movilizar no solo a sus seguidores, sino también a una oposición antifujimorista decidida y vehemente. La memoria de las violaciones de derechos humanos y la corrupción de su gobierno sigue siendo un punto de conflicto significativo. Además, en la actual coyuntura, oponerse al fujimorismo implica también hacer oposición al gobierno de Dina Boluarte y a sus aliados en el congreso. Estos aliados tienen muy poco de partidos políticos y se asemejan más a unas organizaciones criminales.

[La columna deca(n)dente]

La reciente aprobación de dos polémicos proyectos de ley por parte de la Comisión Permanente del Congreso ha desencadenado una seria preocupación tanto a nivel nacional como internacional. Estos proyectos han sido objeto de críticas por parte de analistas y diversos sectores de la sociedad debido a las implicaciones profundas que podrían tener para la democracia y el Estado de derecho en el país.

El primer proyecto de ley ha generado controversia al limitar la aplicación del concepto de crimen organizado únicamente a delitos que generan valor económico, como el narcotráfico, excluyendo delitos como el sicariato, la extorsión, la tortura y el asesinato. Esta restricción debilita la capacidad del sistema judicial para enfrentar eficazmente la criminalidad violenta y organizada, poniendo en riesgo la seguridad pública y la confianza de los ciudadanos en las instituciones estatales.

Por su parte, el segundo proyecto de ley es igualmente alarmante al declarar prescritos los crímenes considerados de lesa humanidad cometidos antes del 2003. Esta medida va en contra de los compromisos internacionales asumidos por Perú al suscribirse tanto al Estatuto de Roma como a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y Delitos de Lesa Humanidad, que establecen la imprescriptibilidad de tales crímenes. El proyecto de ley aprobado niega a las víctimas de estas atrocidades su derecho fundamental a la justicia, la verdad y la reparación, beneficiando de manera directa a Alberto Fujimori, Vladimiro Montesinos y el grupo Colina, entre otros, así como a los subversivos de Sendero Luminoso y del MRTA.

La aprobación de estos proyectos refleja un preocupante panorama político donde las diferencias ideológicas y partidarias parecen diluirse frente a intereses particulares y la protección de organizaciones criminales. Partidos como Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Acción Popular, Perú Libre, entre otros, han mostrado una convergencia nada sorprendente al respaldar medidas que debilitan gravemente el Estado de derecho y el bienestar de la ciudadanía en general.

El impacto de estas leyes va más allá de sus implicaciones inmediatas; amenaza con socavar los pilares fundamentales sobre los que se sustenta la democracia peruana. El debilitamiento del sistema judicial y la posible consolidación de la impunidad podrían generar un clima de desconfianza y desesperanza entre los ciudadanos, afectando la estabilidad política y social del país a largo plazo.

Quienes hoy legislan, embriagados de poder, creen que pueden hacer lo que quieran, olvidando que el poder es efímero y que tarde o temprano pagarán por sus fechorías. Esta arrogancia y desmesura en el ejercicio del poder no solo pone en riesgo la estabilidad política, sino que también amenaza los cimientos mismos de la democracia y el Estado de derecho. La historia ha demostrado repetidamente que el abuso de poder y la corrupción inevitablemente conducen a la caída de aquellos que creen estar por encima de la ley y la justicia.

Ante este escenario, es imperativo que los ciudadanos, la sociedad civil, los partidos políticos democráticos y la comunidad internacional estén alertas y actúen de manera decidida para defender el Estado de derecho y los derechos humanos en el país. La resistencia activa y la presión constante sobre el Congreso para revertir estas leyes son cruciales para evitar retrocesos irreversibles y asegurar un futuro justo, fraterno y equitativo para todos y todas. 

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[LA COLUMNA DECA(N)DENTE] En las democracias de hoy en día, la consulta a los ciudadanos y ciudadanas para destituir de sus cargos a una autoridad democráticamente elegida se presenta como una herramienta esencial. La revocatoria lejos de ser una mera formalidad tiene una relevancia crucial en la dinámica política y social de los sistemas democráticos.

En primer lugar, la revocatoria es un pilar fundamental para la responsabilidad y la rendición de cuentas. Las autoridades electas, como gobernadores, consejeros regionales, alcaldes y regidores, conscientes de que su permanencia en el cargo depende de la percepción ciudadana de su desempeño, están incentivadas a cumplir con sus promesas y a actuar para lograr el bienestar ciudadano. Esta constante vigilancia ciudadana garantiza que dichas autoridades no se desvinculen de las demandas y expectativas, no solo de quienes los eligieron, sino también de aquellos que no.

Además, este mecanismo promueve la participación ciudadana. En una democracia que se precia de ser representativa, la interacción de los ciudadanos con el proceso político no debe limitarse al acto de votar cada pocos años. La posibilidad de convocar una revocatoria anima a los ciudadanos a mantenerse informados y activos en la vida pública, reforzando su sentido de responsabilidad sobre las autoridades elegidas.

Otra ventaja significativa es la corrección de errores. En ocasiones, las elecciones pueden producir resultados insatisfactorios para la mayoría del electorado, ya sea porque el candidato electo no cumple con sus promesas o porque surgen situaciones imprevistas. La revocatoria ofrece una vía democrática para rectificar estos errores sin tener que esperar al final del mandato.

Asimismo, este mecanismo actúa como un freno contra el abuso de poder. Las autoridades electas, conscientes de la posibilidad de una revocatoria, están menos inclinadas a actuar de manera autoritaria o contraria a los intereses de la ciudadanía. La amenaza de una revocatoria sirve como un recordatorio constante de que su legitimidad y permanencia en el cargo dependen de su comportamiento y desempeño.

Aunque pueda parecer paradójico, la posibilidad de una revocatoria puede contribuir a la estabilidad social y política. Cuando los ciudadanos cuentan con un canal institucional para expresar y resolver su descontento, se reducen las probabilidades de que recurran a protestas violentas o a conflictos sociales prolongados. Este mecanismo ofrece una salida pacífica y democrática para el descontento ciudadano, facilitando una gobernanza más estable y ordenada.

Todo esto ha llevado a que los ciudadanos y ciudadanas de Lima y Miraflores, por ejemplo, se organicen y promuevan las revocatorias de los alcaldes Rafael López Aliaga y Carlos Canales, de Lima y Miraflores respectivamente. Con entusiasmo, alegría y la voluntad de cambiar las cosas en sus jurisdicciones, recogen las firmas necesarias para que las revocatorias sean posibles. Este proceso no solo refleja el descontento con las actuales administraciones municipales, sino también el compromiso de la ciudadanía con la democracia participativa. La recolección de firmas ha fomentado un mayor diálogo entre los vecinos y una conciencia ciudadana sobre la importancia de la participación activa en la política local.

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Alcaldes, Carlos Canales, Lima, Miraflores, Rafael Lopez Aliaga, Revocatoria

[LA COLUMNA DECA(N)DENTE] La congresista Rosangella Barbarán, en un alarde de creatividad digno de un genio, ha elevado las ideas de Alberto Fujimori a la categoría de «pensamiento Fujimori». ¿Quién diría que el legado de un ex presidente condenado por crímenes de lesa humanidad y corrupción podría ser considerado un pensamiento filosófico? Pero Barbarán no se anda con rodeos, ella sabe reconocer la grandeza donde otros solo ven autoritarismo y violación de derechos humanos.

Intrigado por este salto cualitativo, le pregunté a la congresista, vía X, en qué consistía tan excelso «pensamiento». Pero, para mi sorpresa, la dilecta congresista Barbarán no tuvo a bien responder a mi consulta. Tal vez estaba muy ocupada planeando cómo encarnar y aplicar el «pensamiento Fujimori» en el Congreso y en la vida política nacional.

No me rendí ahí y decidí consultar a otro conspicuo congresista naranja, Alejandro Aguinaga, para ver si él podía iluminarme sobre este nuevo descubrimiento filosófico. Pero, al igual que su colega Barbarán, Aguinaga prefirió guardar silencio. Quizás temían que si revelaban los secretos del «pensamiento Fujimori», perderían su ventaja competitiva en el mercado de las ideas autoritarias.

En fin, parece que el «pensamiento Fujimori» es un misterio reservado solo para los elegidos de Keiko Fujimori. Los mortales comunes tendremos que conformarnos con leer las memorias de Alberto Fujimori, escritas en prisión, para tratar de entender la profundidad de este nuevo paradigma intelectual. Mientras tanto, Barbarán y Aguinaga seguirán elevando el nivel del debate político peruano con sus brillantes aportes a la luz del “pensamiento guía” de Alberto Fujimori.

Pero, ¿qué es realmente este «pensamiento Fujimori» que tanto alaba la congresista Barbarán? Según los expertos, se trata de un conjunto de ideas y estrategias políticas que se caracterizan por el autoritarismo, la corrupción y la violación de los derechos humanos. Durante su gobierno, Fujimori pasó de ser un presidente elegido democráticamente a convertirse en un líder autoritario que concentró el poder en torno a su figura y relegó a las instituciones democráticas.

Barbarán y Aguinaga, conspicuos seguidores del “pensamiento Fujimori”, parecen estar empeñados en revivir este legado cuestionado y oscuro. Lejos de reconocer los crímenes y abusos cometidos durante el gobierno de Fujimori, ellos prefieren elevarlo a la categoría de «pensamiento filosófico», como si se tratara de una obra maestra del pensamiento político.

Pero, ¿cómo puede considerarse «pensamiento» algo que se cimenta en la corrupción y la vulneración de los derechos más básicos? Es evidente que el «pensamiento Fujimori» no es más que un intento de legitimar y glorificar un régimen autoritario, disfrazándolo de supuesta grandeza intelectual. Los peruanos de a pie, aquellos que no pertenecen al selecto círculo de Keiko Fujimori, tendremos que conformarnos con leer las memorias del ex presidente, escritas desde la prisión, para intentar comprender la profundidad de este «nuevo paradigma intelectual». 

Por último, parece que la presidenta Dina Boluarte ha decidido aplicar el famoso «pensamiento Fujimori» en su gobierno, lo que sin lugar a dudas hubiera hecho Keiko Fujimori. ¡Qué original! Debilitar las instituciones democráticas, es sin duda una estrategia brillante. Y hablando de discursos, Boluarte no se queda atrás. Su estilo confrontacional contra sus críticos y opositores es digno de su novísimo mentor. En fin, parece que el Perú está condenado a repetir la historia. Primero fue Alberto, ahora es Dina. ¿Quién será el próximo en aplicar el «pensamiento Fujimori»? ¿Tal vez Keiko misma, cuando por fin llegue al poder? Solo el tiempo lo dirá. Mientras tanto, sigamos disfrutando de este espectáculo, de este amago de democracia, una democracia a la peruana.

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Alberto Fujimori, Alejandro Aguinaga, Keiko Fujimori, pensamiento Fujimori, Rosangella Barbarán
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