En una reciente entrevista, el presidente Pedro Castillo declaró que “para llegar a la presidencia de la República no fui preparado, a mí nadie me entrenó”. Su sinceridad provocó críticas furibundas entre sus detractores que lo calificaron de ignorante e incapaz para gobernar. Lo dicho, por el contrario, revela la precaria situación de los partidos políticos realmente existentes en el país. 

Como se sabe, Vladimir Cerrón Palomino invitó al entonces dirigente sindical magisterial para que postulara, junto a él, en la plancha presidencial de Perú Libre sin mayor aspiración que pasar la valla electoral. Antes de afiliarse a Perú Libre en el 2020, Castillo había militado 12 años en Perú Posible y fue su candidato a una alcaldía distrital en las elecciones municipales del 2002. Todo partido político que se precie de tal, forma y capacita a sus afiliados para competir en la arena electoral y, de ganar, para el ejercicio del cargo al cual fue electo. 

Históricamente, han sido pocos los partidos políticos que no solo han formado y capacitado a sus militantes sino también que, gracias a su desarrollo y fortaleza institucional, facilitaron que hicieran carrera en sus organizaciones como el Partido Aprista Peruano, Partido Comunista Peruano, el Partido Popular Cristiano y Acción Popular. De los cuales, solo Acción Popular mantiene hoy su inscripción vigente. En mayor o menor medida, cada uno poseía una particular ideología, un programa, consignas, valores,  principios y una forma de organizarse en el territorio. Todo lo cual confería a sus militantes identidad y un sentido de pertenencia a sus respectivas comunidades políticas. Usualmente, cada partido elegía a sus candidatos para cargos de elección popular entre sus militantes más destacados. Los cuales resultaban electos regidores, alcaldes distritales o provinciales, presidentes de la República o congresistas. Ganaban y acumulaban experiencia en diferentes niveles de gobierno y en el legislativo. Una memoria institucional que se socializaba entre su militancia. Sin embargo, esta situación cambiaría radicalmente en los 90s con el reinado de la “antipolítica”. 

Como bien analizó Carlos Iván Degregori, desde el 1990 al 2000, una de las columnas vertebrales del régimen fujimorista fue la anti política. El discurso gubernamental de aquel entonces asoció a la política como confrontación y a los partidos políticos como férreos opositores al “cambio” y receló de cualquier institución democrática buscando instaurar una política autoritaria y tecnocrática. Esto último asociado a que “los políticos” no saben cómo enfrentar y resolver los problemas del país y, en tanto, “los tecnócratas”, sí. Es más, aquella búsqueda del “bien común” y de cómo lograrlo respondió en buena cuenta a la voluntad e intereses del entonces presidente y sus tecnócratas. Aquella denostada “vieja política” fue reemplazada por una “nueva” cuyas señas de identidad no fueron otras que la ausencia de la ética, el abuso y la prepotencia, la arbitrariedad y la amenaza contra políticos, jueces, fiscales, funcionarios, periodistas, entre otros. Esa manera de entender y hacer política fue asumida por no pocos ciudadanos. ¿Debate público, disensos, consensos entre comunidades políticas? No, no fue la tónica. Y así se fue gestando y consolidando en los ciudadanos un rechazo creciente a la política en general. 

Este fue uno de los factores, entre otros más, que contribuyeron a la crisis de los partidos políticos en el país. Lo que vino después han sido organizaciones políticas cuyo objetivo principal ha sido ganar las elecciones cueste lo que cueste. Han devenido en meras “máquinas electorales” que se alquilan o venden al mejor postor para tentar la presidencia de la República o una curul en el parlamento. En la selección de sus candidatos al Congreso o a la presidencia de la República, ya no interesa la carrera partidaria de sus militantes mucho menos sus capacidades. El dueño o dueños del partido determinan quién postula y quién no, a quién invitan y a quién no. Pensar en una visión de país, en el bien común, un programa o en el personal más idóneo en caso de que ganaran la elección es irrelevante. Lo que importa son los réditos inmediatos de hacer uso de su “franquicia”. Y, si no pierden la inscripción, su presencia y quehacer político partidario se reduce a la mínima expresión e ingresan a una especie de letargo hasta el siguiente proceso electoral.  

Al tercer día de la designación del Ministro de Educación, un asesor diligente le alcanzó un informe sobre la situación de las universidades públicas y privadas en los rankings internacionales, una de las metodologías usadas para medir la calidad de las universidades, durante el 2020 y el 2021. El Ministro se detuvo en los debates acerca de la pertinencia y el objetivo de llevar a cabo tal medición, en los indicadores seleccionados para la misma y en los sesgos predecibles. Es más, puso particular atención a los resultados de dos reconocidos rankings: Times Higher Education y QS Latin America University Rankings. 

En el Times Higher Education, a julio del 2021, figuraban ocho universidades nacionales en el ranking de las mejores universidades de América Latina y el Caribe. Dos más que en el 2020. Entre las 100 primeras, de un total de 177, se encontraban dos universidades privadas: la Pontificia Universidad Católica del Perú (puesto 36) y la Universidad Cayetano Heredia (puesto 51); y dos universidades públicas: la Universidad Nacional Agraria La Molina (puesto 76) y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (puesto 81). Las otras cuatro, ubicadas a partir del puesto 151, eran las siguientes: Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas, Universidad San Ignacio de Loyola, Universidad San Martín de Porres y Universidad Científica del Sur. 

En tanto, en el QS Latin America University Rankings 2020, entre las 100 primeras, se ubicaban la Pontificia Universidad Católica del Perú (puesto 18), la Universidad Cayetano Heredia (puesto 73) y la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (puesto 68). Al año siguiente, a las tres universidades señaladas, se sumó la Universidad del Pacífico (puesto 95). Entre uno y otro año,  con la excepción de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, mejoraron su ubicación en el ranking. De igual modo, el Ministro revisó con detenimiento los 16 indicadores que utiliza QS para formular sus rankings, algunos de los cuales los asoció con los estándares mínimos o Condiciones Básicas de Calidad que las universidades deberían contar para licenciarse tales como las de disponibilidad de docentes calificados, producción académica y mecanismos de inserción laboral para sus egresados. 

Asimismo, recordó algunas de las conclusiones del II Informe Bienal sobre la realidad universitaria en el Perú elaborado por la Superintendencia de Educación Superior Universitaria (Sunedu) en cuanto a los resultados de la investigación y su publicación en revistas indexadas. Así, entre el 2014 y el 2020, su número se triplicó pasando de 1770 a 5823; y el Ranking nacional de universidades según investigación. El cual se elaboró para que se contara con un indicador de la producción científica de la investigación universitaria según estándares internacionales de calidad. 

En su formulación se empleó la información de los documentos de todas las disciplinas publicados en revistas indexadas por Web of Science (WoS) y Scopus por separado, dos bases de datos reconocidas por sus rigurosos estándares editoriales y científicos. Así en el Ranking general – Wos la Universidad Peruana Cayetano Heredia, Pontificia Universidad Católica del Perú, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Universidad de Ingeniería y Tecnología y Universidad Nacional Agraria La Molina ocuparon los cinco primeros puestos. Mientras que en el Ranking general – Scopus, en las cinco primeras ubicaciones, figuraban la Universidad Peruana Cayetano Heredia, Pontificia Universidad Católica del Perú, Universidad Nacional Mayor de San Marcos, Universidad Nacional Agraria La Molina y Universidad Científica del Sur. 

El posicionamiento e incremento de las universidades en los rankings internacionales; el aumento de publicaciones en revistas indexadas producto de las investigaciones llevadas a cabo;  y la elaboración de un ranking de universidades según su producción científica e impacto confirmaron al Ministro que la reforma universitaria había encaminado a las universidades licenciadas por la ruta de la mejora continua y la prestación de una educación de calidad en beneficio de sus comunidades académicas y el país. Por eso mismo, reafirmó su decisión de defenderla y profundizarla. Esta ficción sobre el Ministro y su postura favorable a la reforma universitaria ojalá se haga realidad. 

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Los indicadores de calidad que tienen en la cabeza los directivos de la Sunedu corresponden a otras realidades”, Alfredo Rodríguez, asesor de Carlos Gallardo, hoy censurado Ministro de Educación.

¿A cuáles “indicadores de calidad” se refiere el asesor? ¿Acaso a las Condiciones Básicas de Calidad (CBC) cuyo cumplimiento permite el licenciamiento de las universidades? Según la Ley Universitaria, la Superintendencia de Educación Superior Universitaria (Sunedu) es la instancia responsable del licenciamiento de las universidades. Licencia que, por cierto, es temporal y renovable y tiene una duración mínima de 6 años. Asimismo, es la que supervisa la calidad del servicio educativo universitario y fiscaliza si los recursos públicos y los beneficios otorgados por el marco legal a las universidades son destinados a fines educativos y al mejoramiento de la calidad. 

Como se sabe, desde finales del 2015, cada una de las universidades del país, públicas o privadas, debía demostrar ante la Sunedu el cumplimiento de las CBC para prestar el servicio de educación superior universitario. En total son 8. La primera, alude a la existencia de objetivos académicos;  grados y títulos a otorgar; y planes de estudios correspondientes. La segunda, a la oferta educativa a crearse compatible con los fines propuestos en los instrumentos de planeamiento. La tercera, a la infraestructura y equipamiento adecuado al cumplimiento de sus funciones (aulas, bibliotecas, laboratorios, entre otros). La cuarta, a las líneas de investigación a ser desarrolladas. La quinta, a la verificación de la disponibilidad de personal docente calificado con no menos de 25% de docentes a tiempo completo. La sexta, a la verificación de los servicios educacionales complementarios básicos (servicio médico, social, psicopedagógico, deportivo, entre otros). La séptima, a la existencia de mecanismos de mediación e inserción laboral (Bolsa de trabajo u otros). Y, la última, a la transparencia de las universidades.

Desde aquel entonces, 145 universidades solicitaron su licenciamiento. De ese total, 94 fueron licenciadas y 51 no. De las 51 universidades no licenciadas, 48 fueron privadas y 3 públicas. Todas estas universidades, por ejemplo, incumplieron tres CBC relacionadas a objetivos académicos,  programas de estudio y grados académicos; investigación y mecanismos de inserción laboral de sus egresados y graduados. Una evidencia que el anterior procedimiento para crear universidades, bajo la responsabilidad de la Asamblea Nacional de Rectores (ANR), no era el más adecuado y no garantizaba condiciones mínimas de calidad para la prestación del servicio educativo superior universitario. Por eso mismo, se le reformó mediante la promulgación de la Ley Universitaria el 3 de julio de 2014.

A la fecha, el impacto de la reforma universitaria ha sido positivo. Por citar solo algunos ejemplos. En primer lugar, el aumento de publicaciones en revistas indexadas en Scopus. Se pasó de 1770 en el 2014 a 5823 en el 2020. Scopus es una base de datos de prestigio en el mundo académico y los criterios que utiliza para incluir una publicación son muy exigentes. En segundo lugar, el porcentaje de docentes a tiempo completo en las universidades públicas y privadas, en promedio, se duplicó entre el 2015 (25%) y el 2021 (48%). En tercer lugar, el porcentaje de docentes incorporados, luego del licenciamiento, en el Registro Nacional Científico, Tecnológico y de Innovación Tecnológica (RENACYT) aumentó de 2% a 5.5%. Los cuales son calificados, clasificados e inscritos de manera rigurosa.  

El sentido de la reforma universitaria ha sido garantizar condiciones mínimas de calidad para el funcionamiento de las universidades. A partir de lo cual, revisarlas y mejorarlas periódicamente para ir elevando el nivel de la calidad educativa. Una apuesta y una necesidad que se condicen con lo señalado por Unesco: “En las dos últimas décadas, la garantía de calidad en la educación superior ha alcanzado un impulso significativo en todo el mundo, en un esfuerzo por asegurar que los estándares educativos se mantienen y refuerzan”. 

Por último, confiemos que quien reemplace al Ministro de Educación no piense, como pensaba su asesor, que “el concepto de calidad es un concepto eurocéntrico que quiere decir que creen que las universidades del Perú deben ser equiparables con las universidades europeas”. 

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Según el Ministerio de Educación (Minedu), la tasa de deserción acumulada del período comprendido entre el 2016 y el 2019 se redujo en 1.3 puntos porcentuales. Hasta entonces, las medidas implementadas permitieron que la reducción de dicha tasa tendiera a la baja. Sin embargo, debido a las acciones ejecutadas para contrarrestar la pandemia del Covid-19 en el ámbito educativo como el cierre de escuelas y colegios, la suspensión de las clases presenciales y su sustitución por clases virtuales; hizo que dicha tendencia se revierta. 

Según estimaciones del Minedu, a mediados del 2020,  la deserción escolar tanto en educación primaria como educación secundaria pasó del 1.3% al 3.5% y de 3.5% a 4% respectivamente. Es decir, cerca de 300 mil niños y adolescentes dejaron de estudiar. En este año, según la Defensoría del Pueblo, más 83 mil estudiantes desertaron. Cifras que contrastan con lo que venía ocurriendo hasta el 2019. De igual modo, entre el 2016 y el 2019, la tasa de deserción escolar de estudiantes en situación de pobreza extrema se mantuvo alrededor del 11% mientras que la de los no pobres se redujo en 1,2 porcentuales. 

Como se sabe la deserción escolar es un fenómeno multicausal. Por eso mismo, es imperativo investigar, desde distintas campos del saber, factores como los económicos, sociales, culturales, educativos, personales y familiares que se relacionan entre sí para producirla. Así, investigadores de Grade, en el marco del estudio longitudinal Niños del Milenio: Etiopía, India, Perú y Vietnam, plantean cuatro Predictores de la deserción escolar en el Perú: 1. Mientras más temprano se ha producido el abandono escolar, mayor efecto se observa en las habilidades a los 19 años. 2. Las principales razones para abandonar la escuela que mencionaron los jóvenes fueron la necesidad de trabajar para obtener una remuneración y la falta de interés en los estudios. 3. La lengua materna indígena, el bajo rendimiento y el haber repetido de grado incrementan el riesgo de desertar del sistema educativo; y, por último, 4. Que el niño o niña tenga mayores aspiraciones educativas a los 12 años reduce su riesgo de desertar de la escuela. 

Algunas cifras corroboran lo señalado por Grade. Así, según el INEI, en su Informe Técnico Estado de la Niñez y la Adolescencia, de setiembre, al comparar los trimestres correspondientes a abril-mayo-junio de 2020 y 2021 encontró que los problemas económicos / familiares seguían siendo una de las principales razones de la no asistencia a un centro de enseñanza de niños y adolescentes entre 6 y 16 años. En porcentajes, entre uno y otro trimestre, se pasó del 53.4% al 64.7% respectivamente. Es decir, 11.3 puntos porcentuales. No cabe duda que el nivel socioeconómico de las familias es una de las causas de la deserción escolar. Por eso mismo, el riesgo de desertar de niños y adolescentes, en situación de pobreza extrema y pobreza tanto urbana como rural, es alto. 

Asimismo, otra causa a tener en cuenta es la que se relaciona con los niveles educativos de los padres o tutores de los niños y adolescentes. Según las investigaciones llevadas a cabo existe cierta correspondencia entre el nivel educativo logrado por aquellos y la deserción escolar. Así, padres o tutores con un nivel de escolaridad bajo, el riesgo de deserción escolar aumenta. En cambio, padres o tutores con un nivel de escolaridad alto, el riesgo de deserción  disminuye. Esto tiene que ver mucho con la valoración que le otorgan a la educación y al impacto que ésta lograría en la vida de sus hijos.   

Otro aspecto, que corresponde a la dimensión socioemocional de los estudiantes, es la motivación de los estudiantes y la confianza en sus capacidades para lograr los aprendizajes esperados. Mantener la motivación y desarrollar confianza supone una convivencia adecuada en el ámbito educativo. Si esta no se da entre estudiantes y entre estos con sus docentes el riesgo de deserción se incrementa. (Continuará).  

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Defensoría del Pueblo

Desde el 16 de marzo de 2020, las universidades públicas y privadas permanecen cerradas. La suspensión de clases presenciales fue una medida decretada por el gobierno para contrarrestar la expansión del Covid19. A punto de terminar el segundo semestre académico, en la mayoría de universidades de las 94 universidades licenciadas del país, es importante conocer el impacto de la pandemia en el quehacer universitario. Dos documentos, de publicación reciente, permiten tener una idea más o menos aproximada del nuevo escenario y de los desafíos que supone en el corto y mediano plazo para la comunidad universitaria.   

El primero, “La Educación Superior Universitaria en el Perú post-pandemia”, elaborado por Rodolfo Benítez en abril del año en curso, analiza la educación superior universitaria en el país, discute sus características principales, propone cursos de acción y recomendaciones de política pública para su desarrollo en el lustro siguiente. El autor identifica cuatro aspectos centrales de la educación universitaria: 1. Tendencia a la masificación y privatización de la educación; 2. Participación desigual a la educación universitaria; 3. Bajos niveles de empleabilidad e investigación en la educación universitaria; y 4. La reforma universitaria y sus principales apuestas: regulación y gobernanza. Asimismo, analiza el tránsito de la educación presencial a virtual;  los impactos en el financiamiento de la educación; y los impactos en la matrícula y la deserción. 

El impacto de la pandemia se registra en diferentes niveles del quehacer universitario y plantea a las universidades un desafío sin igual para enfrentarlo. Por eso, se prestará atención, siguiendo al autor, solo en dos de esos desafíos. Así, de un lado, el paso de la educación presencial a la virtual tuvo que lidiar con algunos desafíos como la pobreza digital en la que se encuentran estudiantes en situación de vulnerabilidad y muchos docentes. Es decir, la carencia de medios tecnológicos y también la ausencia de habilidades para interactuar “en un entorno virtual con fines académicos”. O el que se relaciona con “las condiciones del entorno”. Si se cuenta o no con espacios adecuados para llevar a cabo las actividades de enseñanza y aprendizaje durante largos períodos de tiempo, los distractores presentes en el hogar de los estudiantes y las responsabilidades que ellos asumen en los mismos. Finalmente, otro desafío guarda correspondencia con la casi imposibilidad de interactuar con sus pares y docentes la que fomenta “la motivación, la confianza interpersonal” o de realización de actividades que “ayudan a establecer redes académicas y profesionales que perduran en el tiempo”. 

Por otro lado, los impactos en la matrícula y en la deserción. Para aproximarse a la deserción estudiantil, el autor la comparó entre los semestres 2019-II y 2020-I y encontró una diferencia de 293 mil 769 estudiantes. Sería interesante comparar los semestres 2020-II y el 2021-I para tener una idea si se mantuvo o disminuyó. Otra cifra más, según Minedu, en el 2020 el número de estudiantes universitarios matriculados fue de 1´007,766. En comparación con el 2019 disminuyó en 310,522 estudiantes. “Esta caída representa un 24.01% con respecto al 2019 y se observan importantes diferencias entre las universidades públicas (9.96%) y privadas (26.72%)”. 

El segundo documento, “Salud mental en universitarios del consorcio de universidades durante la pandemia”, publicado en noviembre, da cuenta del impacto de la pandemia en la salud mental de los estudiantes de pregrado de la PUCP, la Universidad de Lima y la Universidad Pacífico. Mediante una encuesta anónima en línea, aplicada el año pasado, se investigó como se expresaba la crisis sanitaria “en sus hábitos de estudio y de alimentación, en su organización del tiempo para el estudio y el descanso, y en los diversos estados emocionales a los que la educación virtual [los] había empujado”. 

Los resultados permiten un acercamiento inicial a los problemas que afectaron y siguen afectando a los estudiantes universitarios en su potencial de aprendizaje y desempeño académico. Así, los niveles de motivación por el estudio son muy bajos. El 56% de los  encuestados presentó “sensación de fatiga o poca energía, dolor de espalda, dificultad para dormir y dolor de cabeza”. Asimismo, se encontró una disminución de sus hábitos de salud relacionados con la alimentación, el sueño y la actividad física. De igual modo, presentaron estrés (32%), ansiedad (39%) y depresión (39%). “Entre los participantes, el 19.1% ha pensado en el suicidio; el 6.3% ha planeado quitarse la vida”. 

Evidencias categóricas que la salud mental de los estudiantes encuestados se ha visto afectada. Con los resultados a la vista, es perentorio que cada universidad realice sus propias investigaciones para aproximarse al impacto socioemocional de la pandemia no solo en sus estudiantes sino también en los otros miembros de sus comunidades académicas como sus docentes y personal administrativo. Solo así se podrán diseñar e implementar políticas que lo mitiguen.

Ambas investigaciones bosquejan el escenario en el cual las universidades desarrollan sus actividades. Como se ha visto, los desafíos son enormes y se espera que sean vistos como oportunidades para seguir mejorando la calidad de la prestación del servicio educativo y teniendo muy presente el cuidado y bienestar de sus comunidades respectivas.  

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Hace más de 600 días que los niños, niñas y adolescentes (NNA) no asisten a las escuelas. ¿Al gobierno le interesa el impacto en su salud mental? ¿A los ministros de Educación y Salud les importa el aumento de consultas por depresión y ansiedad? Parece que la dimensión del problema no merece su atención. Parece que para las autoridades los NNA son “los nadies” (Eduardo Galeano dixit). 

Esos “nadies”, es bueno recordárselo, sufren las secuelas de la pandemia. El confinamiento y el aislamiento social han sido devastadores para ellos. Casi dos años sin clases presenciales les seguirán pasando factura en el mediano plazo. Con el regreso a clases semipresenciales, los docentes van constatando que los NNA presentan dificultades para retomar la rutina académica; y están tristes, irritables y desorientados. 

En un inicio, se asumió que los NNA se adaptarían con relativa facilidad a una situación difícil e inédita en su corta existencia. Sin embargo, no ha sido así. La manera en que la han enfrentado guarda correspondencia, entre otras variables, con su edad. Los adolescentes han sido los que la han pasado peor. Como se sabe, durante la adolescencia, desarrollan una mayor comprensión de sus emociones y las de los demás; y, por lo tanto, son más sensibles al dolor y el sufrimiento de los otros. A la ansiedad y depresión sufridas por ellos se suman los problemas de sueño, la inseguridad, los trastornos en su alimentación, la desorientación y la angustia por el futuro. 

Sin la escuela por casi veinte meses, las posibilidades de los adolescentes de relacionarse con sus pares se reducen dramáticamente. Se les ha privado de estar con sus amigos, quienes los acogen y ayudan; con los cuales comparten experiencias y se sienten comprendidos; y son importantes para su desarrollo. ¿En razón a que se evita que se vuelan a encontrar? ¿Qué hacer señor ministro de Educación al respecto? En el corto plazo, universalizar el regreso a clases de manera presencial con todas las medidas de bioseguridad necesarias. Asimismo, elaborar un diagnóstico de los aprendizajes y salud mental de NNA a nivel nacional, regional y provincial; y formular planes que permitan mitigar los efectos de la pandemia. El gobierno tiene la palabra.         

 

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Las medidas implementadas por el Estado como el confinamiento, el distanciamiento social, las restricciones a la movilidad, las limitaciones para reuniones, la paralización de actividades y el cierre instituciones educativas para contrarrestar la pandemia provocaron cambios radicales en la rutina de millones de personas. El impacto en su salud mental aún no se conoce con exactitud. Menos en la de niñas, niños y adolescentes. 

El cierre de las instituciones educativas primarias y secundarias implicó que ellos no tuvieron acceso a educación, no interactuaron con sus pares y sus docentes, no jugaran, ni practicaran algún deporte, entre otras actividades. ¿Cómo los afecta? ¿se adaptan mejor que los adultos? ¿cómo lo enfrentan hoy en día? ¿cuán resilientes son? 

En ese sentido, es de crucial importancia investigar el impacto emocional de la pandemia en las niñas, niños y adolescentes. Hasta el momento, se han realizado pocas investigaciones desde la academia. Por eso mismo, es loable el esfuerzo llevado a cabo por el Ministerio de Salud y Unicef por conocer la situación de aquellos en el país. Sus hallazgos son muy preocupantes. “Los resultados del estudio visibilizan la afectación de la salud mental en el contexto de la pandemia por la COVID-19 en las niñas, niños y adolescentes, así como de sus cuidadores. Otros estudios refieren que la pandemia es un factor de riesgo para el incremento de la incidencia de problemas de salud mental y exacerbación de quienes tenían dificultades pre existentes”. 

Hace pocos días, Unicef presentó su Estado Mundial de la Infancia, “En mi mente, promover, proteger y cuidar la salud mental de la infancia”. Según el documento, 5 de cada 10 adolescentes de 10 a 19 años padecen ansiedad y depresión en América Latina. Asimismo, 16 de cada 100 jóvenes entre 15 y 24 años “se sienten deprimidos o tienen poco interés en realizar alguna actividad” en el Perú. Niñas, niños y adolescentes que demandan atención del Estado mediante una política pública ad hoc que mitigue la situación descrita. En su formulación el uso de evidencia es imprescindible. Como se conoce, en no pocos casos, el diseño de alguna política pública no toma en cuenta la evidencia producida. Razón por la cual, la generación y el empleo de la misma sigue siendo un desafío en la gestión pública. 

Desafío que puede ser compartido con las universidades públicas y privadas. Se entiende que, luego de su licenciamiento, están en condiciones de realizar investigaciones sistemáticas y  rigurosas. Ellas cuentan con investigadores, recursos y experiencia. Por eso mismo, no les sería difícil investigar el impacto de la pandemia en la salud mental de las niñas, niños y adolescentes. O documentar las buenas prácticas de los 203 centros de salud mental comunitaria ubicados en el territorio nacional.  Modelo de atención comunitaria a la salud mental destacado en el Estado Mundial de la Infancia. Quizás por ello la primera ministra Mirtha Vásquez, durante su presentación del Congreso, afirmó lo siguiente: “implementaremos 300 nuevos centros de salud mental comunitaria y el fortalecimiento de los 203 ya existentes con profesionales para el cuidado prioritario de la salud mental de niñas, niños y adolescentes y de mujeres sobrevivientes de violencia”.

El Estado debe convocar a las universidades para desarrollar una agenda de investigación en salud mental. Es de esperar que de tal encuentro el diseño e implementación de una política pública que mitigue el impacto de la pandemia en la salud mental de los niños, niñas y adolescentes gane en efectividad y eficacia. Los tiempos apremian y la mejora de su salud mental es una condición imprescindible para su bienestar y desarrollo integral.  

 

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Hace unos años falleció un amigo muy querido. Luego de velarlo, lo cremaron como él lo había deseado. Una semana después, sus padres, sus familiares y sus amigos más cercanos nos congregamos en la playa donde corría olas desde que era adolescente. Camino a la orilla, lo recordamos y compartimos anécdotas suyas. Una vez frente al mar, su pareja, quien portaba sus cenizas, agradeció que los acompañáramos y que estuviéramos juntos para despedirlo. Luego, otros amigos músicos empezaron a tocar unos alegres carnavalitos ayacuchanos. Ella se introdujo al mar, abrió el cofre y esparció sus cenizas lentamente. Momento durante el cual nos abrazamos y lloramos.  

Lo relatado sucedió mucho antes de la pandemia por la Covid 19. Circunstancia que permitió que se le acompañara durante su enfermedad y sus familiares estuvieran presentes cuando murió. Además, que la tristeza y el dolor por su fallecimiento no fueran asumidas en soledad por sus seres queridos; y que, durante su velorio, se expresara y compartiera sentimientos de dolor, afecto, congoja y solidaridad entre todos. En suma, se transitó un duelo normal. 

Si hubiera fallecido ahora, no hubiera sido posible velarlo y a su entierro hubieran asistido solo cinco de sus deudos siguiendo un estricto protocolo sanitario. Definitivamente, la pandemia y las medidas implementadas por el Estado para contrarrestarla han alterado las maneras en que se acompaña y asiste a las personas enfermas por la Covid 19 en trance de morir; y las formas de enterrarlas o cremarlas. Un trance inédito difícil de procesar y que causa a sus deudos mucho malestar psicológico. Este malestar aumenta debido a que, por las características de la evolución de la enfermedad, la muerte ocurre de manera rápida. Situación que no todos los dolientes están en condición de afrontar ni en capacidad de sobrellevar. 

Al día de hoy, no se sabe cuántos deudos han dejado los 195 mil muertos por la Covid19 ni cuál es el estado de su salud mental. Sin embargo, algunas cifras, recogidas en el “Plan de Salud Mental Perú. En el contexto Covid-19”, de julio de 2020, permiten conocer en parte la situación de la salud mental de los dolientes como de los que no lo son. Así, el 28.5% de todos los encuestados refirieron presentar sintomatología depresiva. De ese total, “el 41% presentaron sintomatología asociada a depresión moderada a severa y el 12.8% refirió ideación suicida. Las mujeres reportaron sintomatología depresiva en el 30.8% y en los hombres el 23.4%. El grupo etario con mayor afectación depresiva fue el de 18-24 años”.  

Al respecto, es oportuno preguntarse si los deudos, en particular, cuentan con espacios de atención y de cuidado ya sea en el ámbito familiar o en el comunitario. Difícil saberlo. En ese sentido, al Estado le corresponde elaborar e implementar una política pública en relación con el duelo. Es un desafío colosal. En América Latina, hay algunos avances en esa perspectiva. En julio de 2020,  la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en la Resolución 4/2020, planteó unas “Directrices Interamericanas sobre los Derechos Humanos de las personas con COVID-19” para contribuir “al enfrentamiento de la Pandemia y sus efectos para los derechos humanos en las Américas”. Mientras que en Argentina, los miembros de la Red de Cuidados, Derechos y Decisiones en el fin de la Vida de CONICET, en agosto de 2020, publicaron el documento “Muerte y duelo en el contexto de la pandemia por Covid19”. 

En él, se propone un conjunto de contribuciones para fortalecer “las políticas públicas en relación a los procesos de duelo”. Tales propuestas se refieren a las prácticas y rituales mortuorios en relación con el duelo como experiencia colectiva; al acompañamiento, asesoramiento y empoderamiento de la comunidad en relación al duelo; a la promoción de buenas prácticas de comunicación sobre las muertes en los discursos públicos; y a la atención de las dimensiones específicas del duelo como experiencia colectiva humanizada frente a la muerte en el contexto del Covid19 en el ámbito específico de las instituciones de salud. 

Por último, se señala que es necesario que “el Estado -en sus diferentes instancias jurisdiccionales- se involucre en acompañar el proceso de morir y el dolor de los deudos como experiencia colectiva humanizada frente a la muerte en el contexto de la COVID19. (…) es indispensable nombrar públicamente las muertes: individualizar sus biografías, poner en palabras el dolor por la pérdida, propiciar el proceso de memoria e involucrar en ello a la comunidad”. Una recomendación que nuestro Estado la puede adoptar sin ningún problema. Esperemos que así sea.   

 

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Juan Cadillo, Ministro de Educación, en la sesión del Consejo de Ministros del último 4 de agosto, compartió algunas “cifras de espanto” sobre su sector como consecuencia de la pandemia. ¿Acaso se refería a la cobertura de la educación a distancia brindada por las instituciones educativas públicas y privadas o al acceso a la misma de los niños, niñas y adolescentes en edad escolar? ¿Acaso a los resultados de la medición del desarrollo de habilidades de los estudiantes para conducir su aprendizaje de manera autónoma o a la pérdida de aprendizajes? Difícil saberlo. 

Sin embargo, algunas cifras, contenidas en el Plan de Emergencia del Sistema Educativo Peruano, de reciente emisión, ya no son de “espanto” sino de “terror”. Aquellas bosquejan apenas un escenario complejo e incierto de la Educación Básica en el país. Así, por ejemplo, poco más de 700 mil estudiantes de Educación Básica Regular y Educación Básica Especial, entre el 2019 y el 2020, interrumpieron sus estudios o estuvieron en riesgo de hacerlo. 2,4 millones de estudiantes, que equivale al 69% del total de estudiantes en el sector público, de 4° de primaria a 5° de secundaria no tienen computadora con internet. A ello se suma, la afectación socioemocional de niños, niñas y adolescentes.  

Datos importantes pero insuficientes para tener una aproximación mucho más certera de la actual situación de la educación nacional y de los efectos de la pérdida de clases presenciales. En ese sentido, algunas estimaciones hechas por el Banco Mundial, en relación con tales efectos, son devastadoras. Así, para el caso peruano, señala que, luego del cierre de escuelas y colegios de 13 meses, “la proporción de estudiantes por debajo del nivel mínimo de rendimiento en la prueba PISA podría aumentar en por lo menos 22 puntos porcentuales”. Es más, ello implicaría que “los resultados nacionales de PISA en comprensión lectora serían inferiores a los obtenidos en PISA 2012”. O, para el caso chileno, en un escenario de cierre de escuelas y colegios durante todo un año académico, la pérdida de aprendizajes oscilaría de un 64% a un 95% dependiendo del quintil de ingresos. Es decir, los más pobres perderían más aprendizajes que aquellos que se encontrarían en mejores condiciones económicas. 

No tenemos investigaciones que permitan saber con meridiana claridad cuánto han perdido de aprendizajes los estudiantes durante el 2020 y el 2021. Tampoco conocemos, bajo las excepcionales circunstancias que les ha tocado vivir, cuánto han logrado en aprendizajes en el mismo lapso de tiempo. Ahora, que los niños, niñas y adolescentes han vuelto a clases semipresenciales, en más de 6,000 colegios públicos y privados y en varias regiones, es posible llevarlas a cabo. En las cuales, merecería una particular atención la evaluación de la  situación socioemocional de los niños, niñas y adolescentes. Los hallazgos encontrados permitirían, es lo esperable, diseñar medidas que mitiguen, en el corto plazo, los efectos de la pérdida de aprendizajes y el impacto a nivel socioemocional padecido por los estudiantes;   y saber, en buena cuenta, qué es lo que está pasando y cuáles han sido sus consecuencias. La tarea está en manos del gobierno. Hacerla o no hacerla será un indicador de la importancia que le confiere a la misma.     

 

 

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