[EL DEDO EN LA LLAGA] El País de Nunca Jamás, descrito por primera vez en la novela fantástica “Peter Pan” (1904) del escritor escocés J.M. Barrie (1860-1937), es una isla de fantasía que simboliza el sueño sempiterno de la niñez: un lugar donde los niños (Peter Pan y los chiquillos que lo acompañan) disfrutan de su infancia, rechazan crecer y llegar a ser adultos y sólo quieren ser simplemente niños, sin reglas impuestas ni responsabilidades, dedicándose a jugar y a tener felices aventuras en un mundo habitado por piratas, indios, sirenas y hadas. En fin, ser niños —o “niños perdidos”, como se les describe en la novela, pero sin infancias robadas— en estado de inocencia y ajenos al sufrimiento y a la muerte. La historia de Peter Pan maravilló a varias generaciones gracias a que fue llevada a la pantalla por primera vez en 1924 bajo la dirección de Herbert Brenon —cuando el cine aún era mudo—, y después en 1953 en una popular versión de dibujos animados de la factoría de Walt Disney.
Hechos recientes nos hablan de que ese País de Nunca Jamás nunca será una ilusión de esperanza para miles de niños, ni siquiera en sus sueños y fantasías infantiles. Pues los derechos de los niños han sido pisoteados ayer y hoy por instituciones que los debían proteger, y han sido violentados en regiones con conflictos armados. Y todo esto sigue ocurriendo actualmente y no tiene cuándo acabar.
Uno de estos hechos recientes queda reflejado en el documento “Una respuesta necesaria: Informe sobre los abusos sexuales en el ámbito de la Iglesia católica y el papel de los poderes públicos” publicado en España a fines de octubre por Ángel Gabilondo, el Defensor del Pueblo. Teniendo como una de sus fuentes de información una encuesta realizada sobre la base de entrevistas con más de 8,000 personas, se hace una proyección estadística que da como resultado que por lo menos 440,000 españoles han sido víctimas de abuso sexual en el ámbito eclesiástico, ya sea por un sacerdote, un religioso o una persona vinculada a la Iglesia católica. Se sobreentiende que la mayoría de estos abusos ocurrieron cuando los afectados eran menores de edad.
El abuso sexual en la infancia deja heridas traumáticas en la psique de las personas afectadas, deja un reguero de destrucción interior en sus años de infancia y juventud, e incluso después, no permitiéndoles desenvolverse en consonancia con esas etapas de la vida, pues los esfuerzos de las víctimas están orientados a sobrevivir a ese trauma, y algunas ni siquiera lo logran.
Esto lo dice pone diáfanamente en negro sobre blanco el informe de Gabilondo:
«Una de las consecuencias más graves del abuso sexual es el suicidio. Las personas que han sufrido abusos sexuales en la infancia tienen el doble de probabilidades de llegar a suicidarse. Esta grave consecuencia de la violencia sexual en la infancia ha sido constatada mediante rigurosos estudios de revisión. A través de las entrevistas se ha visto que, de todas las personas que manifestaron haber sufrido alguna consecuencia a raíz del abuso, una de cada tres víctimas conocidas mediante testimonios indirecto había llevado a cabo conductas suicidas, en comparación con un 11,97 % de las víctimas que prestaron su testimonio directamente. Seis testimonios aportaron información sobre personas que se habían suicidado».
Además de que también existen víctimas adultas de abuso sexual, el conjunto de las víctimas se amplía si se considera a los familiares de aquellos que han sufrido abuso:
«Existen dos maneras de entender el término superviviente. Por un lado, puede referirse a las personas que han sobrevivido a sus propios intentos de suicidio y, por otro lado, a las que han perdido a un ser querido debido al suicidio. En este apartado se incluyeron los testimonios de familiares y amigos de víctimas de abuso sexual eclesiástico que han muerto por suicidio, así como también relatos de víctimas que han intentado quitarse la vida, pero han sobrevivido».
El abuso sexual en la Iglesia católica adquiere las dimensiones de una masacre, donde si los niños afectados no pierden la vida posteriormente a causa de las consecuencias del abuso, sus vidas quedan truncadas de una u otra manera. Como señala un testimonio citado en el informe, «es como una inyección de veneno que entra dentro de tu cuerpo y nunca vuelve a salir».
El cardenal Juan José Omella, presidente de la Conferencia Episcopal Española, ha negado los datos sobre la cantidad de víctimas de abuso sexual eclesiástico, declarando que «no corresponden a la verdad ni representan al conjunto de sacerdotes y religiosos que trabajan lealmente y con entrega de su vida al servicio del Reino». Y añade que «si hacemos el cálculo matemático, todos estaríamos involucrados en los casos de abusos». Pues precisamente eso que él considera una conclusión absurda es lo que más se acercaría la verdad. Pues a los abusadores habría que añadir a los encubridores, a los que guardan silencio, a los que hacen la vista gorda, a los que no quieren enterarse de lo que ha ocurrido para no cuestionar su imagen de una Iglesia “santa” por definición pero no en la realidad, y de este modo obtendríamos el cuadro completo: casi todos en la Iglesia estarían involucrados, por angas o por mangas, en los abusos sexuales perpetrados contra menores.
Por eso mismo hay esfuerzos de abogados y representantes de las víctimas para que se reconozca a nivel internacional el abuso sexual en la Iglesia católica, sobre todo si es efectuado de manera masiva y sistemática —según van revelando los estudios e informes que se han hecho en diferentes países— como un crimen de lesa humanidad, asimilable a la tortura y susceptible de ser denunciado en tribunales internacionales.
Pero lo que nos aleja irremediablemente del País de Nunca Jamás es la masacre genocida que esta perpetrando Israel contra los palestinos en la Franja de Gaza, habiendo sido asesinados más de 3,000 niños en el lapso de poco más de tres semanas. Un horror inconcebible que remueve las entrañas de aquellos que todavía no han claudicado de su humanidad. Ya años antes había ocurrido lo inimaginable en septiembre de 2004 y se había cruzado una línea roja cuando en Beslan (Osetia del Norte, Rusia) la toma de rehenes en un colegio por parte de un contingente de 30 terroristas islamistas terminó con un saldo 186 niños muertos de un total de 334 muertos y más de 700 heridos. Matar a niños porque sí, niños que recién se asomaban a la vida y no tenían ninguna culpa de lo ocurrido, que estaban asistiendo al inicio del nuevo año escolar, dejó heridas en el corazón de quienes nos enteramos de la noticia y un trauma permanente en un pequeño poblado de más de 30,000 habitantes. Aunque ya habían ocurrido matanzas de niños en el pasado, como sucedió durante el Holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial, esta vez se volvía a romper un tabú y ocurría lo que jamás debería ocurrir.
Paradójicamente, el perpetrador de las actuales matanzas de niños en Gaza es un país donde viven los descendientes del Holocausto, esa masacre de dimensiones industriales, brutal e irracional, de tiempos pasados. Un país con un gobierno ultraderechista —como lo fue el gobierno de Adolf Hitler— que pretende justificar las atrocidades que está cometiendo sobre la base de las atrocidades que un grupo terrorista cometió contra más de 1,400 israelíes en un sólo día, obviando que al terrorismo no se le puede combatir con acciones terroristas.
«Gaza se está convirtiendo en un cementerio de niños», ha declarado recientemente James Elder, vocero del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF). Y para que esto se detenga, es necesario que se cumplan varios nuncajamases.
Nunca jamás deberían pagar los niños por los crímenes cometidos por organizaciones terroristas y gobiernos.
Nunca jamás deberían los niños estar sometidos a los vaivenes de las guerras y los conflictos armados, expuestos a ser asesinados o heridos mientras están sus casas, salen a la calle, asisten a la escuela o son atendidos en hospitales.
Nunca jamás deberían los niños ser testigos de la absurda muerte de sus progenitores, hermanos o parientes, que constituían su refugio y protección, su ámbito familiar.
Nunca jamás debería haber un Hamás, ni nunca jamás deberían darse hechos como los que ocasionaron el surgimiento de Hamás.
Nunca jamás deberían haber cómplices o testigos de piedra que llamen legítima defensa a lo que podría ser contemplado como un atroz genocidio, el de mayores proporciones en lo que va del siglo XXI.
Y de esta manera quizás los niños puedan volver a soñar algún día con el País de Nunca Jamás.