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Es totalmente nuevo en la política, está inscrito en Avanza País, la dirigencia lo llama insistentemente para convencerlo de que se lance. Puede ser el outsider de esta elección del 2026. Hablamos de Jean Ferrari.

Ferrari se ha convertido en una figura de renacimiento y esperanza. Su papel en el rescate de Universitario de Deportes, como administrador de uno de los clubes más legendarios del país y el más popular, no solo lo ha convertido en una de las estrellas más brillantes del mundo deportivo; también le ha permitido emerger como un candidato externo en las elecciones del 2026.

Y en un país donde la política está plagada de la mancha de corrupción y desilusión, la figura de Ferrari podría ofrecer un soplo de aire fresco, un cambio radical en un sistema ansioso de renovación.

El camino para Ferrari no ha sido fácil. Su liderazgo en la batalla contra la bancarrota del club ha exigido no solo maniobras astutas, sino un profundo vínculo emocional con los aficionados, quienes ven en él a un salvador. Esta conexión, forjada en el fuego de la pasión futbolística, podría ser lo que lo impulse hacia la política. Y en un clima donde los ciudadanos buscan individuos genuinos que hablen desde la experiencia y la dedicación, Ferrari podría ser quien represente la esperanza de un nuevo Perú.

Claro está, el desafío es abrumador. La política, con sus laberintos y trampas, no perdona a los ingenuos. Ferrari tendrá que abrirse camino a través de las aguas turbulentas de un electorado desconfiado que ha visto demasiadas mentiras y demasiados líderes traicionar la confianza del pueblo. Si tendrá éxito, dependerá de cuán efectivamente pueda convertir la pasión que ha llevado al juego de fútbol en un proyecto político coherente y convincente.

El futuro de Ferrari en la política puede entenderse tanto como una ambición personal como un deseo sincero de servir a los mejores intereses de su país. Si puede presentar de manera plausible una nueva visión y un mensaje que resuene en los corazones de los peruanos, podría ser una luz en el oscuro océano de la política. El final aún está por revelarse, pero el próximo capítulo seguramente podría centrarse en Jean Ferrari como principal protagonista.

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Ferrari, Sudaca, Sudaka

La pena de muerte, tan ventilada estos días por la presidenta Boluarte, lejos de ser una solución efectiva para los problemas de inseguridad que aquejan a nuestras sociedades, se revela como una trampa moral y una falacia disuasoria.

A menudo se argumenta que el miedo a la ejecución puede frenar el crimen, pero la realidad nos dice otra cosa. En Estados Unidos, donde la pena capital sigue vigente en varios estados, las estadísticas de criminalidad no muestran una disminución clara (menos criminalidad hay en estados que no la consideran). Los delincuentes, impulsados por la desesperación o el impulso, no contemplan la posibilidad de una condena final en el momento de cometer sus actos.

El enfoque debe ser trasladado hacia la prevención y la rehabilitación, y los resultados serán claramente positivos: las tasas de crimen disminuirán. Por lo demás, más disuasorio es constatar que un delincuente va a ser capturado y procesado, no la magnitud de la pena, sin contar que el sistema de justicia peruano es absolutamente falible. Si un delincuente sabe que va a ser detenido y apresado, se inhibirá mucho más de cometer un delito que si cree que le inaplicarán una sanción máxima.

Con la pena de muerte se opta por una respuesta simplista y brutal que perpetúa un ciclo de violencia. Este enfoque erosiona la confianza en un sistema judicial que debería ser, ante todo, un pilar de la civilización.

En última instancia, lo que necesitamos es un sistema que garantice que no habrá impunidad. Lo que alienta al delito -reiteramos- es la seguridad de que la justicia no caerá encima del delincuente, sin importar la pena que se le imponga, como sucede hoy en el Perú.

Se trata de una falaz cortina de humo lanzada por la primera mandataria, para distraernos de las reales causas del aumento delincuencial en el país, como es la incompetencia absoluta del ministro del Interior y del sistema de justicia.

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cortina de humo, Juan Carlos Tafur, Sudaca, Sudaka

La inseguridad ciudadana se erige como un fenómeno que trasciende la mera estadística delictiva y se adentra en las profundidades de la convivencia social y la salud democrática de un país. Al deteriorar el contrato social, la inseguridad no solo afecta la calidad de vida de los ciudadanos, sino que socava la confianza en las instituciones.

Esta fractura genera un caldo de cultivo propicio para que surjan discursos autoritarios que prometen soluciones rápidas y efectivas a problemas complejos, apelando a la desesperación de un electorado ansioso por la seguridad.

En este contexto, las elecciones del 2026 podrían convertirse en un escenario de polarización extrema. La inseguridad, al debilitar la percepción de un Estado de derecho robusto, puede favorecer a candidatos que se presentan como salvadores, aunque sus propuestas carezcan de un fundamento democrático sólido.

La tentación de abrazar medidas drásticas o populistas puede llevar a la ciudadanía a ceder libertades a cambio de promesas de orden y control, lo que resulta en una erosión gradual de los principios democráticos.

La retórica de estos candidatos, a menudo antisistema, se alimenta del miedo y la desconfianza en el statu quo. En lugar de fomentar el debate constructivo y la participación ciudadana, se promueve un clima de confrontación y división. La democracia, que debería ser el espacio para la deliberación y el consenso, se convierte en un campo de batalla donde la seguridad se prioriza sobre la libertad.

Así, el impacto de la inseguridad ciudadana en la democracia es profundo y multifacético. La fragilidad del contrato social se traduce en una mayor vulnerabilidad ante discursos que prometen soluciones simplistas, pero que en última instancia amenazan con desmantelar los cimientos democráticos.

Las elecciones del 2026 podrían ser un punto de inflexión, donde la elección no solo defina un rumbo político, sino que determine la capacidad de la sociedad para reconstruir su tejido social y recuperar la confianza en sus instituciones.

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asaltos, inseguridad ciudadana, Robos, Sudaca, Sudaka

La situación política en nuestro país ha alcanzado un punto crítico, y la figura del ministro del Interior, Juan José Santivañez, se ha convertido en un símbolo de ineficacia y desconfianza. Su gestión ha estado marcada por una serie de decisiones cuestionables y múltiples denuncias fiscales en su contra, que han generado descontento tanto en la ciudadanía como en diversos sectores de la sociedad. Es imperativo que la presidenta tome acciones decisivas y considere su salida.

En primer lugar, la creciente ola de criminalidad que azota nuestras calles es innegable, como se ha apreciado con brutal crudeza este fin de semana. La falta de una estrategia clara para enfrentar el crimen organizado y la inseguridad ha dejado a la población en un estado de vulnerabilidad. Santivañez ha demostrado incapacidad para implementar medidas efectivas que garanticen la seguridad de los ciudadanos. La confianza en la policía se ha visto erosionada, y esto se traduce en un clima de miedo y desasosiego.

Si bien su relación con la policía no ha sido tensa, el ministro ha fallado en motivar y proporcionar el respaldo necesario para que las fuerzas del orden operen de manera efectiva. Es fundamental que los policías se sientan apoyados y valorados en su labor, y esto no se ha logrado plenamente bajo su liderazgo.

Además, las múltiples denuncias fiscales en su contra han añadido un manto de sospecha sobre su gestión. Estas acusaciones no solo comprometen su credibilidad, sino que también afectan la percepción pública sobre la integridad del Ministerio del Interior. La falta de una respuesta contundente ante estas denuncias ha alimentado la percepción de que se encuentra desconectado de la realidad que enfrenta el país.

En conclusión, la salida de Juan José Santivañez no solo es necesaria, sino urgente. El país necesita un líder que asuma el reto de la seguridad con determinación y visión. Solo así podremos comenzar a reconstruir la confianza en nuestras instituciones y garantizar un futuro más seguro para todos.

El gobierno parece empeñado en resguardarlo (ello se deduce del mensaje anoche del Premier). Comete un grave error, que podría ocasionar una crisis política que termine llevándose de encuentro ya no solo al titular del Interior sino al gabinete.

El Congreso sigue, impertérrito, en su avance contra la sociedad civil, sin medir las consecuencias antidemocráticas que tal proceder contiene.

La ley de supervisión de las ONG, so pretexto de fiscalizar el destino financiero de dineros recibidos por cooperación internacional (lo cual está bien, porque hay más de un avivato que se aprovecha de la condición legal de las ONG para lucrar en beneficio propio), impone una serie de restricciones que abiertamente atentan contra el libre funcionamiento de organizaciones de defensa ambiental o de derechos humanos, que si no hicieran estas ONG no haría nadie.

Los excesos cometidos por algunas ONG no pueden invalidar el valioso trabajo que la mayoría de ellas realiza en beneficio de la sociedad peruana. Y la ley aprobada en el Congreso busca maniatarlas y las amenaza con multas y cierres de acuerdo al arbitrario criterio subjetivo de la autoridad de la APCI.

Al mismo tiempo, entre gallos y medianoche, el Congreso ha modificado el código penal en la concerniente al delito de difamación, en lo que constituye una grave amenaza contra el ejercicio de la libertad de prensa. Ya ese tema está más que regulado y no hacía falta modificarlo, pero el Congreso busca maniatar el ejercicio periodístico, labor fundamental también de la sociedad civil.

Ya la Sociedad Interamericana de Prensa había advertido el grave deterioro de las libertades informativas en el Perú. Hoy le deberá sumar una ley a todas luces antiliberal y retardataria, que solo busca socavar la labor profesional de la prensa libre.

Parece que el Congreso solo quisiese que hubiera poderes públicos y que el sector privado se constriñera a empresas individuales sin capacidad de cohesión o acción sobre temas que al Estado le son irritantes (como la defensa de los derechos humanos o la libertad de prensa).

Una desgracia es el Congreso actual. No lo detiene nadie en este avance autoritario y deberá ser tarea del próximo Parlamento -ojalá- desmontar el tinglado de normas intrusivas y violatorias del Estado de Derecho democráticoque perpetra el actual Legislativo.

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Congreso, Libertad de prensa, Sudaca, Sudaka

Que en diversas encuestas aparezcan como potenciales buenos candidatos Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga, Martín Vizcarra, Francisco Sagasti, Carlos Álvarez, Antauro Humala o el propio Pedro Castillo, indica el grado de incertidumbre que pesa sobre la venidera campaña electoral.

Si a ello le sumamos la eventualidad de que surja a última hora un candidato antisistema, nuevo, sorpresivo e imprevisible, se entenderá que nada está dicho sobre la contienda en ciernes y que habrá que estar preparado para un sube y baja descollante, pocas veces visto en la historia política peruana, más aún si hablamos de una elección en la que ya hay inscritos más de cuarenta partidos.

Este desquicie político tiene mucho que ver, sin duda, con la informalidad del Perú, no solo en lo concerniente a la particular anomia política de los informales sino por la participación oscura de mafias económicas en el financiamiento de candidatos, que trastoca por completo el normal devenir de una campaña.

Pero se explica también por la falta de consistencia política de los candidatos peruanos, que deciden aparecer a última hora, generando ellos mismos, las condiciones para que la volatilidad electoral crezca y termine produciendo un escenario de impredecible final.

El mejor símbolo del psicótico panorama político electoral es el papelón literal de la cédula de votación con la que nos acercaremos a las urnas. Expresa mejor que nada, el grado de deterioro de los partidos políticos peruanos, la descomposición socioelectoral del país y la profunda crisis institucional a la que nos ha conducido una transición post Fujimori fallida y la explosión de todos esos males con el advenimiento de gobernantes como Pedro Castillo, en primerísimo lugar, y luego Dina Boluarte y su imbatible mediocridad.

A prepararnos para una elección inédita, a pesar de ser, quizás, la más importante de los últimos decenios, con las encuestas como simples puntos de referencia anecdótica, con sorpresas a la vuelta de la esquina, con candidatos que aparecerán y desaparecerán de una semana a otra, con resultados ajustados y una segunda vuelta que nadie se esperará. Esa es la lamentable cifra del destino político que nos ha tocado en suerte en los tiempos del bicentenario republicano. Tremenda paradoja y desilusión.

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Campaña electoral, Sudaca, Sudaka

La torpeza geopolítica de Trump lo único que va a lograr -contra sus propósitos- es fortalecer a China en el mapa del poder global. Ya la potencia oriental se acerca a los Estados Unidos y simplemente es cuestión de tiempo para que la alcance, fruto del abandono de Washington de los cánones del capitalismo democrático. Con Trump, ese acercamiento se va a acelerar.

Ya China le ha respondido con aspereza inhabitual a los actos de matonería trumpista y se prevé que no se va a dejar pisar el poncho ante la arremetida destructiva del inquilino de la Casa Blanca.

La guerra comercial la va a ganar China. Tiene más que ganar que perder en esa escalada proteccionista lanzada por un antiliberal Trump. Y lo más probable es que bloques tradicionalmente cercanos a los Estados Unidos, como la Unión Europea, empiecen a mirar a China como socio comercial más relevante e, inclusive, militar.

En general, lo que va a lograr Trump es eso, darle mayor predominancia a China en el orbe. Inclusive, Latinoamérica, que ya tiene vínculos sólidos con Beijing, se verá compelida a reforzarlos ante el maltrato norteamericano.

Estados Unidos estaba llamado a reconstruirse, pero en base a un reencuentro con su larga tradición liberal, no con el oscurantismo político y económico que la oligarquía tecnocrática, boyante en dólares pero carente de ideas políticas inteligentes, parece servirle de guía al gobernante republicano.

Cinco años de oscurantismo económico y político le esperan a los Estados Unidos, con la propia democracia liberal puesta a prueba por los arrebatos presidenciales, y en ese trance se va a llevar de encuentro el influjo global que como primera potencia democrática mundial le correspondía desempeñar.

 

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Sudaca, Sudaka, Trump

Si alguna contribución política puede dejar en alto el actual gobierno de Dina Boluarte sería quitarlespiso a las bases socioelectorales de la izquierda radical que amenazan con ser protagonistas en el proceso del 2026.

Ello consiste básicamente en disponer inversiones públicas importantes en el sur andino, base socialdel radicalismo antisistema del que abrevan los candidatos más beligerantes de la izquierda.

Es casi imposible que Boluarte recupere niveles de aprobación en dichas zonas, sobre todo luego de la brutal represión ocurrida en los primeros días de su mandato y que no ha merecido una conducta de reconciliación sensata e inteligente, pero más allá de su narrativa o su particular situación, que el gobierno ejecute obras de infraestructura que mejoren el nivel de vida de los ciudadanos de esa gran zona electoral del país podría surtir efecto indirecto.

El sur andino representa más o menos el 25% del electorado nacional y si vota, como todo lo hace prever, como lo hizo en la segunda vuelta del 2021, allí nomás ya los radicales tienen asegurado un 16% de la votación nacional, que traducido en votos válidos supera la cifra del 20%. Si le agregamos el resto de las zonas andinas y las zonas pobres de otras regiones del país, cabe asumir como factible la hipótesis de una segunda vuelta entre dos candidatos radicales de izquierda. La sumatoria de votos les alcanzaría.

Esa posibilidad sería un suicidio nacional y nos condenaría no solo a décadas de atraso económico sino eventualmente al camino de un autoritarismo sin retorno, a lo Venezuela o Nicaragua. A toda costa, el país debe movilizarse para impedir que algo semejante ocurra y el gobierno tiene, en ese sentido, gran capacidad y responsabilidad en ayudar a lograrlo. Un plan bien diseñado y con inteligencia social puede contribuir a ello y sería, de por sí, un gran legado político del régimen.

Hace bien el gobierno en retomar los esfuerzos del Consejo para la reforma del sistema de justicia -como ha anunciado el ministro de Justicia, Eduardo Arana-, para refundar tanto el Poder Judicial como el Ministerio Público, hoy gravemente afectados por la infiltración izquierdista que ha politizado su quehacer a extremos delirantes.

Hace bien, decimos, porque, tal cual se plantea la reforma, no se hace al manazo, desde afuera -como se temía-, sino que involucra a los propios actores, por más que aparentemente se muestren reacios a hacerlo (ni Delia Espinoza ni Janet Tello parecen empeñadas en ese propósito). No hay reforma orgánica y viable posible que no involucre a los propios ficales y jueces en el proceso.

Debe acabar de una vez por todas la politización escandalosa de ambos poderes del Estado, producto de una larga y meditada cooptación diseñada por controlar estamentos de poder que electoralmente la izquierda nunca ha conseguido, pero que subrepticiamente ha ido labrando, con la complicidad indolente del resto de la sociedad civil que no miraba con atención lo que se venía produciendo.

Como resultado de ello, hemos visto persecuciones políticas al amparo de la labor fiscal, venganzas menudas, corrupción soslayada, protección teledirigida a los allegados o afines, etc., bajo el influjo de organismos externos que se excedieron en sus atribuciones y actuaron de operadores políticos del resultado obtenido.

Ello debe acabar. No se trata de reemplazar una casta por otra, por cierto, sino de establecer instituciones meritocráticas sin que importe el color de la camiseta del magistrado en carrera. Parte de este proceso supondría acabar de una por todas también con la alta tasa de provisionalidad que afecta tanto al Poder Judicial como el Ministerio Público y siendo partícipe del Consejo el Congreso, disponer las partidas presupuestales para lograr ese cometido.

Reestablecer la democracia plena -tarea que el gobierno entrante debe acometer como prioridad- pasa por reconstruir una Fiscalía y un Poder Judicial afectados por la politización y la corrupción, problemas que no se solucionan con arreglos cosméticos sino con una profunda cirugía institucional.

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