Con su torpeza habitual, el Congreso de la República ha dado su primer voto de aprobación a una ley -la 7549/2023-CR- que —si el decoro no lo impide— se unirá a la triste galería de la infamia: amnistía para soldados, policías y miembros de grupos de autodefensa que combatieron el terrorismo entre 1980 y 2000. La justificación: “reconciliación nacional”. El objetivo real: impunidad.
¿Puede la democracia ofrecer amnistía por los crímenes que la mancharon? ¿Puede una república soportar que personas que, vistiendo su uniforme, estuvieron detrás de masacres, desapariciones forzadas, tortura, violación sistemática de los derechos humanos, queden impunes sin juicio? Lo que incluso el más esclerótico fujimorismo no se atreve a decir —que la barbarie era necesaria— lo ha aprobado con votos y cinismo.
Esto no significa que no hubiera heroísmo en la lucha contra Sendero Luminoso. Hubo. Pero también hubo horrores cometidos en nombre del orden —horrores que deben ser investigados, juzgados y castigados, no simplemente borrados con un acto grotesco de amnistía.
No llamaremos acto de justicia a esta ley, sí un retroceso en el progreso de la civilización. Es la legalidad del olvido, el olvido forzado de las mentiras y el triunfo de la violencia mucho después de que la ley fue pisoteada hasta la muerte. ¿Qué tienen que pensar los deudos de Accomarca, La Cantuta o Santa? ¿Daño colateral deseable por una causa moralmente justificada?
Un perdón que no es precedido por la verdad y que no involucra justicia es como escupir sobre las tumbas. Consagra la supremacía de los fusiles sobre la ley. Y, sobre todo, es una ofensa a esa democracia por la cual tanto se sacrificaron muchos en los días más oscuros del Perú.
Después no aleguen ignorancia. No se sorprendan si los juicios internacionales regresan para acecharnos con lo que intentamos enterrar bajo las leyes. La memoria, después de todo, no está, como la política, en venta a través de un trasiego de votos.