En todas las luchas políticas hay centristas como parte del contexto. Una vez más, no caben frente a la feroz asimetría de la realidad. No se puede, por ejemplo, hablar de respeto a las minorías en la discusión política sobre los derechos sexuales de la comunidad LGTB, porque en este caso la condición minoritaria no implica diferencia alguna en la calidad ciudadana, pues no hay mirada civilizatoria divergente. Aquí lo que ha habido es un abuso histórico contra todo lo humano que no sea heterosexual y heteronormativo, y por tanto lo único que corresponde al opinante público o actor político progresista es la denuncia y el compromiso con la causa igualitaria y liberadora. Tampoco se puede ser vanguardista en temas de sexualidad y al mismo de derecha económica pro-capitalista, salvo desinformación histórica y epistemológica. La familia hetero-patriarcal es funcional al capitalismo (servicios y cuidados gratuitos en casa, en favor de la mano de obra del sistema y su reproducción por medio de los hijos), y la ciencia moderna tiene este delirio de control sistémico y racionalización total de la realidad porque el mejor ideal del modelo industrial capitalista es la maquinización organizacional de la sociedad, para fines productivos y de acumulación. Se ve aquí, además, que la pulcra ciencia siempre aparece diciendo lo que conviene al orden económico reinante, y luego entra en razón muy lentamente.

Tags:

LGTB

 

Los primeros amagos en torno a las elecciones municipales de este año evidencian que, en pocos meses, empezará a discutirse sobre la actualidad y el futuro de Lima metropolitana, con los mismos equivocados ejes. En un mundo cada vez más transparente, es innegable que la capital retrocede en términos de bienestar y progreso, desde hace décadas. El problema, una vez más, se inicia el 18 de enero 1535, y se desborda a mediados del siglo XX, lo que las élites opinantes olvidan o desconocen porque la especialización contemporánea indica que quienes saben de ciudades son los urbanistas, y por tanto priman sus criterios en los espacios de divulgación y discusión. La profundización académica específica es indispensable y muy valiosa, pero puede ser una trampa para la observación política transformadora, que demanda complementar la focalización rigurosa con una mirada sistémica e histórica.

 

Más que a un desequilibrio socio-urbanístico, relativo los usos del suelo, al equipamiento arquitectónico e ingenieril de la ciudad y a su relación con el entorno natural y colectivo, el sino de Lima metropolitana está en su insostenibilidad económica de origen, bajo cuyo orden, una minoría urbana, céntrica y próspera vive del trabajo de los inmediatos contornos rurales, donde está la mayoría subordinada y subsistente. Con cambios sociales y legales inevitables, y con muchos más elementos en la composición, esta geografía económica se mantiene vigente. No solemos reparar en ella, pero estuvo y está ahí, e imposibilita todo camino de desarrollo material inclusivo, lo que impide la gobernabilidad metropolitana y nos empuja a mecánicas sociales y urbanísticas regresivas. Como todo lugar a donde llegaron los españoles desde el siglo XVI, Lima nació con un orden reticular (en base a cuadras) cuyo centro era un damero de instituciones centrales, plaza de armas y vivienda colonial exclusiva. Junto a ello estaba el Cercado (Barrios Altos) y San Lázaro (Rímac), que rápidamente se transformó en la zona pobre de Lima, y también en territorio de disputa contra originarios libres que habitaban los valles del río Rímac y se defendían contra el despojo. Alrededor de esta estructura central, cuya racionalidad es europea y renacentista, el esquema territorial incluye un cinturón de reducciones indígenas (emplazadas sobre valles expropiados), que eran agrupaciones de peruanos – traídos de la sierra o lugareños – que hacían de mano de obra barata para producir los alimentos, las ropas y los servicios de los españoles rentistas del centro. Sumado a ello, estaban sujetos a abusivos tributos por su condición indígena y vasalla, con cuyos montos se construía la mayor parte del presupuesto públicos virreinal.

 

Obviamente el discurso oficial de las reducciones era adoctrinador y civilizatorio, y pronto llegaron las parroquias y las autoridades oficiales a esta unidades políticas de peruanos sometidos, legales desde 1550. Como todo esquema productivo basado en el expolio y el asesinato cultural, este orden fue insostenible, debido al crecimiento poblacional de los españoles y a la resistencia de muchos campesinos, que se escondían o huían frente al peligro de someterse a una reducción. En consecuencia, las autoridades continuarán expropiando tierras, pero ahora las entregarán a colonos privilegiados, que crearán las primeras haciendas de la zona y traerán los primeros esclavos africanos al Perú. La Lima colonial vive de la explotación de sus alrededores rurales, divididos en cinco zonas, que hoy son Surco, Ate, Magdalena-Pueblo Libre, San Juan de Lurigancho y Carabayllo. Con el tiempo, estas áreas se van haciendo pueblos rurales que venden productos baratos al centro, desde sus haciendas, reducciones o pequeñas tierras campesinas que algunos peruanos han podido conservar. De este ambiente comercial y por fuerza menos represivo, surgen algunos indios peruanos y mestizos que, en base a capacidades y esfuerzos personales logran acumular un capital y “compran” algún tipo de ciudadanía en la república de españoles. Es claro que, poco a poco, todos los peruanos van queriendo ser europeos.

 

En el siglo XVII, el Cercado de Lima es rodeado por una muralla que deja bien claro quién es quién (lo que duró hasta finales del siglo XIX). Nada detiene el desequilibrio ecológico de entornos que vivían en diálogo con la naturaleza y no en búsqueda ciega de acumulación, por lo que pronto aparecerán problemas para el abastecimiento de agua. Los campesinos limeños libres siguen huyendo hacia las alturas en busca de libertad pre-hispánica, y van quedando sólo haciendas y pueblos de indios en las periferias de la Lima colonial. Con cambios en cuanto a la obligatoriedad y las figuras legales de la sujeción, e incorporando diferentes fuentes geográficas – nacionales e internacionales – para la provisión del centro, este esquema económico-territorial conformado por un centro exclusivo y  un cinturón rural de haciendas y campesinos pobres, se mantiene durante todo el siglo XIX, y llega hasta mediados del siglo XX. En ese momento, el modelo empieza a dirigirse al desborde, en el que seguimos hasta hoy.

 

Los empresarios limeños se quejaron de la escasez de mano de obra urbana desde 1821, pues la adversa geografía siempre les impidió tomar la sierra o traer masas campesinas a la fuerza, como ha sucedido en las industrializaciones del desarrollo. Con esta carencia justificaron su apuesta por la inversión rentista en vez de productiva, que terminó en especulación financiera bajo corrupción estatal. También con este lamento lograron que los diferentes gobiernos peruanos, desde el último cuarto del siglo XIX, apostaran por un esfuerzo de salud para el crecimiento demográfico y por una masiva occidentalización cultural vía escuela pública en las regiones, lo que se complementa con las narrativas de los medios masivos desde más o menos 1920. Primero la radio y luego la televisión. Este derrotero funcionó, así se ha hecho capitalismo del primer mundo (sumado a atropellos y despojos), pero a diferencia de aquel, aquí la ciudad no estaba mínimamente preparada para el masivo flujo migratorio de la sierra, que empezó en 1940. Lima estaba creciendo industrialmente, pero a una escala siempre menor y periférica, pese a que siempre ha sido la principal plaza económica peruana. Como es harto conocido, éste es el inicio del masivo auto-empleo micro-industrial o micro-comercial, y sobre todo micro-remunerativo. Y también el origen de la ocupación de las periferias de Lima por parte  de migrantes generalmente andinos, quienes hacen emerger una deriva urbana informal que termina en lo que conocemos como las Limas norte, sur y este, donde vive cerca del 75% de limeños (sin incluir al Callao en el total). Lima, que para entonces era lo que hoy es la zona centro de la metrópoli, pasó de tener 600 mil habitantes, en 1940, a tener 6.5 millones, en 1993. No existe Estado del subdesarrollo capaz de manejar, con políticas de vivienda, semejante explosión migratoria que necesariamente acabará sub-empleándose. Debe saberse que todas las metrópolis latinoamericanas han padecido procesos similares.

 

Se ha escrito que la causa central de la gran migración sierra-Lima fue la escasez de tierras por crecimiento poblacional, sumado a procesos políticos violentos debido a la acción guerrillera contraria a los abusos y la concentración terrateniente. Quizá lo segundo, pero lo primero es confusión cultural: la tierra serrana es de las más fecundas del mundo por su diversidad, y en la racionalidad andina lo que cuenta es la variedad de pisos ecológicos (alturas y climas) que se poseen, no las grandes extensiones, propias del extintivo monocultivo exportador, práctica de procedencia industrial-capitalista. En realidad, las causas principales de la huida hacia Lima fueron dos: el proyecto educativo nacional de nivel escolar, donde siempre se ha enseñado que lo rural es rezago y lo urbano-occidental es desarrollo, y el atractivo hipnótico de las narrativas mediáticas a partir de 1920, primeros radiales y luego televisivas. Pero el punto es que desde mediados del siglo XX se empieza a consolidar una nueva geografía centro-periférica, aunque esta vez los cinturones serán sub-urbanos, y estarán conformados por campesinos de la sierra que no vinieron a hacer labores agrícolas. De ello, y salvando porcentajes insignificantes, las periferias conformarán la mayoría laboral limeña de bajísima productividad y magros ingresos. Según INEI, el ingreso promedio de las nuevas limas es cerca de la mitad del de Lima Centro (1,280 vs 2,300). Sólo el 1.2% de limeños percibe un salario considerado alto, que supera los 2400. Únicamente el 4% de los 3 millones de hogares limeños pertenecen al sector socio-económico A y reciben 13,000 soles al mes. Asimismo, sólo el 26% de limeños tiene empleo adecuado, mientras el 13% está desocupado y todo el resto se sub-emplea en micro-empresas productivas o comerciales que no pasan de 10 trabajadores. La mitad de este grupo son unidades productivas de menos de 5 empleados, que quiebran a los pocos meses. La migración emprendedora y exitosa es un mito perverso que oculta las miserias de nuestro capitalismo subdesarrollado y concentrador de riqueza. En realidad, es una resiliencia subsistente y mayoritaria lo que tenemos. Se calcula que sólo el 20% de las empresas metropolitanas de Latinoamérica tienen algún tipo de interacción comercial con la alta productividad del mercado global, como importadores o exportadores. Sólo de ahí nacen los adecuados empleos regionales de la globalización económica.

 

Es esta pobreza productiva y de empleo de calidad, en la gran mayoría, lo que explica los grandes y conocidos problemas de Lima Metropolitana: tendencia al desborde demográfico y a la depredación del suelo natural, irracionalidad y primacía de intereses privados en los usos oficiales del suelo urbano, severos problemas de tráfico, inseguridad, insuficiente oferta de educación y salud, déficit de infraestructura, de espacios públicos y de calidad de viviendas (con alta informalidad y mafias), deterioro ambiental, estrés hídrico cada vez mayor, un débil tejido social-ciudadano, pobreza de recursos presupuestales y profesionales, y una muy ineficiente institucionalidad política. Todo distribuido según la geografía económica descrita arriba. El bienestar general de una unidad de gobierno de volumen metropolitano, cuya escala es la de un país, depende más que nada de su arreglo económico y del porcentaje de la población que está incluido en dicho esquema. No hay otro camino. De los tributos de esos empleos es que se construyen las ciudades en una policéntrica metrópoli, o de los préstamos exteriores que su volumen garantiza. Ningún gobierno metropolitano, ni nacional, es capaz de suplir con políticas sociales, servicios, e infraestructura urbana y productiva, los ingresos personales o familiares que da el trabajo remunerado con mínima suficiencia. Salvo teoría, se vive del trabajo propio, se crea colectivamente la riqueza necesaria y se contribuye al Estado para el bien común.

 

¿Puede hacer algo el gobierno de Lima contra esta realidad? No, porque no es ni parcialmente responsable de las políticas económicas de su territorio. Las funciones que le atribuye la ley de gobiernos regionales no incluyen política económica, lo que maneja el MEF. En la práctica, la Municipalidad de Lima y los gobiernos regionales son ejecutores de Estado bajo elección pública, sujetos a un marco económico e institucional donde su margen decisorio se limita a unos cuantos tipos de acciones de patrón parecido. Según ley, Lima es un promotor de inversiones, y también de empleo y pymes. Esto último es un saludo a la bandera si no hay capacidad de iniciativa política en lo económico, porque en las metrópolis del subdesarrollo las grandes empresas extranjeras emplean a mínimos porcentajes de la población, y porque nuestras precarias pymes no necesitan promoción sino grandes saltos de productividad como se ha descrito arriba. Lima debe tener derecho al gobierno económico, como parte del proyecto descentralista pendiente. Al mismo tiempo, debe cobrar todos los tributos de su territorio para asumir plena responsabilidad política y elevar sus ingresos. A partir de ello, debe replicar lo que han hecho todas las potencias económicas de la historia para alcanzar progreso generalizado: decidido fomento y protección estatal para la producción nacional más estratégica. Lima produce el 50% del PBI peruano y alberga a la mitad de las empresas manufactureras nacionales. Tiene las mayores ventajas competitivas de la nación, por ello tiene condiciones para convertirse en un polo modélico de desarrollo regional, entendido éste como calidad de vida para todos.

 

Obviamente, Lima metropolitana requiere de una institucionalidad política en equilibrio con su dimensión y la responsabilidad que le corresponde, lo que pasa por instaurar un congreso con mecánicas eficientes de elección y control. De esto sigue una nueva distribución de unidades distritales, que deben fusionarse – o agruparse bajo sub-gobiernos – a partir del policentrismo evidente de la metrópoli limeña y de sus particulares concentraciones poblacionales. No tiene sentido elegir alcaldes en distritos pequeños donde no sólo no hay un mínimo de participación ciudadana sino que las elecciones se resuelven por arrastre de las tendencias metropolitanas. Se sacrifica la escala de gobierno, con pequeños distritos, en el entendido de que la poca cantidad de actores trae calidad ciudadana. Si no es así, qué sentido tiene mantener autoridades públicas estériles en términos de capacidad operativa y presupuestal, pero que luego boicotean las políticas metropolitanas debido a su poder territorial. Desde luego, en lo urbanístico lo más razonable es aquello que defiende la izquierda: derecho a la ciudad, gobernanza de lo urbano, compacidad en los usos del suelo, densificación regenerativa de la periferia, vivienda social como parte de toda inversión, mayor y  regulación del mercado de suelos, plusvalía urbana como mecánica de nivelación y distribución, y otros. Es todo aquello que se ha plasmado en la Ley de desarrollo urbano sostenible del 2021, pero que no procede sin cambio de modelo territorial y económico, lo que es una discusión de nivel constitucional como todos los grandes problemas del país.

 

Es claro que los sectores conservadores, entre los que se encuentra el actual alcalde de Lima, no quieren más responsabilidad política para la metrópoli, sino mayores transferencias por parte del Estado central. Para qué, es la pregunta, si como hemos visto, el margen de acción legal y operativo de la municipalidad Lima excluye políticas relevantes. Dejando de lado la inmoralidad en que se mueven las inversiones público-privadas del país, la postura tiene como principal norte ejecutar la mejor infraestructura y equipamiento urbano posibles, acorde con las exigencias empresariales de nivel global. Es parte del esquema de competitividad metropolitana de los noventa, aplicado sin éxito en varias capitales europeas. Se trata de un modelo que se vende como camino de desarrollo para el momento global de las metrópolis, pero que en realidad es un intento de asegurar más mercados y entornos favorables (servicios, infraestructura y consumo) para la  inversión trasnacional millonaria, y una apuesta por el liberalismo con regulación que el mundo ha visto fracasar. Es la trayectoria ya conocida, que agrava la realidad económica limeña, que se estrella con un Estado cuya capacidad operativa y velocidad son propias del subdesarrollo, y que nos sigue llevando al desgobierno metastásico.

 

En la discusión académica urbanística, que dialoga con la institucionalidad multilateral del desarrollo y sus publicaciones, esta narrativa conservadora se complejiza y toma prestado parte del progresismo urbano: la consideración del espacio público, la densificación multi-funcional y la compacidad del territorio, el tratamiento racional y participativo de la morfología urbana, el control ambiental y ánimo de gobernanza. Sin embargo, esto colisiona con el soporte económico de la propuesta, cuyo fundamento es las teorías de la aglomeración, que modelan como nacen, crecen, “y nos hacen ricos y felices si hay libre competencia”, las grandes megalópolis. Es una parte de la economía liberal contemporánea que, como todo el resto, termina recomendando mercado abierto y regulación ante fallas naturales. Es fácil deducir que la dimensión urbanística y política del modelo siempre perderá el pulseó y será desactivada. En el mejor de los casos, terminará en un lento  programa de servicios e infraestructura para la inversión transnacional, y para minoritarios sectores de la metrópoli. En nuestra realidad, donde no existe ejercicio regulatorio real, hay corrupción a todo nivel, la inversión no admite reparos ciudadanos o ambientales, y la sociedad civil es casi inexistente, el modelo produce lo que todos tenemos a la vista: imposibilidad práctica de gobierno y degradación permanente.

 

Sin duda, estamos cada vez más lejos del escenario virtuoso aquí sugerido, y más cerca del proceso degenerativo. Por eso en la campaña municipal que se avecina no se escuchará nada nuevo, y con suerte se impondrá un liderazgo progresista que fracasará. Tan dramático es el asunto, que la única esperanza real está en el cada vez más próximo colapso (de gobierno y ambiental) que todas las metrópolis del mundo enfrentan debido a su creciente insostenibilidad. Del tejido social y los imaginarios políticos que encuentren estas crisis, siempre impredecibles, dependerá el potencial de cambios de las comunidades metropolitanas.

Tags:

Pedro Castillo

La constante convulsión coyuntural hace que olvidemos los grandes temas del bicentenario. No es culpa de nadie, sino de la precariedad general a la que se nos ha condenado, y de la intensidad nociva de la globalización. Uno de esos asuntos es el arreglo territorial que necesitamos como país, frente a la innegable evidencia de que el Estado unitario republicano ha fracasado en su intento de hacer desarrollo a lo largo del suelo peruano. Más bien el bienestar es privilegio de una minoría que no supera el 15% de la población, ubicada casi siempre en las grandes ciudades, donde está también la mayoría de peruanos en medio del deterioro urbano constante. Tras 200 años, es innegable la concentración de riqueza, el centralismo y la tendencia a la degradación. 

La lógica territorial sobre la que se funda una sociedad política es transversal a su concepción y propuesta de desarrollo, pues sostiene un orden económico e implica un tipo de institucionalidad política. Y detrás de ello una epistemología y una determinada moral pública. Han habido tipos genéricos de arreglo territorial-político a lo largo de la historia: ciudad-estado, estados unitarios, federaciones y estados supra-nacionales. Debajo de estas formas arquetípicas hay variedades específicas según contexto histórico y perspectivas económicas. Aunque el orden territorial con que se funda la república peruana en 1821 es el de un Estado unitario – expresión del esquema económico precedente -, el Perú pre-hispánico era más bien de espíritu federativo, y el Incanato operó bajo esta lógica. La naturaleza de la geografía y la cosmovisión resultante llevaron a ello. Como descubrió John Murra, se trata de una concepción territorial que se ordena bajo dispersión (no concentra pueblos vecinos) con grandes distancias entre unidades políticas que comparten la convicción de que debe asegurarse el alimento y la sostenibilidad ecológica de todo el reino, una relación vital y energética con la naturaleza, y el respeto a la diversidad religiosa. Sin duda, para tejer esta trama federativa los incas también recurrieron a la imposición – somos animales de poder – pero pocas veces esto se hizo mediante la guerra. Su filosofía colectivista y conservacionista hizo que, las más de las veces, apelaran a la negociación en busca de la mayor reciprocidad posible entre las partes, para así lograr el incentivo a la anexión. Según María Rostworowski, por la vía militar frecuente el Tahuantinsuyo no se habría expandido tanto ni en tan poco tiempo. Ya se ha hablado en este espacio del genio civilizatorio de los antiguos peruanos, no sorprende su sabiduría política. 

El federativismo continental inca tiene su contraparte local. Esta se manifiesta con mayor claridad en el núcleo territorial del imperio (las sierras altas), donde la vertical, quebrada y micro-climática geografía, altamente expuesta al cambio repentino y radical, produce un escenario de permanente incertidumbre. Este contexto físico, sumado al respeto militante por la diversidad natural, hizo valorar la estabilidad sostenible, a entender la riqueza como posesión de la mayor variedad posible – con fines de sortear contingencias – y no como la acumulación concentradora de uno o dos tipos de bienes. No era extraño que las de tierras de una comunidad campesina o una familia atraviesen más de un piso ecológico, y por tanto de climas y cultivos. Se trató, al final, de un federativismo sostenible y muy eficiente bajo los criterios pre-hispánicos, pues dio alimentación de altísimo valor nutritivo a millones, sin dañar la naturaleza e intensificando la relación espiritual y energética del colectivo con ella.

El modelo de Estado unitario, que llega al Perú con la conquista, es el del capitalismo mercantil y las monarquías absolutas, entre ellas España, Francia e Inglaterra. Bajo esta concepción, el país busca concentrar territorios y metales para acumular riqueza e imponerse sobre el resto, con quienes se tiene relaciones siempre conflictivas. El mercantilismo es agrícola y parcialmente comercial, y ése es el orden económico que trae España, con la particularidad de que construye un Estado al servicio de su imperio, dirigido a llevarle metales y a alimentar a toda la clase dirigente (criolla y española) que le administra el suelo conquistado desde Lima. A partir de este esquema inicial se consolidan los futuros grandes corredores económicos de la república peruana: la costa terrateniente con mayor dinámica en el norte, y los cruces hacia las zonas mineras de Cerro de Pasco y Potosí, desde Lima y Arequipa. En dichas vías florecen relaciones comerciales de productos agrícolas, ganaderos y textiles, y aglomeraciones de vivienda. Los españoles tuvieron serias limitaciones para el control de la totalidad del territorio, y sólo llegaron hasta donde vemos plazas de armas y sus cercanías naturales. Cuanto más altura, más adversidad geográfica y más dificultad para imponer tributos de trabajo forzado. Por tanto, más comunidades campesinas que conservan numerosos elementos del ethos pre-hispánico. Hasta el día hoy hay descendientes incas en estos lugares, porque los conquistadores debieron pactar  más de lo que esperaban, y por eso no violentaron totalmente la institucionalidad comunal y sus formas políticas, y se resignaron con fusionarla bajo sus códigos religiosos.  La selva es una larga historia de aislamiento y dificultad de acceso, lo que perdura hasta hoy si lo vemos en perspectiva. 

Puede rápidamente notarse que el encuentro de dos mundos se soluciona con el atropello de la perspectiva occidental: se subordina el reparto territorial federativo previo y sus instituciones políticas, y se hiere de muerte a toda una civilización. Como se ha indicado arriba, con  la independencia se hereda el orden territorial de la colonia y sus circuitos comerciales, pero se le suman varios elementos, la mayoría agravantes en cuanto a centralismo y concentración, y otros más progresistas aunque ilógicos. Empiezan las olas descentralizadoras de nuestra historia republicana (hasta hoy lo seguimos intentando), pero se apuesta por el mismo esquema primario-exportador que explica el orden territorial, y por tanto socio-económico que dejaba el virreinato: centralismo costeño y riqueza de una minoría europeísta que gobierna el vasto y diverso territorio desde Lima. El 85% de la población está en la sierra y la selva, y el 80% está en comunidades nativas y campesinas. Al desprecio colonial se suma otro en 1821, también de procedencia foránea: la firme creencia en la superioridad ya no sólo espiritual y racial de occidente, sino también tecnológica y científica. Se instala el capitalismo industrial y su mitología política como camino “racional” de desarrollo y norte ideal. El progresista del momento es un industrialista incapaz de entender que la civilización pre-hispánica, todavía muy viva entonces, merece protegerse, regenerarse y aprovecharse, y que cualquier otro plan de acción es bárbaro y traerá resultados contrarios a los esperados. Por eso Simón Bolivar retira la figura de comunidades indígenas del orden legal (ni en el virreinato), dejando como única posibilidad de posesión la propiedad individual. Se justifica hablando de democracia, pero quiere individuos e industria, y considera un obstáculo inferior el universo andino, por lo que en 1825 repone el colonial y humillante tributo indígena (los criollos sólo pagaban impuestos si eran comerciantes) que San Martín había eliminado. La legalidad de las comunidades indígenas recién será devuelta por la constitución de 1920, con Leguía entrando al oncenio. El tributo será eliminado por Ramón Castilla en 1854, y se intentará reponerlo sin éxito a fines del siglo XIX. Nada sensibiliza al miope provincianismo occidental de nuestras élites, nada detiene el deterioro institucional ni moral de las comunidades pre-hispánicas, pese a que en el siglo XIX la sierra nunca representa a menos de tres cuartas partes de la población. Las comunidades andinas siguen vivas, ya culturalmente mestizas desde la colonia, pero con todo su registro de conocimientos civilizatorios en pleno uso, los que habrían sido vanguardistas y enriquecedores para cualquier élite verdaderamente cosmopolita. Lo peor es que nada de industria hubo hasta poco antes del siglo XX. A la hora de la verdad, los grupos económicos prefirieron la comodidad de la renta terrateniente, la exportación de materias primas, la especulación financiera corrupta y el orden oligárquico. La industrialización obliga a producir a todos e iguala a las gentes, y eso no querían, pues estaban acostumbrados a que se trabaje para ellos.

Qué esfuerzos descentralizadores podrían haber funcionado en esta extensión colonial primario-exportadora. Hasta 1854, gracias a la constitución de 1823, las juntas departamentales – aunque elegidas y tuteladas desde el gobierno central – gestionan el cobro de tributos y el diseño del presupuesto regional. La anarquía militar y la dureza económica del periodo impiden la consolidación de este orden, que Ramón Castilla elimina en 1854, con el afán controlador y centralista que la renta guanera le anima a tener. Las siempre conservadoras élites limeñas son compradas y celebran. Concluido este boom exportador, gracias a manejos oscuros e irresponsables y a una depresión mundial, vuelve a la escena política la narrativa descentralizadora, con Manuel Pardo de presidente. Este intenta volver al orden descentralizado pre-guanero, pero sus propios y regresivos aliados se oponen, por lo que debe conformarse con revitalizar los ayuntamientos y los gobiernos locales, introduciendo procesos electorales para su conformación, aunque sin contemplar el voto universal. Esto llegará recién en 1980. 

Entre las últimas dos décadas del siglo XIX e inicios del siglo XX, emerge la básica y periférica industrialización peruana. Como era de esperarse, se da principalmente en Lima, mínimamente en la costa y casi nulamente en la sierra. Al orden primario-exportador centralista de origen colonial se le suma ahora la fuerza de concentración económica y centralismo territorial del capitalismo subdesarrollado. De suyo, el mercado industrial (así sea precario) busca consolidar grandes unidades urbanas. Mientras más gente haya concentrada en un espacio, habrá más mano de obra a disposición de las fábricas, más nichos de mercado, más posibilidades de inversión a gran escala (la demanda responde) y mayor tributación (y por tanto más potencial de infraestructura pública y servicios estatales). Asimismo, la aglomeración reduce las distancias y los costos de transporte. A esta tendencia espacial del capitalismo industrial se suma otra, material y también centrípeta: la ilimitada voracidad acumulativa de sus agentes, y la asimetría radical entre minoría rica y mayoría pobre que siempre generan. Todos los capitalismos del mundo tienen estas características: una pirámide socio-económica de base ancha y muy angosta por arriba, y una o varias aglomeraciones centrales que mueven la mayor parte de la economía nacional y son muy atractivas para el migrante, pero son insostenibles a largo plazo, pues contaminan y no pueden abastecerse de agua y alimentos. Esta realidad, que tenemos hoy a la vista, demoraría medio siglo en empezar a manifestarse, pues la industria naciente peruana de 1900 era sólo unas cuantas decenas de fábricas y unos pocos miles de obreros. Son tres los procesos que empujan el inicio de la hipertrofia limeña cuarenta años después: el primero es el esfuerzo de expansión demográfica de varios gobiernos desde el siglo XIX, que hacen oído al lamento industrial sobre la escasez de mano de obra (la mayoría vive en la sierra) y aplican políticas masivas de sanidad, las que empiezan a dar resultados a partir de 1930. El segundo, y principal, es la  homogeneización cultural resultante del proyecto educativo occidentalista y conservador del Estado central, que empieza a penetrar la sierra y enseña que lo rural es atraso. Esto es reforzado por la radio y luego por la televisión. El tercero es la crisis de tierras en la sierra, consecuencia de la acumulativa concentración de hectáreas por parte de grupos de poder que vienen atropellando y abusando desde el siglo XIX, lo que se agrava en las décadas de 1950 y 1960, generando actividades guerrilleras que demandan una urgente reforma agraria. Alrededor de 1940 empieza una enorme ola migratoria de la sierra hacia Lima, que no se detiene hasta hoy. 

Nuevamente, no habrá industrialización tras un siglo y seguiremos siendo primario-exportadores, pero habrá más concentración de riqueza y más centralismo limeño. La fuerza aglomerativo-urbana del capitalismo no se detiene, sin importar el modelo de desarrollo. La degradación de las grandes ciudades sigue su curso indetenible: hipertrofia por exceso demográfico, violencia, caos de transporte, polución, carencias cada vez mayores de agua y electricidad, inseguridad sísmica, precariedad de espacio público, insuficiencia de vivienda, otros. El colapso y el abandono final las espera. La tendencia del modelo a la desigualdad tampoco fue controlada, salvo momentos excepcionales. Nuestro territorio tiene la capacidad suficiente de darnos energía barata y alimentación sin depender del exterior, pero ninguna de las dos cosas sucede. La selva sigue aislada en muchos aspectos, y su naturaleza se deteriora constantemente, por  razones e intereses de diversa fuente. Las comunidades rurales y nativas ya no sólo permanecen en la inexistencia política, sino que son abandonadas y depredadas por sus propios hombres. Muchos siguen ahí, desde luego, resistiendo a las amenazas constantes del capital (en complicidad con el Estado) que quiere acceder a sus tierras y explotarlas para fines acumulativos. La fuerza hegemónica de la globalización colabora con la profunda ignorancia de las élites peruanas en relación a nuestra riqueza pre-hispánica todavía viva. La conflictividad social es cosa de todos los días en el Perú. Siguen habiendo territorios del país donde el Estado no llega. No hay gobernabilidad regional ni posibilidad de progreso, y más bien, como en Lima, se pasa todo el tiempo de una crisis coyuntural a otra. Como era de esperarse, los esfuerzos descentralizadores del siglo XX y XXI no rindieron frutos. Sus vocaciones político-institucionales fueron derrotadas por la fuerza del modelo primario-exportador y su disposición territorial, y por la indetenible tendencia aglomerativa de Lima metropolitana. Hasta hoy, a ningún ente descentralizador con poder decisorio se le ha ocurrido reconocer la existencia de civilizaciones pre-hispánicas en el territorio y hacerlas parte del orden territorial, político y económico del país. La ola descentralizadora de la constitución de 1933 sólo fue agenda temporal, pese a su impronta indigenista. La descentralización del APRA a fines de los ochenta fuerza la agrupación de macro-regiones y es efímera, pues la disuelve Fujimori. La reforma territorial que más ha avanzado en los años que corren es la del gobierno de Alejandro Toledo, porque otorgó la elección de autoridades por medio del voto universal. Pero ya vimos que seguimos en un orden territorial muy parecido al que heredamos en 1821, con agravantes añadidos y mejoras tan inerciales como menores. De tal forma que sigue pendiente la tarea de diseñar e implementar un esquema más funcional a nuestro progreso inclusivo y sostenible. 

Pienso, y creo haberlo mostrado en el resumen diagonal previo, que es necesario discutir los modelos de orden territorial y su correspondiente dimensión económica. Bajo el capitalismo subdesarrollado y primario-exportador es muy difícil descentralizar, porque todo tiende a la concentración y la acumulación de pocos, a lo que se suma la hipertrofia de Lima. Esto lleva al estado unitario y la historia lo muestra. Las carreteras interoceánicas que se están construyendo traerán avances, pero no grandes ni repentinos saltos materiales. No vamos a industrializar ni a hacer boyantes a las regiones, no tenemos de dónde. Todo seguirá dirigiéndose a la capital. Hay que volver, desde hace mucho rato, a mirar desde el esquema económico de los antiguos peruanos, que es el de la sostenibilidad y la inclusión, así sea inicialmente austera. Bajo ese patrón, cada región debe buscar su equilibrio a partir de la optimización y cuidado de su territorio, sin competir con el exterior innecesariamente. Y el Estado central, interesado en este proceso,  debe apoyar a las unidades más débiles hasta que logren consolidarse, y asumir los costos de ineficiencia económica que trae el proceso. Porque lo más importante no es acumular sino estabilizar e incluir, hacer sostenible. Sin duda esto es un largo aliento de profundidad estructural, que generalmente llega tras las grandes crisis, lamentablemente. Pero avanzaríamos bastante si descubriéramos que nada bueno nos traen los sueños ajenos de progreso. Requerimos de nuestra propia interpretación, acorde con nuestra naturaleza y legado cultural. Y en ese camino, es indispensable oficializar la pluriculturalidad peruana otorgando derechos poliétnicos (educación en lengua propia, defensa de usos y costumbres, financiamiento para desarrollo en su ruta cultural) y derechos especiales de representación (escaños congresales) a las comunidades pre-hispánicas del territorio. Es lo justo después de 500 años, y lo que corresponde para nuestra mayor reserva geopolítica y fuente de desarrollo frente el mundo entrante. Estos dos, el económico y el cultural, son temas  neurálgicos en nuestra discusión territorial. Si no los enfrentamos, como ha sucedido en 200 años, se nos seguirá alejando el bienestar y el progreso.

Sin embargo, hay otras reformas institucionales que pueden empujar este camino de federalismo sostenible, mientras termina de llegar el cambio económico necesario y nuestra pluriculturalidad milenaria es admitida en el orden legal peruano, y sobre todo en nuestras cabezas. Son rutas con riesgos, que se agravan si son vistos desde el crecimiento, pero que se vuelven parte aprendiente del proceso si el lente es la sostenibilidad. El Estado unitario ha sido una desgracia en la historia peruana: la variedad de nuestra realidad supera por mucho la capacidad de control de un solo centro, hay que asumir dicha complejidad y su costo de aprendizaje. No hay tránsito fácil, en algún momento hay que soltar y subsanar errores dramáticos. Pienso que si el gobierno y el legislativo quisieran de verdad descentralizar, aprobarían leyes para iniciar el camino hacia la regionalización fiscal, que pasa por invertir y empujar la institucionalidad suficiente para que cada ejecutivo departamental pueda cobrar los tributos de su circunscripción y definir sus políticas públicas; sin intervención de un funcionario del MEF, que poco puede saber sobre qué necesita Ucayali o Madre de Dios, salvo generalidades. De eso se trata el acto de descentralizar, que es federalizar aunque se le tema al término. Sin aquel poder económico, el ejecutivo regional no tiene responsabilidad frente a su comunidad, y no se lo toman en serio. Por eso cuando hay problemas graves fuera de Lima, sus ciudadanos convocan y acuden al Estado central sin antes agotar la instancia regional, porque saben que ahí la respuesta será la de siempre, que la gran decisión viene de arriba. El otro avance posible, como contrapeso a lo anterior, es ampliar y fortalecer la institucionalidad democrática regional, aumentando y dando calidad a sus canales de representación. Es decir, creando parlamentos regionales y mecánicas ciudadanas de control, que es una fuerza que legitima gobiernos. En ambos casos, el proceso puede ser paulatino y cauteloso, siempre que se tenga claro el norte y la lógica, que es la de entregar poder efectivo al final del recorrido. 

Pero incluso si se pusiera en marcha este camino institucional, bajo un verdadero interés descentralista, el proyecto tendría patas cortas si no se cambiara de lógica económica, pasando del liberalismo primario-exportador – obsesionado con el crecimiento – al equilibrio territorial sostenible e inclusivo. Dado que cuentan con pocos recursos para competir en el orden global, las regiones seguirían en el camino de la concentración de riqueza y alta tendencia aglomerativa que hoy los tiene en la precariedad general, y tarde o temprano fracasarían como unidades de gobierno. Mientras Lima seguiría en dirección al declive final. Se trataría entonces de un federalismo más bien insostenible, que no entiende su naturaleza institucional y quiere acumular sin concentrar. Y que tampoco se reconoce en relación a su  territorio, y por eso pretende ser lo que productivamente no puede. Algunos dicen que sólo ahí vendrá la crisis y el nuevo tiempo, tras 500 años. Son especulaciones, sin embargo. Lo concreto es que el federativismo sostenible desplazado en 1535 es el único esquema territorial que ha funcionado en estas latitudes, y que llevamos casi cinco siglos de centralismo y desgracia mayoritaria. 

Tags:

federativismo sostenible

Tal como el capitalismo occidental en el que florece, el sistema mundial de ciencia y tecnología es degenerativo para los países subdesarrollados. Es decir, a medida que pasa el tiempo, las economías desarrolladas avanzan en inventos muy sofisticados – veloz y acumulativamente – y nosotros seguimos prácticamente estancados, dando pasos de pigmeo o retrocediendo. Esto es consecuencia de la tendencia natural a la concentración que tiene el mercado capitalista, y de la histórica división mundial del trabajo, donde los que deciden nos han sujetado – por las buenas o las malas – a labores primario-exportadoras y de bajo valor agregado, desde hace 500 años. Mientras tanto, ellos acumulan, hacen infraestructura moderna e innovan tecnología. La escala de esta brecha – cinco siglos de degeneratividad -, nos saca de carrera en automático, y nos imposibilita de acceder al progreso tecno-científico globalmente competitivo, pues esto demanda un enorme esfuerzo financiero y gubernamental –  de largo plazo – del que no somos capaces (¿alguien lo duda a estas alturas?). Es verdad que a veces avanzamos, inercial y nocivamente durante las bonanzas falaces, o con músculo en medio de algunos esfuerzos desarrollistas, pero los progresos son casi nada en relación a los niveles de mejora de quienes nos subordinan económicamente.

En este orden estamos condenados a vivir en el rezago tecnológico con precariedad mayoritaria, y es ilógico pretender lo contrario desde nuestra capacidad económica y productiva. Nada como el mercado de la tecnología para saber que el disparate aquel de que la riqueza se crea, y está al alcance de todos, es otro de los lugares comunes propagandísticos y chapuceros del liberalismo, que prenden rápidamente en nuestras cabezas esnobistas y todavía colonizadas. En los rankings internacionales de producción tecnológica siempre están arriba los mismos: Estados Unidos, Alemania, los países nórdicos y, en las últimas décadas, Asia, con autoritarismo, mano de obra barata y sustitución de importaciones. Casi todo lo que consumimos, y nos resulta indispensable, lo producen ellos (tecnología informática, medicinas, maquinaria productiva, telecomunicaciones), sin contar que acá llegan sus productos de segundo nivel. Nosotros no sólo no producimos ni exportamos, sino que importamos poca y mediana innovación. Sino miren las polémicas vacunas: las menos malas se quedaron allá. No producir los bienes y la maquinaria que necesitamos hace que seamos presa fácil de la dictadura internacional del tipo de cambio y sus especuladores, y que nuestra producción pague muy elevados costos por importación de tecnología. Nos hunde cada vez más la degeneratividad productiva.

Las cifras hablan, pero hay que saber preguntar. El oficialismo económico mundial observa tendenciosamente, siempre, porque eso es parte del velo. Qué hacemos, por ejemplo, comparándonos con las economías desarrolladas en cuanto a porcentajes del PBI dedicados desarrollo tecnológico. Es seguir en la trampa de querer emular otras escalas y realidades productivas. Veamos las cifras en absoluto, los montos donde está la realidad radicalmente asimétrica. Según Cepal, en el 2012 Estados Unidos invirtió (entre Estado y privados) un aproximado 400,000 millones de dólares en ciencia y tecnología. El PBI peruano de ese año fue 192,000 millones de dólares. El presupuesto peruano (porque de eso dependemos inicialmente) fue de alrededor de 30,000 millones de dólares. Las distancias, en un año, están a la vista. Calcula brecha de siglos. De acuerdo al ex-presidente Sagasti, hacia 1910 la academia norteamericana había titulado a 2,500 doctores. En 1908, según Marcos Cueto, el Perú tenía 167 médicos, cerca de 100 ingenieros y alrededor de 30 personas con título de especialidad científica del extranjero (o profesionales que profundizaban en algunas de las líneas experimentales de su carrera). Son sólo ejemplos de esta realidad general: en cualquiera de los elementos de un ecosistema científico-tecnológico que pretendamos compararnos (facultades, centros de investigación, gasto privado, patentes, instituciones públicas, publicaciones científicas, y otros) veremos crecientes, históricas e insuperables brechas. Estamos cada vez más lejos del desarrollo y accedemos a las migajas del modelo global, que siempre son escenarios de precariedad mayoritaria y de subdesarrollo. 

No hacemos ni exportamos inventos en el Perú porque aquí no casi no existe la ciencia aplicada. No hay espacios institucionales dedicados a buscar nuevas soluciones tecnológicas a partir de premisas científicas, salvo algunas entidades públicas de poco volumen. Lo que tenemos es una reducida cantidad de investigación universitaria, que generalmente es observación de casos que busca validar, ampliar o retar a la teoría científica aceptada. Los países fabricantes de alta tecnología, cuyas economías inventan constantemente, lo hacen desde la neurociencia, la física cuántica, la genética, la informática y sus cruces. En nuestro subdesarrollo, todas son especializaciones académicas que apenas existen, sin capacidad de incidencia alguna. 

No todos los sentidos comunes que opinan sobre ciencia y tecnología en el Perú tienen la misma parada frente a la degeneratividad que padecemos. Pero, ciertamente, la gran mayoría es bastante conservadora y despistada. El progresismo que necesitamos apenas empieza a levantar la voz, según lo visto por el suscrito. Para la mayor parte de opinantes con registro e influencia en redes – de consumo relativamente comparable al de las clases medias acomodadas del primer mundo – estamos donde estamos por nuestras pobres capacidades y desempeños, la ciencia y su deriva tecnológica son neutrales, y los perdedores del sistema mundial podrían ser ganadores si estuvieran a la altura y se gobernaran como corresponde. No ven, desde sus entornos, que hay una asimetría radical entre ellos y la gran mayoría del país, y que competimos en el mercado mundial con la capacidad productiva de toda la nación, no con la de algunos distritos capitalinos. Todos ellos son víctimas del mito de la ciencia emisora de verdad definitiva y respuesta superior en cualquier contexto, lo que le da derecho a la opacidad y a la imposición de soluciones. Las vacunas son un caso elocuente. Más allá de su dudosa calidad y de la descarada voluntad de imponerlas sin explicación, es obvio que la mayoría las defiende – y agrede en su nombre – sin conocerlas. Lo dice la ciencia, suele ser el argumento final, cuando ésta se equivoca, tiene intereses millonarios y miente como cualquier colectivo humano. A este público le parece conspiranoico pensar que hay arreglos internacionales entre poderosos para hacer que las cosas sigan como están sin evidenciar voluntad interesada, o ver peligro en que las trasnacionales vinculadas a la creación científica tengan más poder que la mayoría de estados del mundo, y que con eso puedan bloquear a todo nuevo país que intenta competir en el mercado millonario de las tecnologías de punta, o escapar de él.

Luego está el grupo de los científicos y especialistas peruanos en asuntos de tecnología y ciencia. Muchos de ellos piensan exactamente igual a la mayoría de nuestras élites opinantes, en cuanto a su concepción de ciencia y en cuanto a su desinformación sobre el hecho tangible de que hay un norte productivamente sofisticado y de permanente mejora, y un sur tecnológicamente degenerativo. Llama la atención que, a pesar de estar familiarizados con una metodología hecha  para enfrentar la duda trascendental y permanente, terminen creyendo que dicho protocolo no tiene premisas contextuales, que es tan universal como sus resultados, y que si arroja resultados imperfectos, éstos se van superando en camino ascendente por obra del método. La ciencia, y toda institución canónica que se impone desde una centralidad y con mitos de pretensión absoluta, comete atrocidades en nombre de sus principios y del orden que les da primacía. Son también así el Estado, los grandes grupos políticos y la religión. La verdad de la institución científica es diferente a la de estos núcleos, pasa por diferentes exigencias, pero es igual de subjetiva, potencialmente política y débil frente al perfil de perfección del que vive. Y hoy más que nunca – con las redes sociales y su transparencia – dejan ver sus interiores. No digo nada nuevo: hace décadas que hay epistemólogos comentando estas verdades, que todavía tienen poca tribuna entre nuestra opinión pública más activa.

También hay un grupo reformista entre quienes tratan estos temas. Tienen algunas miradas interesantes hoy consensuales, pero niegan la carga política del tema. Uno de ellos es el congresista Edward Málaga, otro es el ex-presidente Francisco Sagasti. El primero dijo incluso que la ciencia podría desideologizar la acción política, porque trabaja con evidencias. Hoy no estamos seguros de si hay universo o multiversos cuánticos alrededor nuestro, y el congresista asegura que nuestros sentidos dicen verdad final, pues pueden encontrar evidencias indiscutibles en la realidad, y en la social. El segundo no llega tan lejos, pero sostiene que izquierdas y derechas son esquemas mentales, y que debemos enfocarnos en los grandes asuntos nacionales por medio de buenos gobiernos. Como si tomar adecuadas decisiones de Estado fuera una ecuación que arroja números, un modelo ingenieril, y no una elección entre poderes asimétricos y asumir las consecuencias. Argumentó, cuando era presidente, que algunos temas de su despacho (sobre todo los más polémicos y pro-empresariales) no tenían su respuesta rápida – por semanas – porque pasaban por el equipo de ministros y un protocolo que aseguraba el carácter técnico de la postura final. Como si se necesitara análisis técnico decidir, por ejemplo, si el gobierno eleva una denuncia constitucional para defender a las AFP que nos estafan. Se viene una tragedia financiera, dijeron, ya llega la demanda amenazaron. Cuando el congreso asestó el golpe y obligó a las AFP a aceptar los retiros, parece que las “razones técnicas” indicaron que ya no era necesario seguir metiendo miedo al país. No hubo más mención del asunto ni amago de ir al Tribunal Constitucional. La jerga tecnocrática había sido usada políticamente, para decirlo con eufemismo.

Durante el gobierno de Juan Velasco Alvarado – el que más ha hecho en este terreno – el ex-presidente fue una de las cabezas del proyecto de desarrollo tecnológico, y por entonces escribía de las relaciones norte-sur en el asimétrico mercado tecnológico, y hablaba de un desarrollo autónomo y endógeno para el tercer mundo, denunciaba la concentración de la oferta y la innovación tecnológica, y el uso subdesarrollante – en contra nuestra – que se da a este inmenso poder. Seguramente Francisco Sagasti tiene copiosos y pesados argumentos para explicar su cambio de perspectiva, y para deducir que no estamos impedidos de desarrollar tecnologías con este esquema internacional y bajo este modelo económico subordinante, pero no entiendo cómo ni desde cuándo la discusión y dinámica sobre los grandes temas nacionales – entre otros la producción y la tecnología – se volvió apolítica y exenta de intereses dominantes. No puede ser apolítica aquella realidad donde lo que es privilegio excluyente de algunas sociedades (la tecnología de punta) explica lo central del desarrollo de los pueblos. Al final no puede ser apolítico nada donde haya subjetividad, porque ahí se debe decidir por mayorías o por imposición de poder. Sí, por supuesto que todo es subjetivo y potencialmente político, sobre todo lo económico, donde hay un norte reducido y un sur interminable, y por tanto izquierdas y derechas, entendiblemente irreconciliables en el polarizante subdesarrollo. 

También es justo decir que este grupo es una de las fuerzas responsables de que nuestra actual normativa sobre desarrollo tecnológico – el Plan Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación 2006-2021 y la reciente Ley 31250 que regula y cohesiona el sistema en mención – contemple elementos progresistas, como cierta sensibilidad frente al potencial de las tecnologías pre-hispánicas para nuestro desarrollo, y sobre todo conciencia frente al hecho de que nuestro enfoque de innovación tecnológica debe partir de la realidad de nuestro territorio y sus necesidades, de nuestra escala productiva. Pero casi nada se ha avanzado en 20 años – más bien retrocedemos desde 1975 -, porque pese a lo que dice la norma, se sigue mirando el patrón de desarrollo occidental como norte, sin considerar la imposibilidad de alcanzarlo. La norma y la literatura especializada definen las elocuciones, pero al momento de las decisiones estratégicas y los arreglos institucionales, puede más la sujeción mental a los formatos y la creencias de procedencia europea, porque no se conoce de cerca a la mayor parte de nuestra realidad productiva, que es micro-empresarial, precaria y de subsistencia. También, en cuanto a sus resultados, los reformistas suelen ser víctimas del carácter apolítico del se enorgullecen, que es letal para reformar en sociedades convulsivas por alta demanda social. El punto es que siempre, entre sus propuestas concretas, se cuela el sueño del imposible aspiracional: el hallazgo sofisticado para el salto a la gran escala mundial; pretender aplicar conocimiento proveniente de especializaciones que casi no tenemos; promover más publicaciones académicas bajo estándares internacionales excluyentes, reduccionistas, disfuncionales para nuestros fines, y promotores de miradas conservadoras que no necesitamos; elevar el gasto según porcentajes y proporciones de otras realidades; crear la gran institución responsable que cuente  con la protección política necesaria y sea escuchada por el ejecutivo central (bajo orden del presidente). No sorprende esta última caricatura, piensan que la ciencia (la occidental que conocen) ofrece herramientas y contenidos para llegar a la verdad universal y así eliminar el motivo de conflicto en la acción política.

Y hay un tercer grupo multidisciplinario y joven, mucho más progresista, que asoma en las redes y que empieza a aproximarse a la inevitable politización que el tema demanda. En ese núcleo reflexivo-hacedor se empieza a sugerir que las ciencias naturales no tienen el monopolio de la verdad ni superioridad alguna sobre ningún otro saber, que las tecnologías no tienen por qué ser tema, actividad o decisión de ninguna élite política – pues son asuntos de sentido común perfectamente divulgables -, y que en nuestros planes de desarrollo tecnológico deben ser protagonistas las industrias tradicionales donde podemos competir (textilería, alimentación, bebidas, cuero, papel, lo que tenemos desde hace un siglo). Este germen regenerativo debe crecer y consolidarse en el camino elegido, lo que implica tener racionalidad política y postura económica explícita, porque construir demanda – y más en el subdesarrollo – disputar poderes y sentidos comunes hegemónicos. No hay cambio sin lograr el retiro del velo. Todo el mundo debe saber que pretender lo que no podemos nos degenera productivamente, y que hay poderes buscando que sigamos empeorando. También que el cambio traerá inevitables sacrificios de consumo, porque el desarrollo de nuestra oferta tecnológica e industrial demanda obligarnos a comprar lo que producimos aquí, en desmedro de lo importado. Lo han hecho así todas las potencias del mundo, aunque repitan y repitan el cuento del liberalismo para que caigamos en su mejor escenario: ellos se protegen y se fomentan millonariamente y, nosotros abrimos nuestro mercado a sus productos y maquinarias, y quebramos a nuestros productores. Los interesados en ver cómo nos mienten sin el menor rubor histórico pueden googlear a Ha-Joon Chang. No hay camino sin un gobierno nacionalista y promotor, muy pro-activo en ello. Antes y durante la primera revolución industrial, que fue inglesa, Reino Unido tenía los aranceles a la importación más altos del mundo. También prohibió la entrada de bienes que su mercado podía fabricar, para impulsar al productor local. Estados Unidos hizo lo mismo, en la segunda revolución industrial que encabezó. Para el resto del mundo, incluidos nosotros, recomendaron liberalismo y extorsionaron por ello, conscientes del extranjerismo colonial de nuestra opinión pública. Heraclio Bonilla y Pablo Macera lo han descrito, sus textos están en las redes sociales. No hay que tomar en serio a los políticos liberales con acceso medios, las sandeces económicos que les hacen hablar sus ventrílocuos son sólo propaganda para clases medias distraídas en su consumo. Y tampoco hay que creer que existe un camino republicano-regulador para el subdesarrollo capitalista, donde no hay riqueza limpia de origen. El millonario que se siente superior jamás va a aceptar límites en lo que considera su chacra, no hay que ser ingenuos como veedores ciudadanos.

También debemos introducir en el imaginario de la gente la enorme ventaja competitiva que puede significar aprovechar nuestro legado pre-hispánico. Hay, en el suelo rural peruano, un enorme tramado tecnológico agrícola, alimentario y de salud, a la espera de ser recuperado y puesto en práctica. No como complemento de la “tecnología moderna”, como dice la Ley 31250 recién aprobada, sino como fuente protagónica de nuestro contexto, cuyo contenido civilizatorio es accesible y muy útil para la mayoritaria agricultura familiar y de comunidades que hay en el Perú. Las recetas tecnológicas de nuestros ancestros podrían ser de gran utilidad para masificar el derecho a la salud y a la alimentación de alta calidad, lo que no hemos podido hacer en 200 años. También para conservar entornos naturales únicos en el mundo, y detener el deterioro del territorio peruano, refugio nuestro y codiciado entorno planetario dentro de pocas décadas. Nuestros camayoc, o innovadores andinos vivos, están llenos de soluciones ingenieriles funcionales a la sostenibilidad productiva. Siempre se está buscando hacer globalmente competitivos a los campesinos, pensando en que logren grandes volúmenes de exportación. La opinión pública debe saber que casi ninguno cuenta con dichas capacidades productivas, y que ese tipo de agricultura – de monocultivo – deteriora la riqueza naturalmente diversa de la sierra. Es en su universo cultural, con su epistemología, su escala y sus fines, que se les debe repotenciar, recuperando su tejido socio-económico para que, desde ahí, encuentren sus fusiones y caminos competitivos. 

De otro lado, la cosmovisión pre-hispánica tiene una perspectiva de ciencia y tecnología que podría servirnos de paradigma referencial; es tan increíble como triste que no se enseñe en las escuelas. Se trata de una mirada distinta del asunto tecnológico, propia de geografías adversas con temporadas de escasez, donde el razonamiento inventivo es parte de la vida cotidiana y el acervo de soluciones es de libre acceso, pues nadie quiere romper con cierta paridad de riqueza o hacerse glorioso con el aporte disruptivo, porque lo cooperativo es el patrón lógico frente a la inmensidad inescapable de la naturaleza. Esta concepción nos viene muy bien, porque aún con el mayor de sus esfuerzos, el Estado no puede sacarnos adelante solo, y debemos sumar entre todos. Cada civilización tiene su ciencia, no demos desperdiciar la nuestra, ni desaprovechar nuestra aporte civilizatorio al mundo entero. La ciencia de ellos piensa para ellos, obviamente, y es insensible a las desgracias que nos generan y a nuestras particularidades productivas. La nuestra – si la recuperáramos – es capaz de mirar como un sistema de innovación válido al entramado tecnológico micro-productivo que practica el 95% de nuestra estructura empresarial, donde está el emporio Gamarra, el parque industrial de Villa El Salvador, o la aglomeración El Porvenir de Trujillo. Desde ese barro hay construir. Nuestra filosofía de la ciencia originaria es mucho más útil frente un contexto donde no hay laboratorios ni universidades, sino maquinaria importada de segunda mano y ajustes artesanales permanentes. Nuestra cosmovisión pre-hispánica sostiene que ha habido ciencia desde que el hombre inventó su primer instrumento de piedra a partir premisas relativas a la realidad física, y divulgó la explicación ingenieril de su hallazgo entre los suyos. Nada de halos para ningún terrícola, todos somos humanamente iguales. A diferencia de la lógica privada, gratuitamente competitiva y ultra-autoral de la ciencia-tecnología occidental, nuestra narrativa constituyente más tradicional no empuja al mundo hacia una división entre pocos ricos hi-tec y ultra-especializados y muchos pobres precarios, porque no aspira a otra cosa que no sea la calidad de vida generalizada y la sostenibilidad del entorno, respetando diferencias culturales y, sobre todo, considerando escalas propias y ecologías. 

Sólo desde la desubicación histórica y geopolítica – que promueve la concepción científico-tecnológico occidental – se puede entender que el sector textil – potencia regional y competidor mundial alguna vez – no esté seleccionado como ámbito prioritario en el plan nacional de tecnología e innovación vigente. Más cuando tenemos un algodón de calidad mundial en la costa norte. No me hablen de CITEs raquíticas, sin oferta de financiamiento ni capacidad de afectar a más 1% superior del universo micro-empresarial. Por favor dejemos la jerga y la escala cosmopolita por un rato, y pensemos sin complejos desde nuestra austeridad: ¿qué gobierno cooperativiza Gamarra por medio de un esquema de propiedad mixta temporal, invierte en su productividad y su capital fijo, la hace mínimamente competitiva y reproduce el modelo a nivel nacional, para que nuestra textilería produzca en cantidad y calidad de protagonista mundial? ¿Qué gestión eslabona a nuestros micro-empresarios con los productores del muy buen algodón que tenemos, con precios preferenciales para que podamos penetrar el mundo con bienes baratos y de calidad? ¿Qué gobierno plantea fomento para empezar a producir nuestras propias maquinarias e impulsa los programas de capacitación técnica necesarios? ¿Qué política económica eleva al límite los aranceles para la importación de productos textiles, para que consumamos lo nuestro (quién lo hará si no)? Miles y hasta millones de empleos podría haber tras este esfuerzo, y para todos, porque la industria textil es de tecnología simple, y por lo tanto cualquiera puede aprenderla con algo de capacitación básica o experiencia. Y casualmente esto es lo que desanima a los gobiernos conservadores que hemos tenido, pues a sus “empresarios consultivos” no les resulta atractivo apostar por un mercado que, ciertamente, no es de los más importantes en términos de acumulación millonaria – como lo fue en el siglo XIX -, pero puede dar mucho empleo de mínima calidad a un país que tiene cerca del 75% de informalidad laboral. Pero resulta que así lo hizo no sólo Reino Unido en su periodo más imperial, sino todas las potencias textileras que han tomado el liderazgo mundial del sector, incluido el gigante chino que hoy lo encabeza. Obviamente, todos estos países valoraron la cantidad de empleo en juego cuando decidieron apoyar a esta industria hoy tradicional. Nadie dice que sea sencillo, pero éste es el único tipo de camino industrialista y micro-productivo que nos puede resultar factible, pues no necesita de laboratorios ni de grandes sistemas institucionales para andar, sino sólo de un ejecutivo que tenga claridad en relación al sistema científico tecnológico mundial y local, que cuente con mayorías congresales, y sepa legitimar el camino explicando sus necesidades y grandes objetivos sociales.

Esto, para terminar, debería ser paralelo al esfuerzo de crear una cultura científica nacional donde se fusionen las dos fuentes que explican nuestro código social, desterrando lo nocivo y retardatario del conservadurismo científico occidental. Lo básico es que el proyecto educativo escolar recupere y haga permanente la curiosidad libre y proactiva del inventor cotidiano, lo que se dice fácil. Y que nuestras universidades tengan claro que si nuestros científicos no son epistemólogos no nos sirven de mucho en el subdesarrollo. Eso sí que se puede hacer relativamente rápido. Además necesitamos que el MINCUL se convenza de que las tecnologías y sus explicaciones son también cultura a divulgar, y que debe asegurarse su oferta, porque es muy valiosa en términos de desarrollo. Es un largo aliento, como todas las cosas valiosas que necesitamos construir, pero la parte micro-productiva del proyecto está al alcance, y debería ser su primer ariete.

Tags:

ciencia y tecnología, programa político, proyecto

No sorprende que el BCR admita y hasta colabore, por medio de las declaraciones de su presidente,  con el chantaje cambiario del que somos víctimas. Como todos los bancos centrales del liberalismo económico contemporáneo, el actual BCR fue creado para garantizar el contexto macro-económico que más conviene a los grandes conglomerados empresariales.

 

Obviamente, el BCR no hace su trabajo por medio de la fuerza o la ilegalidad, pues para eso hay otros. Lo lleva a cabo aprovechando (y reforzando) un sentido común mayoritario que lo ve como una institución técnica que toma decisiones utilizando fórmulas indiscutibles y superiores, y como un actor neutral sin voluntad política ni intereses. Ambas cosas son falsas, y más en una ciencia social que estudia complejidades. Si la realidad fuera una máquina o un objeto, entonces sí bastarían los técnicos que la entiendan, modelen y controlen para que se haga lo correcto. Está a la vista que no es así, y en consecuencia la política es una disputa de sentidos comunes fundamentalmente económicos, donde toda propuesta defiende una subjetividad, protege a los propios y combate opositores. Sin embargo, el absurdo pasa por cierto gracias a un esfuerzo ideológico, mediático y académico de dimensiones globales, impulsado por el gran capital. Es claro que no se trata de un programa explícito u oficial, sino más bien de una cultura corporativa intergeneracional – previa incluso al capitalismo decimonónico – que privilegia la acumulación oligopólica sin límites, y soslaya el abuso, el crimen y la corrupción. Algunos de ellos – los más poderosos – son conscientes de la estrategia desleal, y el resto mayoritario se cree el cuento liberal. Todos, sin distinción, repiten las fábulas del modelo.

 

Como no existe la neutralidad técnica, el BCR es por fuerza un proyecto con carga política, más si recordamos sus orígenes. Nuestra banco central es un proyecto del liberalismo mundialmente triunfante y predatorio de los noventa, y del gobierno  ladrón y criminal de Alberto Fujimori. La ley orgánica que crea el BCR fue aprobada el 29 de diciembre de 1992, en pleno auto-golpe. La norma no pasó por el congreso, y empezó a funcionar el 1 de enero de 1993. Luego fue adoptada por la pobre y liberaloide constitución vigente. No fue lo único que aseguraron en la ilegalidad política: inventaron las AFP e Indecopi, y “reorganizaron” las instituciones judiciales, el tribunal constitucional y la contraloría. Puede parecer forzado hasta aquí – porque no he dicho casi nada todavía -, pero es un clásico de la derecha mundial aprovechar las depresiones graves para arremeter con sus recetas económicas, préstamos chantajistas y mecánicas de influencia. La mega-crisis del gobierno aprista ayudó mucho a que no hubiera resistencia frente a todo lo que sonara a liberal y moderno desde 1990, y el empresariado nacional – con el gran capital extranjero a la sombra – aprovechó la ausencia de controles para asegurar una institucionalidad funcional a sus intereses, que empezara a enraizar el nuevo liberalismo económico peruano. Nada destacable, en términos de desarrollo y progreso sostenible, nos ha traído este embuste que lleva treinta años.

 

Dentro del modelo, el BCR cumple dos grandes funciones: formalmente, diseña y ejecuta la política monetaria conveniente al gran capital, aplicando la teoría económica convencional. E informalmente, utiliza su inmerecido prestigio de independencia política y neutralidad técnica para promover los mitos del liberalismo económico, con ánimo de gurú y explicaciones poco comprensibles incluso para las élites más informadas. No entender las políticas monetarias, gracias a la incapacidad didáctica de la academia económica, es la razón por la que casi nadie nota que la función de los bancos centrales de la ortodoxia noventera incluye una acción política e ideológica permanente, en favor del modelo y sus mayores beneficiarios. Comprendiendo lo monetario, la denuncia que parece conspiranoide se vuelve lógica y explícita.

 

La política monetaria de un país tiene como objetivo definir la cantidad de dinero (efectivos, activos financieros, billetes bancarios) que hay en su economía. Este volumen de numerario debe corresponder a la capacidad productiva real (bienes y servicios) de los agentes económicos. Si hay una cantidad de dinero cuya suma es superior a todo lo que se puede producir, los consumidores querrán comprar más de lo que es capaz de ofrecerles el empresariado. Y cuando los productos son muy pedidos, y hay pocos de ellos en venta, suben de precio. Se trata de una situación escasez debido a un exceso de demanda. Una inflación y del tipo más temido, porque si permanece el exceso de dinero que la origina, crece cada vez más rápido la tendencia alcista y se termina en descalabros inflacionarios. Pero ésta es sólo la mitad de la dinámica monetaria. Cuando en una economía el dinero es insuficiente para pagar todas las posibles transacciones (compras, salarios, inversiones, otros), hay capacidad productiva ociosa en ese mercado, por tanto se está produciendo menos de lo que se puede, lo que implica más desempleo, o menos empleo del posible. Los periodos en los que hay capacidad instalada ociosa son llamados corto plazo, y aquellos en los que se ha agotado dicha capacidad, se les denomina de largo plazo. En este último, sólo se crece más con aumentos de productividad, que es resultado de la competencia relativamente libre y meritocrática entre los agentes económicos, y de su educación profesional. Intentar crecer con intervención estatal (monetaria o fiscal) en el largo plazo, incluso controlando la inflación, desincentiva y dificulta que los agentes económicos se expandan todo lo posible.

 

Ni el corto plazo ni el largo plazo son tiempos cronológicos, sino situaciones mutuamente excluyentes dentro de un sistema. Determinar cuándo se acaba el corto plazo no es sencillo, porque es imposible saber con precisión cuál es la mayor capacidad productiva posible de una economía. Lo que se hace – en los bancos centrales – es un mega-cálculo aproximado, una proyección en base a indicadores actuales, al que la teoría llama PBI potencial. Cuando la producción (el PBI) no llega al PBI potencial, el banco central puede aumentar la masa monetaria sin peligro de inflación, porque hay capacidad productiva ociosa pasible de ser dinamizada. Cuando la producción se acerca al PBI potencial, y da la impresión de que lo va a pasar, la cantidad de dinero debe disminuirse, porque se está acabando el corto plazo y hay peligro de inflación. ¿Como quita o aumenta dinero un banco central? La herramienta principal es la tasa de interés bancaria. Si sube la tasa de interés, la gente mete el dinero a los bancos para aprovechar los retornos ofrecidos, y por tanto hay menos billetes y monedas en la calle. Si baja la tasa de interés, el efecto es contrario, porque conviene más invertir en bienes y servicios, lo que dinamiza la economía y el empleo. Hay otras herramientas, pero están en la misma lógica de decidir si queremos meter o retirar dinero del mercado.

 

El esquema descrito junta dos grandes escuelas económicas. El largo plazo liberal, con su postura de no intervención en lo monetario, que viene desde Hume. Y el corto plazo de Keynes, quien cavilando sobre cómo superar la gran depresión de 1929, postula – en 1936 – que en el corto plazo puede haber intervención (monetaria y también fiscal) sin peligro de inflación. Keynes fue un genio heterodoxo, de amplia y flexible sistémica, al que la ortodoxia de los noventa (con Estados Unidos a la cabeza) desterró de las políticas económicas, incluidas las monetarias. Filtraron la idea de que el exceso de gasto e intervención, en los estados de bienestar desarrollados, había ocasionado la crisis mundial de los setenta, la famosa crisis del petróleo. Nada de eso había, el cambio tecnológico y las caídas cíclicas del capitalismo auto-destructivo (la respuesta estaba en Marx) fue la razón de fondo. Los argumentos de la academia neoclásica también fueron débiles. Uno, muy intrigante, fue decir que es más beneficioso, en términos de crecimiento acumulado, trabajar para el largo plazo que reactivar el corto plazo. No concluyeron que nunca más habría expansión monetaria en el corto plazo – porque eso no tiene defensa frente a lectores universitarios exigentes – simplemente investigaron y confirmaron tesis que parecen decir lo que ellos quieren, y las envolvieron para dárselas a políticos liberales desinformados. Otro argumento débil fue que todo nivel de inflación es un peligro apocalíptico, porque en cualquier momento al asunto se vuelve incontrolable y termina en dramáticos ajustes económicos. Tampoco es verdad. Es largo el tema y quizá sea presentado en otra columna, pero la inflación se controla con la sola decisión política. No se asegura dejando en la miseria a la gente (mano de obra barata para los grandes empresarios), sino con credibilidad de gobierno para modificar expectativas económicas. Los economistas pueden encontrar esta verdad en las explicaciones anexas de varios de los manuales académicos con que aprenden sus modelos en el bachillerato. Lo que buscaban y buscan los liberales monetaristas, al desterrar a Keynes y su corto plazo, es que nada interrumpa el crecimiento del bendito largo plazo, porque ahí está la riqueza de los grandes empresarios, que invierten millones para instalarse en un país por décadas. Un estado activo, en el corto plazo, provoca un tiempo en el que aumenta la calidad de vida, pero no ofrece tanta velocidad económica de largo plazo. Por ello los grandes millonarios del mundo, sus políticos, y una economía provinciana en su occidentalismo y su matematización, decidieron que no existía más el corto plazo.

 

Como si el largo plazo, el crecimiento sin fricción, fuera la panacea. ¿Qué pasa si al mismo tiempo que se crece se genera concentración y exclusión, que es la historia del capitalismo y más en el subdesarrollo? ¿Qué pasa si dada su brecha histórica el país en cuestión no tiene condiciones para llegar a un mínimo de desarrollo inclusivo y sostenible en el “largo plazo”, como ocurre con la mayoría de naciones? ¿No sería razonable tratar ese largo plazo de otra manera, digamos menos liberal y más proactiva desde el Estado? ¿No sería racional aceptar un poco menos de crecimiento para favorecer a todos? ¿Es mejor crecimiento masivamente precario que la sostenibilidad austera con calidad de vida en aumento? La ortodoxia neoliberal siempre prefiere el crecimiento, por las razones ya dichas, y sólo admite una política monetaria expansiva, en el corto plazo, cuando está frente a colapsos de tal profundidad que incluso quiebran la mínima capacidad de compra de los consumidores, lo que no les conviene y puede traer violencia caótica en las calles. Recién entonces Keynes deja de ser un innombrable. Si ese extremo no llega, y por lo tanto ellos no se ven perdiendo, puede aumentar la pobreza, elevarse el desempleo y haber más precariedad sin que se inmuten en lo más, porque “el largo plazo es lo más beneficioso”, para sus bolsillos, claro está.

 

Es ese el BCR que trajo el fujimorismo con el auto-golpe, el del consenso de Washington, el ortodoxo neoliberal que desterró a Keynes, el que juega sin pudor para los grandes capitales, el que asegura las políticas monetarias de largo plazo, con la autonomía (en realidad protección política) que las leyes del modelo le dan a su directorio. Es casi imposible vacar al presidente, o a un director del BCR, durante los cincos años de su gestión. Ni el presidente de la república ni el MEF, ni nadie, les puede pedir la renuncia. Menos los opinantes organizados, porque no los entienden, dado que no saben ni quieren explicar sus decisiones con claridad. Son los dueños absolutos de la política monetaria nacional. Hoy, por supuesto, el BCR sí hace política monetaria expansiva de corto plazo, porque el descalabro pandémico es tan letal que ha puesto en peligro al modelo mismo, lo que no les conviene. Como en casi todo el mundo, este BCR  trajo crecimiento desde los noventa, a un costo altísimo en términos sociales: el shock, las quiebras inducidas de la industria nacional, la mano de obra barata al alcance, las leyes pro-empresariales, y muchos otros, fueron los regalos perversos del gobierno a los empresarios. Las grandes inversiones extranjeras no podían tener mejor escenario a su favor. El BCR dirá que todos estos costos los decidió el MEF y otros ministerios, porque no son asuntos de política monetaria. Y es cierto, salvo que todo es parte de un mismo paquete económico conservador, y que nunca se les ha escuchado preocupación o postura frente a estos terribles males propios del modelo ortodoxo neoliberal, y que su política monetaria apuntala y refuerza. Sí levantan la voz, por supuesto, cuando un presidente soberano manifiesta querer cambiar las cosas que históricamente no funcionan.

 

El punto es que el esquema monetario que impusieron les resultó eficaz hasta los primeros años del siglo XXI. El velo capitalista es un enemigo sigiloso y retrechero, que utiliza el consumo masivo barato y sus medios de comunicación para distraernos y hacernos olvidar las miserias colectivas. El crecimiento de largo plazo, además, es una política económica fácil, porque es un “dejar hacer, dejar pasar que el mundo camina solo”. Es decir: dejemos a la jungla que muera y se mate, siempre que trabajen y consuman. En realidad, lo difícil y meritorio, en términos de política económica, está en construir desarrollo, algo que contados países del mundo conocen, y no por su liberalismo económico, sino por su capitalismo internacionalmente predatorio, construido a partir de una ventaja colonial de siglos, que supieron usufructuar los más audaces y prepotentes.

 

Sin embargo, esta fiesta macabra fue mucho más corta de lo que esperaban, porque la globalización y sus tecnologías también eran parte del proyecto que empezó en los noventa, y por tanto todas las economías del mundo se hicieron mucho más interdependientes: las distancias geográficas se estaban pulverizaron con la ingeniería informática y sus inventos de comunicación interpersonal, y el mercado mundial se consolidó. Desde el cinismo liberal del cambio de siglo, ésta era una oportunidad de emprendimiento masivo; desde la realidad económica y geopolítica, significó un aumento de las asimetrías entre personas y países. Nada nuevo bajo el sol del darwinismo liberal, salvo el pequeño detalle de que ahora cualquier crisis de una economía grande afecta al mundo entero, y de que hay varios gigantes queriendo hacer caer el orden actual, diseñado por y para Estados Unidos. De ello, influyen deliberadamente – antes y durante las emergencias – para que éstas perjudiquen más de lo debido. Como esto ocurre con cada vez mayor frecuencia, y a veces por razones no económicas – como la pandemia -, no hay largo plazo en la práctica, sino recuperaciones, despegues y caídas, lo que impide el crecimiento desmedido e irracional que buscan, y los obliga a apelar a las recetas keynesianas que rechazan compulsivamente. Ni el liberalismo económico clásico ni ninguna de las corrientes de su academia contemporánea tienen una política monetaria con capacidad de predecir estos escenarios y cortar las fuerzas de su arribo, que es lo que hacían con la inflación, por medio de la disminución de la masa monetaria. No exagero en lo más mínimo, pueden preguntarlo: no hay un sólo economista mínimamente enterado que niegue que la economía actual se ha vuelto altamente vulnerable, de manera incontrolable hasta este momento. Desde luego, las economías subdesarrolladas lo padecen mucho, pues están cada vez más subordinadas y disminuidas en el orden global, y por tanto no sólo sufren con las caídas de los gigantes, sino que son chantajeadas con la dictadura de los capitales financieros golondrinos, que ante el menor signo de que algún presidente quiere pensar distinto, se van apretando un botón, y trastornan bruscamente el tipo de cambio. Con este golpe, ponen rápidamente en vereda al atrevido. Sus razones nunca santas son irrelevantes, el problema es la posibilidad de boicot sistémico que tienen a la mano, contra nosotros los peruanos.

 

Cuál es la estrategia del BCR de Julio Velarde. En este momento, las herramientas tradicionales (operaciones en el mercado financiero para paliar la brusquedad del cambio), son infértiles frente al chantaje cambiario, porque nuestras voluminosas y subdesarrolladas reservas jamás van a poder contrarrestar todos los retiros que son capaces de hacer los capitales golondrinos. Por ello, el BCR ha concluido que lo mejor es ser el más aplicado de los vasallos: la más baja inflación del continente, el mayor PBI de las economías emergentes, la mayor reserva de las región, el menor déficit fiscal de tales o cuales años, la mayor capacidad de ahorro entre los descalabrados, y así. Esos logros dudosos y fáciles de conseguir, implican costos para la mayoría, como se ha indicado arriba. Pero no les importa, porque el objetivo mediocre y servil es ahorrar todo lo posible para resistir mejor las terribles crisis e inevitables, y sobre todo tener los mejores indicadores previos al colapso, para que los préstamos e inversiones – que siempre nos condicionan – lleguen rápido. Con eso, y muchas oraciones para que las grandes economías se recuperen, se saldría del bache. Y luego, con las próximas crisis que de todas maneras se vienen, se irá viendo.

 

Pero como se dijo al inicio de este texto inevitablemente largo. Hay otra función que el BCR cumple diligentemente, y que se ha visto con claridad en estos días en los que por elegir de presidente a Pedro Castillo, discutir sobre una nueva constitución y plantear la renegociación del Gas de Camisea, hemos sido víctimas de una fuga chantajista de capitales que ha elevado el tipo de cambio. Una salida de inversiones financieras tan subordinante, que apenas se hace lo que esperan los empresarios los capitales retornan al país y logran que el dólar valga menos. En ese trayecto, Julio Velarde no sólo ha persistido en sus convicciones ortodoxas de política monetaria, las que pasea en todas sus entrevistas y presentaciones, sino que ha operado políticamente, cumpliendo su función velada. No en vano es un tecnócrata experimentado y prestigioso, y un hábil político de instituciones doradas e inimputables. Primero, aprovechó la vulnerabilidad del momento – y el apoyo de los empresarios y sus medios que sembraban terror – para venderse como indispensable por sus conocimientos, cuando en todo caso lo es por sus contactos y perfil: el banquero más acomedido de la región, frente a los ojos de los verdaderos jefes que reparten la torta del salvataje. En segundo lugar, ha criticado al presidente Castillo antes y después de que éste confirme su nombramiento. Lo culpó de la subida del dólar, pidió explícitamente que el gobierno deje más claro que no perseguía el cambio de constitución, y acaba de decir que la reciente decisión presidencial de retomar la renegociación de Camisea afectará las expectativas empresariales (o sea, vuelve el chantaje). Por supuesto, exigió un directorio del BCR con convicciones ortodoxas, aunque se trate de economistas algo más propensos al keynesianismo monetario. Es decir, cedió políticamente en lo que consideró poco relevante (la tasa de interés ya está en el piso), y aseguró que lo esencial su estrategia sea respetada: ser los más cumplidos y disciplinados de la región. ¿Qué protege Velarde, y qué defiende con tanta vehemencia? ¿Su estrategia servil que no soluciona nada y nos sigue haciendo vulnerables? ¿Está aplicando modelos y cumpliendo sus funciones con neutralidad política?¿Hay algo de técnico en su acción pública reciente? Claro que no, en lo más mínimo. Está presionando al gobierno para que éste no se salga de las recetas fracasadas del modelo, y no sólo en lo monetario. Quiere impedir que el presidente busque una renegociación con una mega-empresa que nos debería rendir mucho más en cuanto a desarrollo. Velarde es aliado y representante político del capitalismo nacional e internacional, no cabe duda. Y en este entorno de poder se cuecen habas, inevitablemente como nos lo muestra la historia.

 

Para terminar, no se vaya a creer que no hay salida frente al colonialismo financiero que impone el modelo muy eficazmente. Claro que la hay, cómo no. Es cosa de cortar con decisión lo que produce el problema, que en este caso específico es la tiranía del dólar, consecuencia de depender de las importaciones, debido a que Fujimori quebró la industria nacional que había empezado a crecer desde mediados del siglo XX. Debemos consumir producto local – sobre todo alimentos – para no estar sujetos al dólar. Hay que apostar por la manufactura local, lo que demanda reintroducir el cooperativismo, el fomento y la intervención estatal, porque las brechas a superar son enormes y sólo pueden enfrentarse juntando esfuerzos. Hay que hacer una revolución pacífica, lo que tarde o temprano termina en un cambio de constitución por convicción mayoritaria. Es claro que éste no es un camino fácil y que el actual gobierno no puede plantearlo, porque carece de liderazgo proactivo en su primera jefatura, y de mayorías en el congreso. Pero sí puede insistir con lo que anunciado hasta hoy, que es apenas un poco de atención a las mayorías siempre olvidadas – que son los campesinos y los micro-empresarios que viven al límite de precariedad -, y buscar obtener mayores beneficios de las empresas extractivas extranjeras, sobre todo de las que este año ganarán muchísimo. Sumado a ello, se debe invertir en salidas concretas para la gente, no sólo en bonos, sino también en fomentos y facilidades para cambiar hábitos de consumo, privilegiando lo nacional y la seguridad alimentaria, lo que se ha anunciado. Por hacer sólo aquello, nada grave o insuperable nos va a pasar, y empezaremos a empujar el coche de la patria en la dirección correcta. Lo que sí es indispensable, y de una buena vez, es que demos cara al abuso, y evidenciemos con diplomacia la dictadura de los capitales financieros internacionales. Así, al menos, no seremos hijos de la indignidad y la sumisión, y estaremos trabajando lealmente para nuestro propio bienestar y desarrollo.

Tags:

BCR, Julio Velarde, Pedro Castillo

El principal problema del ministro Ciro Gálvez es que no conoce el fenómeno cultural, y en consecuencia no tiene un punto de vista sobre qué debe hacer el MINCUL. Podría asesorarse, aunque a estas alturas es obvio que no se lleva bien con buena parte del sector que encabeza, y que es un hombre impetuoso. Todavía puede buscar asesoría internacional, mejor si es algo diversa, para comparar. Hoy con el hábito del zoom, es cosa de días concretar el apoyo. Pero antes debe tomar plena conciencia de sus debilidades, y actuar considerándolas.

Creo que todas las políticas de Estado, a nivel ministerial, deben contribuir al proyecto nacional de escapar del subdesarrollo. No tengo dudas de que este último responde a una división internacional del trabajo que nos perjudica, y que persistimos en el modelo degenerativo porque un velo occidentalista y colonial que nos lleva a hacerlo. En este orden concentrador de riqueza, sólo un público reducido de la población – usualmente el de mayores ingresos – ejerce su derecho a la cultura, en parte porque en la lógica occidental ésta no es gratuita (sino más bien cara), y en parte porque la concepción de producto cultural que prima lo impide. Por ello, la función central del MINCUL debe ser la de empujar la universalización del acceso a la experiencia de producir y consumir cultura. Cuál otra podría ser, me pregunto. La institucionalización definitiva y la guardianía de la pluriculturalidad peruana, por ejemplo, debería estar en manos de la PCM, porque es una política pública interministerial y multinivel que demanda mucha experiencia de gobierno y poder político, y que a menudo colisiona con grandes intereses privados. Un ministerio nuevo, muy precario y con poco peso ante la opinión pública facilita la labor de los depredadores empresariales, y hasta hoy siempre ha sido rápidamente silenciado por el presidente de turno cuando ha habido conflictividad social de procedencia intercultural. 

La promoción de valores ciudadanos es otra tarea asumida como trabajo primordial del MINCUL, sobre todo entre nuestros gestores culturales. No tiene por qué ser una mala idea, pero está imposibilitada de ser función central del ministerio, porque no tenemos un consenso valorativo al respecto, y por tanto los contenidos del proyecto estarían siempre sujetos a cambios quinquenales, o a ser superficiales para poder sobrevivir. Tampoco la identidad nacional es misión del sector Cultura, como se ha pretendido algunas veces. En general, los contenidos  cohesivos de Estado son responsabilidad del presidente y todo el ejecutivo. El MINCUL puede ser muy estratégico en este cometido, pero no lo lidera. Su gran función pública está  vinculada a la universalización de la experiencia cultura, cuyo ejercicio libre – sea uno emisor o receptor – nos enriquece en la toma de conciencia frente a la realidad, y en muchos otros sentidos. Seríamos otro pueblo si todos estuviéramos más familiarizados con estas prácticas.

Pero delimitada la función, vayamos al dilema: cómo hacer accesible y masiva la experiencia cultural en el Perú. Es claro que aquí se está entendiendo cultura como el conjunto de eventos representativos de la realidad, que se diseñan y presentan – o registran y distribuyen – para el disfrute de otros, y no cultura en su concepción antropológica. Al punto: lo primero es mirar y entender nuestra oferta de cultura, pues sobre ella tiene gobierno y capacidad de fomento el MINCUL. Dicha oferta tiene dos grandes componentes: las bellas artes y sus géneros contemporáneos (por ejemplo la pintura, la danza o las expresiones conceptuales callejeras) y las industrias culturales, que demandan tecnología de producción masiva, y por tanto mucho más inversión en la producción (el ejemplo típico es el cine). De hecho, hay muchos productos que pertenecen a ambos dominios, como la música de estudio o la literatura impresa,  porque los límites conceptuales entre ambas categorías son difusos, pero de todas formas, son estos dos terrenos los que delimitan, hasta hoy, la oferta cultural peruana. El problema de este esquema es que está muy lejos de permitir el masificación de la experiencia cultural libre, pues su institucionalidad y sus fuentes de financiamiento se contraponen, tarde o temprano, a la universalización del acceso, a la libertad de contenidos o a ambos.

En el caso de las bellas artes y sus formatos contemporáneos, está en su génesis la tendencia a complejizar el disfrute y la producción del acto cultural, lo que trae como consecuencia la inevitable elitización del circuito. Son siempre ofertas y demandas muy pequeñas las del mercado de la “alta cultura”, y el esfuerzo de hacerlas masivas, de intentar acercarlas al gusto mayoritario, violenta lo que más valoran sus agentes creativos: la no interferencia de terceros en el contenido de la manifestación vivencial, explícita u oculta. De modo que, aunque se contara con los grandes montos públicos que requiere consolidar una oferta de bellas artes (y afines) competitiva en volumen y calidad, ésta nunca sería masiva, muchos menos en un país subdesarrollado donde las prioridades de gasto familiar siempre son otras. Suele haber libertad de contenidos en este componente de la oferta cultural, pues casi siempre sus productos están financiados por quien los inventa, pero esta independencia se restringe cuando – ocasionalmente – se ayuda con el apoyo material del Estado (premios o infraestructura de exhibición), pues en general los gobiernos valoran mucho más la estabilidad política que el derecho a la crítica revulsiva.

Las industrias culturales, por su parte, sí están vinculadas a los grandes públicos, pero no a partir de sus contenidos más progresistas – que suelen ser de culto – sino, en general, por medio de sus creaciones más banales y elusivas. Y dado que los soportes masivos tienden a ser caros, el empresario o dependencia pública que los financia no suele hacerlo “por amor al arte”, sino por objetivos concretos (no siempre visibles), que en el conflicto de intereses se impondrán a la libertad de contenidos. Obviamente, hay matices en toda realidad, pero es difícil discutir que la industria cultural está muy lejos de poder garantizarnos al acceso masivo a la experiencia cultural libre.

Nada de lo anterior significa que la acción cultural vigente no tenga relevancia política. Claro que la tiene, y por eso es necesaria. Además es una matriz instalada en la realidad social y en nuestras mentes, por tanto es legítima. Pero no está llamada protagonizar la universalización de la experiencia cultural en el Perú. La oferta cultural contemporánea, tal como está concebida, tiene muchísimo que aportarle a las élites informadas y activas del país. Es indiscutible que la creación y el consumo del arte amplía la inteligencia de las personas, y que hay obras geniales que provocan profundas movilizaciones internas. Vaya que les sería útil este hábito cultural a nuestros grandes tomadores de decisión en el país – públicos o privados – y a nuestros mejores especialistas. Asimismo, el prestigio internacional de una corriente creativa o de una sensibilidad nacional es fortaleza geopolítica – poder sutil -, como bien lo han sabido los países desarrollados del mundo, que han posicionado a su gremio artístico por medio de buenas y malas lides. El MINCUL debe manejar con equilibrios inteligentes las tensiones propias de nuestro mercado cultural y – aunque estemos a décadas de una situación mínimamente comparable a la que se busca – apuntar al crecimiento y la mejora sistemática de nuestra oferta creativa artística.

Pero el MINCUL también debe tener claro que, para optimizar su gran objetivo de universalizar el derecho a la cultura en el subdesarrollo peruano, debe abrirse a lógicas y contextos distintos a los que hasta hoy han ocupado su principal atención. Espacios donde el mercado, la vocación distintiva (humana, por cierto), y el Estado mismo, tengan mucha menos posibilidad de intervención. Hay que promover, revalorar y hacer costumbre la expresión cultural en la vida cotidiana de la gente, sobre todo en el mundo popular. Pablo Macera, preciso y sistémico como ninguno, decía en 1975 que todo hombre puede y debe hacer cine, pero que antes había que democratizar sus tecnologías, abaratarlas. Fue muy visionario: hoy cualquiera produce videos con su celular, y un poco que cada uno de nosotros va haciendo, en las redes, la película de su vida día tras día. Debemos divulgar la idea de que la expresión cultural representativa es un derecho y una necesidad de todos, y que debemos ejercerla – para beneficio propio – en nuestra vida familiar y nuestros entornos vecinales. Siempre habrá público dispuesto. Todos estamos formados y definidos, en gran parte, por experiencias culturales de representación, porque son propias de la condición humana. Sin esos recuerdos, usualmente familiares, escolares o de barrio, seríamos otros. 

Los peruanos somos, además y desde siempre, un pueblo de músicos y danzantes, porque nuestros antepasados pre-hispánicos, y luego la comunidad afro-peruana, vivían entre cantos y bailes. Esto, como muchas herencias profundas, sigue felizmente en nuestros genes. Miren el futbol y el vóley de nuestras selecciones en sus mejores momentos, con ánimo contemplativo. Seguramente encontrarán música y danza muy particulares, distintos a los que ofrece el rival. Son manifestaciones humanas (insisto en que muy culturales), donde se ve expresada nuestra sensibilidad colectiva, en este caso nacional. Cuando nos conectamos con estos eventos, nos hacemos mejores. Es interesante notar que, bajo esta mirada, el límite entre expresión cultural y deporte es casi inexistente, siempre que éste sea vivido con amplitud mental, orgullo local y ánimo amateur.

Sin duda la propuesta que describo está muy intersecada con los movimientos peruanos y latinoamericanos de cultura viva comunitaria, aunque se concentra más en la democratización de la acción cultural misma que en la divulgación de la filosofía del bien común. No dudo que al final, inevitablemente, se trata de la misma lucha. También es cierto que estamos hablando de un territorio donde lo oral, actoral y lo audiovisual son lo más propicio, pero eso no significa que lo escrito va a dejar de existir en este entorno. Es imposible, encontrará sus causes expresivos y formatos. Muchos dirán que la mayoría de productos culturales de este circuito no tendrán gran sofisticación técnica y acabado. Es cierto, pero eso no significa que estén impedidos de adquirir la pericia básica necesaria para transmitir vivencias y conmover, o que no puedan inventar formatos más manejables. Al final lo más importante es si se transmite – y cuánto – los sentimientos y estados de ánimo.  Piensen en la música, cuya práctica puede complejizarse mucho, pero que también puede ser ejercida por cualquiera. Cantar es memorizar una melodía y una letra, e interpretarla con nuestra experiencia y voz. Percutar está en nuestra naturaleza. Hacer seguido ambas cosas nos puede dar muchas satisfacciones, y si se nos dan algunos secretos basales del oficio, podemos pasar por la experiencia cultural libre en nuestros entornos cercanos, todas las veces que queramos. Tema tras tema hacen repertorio todos los músicos del mundo. Nadie niega que hay instrumentos complicados, pero hoy existen tecnologías que los reemplazan. El asunto es quitarle la alta exigencia técnica al acto cultural, y privilegiar su potencial expresivo y movilizador para poder masificarlo. 

Consolidar un nuevo sentido común cultural y su institucionalidad no es sencillo ni se hace de un día para otro, muchos menos en nuestros países. La primera, y quizá la única gestión de Estado que se ha tomado en serio esta posibilidad, es la de Susana Villarán, que formalizó la política publica de promoción de culturas vivas comunitarias por medio de una normativa consensuada con los interesados  y un presupuesto de volumen significativo. Hay que retomar y reforzar este esfuerzo. Se trata de construir una nueva red de prácticas sociales, lo que se hace con objetivos lógicos, contenidos claros y divulgables, capacidad de desconcentración administrativa, tecnologías e instalaciones adecuadas. Lo último es lo más carente, porque demanda espacios públicos en la ciudad y eso  depende más de la gestión urbana que de la cultural, pero de ningún modo  impide el proyecto. Las tecnologías de transmisión masiva hoy son mucho menos problemáticas, aunque es verdad que la posibilidad digital todavía está lejos de ser universal en el Perú. Pero está el espectro electromagnético de propiedad pública, de donde el MINCUL debería obtener una señal televisiva y radial – bajo un esquema de financiamiento adecuado – para fortalecer su trabajo de gestión de culturas vivas comunitarias, y todo su plan sectorial. 

Debe quedar claro que el MINCUL, y cualquier entidad pública, no tiene por sí sola los brazos necesarios para llegar a la vida cotidiana de la gente, a todos los espacios locales del país. Por eso, además de las direcciones regionales de cultura – que deben ser fortalecidas – sus socios naturales, para este esfuerzo, son los gobiernos locales y los colectivos culturales, porque conviven de la dinámica de los barrios distritales. Otro canal muy importante es la escuela. El MINCUL debe buscar que se modifiquen los contenidos de la actual currícula escolar, en el área denominada Arte y Cultura, cuyas competencias a desarrollar entre los estudiantes son “apreciar de manera crítica las manifestaciones artístico-culturales” y “crear proyectos desde los lenguajes artísticos”. Es obvio que esto está pensado bajo los parámetros de la oferta cultural vigente, para incentivar a eventuales críticos o profesionales del arte, o para asegurar que los futuros ciudadanos entiendan los códigos de la alta cultura y los aprovechen. El área debe llamarse Expresión Cultural o algo así, y su objetivo debe ser equipar a los alumnos, emotiva, racional y físicamente, para ejercer su derecho a la cultura expresando sus vivencias en sus entornos cercarnos. El espíritu de este espacio docente, incluso su metodología, deben ser definidos por el MINCUL, aunque debe quedar muy claro que cualquier profesor promedio, sin importar su especialidad, puede enseñar muy bien estas materias, si comprende su definición  de acto cultural y le entusiasma el nuevo camino.

Queda por verse nuestro territorio rural, pues es evidente que lo hasta aquí comentado es sólo urbano. En el mundo pre-hispánico, la producción cultural era generalmente funcional, y se daba durante el trabajo agrícola y en ceremonias espirituales, para fines energéticos y de comunicación con la naturaleza. También hubo una tradición de acción cultural cotidiana entre los antiguos peruanos. Según María Rostworowski, abundaban los músicos y los instrumentos de fabricación casera en el incanato, y se solían hacer reuniones en las plazas públicas – entre familias amigas – para rememorar los antepasados con música y chicha de jora. El MINCUL debe ser parte estratégica de una política nacional de regeneración del territorio andino – tema discutido aquí en anteriores columnas -, y debe ser el responsable de recuperar y fortalecer la manera cultural pre-hispánica. Es un objetivo que no sólo agradecerá la patria, sino la especie entera, que busca  urgida las respuestas que el orden capitalista occidental ya no le ofrece.

Tags:

Cultura, MINCUL

Ver provocación o rompimiento de protocolo en la histórica chacchada de coca que el premier Bellido practicó en el congreso hace una semana es no conocer o desconsiderar la parte infame de la historia del país. Qué ejercicio de libertad no es rebelde en el ninguneo, qué manifestación cultural alterna no rompe protocolos en la homogeneidad provinciana del occidente más conservador. Ciertamente aquí hay un gesto político, que responde a un contenido que no estuvo en el discurso de pedido de confianza – por razones obvias -, pero que ha sido varias veces manifestado como voluntad de la bancada oficialista: eliminar la erradicación de la hoja de coca como eje central de la política antidrogas.

La criminalización de la hoja de coca, y el compromiso de erradicación que el Estado peruano tiene desde la década de 1960, es otro de los asesinatos culturales que occidente le ha infligido al mundo andino-amazónico, un etnocidio a todas luces. La hoja de coca no es droga y no tendría que estar en la lista de estupefacientes ilegales de la ONU, tampoco lo es la cocaína (uno de sus muchos componentes). Sí lo es el clorohidrato de cocaína, porque es psicoactivo, produce adicción y es nocivo, lo que en ningún escenario puede decirse de la hoja de coca. Pero, además, la cocaína es sólo un insumo en medio de muchos productos químicos que conforman la droga. Para producir un gramo de la droga en polvo se necesita extraer cocaína de 100 kg de hoja de coca. Es decir, en un gramo de clorohidrato de cocaína, menos de una centésima parte es cocaína que proviene de hojas de coca. Sin embargo, a éstas se les persigue, no a los otros insumos. Es algo así como prohibir la uvas para evitar la alcoholización con vino. O proscribir el tabaco – planta maestra también – por la alta letalidad de los cigarros. Y pasa todo lo contrario: se venden con publicidad que advierte el crimen. Obviamente, los campesinos de la selva latinoamericana son un perseguido geopolítico mucho más débil y silenciable que los poderosos empresarios cigarreros del mundo.

La gran desgracia de la hoja de coca, en realidad, fue encontrarse con el desarrollo de la ciencia química en la segunda mitad del siglo XIX. Esta estudió el producto, ubicó a la cocaína y la aíslo, para así poder mezclar el activo natural con elementos sintéticos y vender masivamente sus beneficios. Hubo toda una industria de medicamentos, anestésicos locales, golosinas, licores y afines que aprovecharon las virtudes de la hoja de coca, desde el último cuarto del siglo XIX. El hallazgo clorohidrato de cocaína es hijo disfuncional y destructivo de este momento histórica, que es urbano y propia de la segunda revolución industrial, y ajeno al escenario agrícola donde se cultiva y consume la hoja de coca desde miles de años atrás. Así, en el primer cuarto del siglo XX, cuando ya han confirmado el potencial adictivo y destructivo que podía tener la cocaína con ciertas mezclas, empiezan a prohibirla. Y luego terminan obligándonos al suicidio cultural de la erradicación. No reprimen ni desconocen derechos en su territorio, donde está la gran y mayor demanda, sino aquí, en regiones en las que no se tiene responsabilidad frente a su problema social con las adicciones graves.

Y cuando arriba digo que se comete etnocidio con la erradicación, no soy otra cosa que descriptivo . La hoja de coca es central en nuestro mundo andino desde hace más de 4 mil años, y sigue viva en por lo menos la mitad del territorio peruano y entre 6 millones de sus habitantes. Es parte nuclear de rituales y ceremonias – muchas propias del quehacer agrícola cotidiano – pues abre los sentidos, incentiva la meditación y conecta con la naturaleza, a la que se quiere transmitir mensajes y atender, para reforzar su fertilidad. La hoja de coda también es caja chica y moneda de cambio. Y no sólo es el más grande energético natural y sin contraindicaciones que ha descubierto el mundo, sino que es un gran cohesivo social, y un símbolo de apertura y confianza entre quienes la chacchan juntos. Fumigarla indiscriminadamente no es más que otra mecánica aniquilamiento cultural en su contra, aunque esta vez con un pretexto de seguridad. No es la primera vez que la hoja de coca es perseguida, ya sucedió durante la colonia, cuando el mal salvaje que nos subordinó la vinculó con sus propios miedos y culpas, o lo que llamó demonio. Al final terminó consumiéndola y registrándola como especie botánica, pues la cantidad de beneficios que posee es innegable.

Prácticamente todo el siglo XX ha sido testigo de un silenciamiento de las muchas virtudes que posee la hoja de coca, lo que hace muy favorable su eventual masificación. La planta tiene una enorme variedad de cualidades medicinales, inabarcables en este espacio. Es tranquilizante y ligeramente antidepresiva, es desinflamante y cicratizante, es digestiva, es oxigenante para el cerebro (se piensa más y mejor), es regenerativa para la descalcificación ósea, está vinculada a la longevidad saludable, y la lista es larga. Todo esto sin causar ningún efecto negativo: se puede chacchar toda la cantidad de hoja de coca que se desee, no es una adictiva ni hace daño. Al contrario: el país podría dar un importante salto productivo si se hiciera cotidiano el consumo de hoja de coca, porque cada uno de nosotros mejoraría en todo sentido, y tendría más energía e inteligencia para crear soluciones.

El hecho de que todos estos efectos favorables en términos de salud y calidad de vida no tengan consecuencias adversas, hace que la hoja de coca tenga un enorme potencial industrial, que el Estado debería aprovechar muchos más. En este momento, a través de la empresa pública ENACO (que en teoría es el monopolio estatal para la producción y distribución de la hoja de coca), y de un número recudido de micro y medianas empresas, se industrializan decenas de productos cocaleros en territorio peruano (alimentos, bebidas, dulces, otros), pero estamos muy lejos de optimizar todo el potencial a la mano. Bien promovida, podría conformarse una enorme industria peruana – e incluso pan-andina – de la hoja de coca, la que podría conquistar el mundo y conformar un gran mercado interno. Quién no querría comprar productos que mejoren el bienestar biológico y emotivo. ENACO debería ser empoderada para empadronar a los agricultores y evidenciar donde está la siembra ilícita. Y promover patrones de mercado como empresa pública con posición de dominio, por lo menos hasta que la industria florezca plenamente. No se necesita un monopolio estatal en la producción y la distribución de hoja de coca. Este no sólo es permanentemente burlado por los traficantes de estupefacientes (hay mucho mejores estrategias), sino que impide la libre competencia necesaria para conformar una industria a gran escala.

Industrializar la hoja de coca en el Perú también podría ser una oportunidad para empezar a promover un nuevo patrón de industrialización alimentaria, de fuente pre-hispánica, que necesitará el mundo muy pronto: se produce a escala para masificar la calidad de vida, no para reproducir las enfermedades degenerativas. El negocio procede cuando mejora la condición humana y el hábitat comunitario, no cuando los deteriora. Obviamente los imperios del mundo piensan a la inversa: no quieren que tengamos ventajas comparativas y ni que exportemos valor agregado, no quieren que a los consumidores peruanos lleguen valores vinculados a la alimentación inteligente y sostenible. Ya se ha dicho en este espacio que acumulan a partir de nuestro rezago creciente.

Finalmente, es bastante obvio que la política basada en la erradicación de la hoja de coca no es solución para el narcotráfico. El Estado no tiene capacidad para controlar tan complicadas y hasta inaccesibles zonas de la selva donde se cultiva la hoja de coca. Y ésta – siempre generosa – no es exigente en cuanto a la calidad de tierra donde la hacen brotar, además de no tener plagas destructivas y ofrecer varias cosechas al año a partir de una sola siembra. De ahí que hasta hoy la política de erradicación tenga resultados tan pobres frente al tráfico de drogas ilegales. El Perú lleva seis décadas en este camino, y el narcotráfico ha demostrado muchas veces que está en lo más alto del poder político, en operatividad siamesa con la corrupción. De más está decir que el tráfico de estupefacientes agudiza nuestro subdesarrollo y reduce nuestras muy escasas posibilidades de superarlo. En realidad lo necesita, pues el atraso económico es sinónimo de Estado débil y capturable, que es lo que buscan la mafia y el sicariato para apoderarse de regiones enteras por medio de la violencia y el terror.

No creo que la persecución policial y la represión sean un camino viable para solucionar el problema del narcotráfico, que es el de las adicciones graves si lo miramos desde la demanda. La realidad nos dicen que hay cada vez más cultivos ilegales y que el precio del clorohidrato de cocaína para consumo sigue bajando. Creo que hoy sería mucho más potente una permanente campaña informativa mundial, que transparente todo el conocimiento existente sobre esta droga ilegal (y otras), que solucione miedos innecesarios y estigmatizadores, y que advierta con seriedad académica sobre los peligros. Y si esto es así, el problema del narcotráfico tendría como única y más eficiente salida legalizar la producción y el consumo del estupefaciente. Pero ése es un dilema que deben enfrentar los países más poderosos del mundo, porque sólo ellos están en capacidad de generar el consenso internacional necesario que requieren las políticas antidrogas, y porque son los principales afectados por los problemas de adicción. En cuanto al combate al narcotráfico en nuestro país, al que no tenemos por qué dejar de apoyar, se le debe atacar persiguiendo al resto de los insumos de la cadena productiva del clorohidrato de cocaína y la pasta básica (kerosene, trata de personas, armas, sintéticos intermedios, autoridades políticas, servidores públicos, militares), no a la hoja de coca, que es una planta maestra de grandes capacidades energéticas, y que es central en la cosmovisión y el orden social de la cultura andina.

Como siempre, las causas que explican el abuso histórico se mezclan y confunden. Hay mucho de desconocimiento y eurocentrismo aquí, sobre todo entre las autoridades y las élites, pero sin duda gran parte del asunto tiene que ver con las bases militares que el Estado norteamericano posee en las zonas cocaleras peruanas, donde accede a los recursos mundialmente estratégicos que están en nuestra Amazonía (agua, maderas, diversidad e inmensidad genética, conocimientos ancestrales), lo que le da capacidad para construir control geopolítico sobre ellos, a futuro. Todo bajo el pretexto de la ineficiente, y culturalmente criminal, política de erradicación de la hoja de coca. No es excesivo sospechar que el interés yanqui está en dejar que las cosas sigan como hasta hoy en todos sus extremos, se sabe que el Estado norteamericano está penetrado por el narcotráfico. Y tampoco es desproporcionado decir que la chacchada de Guido Bellido en el congreso no fue beligerante, sino justiciera, desarrollista y nacionalista.

Tags:

Guido bellido, Hoja de coca

Hace dos o tres crisis (ya no pasan los días en el Perú del golpismo empresarial y sus medios), se cuestionó duramente la decisión del actual gabinete de reducirse el sueldo ministerial a la mitad. Todos los argumentos respondieron a criterios de reforma administrativa pro-eficiencia, cuando se trataba de un gesto político para manifestar que la autoridad debe ser “del pueblo”, así le nace trabajar “para el pueblo” y “por el pueblo”. Ser “del pueblo” también pasa por convivir lo más cerca posible con las mayorías, con el 99% de peruanos que gana por debajo de los 15,000 soles que recibirían ahora los ministros, y con el 75% que percibe menos del sueldo mínimo. Lo cierto es que esta decisión, de concretarse, no afectaría los sueldos de los altos cargos administrativos y de las cabezas de los organismos autónomos, porque son asuntos que van por cuerdas separadas desde que, en el 2010, el entonces contralor Fuad Khoury se colocó una remuneración que doblaba al del presidente de entonces, sin que nadie pudiera hacerlo recular. Con esto, abrió la puerta para violentar una norma que tenía vida desde el 2004, y que llevaba la rúbrica congresal del finado Henry Pease, a quien el suscrito escuchó decir, hacia el 2009, que seguía convencido de que el presidente debe ser el cargo mejor pagado de todo el aparato estatal peruano. Complejo tema, pero la postura no tiene nada de absurda.

Pero incluso si la decisión política y voluntaria de los actuales ministros implicara reducir los salarios de los altos gerentes públicos, esto no significaría un daño a la eficiencia estatal, y menos como consecuencia de una ola de renuncias irreemplazables. Los pocos funcionarios (décimas porcentuales) que ganan más de 25,000 soles al mes en el Estado peruano, no están ahí por mérito, sino porque logran acceder a las redes que usufructúan dicha posibilidad bajos sistemas rotativos. No hay aquí evaluaciones de acceso y concurso, salvo mínimos aparentes: todos son cargos de confianza en la práctica. Algo parecido sucede con los que ganan alrededor de 15,000 soles al mes. Están más sometidos a todo el esquema formal de concursos públicos para el acceso, pero eso no significa que prime el mérito en sus procesos. Al contrario: en nuestra burocracia pública se manejan continuamente los concursos para asegurar a las personas deseadas en las plazas. Y es un mito lo de la fuga de talentos frente a la racionalización salarial. Esta red laboral del Estado peruano “se las arregla” como todos, y es de moral bastante laxa, así que no va dejar de recibir los ingresos dorados que percibe, así se los recorten. Si hubo renuncias entre los altos cargos cuando alguna vez se han reducido sueldos, éstas fueron muy excepcionales. No son empleados particularmente atractivos, para el sector privado, los organizadores y cabilderos del aparato público, mucho menos con esas pretensiones salariales. Esto no significa que no haya eventos y espacios de eficiencia entre estas redes, pero sí que éstos, cuando aparecen, no son producto de sueldos altos y mérito, sino de filtros que definen las propias argollas tecnocráticas.

¿Tiene relevancia un buen nivel salarial en la eficiencia administrativa? Es obvio que sí, y mucha, pero no en cualquier contexto organizacional. Para que haya mejoras de volumen relevante en cuanto al desempeño de los servidores públicos, es necesario tomar decisiones bajo mirada sistémica, lo que implica intentar ubicar la dinámica generativa de la productividad y la vocación de mejora entre los empleados públicos. Debe saberse, en principio, que no tenemos los insumos necesarios para aspirar a un Estado superlativamente eficiente en el comparativo, porque nuestros gremios profesionales y culturas corporativas son los propios de un país subdesarrollado. Y también que la capacitación en protocolos de planeamiento y habilidades blandas de gestión no tiene efectos en una burocracia que carece de masa profesional lo suficientemente amplia y competitiva. La formación necesaria para los servidores públicos está en las buenas universidades que apenas tenemos, en cualquiera de sus carreras y caminos de postgrado. Su compromiso final con el país depende, como en cualquiera, de cuestiones emocionales vinculadas a sus contextos coyunturales e históricos, no de lo que escucha en charlas y cursillos.

El nervio de la reforma para la eficiencia administrativa está, en realidad, en el tratamiento organizacional que se le da al empleado, lo que es una mezcla de orden regulatorio funcional a la mejora (sistema de incentivos y sanciones dirigido a mejorar la eficiencia) y entorno colectivo adecuado. El gran objetivo reformista, por tanto, es lograr que el gestor público trabaje relativamente cómodo, y que le “convenga” mejorar permanentemente. Bajo esta perspectiva, las reformas aplicadas al sector público peruano han sido de dos tipos: los intentos de conformar servicios civiles de carrera a través de leyes de empleo público, y los esfuerzos de modernización del sistema administrativo estatal. El primero grupo lo conforman las tres leyes de servicio civil de carrera de nuestra historia: la de 1950, la de 1984 y la última del 2014. La intención de cada una de estas iniciativas fue crear un cuerpo estable de servidores (bajo contratos a plazo indeterminado), e instaurar el mérito profesional en el ingreso y en los ascensos, dentro una carrera de rutas y puestos pre-establecidos. Ninguna de estas experiencias ha traído buenos resultados en términos de eficiencia. La tendencia a la formación de camarillas, producto de ser un sistema laboral donde los trabajadores pasan varias décadas conviviendo, rompe con la neutralidad y seriedad de las evaluaciones para los ascensos, por lo que el esquema tiene poca capacidad de sanción y de incentivo. También la naturaleza de las labores del gestor público conspira aquí: ellos no producen bienes, sino que organizan y regulan, lo que es muy complicado de medir para calificar. Y, finalmente, el acceso por concurso de méritos para la carrera pública siempre ha sido vulnerado, además de haber estado supeditado a las necesidades del gobierno de turno. No hay tecnología capaz de impedir esto al 100%, como todos los servidores saben.

Los resultados más tangibles de este tipo de esfuerzos reformistas se observan en aquellos empleados del Estado peruano que pertenecen al DL 276, de 1984: están estancados salarial y formativamente. Y aunque es verdad que suelen ser marginados de las actividades más interesantes y estratégicas de sus oficinas, y utilizados de chivo expiatorio para explicar las malas gestiones que abundan, no se puede negar que se han vuelto el grupo menos competitivo del sector público peruano. Mientras tanto, la reforma del 2104 – que tiene un diseño lógico pero insuficiente a nivel de directivos – no ha logrado pasar de la preparación de insumos previos para la implementación de fondo, porque sus argumentos técnicos (los de un servicio civil de carrera clásico), no logran convencer al MEF o a los presidentes, quienes deciden la entrega del muy alto presupuesto anual que necesita la implementación de la Ley SERVIR. Tampoco la ciudadanía se va poner de su lado, y no porque el tema sea técnico, sino porque no son capaces de prometer nada tangible – en términos de eficiencia – a cambio del mucho gasto público anual que piden para poner en marcha el modelo. Lo que sí obtuvieron, hace algunos años, fue el reconocimiento de una agencia internacional calificadora de riesgos, de ésas que nos amedrentan y chantajean para que hagamos lo que mandan los empresarios del primer mundo.

Con respecto al segundo de tipo de reformas, que llamo esfuerzos de modernización administrativa, me detengo en lo iniciado en el 2000, por razones de espacio y porque es un tiempo muy representativo de esta agenda. Desde el cambio de milenio hasta hoy, se ha intentado introducir – en todo el aparato público – el planeamiento estratégico y la gestión de los recursos humanos (vía CEPLAN y SERVIR desde el 2008) y la gestión con medición de resultados e incentivos a la mejora (vía PCM desde los noventa). Este último dialoga y se complementa con el programa de Presupuesto por Resultados del MEF, que condiciona la entrega de financiamiento público anual, a las entidades, al logro de sus objetivos oficiales en el periodo previo. Así, los esfuerzos de la PCM y el MEF son parte de un solo esquema teórico de gerencia e incentivos llamado gestión por resultados, que como su nombre lo indica, busca que los salarios, la entrega de presupuestos y la permanencia en los puestos dependan de los desempeños de los empleados públicos. A mejores rendimientos, más y cada vez mayores premios. De lo contrario, proceden costos de algún tipo. Este modelo es potencialmente muy eficaz, pero también muy polémico: tiende a pagar muy bien a los servidores, pero considera que los contratos de plazo indeterminado desincentivan la eficiencia. Es decir, su filosofía organizacional colisiona con el espíritu de los derechos laborales clásicos, porque rompe con la permanencia indefinida en los puestos, lo que facilita el abuso del superior al subordinado que quiere mantener su trabajo.

Todas estas rutas modernizadoras se estrellan contra la realidad profesional de la administración pública peruana (brechas salariales, alta inestabilidad y precariedad laboral), y por eso sus avances son discretos, en cantidad cuando el esfuerzo es medible, pero sobre todo en calidad. Sólo el Presupuesto por Resultados del MEF tiene posibilidades de aportar, aunque lentamente y sin capacidad ser relevante en las áreas de línea y asesoría del ejecutivo central y regional, que es donde están los principales responsables de toda burocracia nacional. Es justo en esas áreas, donde se diseña y organiza a un nivel macro – y por tanto se demanda excelencia profesional – donde es imposible cuantificar lo suficiente los resultados laborales, de tal forma que sea factible evaluar, condicionar e incentivar a los servidores en base a su desempeño. En las otras dos rutas (recursos humanos de SERVIR y planeamiento de CEPLAN), el trabajo pareciera tener como premisa que la forma de mejorar el desempeño de los servidores es explicándoles la visión de la reforma y los valores que ésta busca, así como facilitándoles algunos esquemas de sentido común para su implementación, sin contemplar la adversidad de los contextos.

Mi impresión es que, dada la precariedad del Estado peruano y la realidad de su empleo público, los disparadores de eficiencia más potentes, efectivos y factibles (a la mano y fáciles de aplicar) son la temporalidad de los contratos y los salarios. Todas las demás variables, de cualquiera de los dos modelos descritos (leyes de servicios civiles o modernizaciones administrativas), son imposibles o muy difíciles de implementar a nivel nacional, y de ahí que sus resultados sean intrascendentes hasta hoy. Estoy convencido de que si estos dos elementos son combinados en adecuado equilibrio, se pueden obtener muy interesantes resultados. La idea sería introducir, entre todos los servidores públicos que la legalidad permita, un sistema de empleo cuyos contratos duren dos años, renovable hasta en 5 ocasiones (seguidas o no) por un lapso de máximo 20 años. Sumado a periodos de prueba muy exigentes, salarios lo más altos posible (de élite en el contexto peruano), y seguros de desempleo por unos meses, para las salidas o salida final del servicio civil. Los números aquí sólo sirven para representar una lógica, debe ser definidos técnicamente. El punto, como se verá líneas adelante, es que esto reconocería derechos laborales a quienes hoy no los tienen y, al mismo tiempo, elevaría el atractivo del empleo público, lo que produciría mayores esfuerzos de desempeño entre los gestores públicos, tanto para el acceso como para la permanencia en el puesto.

Es de suyo, dada su procedencia teórica, que mi propuesta sea polémica en términos de derechos laborales. Pero antes de intentar razonar sobre sus puntos álgidos, prefiero detenerme en su factibilidad: qué volumen de servidores consideraría atractivo el esquema aquí planteado. Para aproximarnos a una respuesta, debemos detenernos unos minutos – ya termino, paciencia – en los niveles salariales y la temporalidad de los contratos laborales del sector público peruano. Según SERVIR, en el 2014, y fuera de las carreras especiales del Estado, sólo el 62% de los empleados públicos tenía contrato indeterminado: un 36% pertenecía al arriba mencionado régimen del DL 276, cuyo promedio salarial es de más o menos de 1000 soles (inflado con pagos no salariales que no cuentan como referencia jubilatoria), y un 26% pertenece al régimen laboral del sector privado (DL 728), lo que es propio de sólo algunas dependencias del Estado, cuyos salarios se mueven entre 15,000 y 5,000 soles. El resto de servidores (38%) estaba sujeto a contratos que duran, en promedio, entre uno y tres meses, bajo el régimen de Contratos Administrativos de Servicios (CAS). Hoy deben ser el 50% o más de nuestros burócratas, y sus topes salariales son de 3,300 y 12,900 soles, aunque la gran mayoría no pasa de 4,000 soles en la práctica. Este sector de la burocracia peruana, los CAS, estarían encantados de acceder al nuevo sistema de empleo y de honrarlo, lo que dependería, únicamente, de modificar el DL 1057, o Ley CAS, en lo relativo a la temporalidad de los contratos. Luego hay que sumar un novedoso seguro de desempleo, el que debe pensarse y diseñarse con la serenidad del caso, pero debe ser parte del paquete.

Es claro que, en cualquier reforma del servicio civil peruano que se intente, no se puede perjudicar a los empleados públicos que poseen un contrato de plazo abierto. Ese derecho está ganado, y no hay forma de quebrarlo ni es justo. Deben jubilarse en sus instituciones con las actuales reglas de contrato, además ser reconsiderados y repotenciados a la brevedad en el caso del DL 276. Pero la idea, en el largo plazo, es que la propuesta aquí esbozada sea la norma general del empleo público peruano, cuya fisonomía sería la de un exigentísimo, rotativo y prestigioso espacio laboral, donde trabajar unos años beneficiaría mucho a cualquier profesional peruano, además de convertirlo en un ejemplar ciudadano a ojos de la comunidad y el mercado, donde tendrían que ser competitivos porque la administración pública sería, ahora, sólo una etapa en la vida profesional de sus gestores.

Como indico arriba, el modelo de reforma es polémico y pisa territorios políticamente minados. Pero la verdad es que en cada uno de sus flancos está encima, y por varias cabezas, de la realidad actual, y a mucha distancia en cuanto a perspectivas de mejora. El primer punto crítico es su alejamiento de los contratos indeterminados, que es la situación ideal de justicia laboral, aunque su escenario presupuestal habitual es el de las economías avanzadas. ¿Estamos en situación de pagar el costo anual de una reforma bajo el sistema de indeterminación laboral sin tener seguridad sobre resultados en relación a la eficiencia administrativa? Me parece que no. Y por eso planteo un esquema heterodoxo, que no desconoce derechos (al contrario, los agrega en el caso de los CAS), pero hace mutar el esquema contractual arquetípico de nuestro derecho laboral, en nombre de otra razón de Estado que también tiene peso propio, como es la capacidad de gestión del sector público, centro gravitante de cualquier modelo de desarrollo que tengamos en mente. Un segundo temor razonable reside en el hecho de que, en este modelo, el servidor queda sujeto a la arbitrariedad de su jefe frente a las renovaciones de contratos, y que cada dos años puede ser reemplazado por profesionales mediocres procedentes del partido oficialista. Lo primero es cierto: el implícito sistema de evaluación del esquema es bianual, y puede determinar el fin de labores de modo razonable o abusivo. Lo segundo no lo es tanto, por varias razones: un jefe vigilado, sujeto a contratos bianuales, no querrá sacrificar así nomás a un buen empleado por otro mediocre. Lo más probable es que quiera asegurar un reemplazo de su confianza, pero a la altura necesaria de calidad. Como estos perfiles no abundan entre los gestores peruanos, y el nuevo sistema salarial atraería a profesionales competitivos, los empleadores, cuando deban dirimir en sus concursos de selección, buscarán formas de equilibrar sus compromisos políticos y gremiales con sus responsabilidades técnicas y de gobierno. Nuevamente, debemos mirar lo que tenemos hoy en el sector público, y lo que tendríamos con la implementación de esta ruta: sería de una importante inyección de competitividad y eficiencia. Y sobre ello, sí podría ser útil e interesante trabajar las variables de planeamiento y buen entorno, porque lo central del sistema de incentivos, lo salarial y un grado razonable de estabilidad y protección, estás asegurados.

Si alguien tiene una propuesta superior en lógica a la aquí descrita, para inyectar eficiencia al sector público peruano en el corto-mediano plazo, que la plantee y abra la debate. Al suscrito le cuesta mucho imaginarlo. No debe olvidarse que el Estado es el agente más estable y poderoso de la convivencia legal – nunca deja de recibir fondos, de penetrar el territorio y de acumular experiencia – y por ello es uno de los pocos insumos con los que cuenta un país subdesarrollado para superar su rezago. Tenemos que hacer grandes esfuerzos de creatividad funcional y flexibilidad valorativa en este terreno, porque no estamos para desperdiciar ninguna posibilidad de acortar nuestras históricas e inmensas brechas de desarrollo.

Tags:

Empresa, SERVIR

Cuando Pedro Francke asumió la cartera del MEF el sábado pasado, no sólo apostó por las causas justas con la astucia y velocidad que corresponden, sino que juramentó en compromiso con el Buen Vivir. No es un detalle menor para quienes buscan cambios profundos, y da pie a una urgente conversación que el gobierno nos debe, sobre la filosofía económica que ofrece a los peruanos: ¿cuál es la utopía que ahora perseguimos y a través de qué medios queremos llegar a ella? ¿Cuáles son los nuevos valores que nos llevarán al desarrollo en las próximas décadas? Lo tendrá muy fácil el golpismo empresarial y sus militantes si no se ofrecen enunciados sólidos que justifiquen las decisiones siempre polémicas que tomará este gobierno. No hay, además, transformación posible si el sentido común capitalista y eurocéntrico no empieza a ceder su lugar a una conciencia más progresista.

Es claro que tenemos elementos para abrir esta imprescindible reflexión pública. El fracaso del capitalismo subdesarrollado y subordinado por el que apostamos hace 200 años está a la vista de todos: 80% o más de precariedad degradante y unos cuantos miles de millonarios (este orden viene desde 1535), rezago exponencial y degenerativo frente a las economías desarrolladas, tendencia cíclica a las crisis sistémicas, Estado estructuralmente incapacitado y centralista, insalubridad masiva, exclusividad para la buena educación y los servicios básicos, fragmentación social y territorial con alta conflictividad, depredación de nuestra riqueza natural, y la lista puede ser interminable si nos ponemos exhaustivos. Como se ve, sobra material para evidenciar en plazas y medios el fracaso del modelo económico liberal, y para advertir que su real objetivo fue siempre garantizar la acumulación millonaria de las potencias occidentales y nuestras élites corruptas, no el progreso de todos. A partir de esta realidad, que debería ser sublevante, hay que empezar la tarea de promover una convincente narrativa económica, porque es condición necesaria para que la presidencia de Pedro Castillo no sea sólo señal bicentenaria, sino energía inicial de verdadero cambio.

Los peruanos deben saber – sería ideal que por medio de su presidente  – que más que una reactivación (con importantes límites sistémicos en nuestro modelo), se está intentando desactivar un proyecto de subordinación económica que lleva siglos, y que es inviable en el Perú y en el mundo – incluso si no fuera tan corrupto y criminal -, porque promueve una cultura de ilimitado individualismo competitivo, lo que imposibilita todo acuerdo colectivo de responsabilidades, insumo ineludible para el inicio de cualquier apuesta material. El liberalismo económico tiende inconteniblemente a la gran concentración de riqueza, lo que está en frontal contradicción con el libre mercado que nos recomiendan sus pocos favorecidos. La regulación es un mito en los países pobres, que son la mayoría del planeta. Que va a presionar el Estado peruano a uno de sus conglomerados empresariales, si son dueños de bancos, proyectos mineros, universidades, negocios alimentarios masivos, farmacias, medios de comunicación, inmobiliarias y otros. ¿Cómo una autoridad de gobierno va a ser capaz de regular a los grupos peruano-extranjeros que financian ilegalmente sus campañas políticas, mientras aprovechan la ocasión para lavar millones exorbitantes? Más bien se asocian con ellos para delinquir, como todos sabemos. Obviamente, bajo este orden económico la democracia no es más que un derecho al pataleo con ritual de sufragio, y una institucionalidad pública permanentemente vulnerada por el gran capital, acostumbrado a decidir las políticas económicas gane o pierda elecciones.

También es necesario explicar a los peruanos, sobre todo a sus élites urbanas más informadas, que la globalización por sí sola no nos conviene, porque nos sujeta – con préstamos, chantaje diplomático y corrupción – a un orden primario-exportador que concentra riqueza para una pocos y eleva precariedades mayoritarias, además de ser altamente turbulento debido a su dependencia de la bonanza exterior. No hay país que haya salido adelante con esta receta. Ni los avanzados, que han hecho sustitución de importaciones y fomento para asegurar que sus empresarios evolucionen y puedan penetrar el mundo con productos de calidad superior, ni los rezagados, que no tienen futuro en un sistema gobernado por corporaciones mafiosas que imponen una división internacional del trabajo que nos subdesarrolla. Qué ganamos en este bloque de imperios transnacionales y gobernantes tele-dirigidos, que además de explotarnos degeneran nuestras economías para alimentar su voracidad acumulativa.

Frente a ello, y si efectivamente el Buen Vivir o Sumac Kawsay es la principal fuente del pensamiento económico del actual gobierno, tendría que empezar a informarse que la nueva premisa para las decisiones económicas y geopolíticas a tomar es la reciprocidad, entre seres vivos y con la naturaleza. Esto es entender que todos tenemos intereses personales y ánimo de preminencia, pero eso no puede pulverizar lo que es indispensable: nuestra necesidad física y emocional del otro, y del contexto físico-natural que nos garantiza la vida. Estamos ante una mirada donde no cabe la individualidad que acumula indefinidamente para excluir o excluirse, porque eso lleva al abuso por parte de los beneficiados, y deteriora la cultura del dar y recibir – deber y derecho, libertad y sujeción-, que es la mecánica conectiva de las redes de convivencia de las que dependemos. Es innegable que este esquema tolera sólo un máximo de diferencia socio-económica – de riqueza y de carencias -, pero está muy lejos de ser la caricatura de uniformizar y adocenar a todo el mundo desde un centro vertical, y de la desinteligencia de eliminar el mérito como principal asignador de recursos en mercados realmente libres. Y está más distante, todavía, de la expropiación compulsiva e irresponsable. Se trata, más bien, de incluir a todos en una red colectiva que nos garantice los mínimos materiales, y de lograr que la energía del emprendimiento y la competitividad no sólo nazca del utilitarismo (que quiere recibir mucho y no dar proporcionalmente), sino también del compromiso racional con el colectivo y el equilibrio ecológico, y de la búsqueda espiritual de cada ser humano. La felicidad no es un consumo exclusivo ni una explosión permanente, es una paz interior que nace de la certidumbre con respecto a la calidad de vida, de la comunión con el entorno y de la sabiduría.

Es éste el pensamiento que da soporte lógico a políticas de re-equilibrio sistémico como el impuesto a la riqueza o la limitación al volumen de las herencias, que pueden ser descartadas en algunos contextos por su dificultad operativa, pero no por su lógica progresista, que es la de reducir (y a la larga desaparecer) las grandes concentraciones de dinero o capital que perturban el orden recíproco y sostenible; es decir, el bienestar general. También es parte de esta trama la transformación de la estructura productiva del país, por medio de políticas que contribuyan a escapar de la exportación de materia prima y a industrializarnos – así se empiece con bajos niveles de productividad -, para que se produzca con cada vez más valor agregado en el territorio y, como consecuencia de ello, se eleve el empleo de calidad, que no llega a más del 15% de la población. Es la única forma de lograr simetría económica e inclusión general.  Los sonoros programas sociales del MIDIS y otros sectores, que no cuentan siquiera con capacidad logística para realizar focalizaciones prolijas, no pasan de ser un apoyo puntual en la pobreza insuperable. Un estado de bienestar sería otro camino serio a considerar, pero no tenemos condiciones para ello, por incapacidad administrativa en el sector público y por falta de tributación debido al pobrísimo nivel de productividad del 95% de nuestras unidades productivas, que son micro-empresariales y están impedidas de mejorar bajo las condiciones del modelo vigente; que por cierto las originó y las reproduce.

La nueva política industrial tendría que reforzarse con otras medidas también nucleares, porque todo debe contribuir al nuevo tejido socio-económico que pretende el Buen Vivir. Por ejemplo, que la función del BCR no sólo sea de control de la estabilidad macro-económica, sino también de expansión del empleo, porque sino se apoya sólo a los grandes inversionistas y se olvida al resto, a quienes también se debe gobierno económico, y acaso mucho más. No es verdad que esto traería descalabros inflacionarios, eso depende de la habilidad que se tenga para tomar medidas oportunas y prudentes. En ese mismo camino, el BCR debería ser el primer promotor de la banca de fomento para créditos baratos dirigidos a pequeños productores, lo que fue recomendado por los expertos internacionales que la crearon en el primer cuarto del siglo XX. Hoy sucede al revés, cuál orden colonial: el BCR es aliado de los grandes bancos de nuestro oligopolio crediticio – asociados a los grandes conglomerados que dominan el país – , y de las AFP, que no han hecho otra cosa que estafarnos constitucionalmente y hacernos mucho más lejana la posibilidad de tener un buen sistema jubilatorio universal. Entre ellos hacen circular los millones que ganan a costa nuestra, para sus expansiones y salvatajes. Al 90% del país, y me quedo corto con la cifra, jamás le dan créditos para sus negocios, más bien los exprimen a cambio de servicios administrativos de los que casi no puede escapar. También la minería, que hoy vuelve a tener utilidades altísimas y fuera de todo contexto previo, debe ser conminada e incentivada a invertir en sectores de mayor valor agregado, o a promoverlo con sus ingresos. Sí se acepta su muy importante inversión, pero sólo si ésta nos potencia en cantidad y calidad económica. No valen el precio de sacrificar nuestro desarrollo, tenemos con qué abastecernos sin ellos. Y en cuanto a los necesarios saltos de productividad por parte de nuestra muy precaria micro-empresarialidad, debemos empezar por promover – inocular – la cultura del cooperativismo emprendedor, increíblemente olvidada en nuestro subdesarrollo.

Como puede suponerse, el Buen Vivir entiende que no hay mejor camino para asegurarnos calidad de vida, sostenibilidad y competitividad mundial – sin degradarnos – que la agricultura. Pero no la del monocultivo en grandes concentraciones de territorio, que tiene los problemas macro-económicos intrínsecos a la exportación de materias primas, sino aquella que está en nuestras comunidades rurales, cuya mega-diversidad puede, por ejemplo, alimentarnos y optimizarnos nutricionalmente sin recurrir a la importación. A esa agricultura es a la que se debe apuntalar y dar valor agregado culturalmente funcional, porque esa actividad es la que nos garantizará el futuro, y porque ahí están el agua y los alimentos que pronto necesitará el mundo. Las ciudades colapsarán y  serán abandonadas, empezando por las grandes metrópolis. El futuro será ruralista y federativo, o no será.

A todo este derrotero progresista se oponen las grandes economías extranjeras que invierten aquí (corporaciones y Estados, juntos), en alianza con los conglomerados locales. Se aferran al modelo primario-exportador que los tiene de rentistas millonarios hace siglos, a costa de generaciones enteras que padecen el subdesarrollo. No ganamos nada en bloques internacionales que defienden este orden, opuesto al modelo de desarrollo que nos conviene. Son nuestros vecinos pan-andinos, Ecuador y Bolivia, los socios históricos y naturales con que contamos, así como todo pueblo que decida escapar de la tiranía del capitalismo global – y de su velo consumista liberal – para plegarse al Buen Vivir regional y mundial. Con dichos vecinos sí podríamos tener las relaciones internacionales recíprocas que nuestra dignidad merece, con acuerdos de mutuo progreso. Por eso, el ideal de una economía latinoamericana para el desarrollo sostenible de nuestras naciones es uno de los sueños más caros del progresismo pachamámico.

No se llega fácil al equilibrio estable de este desarrollo, menos tras 200 años de fracaso económico y estafa social, en gran parte explicados por la herencia y las terribles consecuencias del periodo virreinal. Hay una brecha económica inmanejable que nos separa de las grandes potencias, además de circunstancias históricas radicalmente distintas: colonizaron y desde entonces han optimizado los varios siglos de riqueza explotadora que tuvieron. Luego han seguido implementando políticas de similar finalidad, aunque más discretas. El Buen Vivir no aspira a esa realidad económica, pues como se sabe está en crisis mundial y aquí nunca ha dejado nada, pero sí necesitamos un nivel de productividad que nos permita el volumen y la calidad suficiente de bienes para lograr calidad de vida en el modelo. Y resulta que también estamos muy lejos de ese grado de competitividad, a décadas de trabajo organizado. De ahí que la única opción realista para transitar el largo trote pendiente es apelar, nuevamente, a la reciprocidad, sumada a una buena relación con la austeridad (googleen Gandhi y su sociedad del bien de todos), hasta que se puedan alcanzar los niveles productivos buscado. En ese lapso, lo único que debería llevarnos a sacrificar autonomía económica es que no se puedan solventar los pocos derechos sociales que el Estado garantiza hoy (a ellos se le debería sumar una pensión universal mínima, que cabe en el presupuesto). Sólo en ese desequilibrio habría que retroceder y calibrar de nuevo nuestra relación económica con el mundo – hacer un poco de lo que ellos quieren -, pero nunca cambiando la premisa de reciprocidad y sostenibilidad que nos guía. Es lo que intenta la Bolivia que fundó Evo Morales, por poner un ejemplo cercano.

Por último, y para cerrar este texto que no busca sino despertares, es muy importante que el Buen Vivir peruano sea un verdadero progresismo pachamámico, y no un conservadurismo milenario. Una prédica consecuente con el naturalismo contingente y la espiritualidad inclusiva de su fuente ancestral, y por eso abierto a la diversidad y al aprendizaje de lo conveniente. Una sabiduría de gobierno que se abre completamente a la participación ciudadana para optimizar el empinado camino de regeneración económica que tenemos por delante. Un discurso consciente de que el mercado es una dinámica estructural en el orden social – fuente de progreso cuando es verdaderamente libre -, y sensible al hecho innegable de nuestra occidentalidad republicana, cuya emocionalidad ha interiorizado las libertades civiles y las instituciones democráticas de fuente europea, así sea de grado según geografía.

Se dice fácil y estamos lejos, no se debe mentir al respecto. Pero no tenemos otro camino para perseguir las causas justas y el bienestar general, y para construir un país donde la libertad y la igualdad operen en equilibrio virtuoso. Sin duda estamos avanzando – más allá de lo que pueda pasar con el gobierno actual – pero el tejido inicial sólo se hará consistente cuando su sentido común y sus sueños de progreso empiecen a instalarse en las cabezas de más peruanos.

Página 1 de 3 1 2 3
x