La constante convulsión coyuntural hace que olvidemos los grandes temas del bicentenario. No es culpa de nadie, sino de la precariedad general a la que se nos ha condenado, y de la intensidad nociva de la globalización. Uno de esos asuntos es el arreglo territorial que necesitamos como país, frente a la innegable evidencia de que el Estado unitario republicano ha fracasado en su intento de hacer desarrollo a lo largo del suelo peruano. Más bien el bienestar es privilegio de una minoría que no supera el 15% de la población, ubicada casi siempre en las grandes ciudades, donde está también la mayoría de peruanos en medio del deterioro urbano constante. Tras 200 años, es innegable la concentración de riqueza, el centralismo y la tendencia a la degradación.
La lógica territorial sobre la que se funda una sociedad política es transversal a su concepción y propuesta de desarrollo, pues sostiene un orden económico e implica un tipo de institucionalidad política. Y detrás de ello una epistemología y una determinada moral pública. Han habido tipos genéricos de arreglo territorial-político a lo largo de la historia: ciudad-estado, estados unitarios, federaciones y estados supra-nacionales. Debajo de estas formas arquetípicas hay variedades específicas según contexto histórico y perspectivas económicas. Aunque el orden territorial con que se funda la república peruana en 1821 es el de un Estado unitario – expresión del esquema económico precedente -, el Perú pre-hispánico era más bien de espíritu federativo, y el Incanato operó bajo esta lógica. La naturaleza de la geografía y la cosmovisión resultante llevaron a ello. Como descubrió John Murra, se trata de una concepción territorial que se ordena bajo dispersión (no concentra pueblos vecinos) con grandes distancias entre unidades políticas que comparten la convicción de que debe asegurarse el alimento y la sostenibilidad ecológica de todo el reino, una relación vital y energética con la naturaleza, y el respeto a la diversidad religiosa. Sin duda, para tejer esta trama federativa los incas también recurrieron a la imposición – somos animales de poder – pero pocas veces esto se hizo mediante la guerra. Su filosofía colectivista y conservacionista hizo que, las más de las veces, apelaran a la negociación en busca de la mayor reciprocidad posible entre las partes, para así lograr el incentivo a la anexión. Según María Rostworowski, por la vía militar frecuente el Tahuantinsuyo no se habría expandido tanto ni en tan poco tiempo. Ya se ha hablado en este espacio del genio civilizatorio de los antiguos peruanos, no sorprende su sabiduría política.
El federativismo continental inca tiene su contraparte local. Esta se manifiesta con mayor claridad en el núcleo territorial del imperio (las sierras altas), donde la vertical, quebrada y micro-climática geografía, altamente expuesta al cambio repentino y radical, produce un escenario de permanente incertidumbre. Este contexto físico, sumado al respeto militante por la diversidad natural, hizo valorar la estabilidad sostenible, a entender la riqueza como posesión de la mayor variedad posible – con fines de sortear contingencias – y no como la acumulación concentradora de uno o dos tipos de bienes. No era extraño que las de tierras de una comunidad campesina o una familia atraviesen más de un piso ecológico, y por tanto de climas y cultivos. Se trató, al final, de un federativismo sostenible y muy eficiente bajo los criterios pre-hispánicos, pues dio alimentación de altísimo valor nutritivo a millones, sin dañar la naturaleza e intensificando la relación espiritual y energética del colectivo con ella.
El modelo de Estado unitario, que llega al Perú con la conquista, es el del capitalismo mercantil y las monarquías absolutas, entre ellas España, Francia e Inglaterra. Bajo esta concepción, el país busca concentrar territorios y metales para acumular riqueza e imponerse sobre el resto, con quienes se tiene relaciones siempre conflictivas. El mercantilismo es agrícola y parcialmente comercial, y ése es el orden económico que trae España, con la particularidad de que construye un Estado al servicio de su imperio, dirigido a llevarle metales y a alimentar a toda la clase dirigente (criolla y española) que le administra el suelo conquistado desde Lima. A partir de este esquema inicial se consolidan los futuros grandes corredores económicos de la república peruana: la costa terrateniente con mayor dinámica en el norte, y los cruces hacia las zonas mineras de Cerro de Pasco y Potosí, desde Lima y Arequipa. En dichas vías florecen relaciones comerciales de productos agrícolas, ganaderos y textiles, y aglomeraciones de vivienda. Los españoles tuvieron serias limitaciones para el control de la totalidad del territorio, y sólo llegaron hasta donde vemos plazas de armas y sus cercanías naturales. Cuanto más altura, más adversidad geográfica y más dificultad para imponer tributos de trabajo forzado. Por tanto, más comunidades campesinas que conservan numerosos elementos del ethos pre-hispánico. Hasta el día hoy hay descendientes incas en estos lugares, porque los conquistadores debieron pactar más de lo que esperaban, y por eso no violentaron totalmente la institucionalidad comunal y sus formas políticas, y se resignaron con fusionarla bajo sus códigos religiosos. La selva es una larga historia de aislamiento y dificultad de acceso, lo que perdura hasta hoy si lo vemos en perspectiva.
Puede rápidamente notarse que el encuentro de dos mundos se soluciona con el atropello de la perspectiva occidental: se subordina el reparto territorial federativo previo y sus instituciones políticas, y se hiere de muerte a toda una civilización. Como se ha indicado arriba, con la independencia se hereda el orden territorial de la colonia y sus circuitos comerciales, pero se le suman varios elementos, la mayoría agravantes en cuanto a centralismo y concentración, y otros más progresistas aunque ilógicos. Empiezan las olas descentralizadoras de nuestra historia republicana (hasta hoy lo seguimos intentando), pero se apuesta por el mismo esquema primario-exportador que explica el orden territorial, y por tanto socio-económico que dejaba el virreinato: centralismo costeño y riqueza de una minoría europeísta que gobierna el vasto y diverso territorio desde Lima. El 85% de la población está en la sierra y la selva, y el 80% está en comunidades nativas y campesinas. Al desprecio colonial se suma otro en 1821, también de procedencia foránea: la firme creencia en la superioridad ya no sólo espiritual y racial de occidente, sino también tecnológica y científica. Se instala el capitalismo industrial y su mitología política como camino “racional” de desarrollo y norte ideal. El progresista del momento es un industrialista incapaz de entender que la civilización pre-hispánica, todavía muy viva entonces, merece protegerse, regenerarse y aprovecharse, y que cualquier otro plan de acción es bárbaro y traerá resultados contrarios a los esperados. Por eso Simón Bolivar retira la figura de comunidades indígenas del orden legal (ni en el virreinato), dejando como única posibilidad de posesión la propiedad individual. Se justifica hablando de democracia, pero quiere individuos e industria, y considera un obstáculo inferior el universo andino, por lo que en 1825 repone el colonial y humillante tributo indígena (los criollos sólo pagaban impuestos si eran comerciantes) que San Martín había eliminado. La legalidad de las comunidades indígenas recién será devuelta por la constitución de 1920, con Leguía entrando al oncenio. El tributo será eliminado por Ramón Castilla en 1854, y se intentará reponerlo sin éxito a fines del siglo XIX. Nada sensibiliza al miope provincianismo occidental de nuestras élites, nada detiene el deterioro institucional ni moral de las comunidades pre-hispánicas, pese a que en el siglo XIX la sierra nunca representa a menos de tres cuartas partes de la población. Las comunidades andinas siguen vivas, ya culturalmente mestizas desde la colonia, pero con todo su registro de conocimientos civilizatorios en pleno uso, los que habrían sido vanguardistas y enriquecedores para cualquier élite verdaderamente cosmopolita. Lo peor es que nada de industria hubo hasta poco antes del siglo XX. A la hora de la verdad, los grupos económicos prefirieron la comodidad de la renta terrateniente, la exportación de materias primas, la especulación financiera corrupta y el orden oligárquico. La industrialización obliga a producir a todos e iguala a las gentes, y eso no querían, pues estaban acostumbrados a que se trabaje para ellos.
Qué esfuerzos descentralizadores podrían haber funcionado en esta extensión colonial primario-exportadora. Hasta 1854, gracias a la constitución de 1823, las juntas departamentales – aunque elegidas y tuteladas desde el gobierno central – gestionan el cobro de tributos y el diseño del presupuesto regional. La anarquía militar y la dureza económica del periodo impiden la consolidación de este orden, que Ramón Castilla elimina en 1854, con el afán controlador y centralista que la renta guanera le anima a tener. Las siempre conservadoras élites limeñas son compradas y celebran. Concluido este boom exportador, gracias a manejos oscuros e irresponsables y a una depresión mundial, vuelve a la escena política la narrativa descentralizadora, con Manuel Pardo de presidente. Este intenta volver al orden descentralizado pre-guanero, pero sus propios y regresivos aliados se oponen, por lo que debe conformarse con revitalizar los ayuntamientos y los gobiernos locales, introduciendo procesos electorales para su conformación, aunque sin contemplar el voto universal. Esto llegará recién en 1980.
Entre las últimas dos décadas del siglo XIX e inicios del siglo XX, emerge la básica y periférica industrialización peruana. Como era de esperarse, se da principalmente en Lima, mínimamente en la costa y casi nulamente en la sierra. Al orden primario-exportador centralista de origen colonial se le suma ahora la fuerza de concentración económica y centralismo territorial del capitalismo subdesarrollado. De suyo, el mercado industrial (así sea precario) busca consolidar grandes unidades urbanas. Mientras más gente haya concentrada en un espacio, habrá más mano de obra a disposición de las fábricas, más nichos de mercado, más posibilidades de inversión a gran escala (la demanda responde) y mayor tributación (y por tanto más potencial de infraestructura pública y servicios estatales). Asimismo, la aglomeración reduce las distancias y los costos de transporte. A esta tendencia espacial del capitalismo industrial se suma otra, material y también centrípeta: la ilimitada voracidad acumulativa de sus agentes, y la asimetría radical entre minoría rica y mayoría pobre que siempre generan. Todos los capitalismos del mundo tienen estas características: una pirámide socio-económica de base ancha y muy angosta por arriba, y una o varias aglomeraciones centrales que mueven la mayor parte de la economía nacional y son muy atractivas para el migrante, pero son insostenibles a largo plazo, pues contaminan y no pueden abastecerse de agua y alimentos. Esta realidad, que tenemos hoy a la vista, demoraría medio siglo en empezar a manifestarse, pues la industria naciente peruana de 1900 era sólo unas cuantas decenas de fábricas y unos pocos miles de obreros. Son tres los procesos que empujan el inicio de la hipertrofia limeña cuarenta años después: el primero es el esfuerzo de expansión demográfica de varios gobiernos desde el siglo XIX, que hacen oído al lamento industrial sobre la escasez de mano de obra (la mayoría vive en la sierra) y aplican políticas masivas de sanidad, las que empiezan a dar resultados a partir de 1930. El segundo, y principal, es la homogeneización cultural resultante del proyecto educativo occidentalista y conservador del Estado central, que empieza a penetrar la sierra y enseña que lo rural es atraso. Esto es reforzado por la radio y luego por la televisión. El tercero es la crisis de tierras en la sierra, consecuencia de la acumulativa concentración de hectáreas por parte de grupos de poder que vienen atropellando y abusando desde el siglo XIX, lo que se agrava en las décadas de 1950 y 1960, generando actividades guerrilleras que demandan una urgente reforma agraria. Alrededor de 1940 empieza una enorme ola migratoria de la sierra hacia Lima, que no se detiene hasta hoy.
Nuevamente, no habrá industrialización tras un siglo y seguiremos siendo primario-exportadores, pero habrá más concentración de riqueza y más centralismo limeño. La fuerza aglomerativo-urbana del capitalismo no se detiene, sin importar el modelo de desarrollo. La degradación de las grandes ciudades sigue su curso indetenible: hipertrofia por exceso demográfico, violencia, caos de transporte, polución, carencias cada vez mayores de agua y electricidad, inseguridad sísmica, precariedad de espacio público, insuficiencia de vivienda, otros. El colapso y el abandono final las espera. La tendencia del modelo a la desigualdad tampoco fue controlada, salvo momentos excepcionales. Nuestro territorio tiene la capacidad suficiente de darnos energía barata y alimentación sin depender del exterior, pero ninguna de las dos cosas sucede. La selva sigue aislada en muchos aspectos, y su naturaleza se deteriora constantemente, por razones e intereses de diversa fuente. Las comunidades rurales y nativas ya no sólo permanecen en la inexistencia política, sino que son abandonadas y depredadas por sus propios hombres. Muchos siguen ahí, desde luego, resistiendo a las amenazas constantes del capital (en complicidad con el Estado) que quiere acceder a sus tierras y explotarlas para fines acumulativos. La fuerza hegemónica de la globalización colabora con la profunda ignorancia de las élites peruanas en relación a nuestra riqueza pre-hispánica todavía viva. La conflictividad social es cosa de todos los días en el Perú. Siguen habiendo territorios del país donde el Estado no llega. No hay gobernabilidad regional ni posibilidad de progreso, y más bien, como en Lima, se pasa todo el tiempo de una crisis coyuntural a otra. Como era de esperarse, los esfuerzos descentralizadores del siglo XX y XXI no rindieron frutos. Sus vocaciones político-institucionales fueron derrotadas por la fuerza del modelo primario-exportador y su disposición territorial, y por la indetenible tendencia aglomerativa de Lima metropolitana. Hasta hoy, a ningún ente descentralizador con poder decisorio se le ha ocurrido reconocer la existencia de civilizaciones pre-hispánicas en el territorio y hacerlas parte del orden territorial, político y económico del país. La ola descentralizadora de la constitución de 1933 sólo fue agenda temporal, pese a su impronta indigenista. La descentralización del APRA a fines de los ochenta fuerza la agrupación de macro-regiones y es efímera, pues la disuelve Fujimori. La reforma territorial que más ha avanzado en los años que corren es la del gobierno de Alejandro Toledo, porque otorgó la elección de autoridades por medio del voto universal. Pero ya vimos que seguimos en un orden territorial muy parecido al que heredamos en 1821, con agravantes añadidos y mejoras tan inerciales como menores. De tal forma que sigue pendiente la tarea de diseñar e implementar un esquema más funcional a nuestro progreso inclusivo y sostenible.
Pienso, y creo haberlo mostrado en el resumen diagonal previo, que es necesario discutir los modelos de orden territorial y su correspondiente dimensión económica. Bajo el capitalismo subdesarrollado y primario-exportador es muy difícil descentralizar, porque todo tiende a la concentración y la acumulación de pocos, a lo que se suma la hipertrofia de Lima. Esto lleva al estado unitario y la historia lo muestra. Las carreteras interoceánicas que se están construyendo traerán avances, pero no grandes ni repentinos saltos materiales. No vamos a industrializar ni a hacer boyantes a las regiones, no tenemos de dónde. Todo seguirá dirigiéndose a la capital. Hay que volver, desde hace mucho rato, a mirar desde el esquema económico de los antiguos peruanos, que es el de la sostenibilidad y la inclusión, así sea inicialmente austera. Bajo ese patrón, cada región debe buscar su equilibrio a partir de la optimización y cuidado de su territorio, sin competir con el exterior innecesariamente. Y el Estado central, interesado en este proceso, debe apoyar a las unidades más débiles hasta que logren consolidarse, y asumir los costos de ineficiencia económica que trae el proceso. Porque lo más importante no es acumular sino estabilizar e incluir, hacer sostenible. Sin duda esto es un largo aliento de profundidad estructural, que generalmente llega tras las grandes crisis, lamentablemente. Pero avanzaríamos bastante si descubriéramos que nada bueno nos traen los sueños ajenos de progreso. Requerimos de nuestra propia interpretación, acorde con nuestra naturaleza y legado cultural. Y en ese camino, es indispensable oficializar la pluriculturalidad peruana otorgando derechos poliétnicos (educación en lengua propia, defensa de usos y costumbres, financiamiento para desarrollo en su ruta cultural) y derechos especiales de representación (escaños congresales) a las comunidades pre-hispánicas del territorio. Es lo justo después de 500 años, y lo que corresponde para nuestra mayor reserva geopolítica y fuente de desarrollo frente el mundo entrante. Estos dos, el económico y el cultural, son temas neurálgicos en nuestra discusión territorial. Si no los enfrentamos, como ha sucedido en 200 años, se nos seguirá alejando el bienestar y el progreso.
Sin embargo, hay otras reformas institucionales que pueden empujar este camino de federalismo sostenible, mientras termina de llegar el cambio económico necesario y nuestra pluriculturalidad milenaria es admitida en el orden legal peruano, y sobre todo en nuestras cabezas. Son rutas con riesgos, que se agravan si son vistos desde el crecimiento, pero que se vuelven parte aprendiente del proceso si el lente es la sostenibilidad. El Estado unitario ha sido una desgracia en la historia peruana: la variedad de nuestra realidad supera por mucho la capacidad de control de un solo centro, hay que asumir dicha complejidad y su costo de aprendizaje. No hay tránsito fácil, en algún momento hay que soltar y subsanar errores dramáticos. Pienso que si el gobierno y el legislativo quisieran de verdad descentralizar, aprobarían leyes para iniciar el camino hacia la regionalización fiscal, que pasa por invertir y empujar la institucionalidad suficiente para que cada ejecutivo departamental pueda cobrar los tributos de su circunscripción y definir sus políticas públicas; sin intervención de un funcionario del MEF, que poco puede saber sobre qué necesita Ucayali o Madre de Dios, salvo generalidades. De eso se trata el acto de descentralizar, que es federalizar aunque se le tema al término. Sin aquel poder económico, el ejecutivo regional no tiene responsabilidad frente a su comunidad, y no se lo toman en serio. Por eso cuando hay problemas graves fuera de Lima, sus ciudadanos convocan y acuden al Estado central sin antes agotar la instancia regional, porque saben que ahí la respuesta será la de siempre, que la gran decisión viene de arriba. El otro avance posible, como contrapeso a lo anterior, es ampliar y fortalecer la institucionalidad democrática regional, aumentando y dando calidad a sus canales de representación. Es decir, creando parlamentos regionales y mecánicas ciudadanas de control, que es una fuerza que legitima gobiernos. En ambos casos, el proceso puede ser paulatino y cauteloso, siempre que se tenga claro el norte y la lógica, que es la de entregar poder efectivo al final del recorrido.
Pero incluso si se pusiera en marcha este camino institucional, bajo un verdadero interés descentralista, el proyecto tendría patas cortas si no se cambiara de lógica económica, pasando del liberalismo primario-exportador – obsesionado con el crecimiento – al equilibrio territorial sostenible e inclusivo. Dado que cuentan con pocos recursos para competir en el orden global, las regiones seguirían en el camino de la concentración de riqueza y alta tendencia aglomerativa que hoy los tiene en la precariedad general, y tarde o temprano fracasarían como unidades de gobierno. Mientras Lima seguiría en dirección al declive final. Se trataría entonces de un federalismo más bien insostenible, que no entiende su naturaleza institucional y quiere acumular sin concentrar. Y que tampoco se reconoce en relación a su territorio, y por eso pretende ser lo que productivamente no puede. Algunos dicen que sólo ahí vendrá la crisis y el nuevo tiempo, tras 500 años. Son especulaciones, sin embargo. Lo concreto es que el federativismo sostenible desplazado en 1535 es el único esquema territorial que ha funcionado en estas latitudes, y que llevamos casi cinco siglos de centralismo y desgracia mayoritaria.