Carlos Trelles

El desarrollo es una reciprocidad (o el progresismo pachamámico)

Cuando Pedro Francke asumió la cartera del MEF el sábado pasado, no sólo apostó por las causas justas con la astucia y velocidad que corresponden, sino que juramentó en compromiso con el Buen Vivir. No es un detalle menor para quienes buscan cambios profundos, y da pie a una urgente conversación que el gobierno nos debe, sobre la filosofía económica que ofrece a los peruanos: ¿cuál es la utopía que ahora perseguimos y a través de qué medios queremos llegar a ella? ¿Cuáles son los nuevos valores que nos llevarán al desarrollo en las próximas décadas? Lo tendrá muy fácil el golpismo empresarial y sus militantes si no se ofrecen enunciados sólidos que justifiquen las decisiones siempre polémicas que tomará este gobierno. No hay, además, transformación posible si el sentido común capitalista y eurocéntrico no empieza a ceder su lugar a una conciencia más progresista.

Es claro que tenemos elementos para abrir esta imprescindible reflexión pública. El fracaso del capitalismo subdesarrollado y subordinado por el que apostamos hace 200 años está a la vista de todos: 80% o más de precariedad degradante y unos cuantos miles de millonarios (este orden viene desde 1535), rezago exponencial y degenerativo frente a las economías desarrolladas, tendencia cíclica a las crisis sistémicas, Estado estructuralmente incapacitado y centralista, insalubridad masiva, exclusividad para la buena educación y los servicios básicos, fragmentación social y territorial con alta conflictividad, depredación de nuestra riqueza natural, y la lista puede ser interminable si nos ponemos exhaustivos. Como se ve, sobra material para evidenciar en plazas y medios el fracaso del modelo económico liberal, y para advertir que su real objetivo fue siempre garantizar la acumulación millonaria de las potencias occidentales y nuestras élites corruptas, no el progreso de todos. A partir de esta realidad, que debería ser sublevante, hay que empezar la tarea de promover una convincente narrativa económica, porque es condición necesaria para que la presidencia de Pedro Castillo no sea sólo señal bicentenaria, sino energía inicial de verdadero cambio.

Los peruanos deben saber – sería ideal que por medio de su presidente  – que más que una reactivación (con importantes límites sistémicos en nuestro modelo), se está intentando desactivar un proyecto de subordinación económica que lleva siglos, y que es inviable en el Perú y en el mundo – incluso si no fuera tan corrupto y criminal -, porque promueve una cultura de ilimitado individualismo competitivo, lo que imposibilita todo acuerdo colectivo de responsabilidades, insumo ineludible para el inicio de cualquier apuesta material. El liberalismo económico tiende inconteniblemente a la gran concentración de riqueza, lo que está en frontal contradicción con el libre mercado que nos recomiendan sus pocos favorecidos. La regulación es un mito en los países pobres, que son la mayoría del planeta. Que va a presionar el Estado peruano a uno de sus conglomerados empresariales, si son dueños de bancos, proyectos mineros, universidades, negocios alimentarios masivos, farmacias, medios de comunicación, inmobiliarias y otros. ¿Cómo una autoridad de gobierno va a ser capaz de regular a los grupos peruano-extranjeros que financian ilegalmente sus campañas políticas, mientras aprovechan la ocasión para lavar millones exorbitantes? Más bien se asocian con ellos para delinquir, como todos sabemos. Obviamente, bajo este orden económico la democracia no es más que un derecho al pataleo con ritual de sufragio, y una institucionalidad pública permanentemente vulnerada por el gran capital, acostumbrado a decidir las políticas económicas gane o pierda elecciones.

También es necesario explicar a los peruanos, sobre todo a sus élites urbanas más informadas, que la globalización por sí sola no nos conviene, porque nos sujeta – con préstamos, chantaje diplomático y corrupción – a un orden primario-exportador que concentra riqueza para una pocos y eleva precariedades mayoritarias, además de ser altamente turbulento debido a su dependencia de la bonanza exterior. No hay país que haya salido adelante con esta receta. Ni los avanzados, que han hecho sustitución de importaciones y fomento para asegurar que sus empresarios evolucionen y puedan penetrar el mundo con productos de calidad superior, ni los rezagados, que no tienen futuro en un sistema gobernado por corporaciones mafiosas que imponen una división internacional del trabajo que nos subdesarrolla. Qué ganamos en este bloque de imperios transnacionales y gobernantes tele-dirigidos, que además de explotarnos degeneran nuestras economías para alimentar su voracidad acumulativa.

Frente a ello, y si efectivamente el Buen Vivir o Sumac Kawsay es la principal fuente del pensamiento económico del actual gobierno, tendría que empezar a informarse que la nueva premisa para las decisiones económicas y geopolíticas a tomar es la reciprocidad, entre seres vivos y con la naturaleza. Esto es entender que todos tenemos intereses personales y ánimo de preminencia, pero eso no puede pulverizar lo que es indispensable: nuestra necesidad física y emocional del otro, y del contexto físico-natural que nos garantiza la vida. Estamos ante una mirada donde no cabe la individualidad que acumula indefinidamente para excluir o excluirse, porque eso lleva al abuso por parte de los beneficiados, y deteriora la cultura del dar y recibir – deber y derecho, libertad y sujeción-, que es la mecánica conectiva de las redes de convivencia de las que dependemos. Es innegable que este esquema tolera sólo un máximo de diferencia socio-económica – de riqueza y de carencias -, pero está muy lejos de ser la caricatura de uniformizar y adocenar a todo el mundo desde un centro vertical, y de la desinteligencia de eliminar el mérito como principal asignador de recursos en mercados realmente libres. Y está más distante, todavía, de la expropiación compulsiva e irresponsable. Se trata, más bien, de incluir a todos en una red colectiva que nos garantice los mínimos materiales, y de lograr que la energía del emprendimiento y la competitividad no sólo nazca del utilitarismo (que quiere recibir mucho y no dar proporcionalmente), sino también del compromiso racional con el colectivo y el equilibrio ecológico, y de la búsqueda espiritual de cada ser humano. La felicidad no es un consumo exclusivo ni una explosión permanente, es una paz interior que nace de la certidumbre con respecto a la calidad de vida, de la comunión con el entorno y de la sabiduría.

Es éste el pensamiento que da soporte lógico a políticas de re-equilibrio sistémico como el impuesto a la riqueza o la limitación al volumen de las herencias, que pueden ser descartadas en algunos contextos por su dificultad operativa, pero no por su lógica progresista, que es la de reducir (y a la larga desaparecer) las grandes concentraciones de dinero o capital que perturban el orden recíproco y sostenible; es decir, el bienestar general. También es parte de esta trama la transformación de la estructura productiva del país, por medio de políticas que contribuyan a escapar de la exportación de materia prima y a industrializarnos – así se empiece con bajos niveles de productividad -, para que se produzca con cada vez más valor agregado en el territorio y, como consecuencia de ello, se eleve el empleo de calidad, que no llega a más del 15% de la población. Es la única forma de lograr simetría económica e inclusión general.  Los sonoros programas sociales del MIDIS y otros sectores, que no cuentan siquiera con capacidad logística para realizar focalizaciones prolijas, no pasan de ser un apoyo puntual en la pobreza insuperable. Un estado de bienestar sería otro camino serio a considerar, pero no tenemos condiciones para ello, por incapacidad administrativa en el sector público y por falta de tributación debido al pobrísimo nivel de productividad del 95% de nuestras unidades productivas, que son micro-empresariales y están impedidas de mejorar bajo las condiciones del modelo vigente; que por cierto las originó y las reproduce.

La nueva política industrial tendría que reforzarse con otras medidas también nucleares, porque todo debe contribuir al nuevo tejido socio-económico que pretende el Buen Vivir. Por ejemplo, que la función del BCR no sólo sea de control de la estabilidad macro-económica, sino también de expansión del empleo, porque sino se apoya sólo a los grandes inversionistas y se olvida al resto, a quienes también se debe gobierno económico, y acaso mucho más. No es verdad que esto traería descalabros inflacionarios, eso depende de la habilidad que se tenga para tomar medidas oportunas y prudentes. En ese mismo camino, el BCR debería ser el primer promotor de la banca de fomento para créditos baratos dirigidos a pequeños productores, lo que fue recomendado por los expertos internacionales que la crearon en el primer cuarto del siglo XX. Hoy sucede al revés, cuál orden colonial: el BCR es aliado de los grandes bancos de nuestro oligopolio crediticio – asociados a los grandes conglomerados que dominan el país – , y de las AFP, que no han hecho otra cosa que estafarnos constitucionalmente y hacernos mucho más lejana la posibilidad de tener un buen sistema jubilatorio universal. Entre ellos hacen circular los millones que ganan a costa nuestra, para sus expansiones y salvatajes. Al 90% del país, y me quedo corto con la cifra, jamás le dan créditos para sus negocios, más bien los exprimen a cambio de servicios administrativos de los que casi no puede escapar. También la minería, que hoy vuelve a tener utilidades altísimas y fuera de todo contexto previo, debe ser conminada e incentivada a invertir en sectores de mayor valor agregado, o a promoverlo con sus ingresos. Sí se acepta su muy importante inversión, pero sólo si ésta nos potencia en cantidad y calidad económica. No valen el precio de sacrificar nuestro desarrollo, tenemos con qué abastecernos sin ellos. Y en cuanto a los necesarios saltos de productividad por parte de nuestra muy precaria micro-empresarialidad, debemos empezar por promover – inocular – la cultura del cooperativismo emprendedor, increíblemente olvidada en nuestro subdesarrollo.

Como puede suponerse, el Buen Vivir entiende que no hay mejor camino para asegurarnos calidad de vida, sostenibilidad y competitividad mundial – sin degradarnos – que la agricultura. Pero no la del monocultivo en grandes concentraciones de territorio, que tiene los problemas macro-económicos intrínsecos a la exportación de materias primas, sino aquella que está en nuestras comunidades rurales, cuya mega-diversidad puede, por ejemplo, alimentarnos y optimizarnos nutricionalmente sin recurrir a la importación. A esa agricultura es a la que se debe apuntalar y dar valor agregado culturalmente funcional, porque esa actividad es la que nos garantizará el futuro, y porque ahí están el agua y los alimentos que pronto necesitará el mundo. Las ciudades colapsarán y  serán abandonadas, empezando por las grandes metrópolis. El futuro será ruralista y federativo, o no será.

A todo este derrotero progresista se oponen las grandes economías extranjeras que invierten aquí (corporaciones y Estados, juntos), en alianza con los conglomerados locales. Se aferran al modelo primario-exportador que los tiene de rentistas millonarios hace siglos, a costa de generaciones enteras que padecen el subdesarrollo. No ganamos nada en bloques internacionales que defienden este orden, opuesto al modelo de desarrollo que nos conviene. Son nuestros vecinos pan-andinos, Ecuador y Bolivia, los socios históricos y naturales con que contamos, así como todo pueblo que decida escapar de la tiranía del capitalismo global – y de su velo consumista liberal – para plegarse al Buen Vivir regional y mundial. Con dichos vecinos sí podríamos tener las relaciones internacionales recíprocas que nuestra dignidad merece, con acuerdos de mutuo progreso. Por eso, el ideal de una economía latinoamericana para el desarrollo sostenible de nuestras naciones es uno de los sueños más caros del progresismo pachamámico.

No se llega fácil al equilibrio estable de este desarrollo, menos tras 200 años de fracaso económico y estafa social, en gran parte explicados por la herencia y las terribles consecuencias del periodo virreinal. Hay una brecha económica inmanejable que nos separa de las grandes potencias, además de circunstancias históricas radicalmente distintas: colonizaron y desde entonces han optimizado los varios siglos de riqueza explotadora que tuvieron. Luego han seguido implementando políticas de similar finalidad, aunque más discretas. El Buen Vivir no aspira a esa realidad económica, pues como se sabe está en crisis mundial y aquí nunca ha dejado nada, pero sí necesitamos un nivel de productividad que nos permita el volumen y la calidad suficiente de bienes para lograr calidad de vida en el modelo. Y resulta que también estamos muy lejos de ese grado de competitividad, a décadas de trabajo organizado. De ahí que la única opción realista para transitar el largo trote pendiente es apelar, nuevamente, a la reciprocidad, sumada a una buena relación con la austeridad (googleen Gandhi y su sociedad del bien de todos), hasta que se puedan alcanzar los niveles productivos buscado. En ese lapso, lo único que debería llevarnos a sacrificar autonomía económica es que no se puedan solventar los pocos derechos sociales que el Estado garantiza hoy (a ellos se le debería sumar una pensión universal mínima, que cabe en el presupuesto). Sólo en ese desequilibrio habría que retroceder y calibrar de nuevo nuestra relación económica con el mundo – hacer un poco de lo que ellos quieren -, pero nunca cambiando la premisa de reciprocidad y sostenibilidad que nos guía. Es lo que intenta la Bolivia que fundó Evo Morales, por poner un ejemplo cercano.

Por último, y para cerrar este texto que no busca sino despertares, es muy importante que el Buen Vivir peruano sea un verdadero progresismo pachamámico, y no un conservadurismo milenario. Una prédica consecuente con el naturalismo contingente y la espiritualidad inclusiva de su fuente ancestral, y por eso abierto a la diversidad y al aprendizaje de lo conveniente. Una sabiduría de gobierno que se abre completamente a la participación ciudadana para optimizar el empinado camino de regeneración económica que tenemos por delante. Un discurso consciente de que el mercado es una dinámica estructural en el orden social – fuente de progreso cuando es verdaderamente libre -, y sensible al hecho innegable de nuestra occidentalidad republicana, cuya emocionalidad ha interiorizado las libertades civiles y las instituciones democráticas de fuente europea, así sea de grado según geografía.

Se dice fácil y estamos lejos, no se debe mentir al respecto. Pero no tenemos otro camino para perseguir las causas justas y el bienestar general, y para construir un país donde la libertad y la igualdad operen en equilibrio virtuoso. Sin duda estamos avanzando – más allá de lo que pueda pasar con el gobierno actual – pero el tejido inicial sólo se hará consistente cuando su sentido común y sus sueños de progreso empiecen a instalarse en las cabezas de más peruanos.

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