[Sin título] Hace algunos días, se cumplieron treinta y ocho años de la muerte de uno de lo más grandes escritores que ha tenido la humanidad. Como pocos, se desempeñó con maestría en la prosa, el ensayo y la poesía. La musicalidad que lo caracterizaba recorre cada una de sus líneas. Y me parece imposible no fascinarse cuando uno lee por primera vez a Jorge Luis Borges, ese sabio que se divertía tanto tomándole el pelo a todo el mundo —como alguna vez se lo señaló descaradamente un periodista peruano—. 

Recuerdo mi primer acercamiento a él. Un librito azul y pequeño con una hermosa carátula: un fragmento del famoso tríptico del Bosco. No entendí nada. Se trataba de una reunión de poemas que para mi versión de apenas trece años eran inaccesibles (aún me cuestan). La segunda vez intenté por los cuentos. Aún siendo menor de edad, abrí la edición de Debolsillo de Ficciones que mi abuela me acababa de comprar. “Tlön, Uqbar y Orbis Tertius” me derrotó. Pensé que nunca podría entrar en ese autor. Hasta que mi profesor de matemáticas, Fernando Torres —un gran lector e influencia—, mientras me preparaba para entrar a la universidad (le debo mi ingreso) fue quien me ayudó con un comentario muy atinado:‘Tranquilo, nos pasa a todos. Ficciones comienza difícil y se va haciendo fácil. El Aleph, en cambio, es lo contrario. Comienza fácil y acaba difícil’. Retomé Ficciones y acepté la incomprensión del primer cuento. Algo cogí del libro, pero no sería hasta llevar con Alonso Cueto un curso de cuento en mi último ciclo de Letras que me cautivaría absolutamente con ese viejecito ciego que escuché por mucho tiempo hasta como playlist para dormir cada noche. Escribí un largo ensayo sobre “El Aleph” en el que lo vinculé a buena parte de las ideas de los autores que había estudiado en los cursos de filosofía de generales. Encontraba y buscaba referencias por todos lados. Y comprendí lo que sigo pensando: Borges es un autor genial en tanto es un autor versátil. Uno puede leer uno de sus cuentos sencillos y divertirse con una historia fantástica (en todo el sentido del término) o irse a buscar referencias, textos y enigmas que se esconden en las sonoras oraciones de cualquiera de sus párrafos. 

Me encontré absolutamente excitado. Quería leerlo todo, quería conocer todas las genialidades de las que hablaba Borges. Hoy, a la distancia, pienso que lo más genial de todo era Borges. Era él quien hacía brillantes a todos esos autores. No niego el valor de todos los referidos, pero Borges (como sucede con lo propuesto en “Kafka y sus precursores”) crea a sus referencias, encuentra lo borgeano en ellas, y les da ese toque que en no les es intrínseco. Borges es capaz de vincularlo y unirlo todo a sus temas de interés. Claro, se ocupa de los grandes temas, pero no deja de tener ese aire que todos podríamos reconocer como “borgeano”. 

Me sucedió. Empecé a encontrar borgeano todo lo que veía y vivía. No solo en los textos, veía Borges en los edificios, en las noticias, en los museos, en la música, en las plantas. En todo. Y es que eso pasa. Borges influencia la vida y, por desgracia, también la prosa. En ese aspecto, aprendí de él la anáfora, la adjetivación y otros recursos. No obstante, a Borges no se le puede copiar. La adjetivación solo en él funciona, solo en él no es pretenciosa. Esa musicalidad solemne esperó a ser inventada por él y murió con él. A nadie más le queda. Todos quienes apuestan por ella, rápidamente, son descubiertos como seguidores del argentino. Te enamoras perdidamente, tanto que te alejas de todo lo que no encaja. La única que vez en los últimos años que pasé cerca de un mes sin leer fue cuando, aún metido en Borges, decidí leer Crimen y castigo. La prosa dura de Dostoyevski me era insufrible. No había nada de esa musicalidad que me acompañaba hasta en los sueños. Y, confieso, que hasta ahora no he retomado esa lectura que me hizo padecer un frustración tan grande que estuve un mes temiendo agarrar una novela. 

Alonso —entre tantas cosas— me enseñó a Borges y le estaré siempre agradecido por eso. El curso acabó y nosotros seguimos hablando de sus cuentos. Es más, luego dictó un curso en la maestría de escritura creativa dedicada a él, a Onetti y a Cortázar, al cual me invitó y asistí encantado. Borges me acompañó por mucho. Y, por más de que no lo haya leído todo —con el afán de guardarme algunos libros para más tarde— sí creo que se quedó en mí una idea e impresión fuerte de lo que era lo borgeano. 

Con el tiempo me alejé de él y creo que hice bien, pues este tema de que se meta en tu vida de tal forma y, peor, en lo que escribas resulta muy pesado y aterrador. Visité sus restos en Ginebra junto a una amiga francesa que me creyó un bobo por hacerla padecer una escala en “el país más aburrido mundo” antes de visitar a sus padres en Grenoble. Al ver la tumba, me dijo ‘tenías razón, es una tumba preciosa. Voy a leerlo’.Y Lo hizo y nunca más cuestionó alguna de mis propuestas durante los viajes que hicimos. 

No vuelvo con mucha frecuencia a mis libros de Borges. Sí lo llevo mucho a conversaciones con amigos. Es muy divertido conversar sobre sus ocurrencias, ingenios y artificios. Pero a leerlo creo que le temo un poco. Aunque, las pocas veces que releo algunos de mis cuentos favoritos, confirmo tanto mi motivo de distancia como el de admiración. Insisto, no creo que haya muchos autores de su tamaño en la historia de la humanidad. Tampoco creo que aparezcan muchos más. A casi cuarenta años de su partida, sus textos no se permiten el envejecimiento.

A pesar de que Lima es una ciudad enorme y no escasa históricamente de migraciones, el cosmopolitismo parece difuminado u opacado por ciertas tendencias predominantes. Aunque quizás sería más preciso aludir a la segregación cultural que es parte de nuestro día a día. Hablar de clases y fenotipos se queda corto, y son pocos los materiales que permiten comprender los matices, condiciones y clasificaciones que componen ese enorme tejido desmembrado que es nuestra ciudad. Quizás solo la novelas y cuentos que tan ricamente han retratado nuestros escritores se acerquen a reflejar todas estas distancias sociales.

No obstante, existen algunos espacios que logran reflejar esas mixturas que trascienden a lo peruano —si acaso esto existe— e incluyen a pequeñas islas de comunidades extranjeras. El caso de avenida Aviación es creo que uno de los más interesantes. Uno puede en la misma avenida encontrarse con restaurantes chinos —de las diversas regiones de China—, pollerías, chifas, cevicherías, comida coreana, japonesa, tailandesa, italiana, mexicana, venezolana y, naturalmente, gringa (influencia enorme y aspiracional en nuestra cultura desde hace varias décadas). No se trata de sitios de moda, pero al igual que lugares como el Centro Comercial Arenales y ciertos rincones del Centro Histórico, reúnen a pequeñas comunidades que se interesan por manifestaciones culturales —y, desde luego, no hablo solo de cocina— que provienen de otros países. Naturalmente, muchos de los que frecuentan dichos lugares forman parte de grupos migrantes o de segundas, terceras o cuartas generaciones de estos. Pero no son sitios exclusivos de ellos.

Así, quien recorre e indaga estos espacios es capaz de beber de la cultura (hay que notarlo, principalmente, asiática) sin la necesidad de viajar a otro territorio, ya que esto muchas veces —casi todas en un país que no goza de una clase media consolidada como tal— supone un privilegio del que la minoría de limeños no goza. Al menos, sucede con los espacios que conservan los miembros de las comunidades asiáticas. Me gustaría pensar que migraciones como la venezolana también establecerán con el tiempo sitios que enriquezcan el ecosistema cultural de nuestra ciudad, pues sería una pena que se vean nublados o rechazados por esa limeñidad confusa y atropellante que muchas veces rechaza lo diferente (a pesar de que no deja de aspirar a ser algo que no es).

Lo más agradable del acercamiento a estos espacios es, como señalaba, que no se trata de lugares de moda. No hay peliculina de por medio, no son sitios precisamente instagrameables (bajo los estándares de lo aesthetic —término hueco y aspiracional por excelencia—). Se trata de espacios auténticos que sobreviven por un público fiel que no busca seguir modas ni agourmetizaciones). Jamás se ubican en los distritos más privilegiados, sino que, precisamente, se corresponden con barrios de clase media, residenciales y que no pretenden ser turísticos. 

Aviación reúne el Teatro Nacional, la Biblioteca, el Museo, Cines, Polvos Rosados, centros comerciales, toda la diversidad de restaurantes, mercados asiáticos, Gamarra, parques y el único e histórico tren que tanto simboliza. A quien le interese comer platos de diversas partes del mundo sin desestabilizar su planificación económica mensual, puede encontrarla en esta avenida y de primerísimo nivel. Varias de las mejores cenas que he disfrutado han sido ahí. Estoy seguro de que muchos sabrán a lo que me refiero y, quienes no, espero que aprovechen esa cuota de cosmopolitismo que tantas veces se cree inexistente en nuestra ciudad gris.

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Sospecho que mi interés por los espacios y los objetos nació con la soledad que significó crecer sin hermanos, mascotas, videojuegos o televisión. La exploración del departamento en el que crecí debe serle ajena a quienes tuvieron estas distracciones. No son pocos los recuerdos que tengo observando con gran curiosidad un pedazo de la alfombra o alguna de las esquinas de la casa. Pero, con mayor emotividad, aparecen en mi memoria las veces que convertí a las almohadas de los sillones de la sala en refugios y monstruos monumentales que combatía con pasión. En los momentos de calma, me recuerdo pensando en las formas de la madera de los techos —cuyas vetas dibujaban criaturas— o en los rincones de las paredes, los zócalos, los estantes y los rajones de las sillas o mesas. No se trataba solo de observar la forma, sino en pensar en su particularidad, imaginarlos como seres con vida, pero, principalmente, con memoria.

Así empezaron las preguntas por quién había observado antes aquel rinconcito de pared que llamaba mi atención por entonces, o esa columna olvidada al lado de la terma, o ese espacio entre los hilos rotos de la alfombra. Esa pregunta llevó a no solo pensar en quién había depositado su atención en estos rincones, sino a pensar en qué habían conocido estos espacios y seres inanimados. ¿Qué recuerda aquella esquina? ¿Qué manos se han apoyado en el marco de esta ventana?

Pensar en la historia de los objetos y los espacios hoy me hace transitar hacia los pasos y la sucesión de hecho que componen la historia privada y pública de la humanidad. Quienes estudiamos en la Católica nos hemos sentado en la rotonda que alguna vez alojó las nalgas de profesores como Antonio Cisneros. Ni qué decir de la plaza Francia que tiene tantos recuerdos de Ribeyro o la casona de San Marcos que no pocos chismes debe recordará de Alfredo Bryce, Mario Vargas Llosa y tantos más. Cuando viajamos pensar en esto se vuelve más fascinante. Es fácil llegar a sitios históricos que vivieron a inmensos personajes. Piénsese en el Teatro Odéon, Trafalgar Square o el Café Tortoni. Aunque confieso que más me llaman la atención los detalles de los espacios. Una pequeña grieta en un desgastado adoquín en una vieja y prestigiosa universidad europea, la alfombra de una casa que recibió muchísimas visitas, el colchón de la cama de quien mantuvo muchas aventuras sexuales, cada rincón que compone un baño, etc. Si verdaderamente tuviesen memoria estos seres inanimados, el valor de estas sería incalculable. Los objetos conviven con nosotros, registran y experimentan el paso del tiempo y las vivencias de quienes se acercan a ellos. Es ese lo que me interesa y hace disfrutar tanto de los muebles antiguos, los libros viejos, las ropas de segunda mano, las casas museo y los edificios desgastados. No podría soportar rodearme de artículos y espacios absolutamente nuevos. Los sentiría fríos e ignorantes, así como recuerdo que los siente una muchacha en alguna novela de Roberto Bolaño. Si no me falla la memoria, la chica vive en una enorme casa moderna, nueva, y cuyos muebles han sido todos comprados al mismo tiempo. Son de valioso diseño e irreprochable calidad, pero no tienen memoria. En cambio, la casa de su mejor amiga —de familia de viejo dinero— siempre le da la comodidad que la memoria, el cariño y la historia que contienen esos seres inanimados otorga. Cada uno cuenta una o varias historias. Fueron heredados, comprados en viajes, modificados o regalados. 

Se me ocurre que un poco así es que uno le otorga un valor sentimental a un espacio u objeto: cuando este acumula una serie de vivencias, relaciones, modificaciones. De ahí a que uno aprecie más al libro que le regaló alguien importante, al mueble que heredó de un familiar que ya no está o a la prenda que compró en algún viaje. Las casas crecen y cambian, se modifican, se repiensan. No hay nada más valioso que el objeto o el espacio cuya pertenencia supuso un esfuerzo. Más se quiere y valora a la casa que fue construida de a pocos que a la que se hizo de un tirón. Más se valora al libro, juguete o cena, que supusieron un ahorro o sacrificio monetario que los que se consiguieron con indiferencia o despilfarro. Los primeros incluyen una historia plagada de emociones, mientras que los segundo responden a una decisión despreocupada. No llevan mucho detrás. 

Lima, junio 2024

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El sábado tomando con unos amigos discutimos sobre si titular o no las obras de uno de ellos. Bruno —como mucho otros pintores— se interesa poco por nombrar sus obras y se limita al ‘sin título’ que precisamente da nombre a esta columna y que normalmente se acompaña de la fecha en la que se acabó la obra y su ficha técnica. Uno de los asistentes —hisrtoriador y curador— reclamaba la necesidad de un título que evidencie el diálogo entre la pintura y la imagen colonial que había catapultado la invención del cuadro. Es cierto, la intertextualidad iconográfica existe, pero está en la misma obra y quien se enfrenta a la pintura no necesita de la referencia para apreciar y dejarse sensibilizar por el cuadro.

Muchas veces los títulos pueden ser estupendos, agregar a la obra o abarcarla. Nadie puede negar que son útiles en tanto nos permiten referirnos a las obras de manera clara e inconfundible. Sin embargo, son tramposos. Con esto me refiero a que los títulos no suelen ser pensados como parte de la obra (sé que a veces sí). Por lo tanto, son un producto posterior y ajeno a la misma, que trata de referir a ella, pero con elementos ajenos a esta. La obra de arte visual o musical está pensada y compuesta en un lenguaje que no se compone de palabras. Su registro es otro. Y creo que funciona perfectamente en este. No tiene la necesidad de un orden lingüístico racional que la encapsule en un termino que proviene de un orden ajeno al propio de la obra. El hecho de titular a la obra que esta fuera de las palabras es imponerle un registro que no es el suyo. Lo que trata o abrasa la obra de arte visual y musical, si está realmente lograda, no puede ser mejor comunicado que a través de la expresión misma de la obra. En caso el artista hubiese sido capaz de encontrar una o dos palabra que expresen mejor lo que buscaba su composición, pues podría haber prescindido del lenguaje visual o sonoro, para limitarse al uso de estas palabras.

Por ello defiendo la constumbre de no titular la obra. Muchas veces, ocurre que socialmente se le otorgan títulos a obras no tituladas o tituladas de otra forma. Pensemos en que nadie llama Retrato de Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo al cuadro más famoso del mundo. Hablamos de la Monna Lisa o La Gioconda. Nos referimos como a la sonata para piano n.º 14 en do sostenido menor, Op. 27 n.º 2de Beethoven como Moonligth Sonata o Claro de luna. Y resulta útil, práctico, amigable, pero es interesante notar que son nombres que no fueron puestos por los artistas. Son posteriores y se ubican fuera de la obra.

Que el artista rete de tal manera al público es interesante. Lo es porque complica la manera de referirse a su obra sin reproducirla, describirla o mostrarla. De alguna manera, reta e impone el propio lenguaje de la obra para evocarla. En el caso de las piezas de música “clásica” o “académica” se suelen utilizar por nombres esta suerte de códigos técnicos que nada nos dicen sobre la pieza. En ese caso, el nombre es un cuatión puramente práctica, pero cuando se nombra pensando en lo que la obra es, estamos ante un problema. La obra es —creo— lo que la obra es. Como decía, la mejor manera de decir lo que es la obra es como la obra misma lo hace. No por gusto el artista se toma tan en serio su trabajo buscando la mejor forma de representar lo que busca representar.

Por eso, creo en ese maravilloso ‘sin título’ que espero que mi amigo Bruno mantenga siempre. Porque reta a quien quiera referenciar la obra. Solo podrá describirla, reproducirla o mostrarla. Pensemos en lo divertido que es en la música. Ocurre con mucha frecuencia. La gente no siempre sabe los nombres de las canciones, pero sí puede tararearlas, silbarlas o cantar un pedazo de la letra en caso la tenga. En esos ejemplos, precisamente se hace lo que sugiero. La obra se evoca con su propio registro, uno que está fuera del lenguaje de las palabras. Almenos en estos espacios, seguiré siendo devoto del ‘sin título’ al que honra esta columna.

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El panorama informativo de hoy es el siguiente: mucho contenido + poca rigurosidad. Buscar, confiar, aprender, y —principalmente— dialogar es difícil. Lo fácil es el odio, la emocionalidad, la intolerancia, la opinión, la discusión, la batalla, el debate, la tontería y la generosa ignorancia. Las redes sociales son la máxima ejemplificación de la perversión de la verdad y la autoridad. Hoy, es la masa, el mercado y el capital económico, quienes deciden a quién dar autoridad y, en consecuencia, a quién creer. Prueba de ello son los miles de seguidores que tienen los sujetos que muestran sus zapatillas, sus cuerpos, o lo maravillosa que es su vida. Pero no solo son seguidores que dan likes, sino receptores de mensajes y opiniones cuya única exigencia para evaluar la importancia de estos es si el personaje gusta o no en función de lo anteriormente mencionado. Es muy peligroso.

Quienes hemos trabajado en periodismo sabemos lo que esto significa y es inevitable no sentir desesperanza por el devenir de este fenómeno. Basta con el revisar superficialmente las redes sociales de cualquier medio local o sus mismas páginas web —incluso las de los medios más serios— para comprobar que la inversión de publicidad y producción está puesta directamente en ‘lo que vende’. ¿Qué es lo que vende? Lo mismo que siempre persiguió la prensa del corazón: sacadas de vuelta, farándula local y extranjera, escándalos políticos. En resumen: titulares, fotos, show. Rara vez, contenido, profundidad, investigación. Que no nos sorprenda el programa que cierto cacaseno ofrecía hasta hace poco en la televisión local…

El capitalismo obsceno que representan las redes sociales, defendido en un cuestionable discurso democrático de libertad de expresión, nos ha llevado a eliminar toda rigurosidad y respeto por la autoridad. Hoy los referentes y las autoridades no son otros que “los que venden”. X, Instagram y el ya más olvidado Facebook están repletos de opinólogos que para muchos de mi generación y la de mi madre son fuentes de “conocimiento” constante (información). El culto al individuo nunca se había visto más expuesto. La falacia de autoridad es cuestión todos los días. Cualquier crítica al usuario como autoridad será aplastada —tanto por derechas como por izquierdas— bajo el precario argumento famoso entre los peruanos de ‘es mi opinión’ y el reclamo será tildado inmediatamente de elitista. Adjetivo que se ha vuelto sumamente negativo, ignorando que —como bien señalaba Luis Jaime Cisneros— toda institución que se respete debe estar dirigida por una élite. ¿O acaso confiaríamos nuestras inversiones a opiniones y no a estudios financieros? ¿O confiaríamos en la opinión del vecino antes que en la de un cirujano cuando se trate de operarnos el corazón? ¿O recurriríamos a un piloto cuando tengamos que diseñarnos una casa? Quiero creer que no hemos llegado tan lejos (no aún). Pero cuando hablamos de cultura o de política, toda autoridad se anula…

El culto al individuo, exacerbado por las redes, vive mucho de la discusión y de la aprobación masiva (no del reconocimiento por la rigurosidad). Si bien Husserl, entendió que la intersubjetividad es lo que más nos acerca a la verdad, es difícil creer en la masa cuando está no está preparada sobre el tema, y es emocional y no racional. Las verdades, así como los diálogos, son ajenas a las opiniones. Bien entendió Platón que el conocimiento verdadero (episteme) nada tenía que ver con las meras opiniones. El conocimiento verdadero, decía Platón, es objetivo, universal y solo se alcanza a través del razonamiento filosófico y la dialéctica. Mientras que la opinión (doxa) es la percepción subjetiva y mutable de la realidad sensible, es decir, del mundo material y cambiante que nos rodea. Así para el autor de La República, las opiniones se basan en las apariencias y son influenciadas por los sentidos, por lo tanto, son inconsistentes y relativas. Platón critica la forma en que las opiniones afectan el gobierno y la justicia. Al igual que quien escribe, argumenta que la mayoría de las personas, incluidos los gobernantes en las democracias, operan basándose en opiniones en lugar de en el conocimiento. Esta dependencia en opiniones lleva a decisiones irracionales y corruptas. Por eso, Platón propone que los filósofos, que buscan y alcanzan el conocimiento verdadero, sean los gobernantes.

Nunca me ha gustado la vocación antidemocrática de Platón, pero sí creo importante la distinción que hace. Si bien jamás apostaría por una política autoritaria, creo que la autoridad y la meritocracia son cuestiones esenciales para mantenernos en una sociedad que no pervierta la realidad (algo que sucede en nuestros días todo el tiempo). 

A veces pienso que, precisamiente, el mal entendimiento de lo que es una democracia nos lleva a tal situación. Que exista la libertad de expresión no implica que se otorgue el mismo valor y que no se filtre rigurosamente los actos y enunciados de todas las personas. Es democrático en tanto las exigencias deben ser las mismas independientemente de quién sea el individuo. Pareciese que las opiniones hubiesen empezado a ser consideradas como verdades y he ahí el problema. Jean Paul Sartre (pensador al que no suelo volver) explica con claridad lo inútiles que resultan las discusiones cuando recuerda las que solía mantener con Raymond Aron cuando joven. Y, sí, es lo que tenemos en los medios y en las redes. Discusiones, no diálogos. La discusión sigue el modelo del idealismo clásico que busca arrinconar a alguien en el momento en que su pensamiento falquea. Se trata de quien gana. Una pelea de egos. En ese sentido, no aporta nada. No acerca a la verdad. No construye. 

Por el contrario, los diálogos, constuyen en tanto buscan trabajar en conjunto y presuponen la posibilidad de equivocarse. Ya decía Gadamer en Verdad y método, que solo es posible ampliar tu horizonte si es que aceptas que el del otro debe tener algo de verdadero que, de momento, te es invisible. Así, explica que el entendimiento no es un proceso aislado, sino un diálogo continuo en el que el horizonte del intérprete se fusiona con el horizonte del otro, permitiendo una comprensión más profunda y matizada.  Esta fusión de horizontes implica una apertura a lo nuevo y un reconocimiento de la historicidad y la influencia mutua en el proceso de interpretación. 

Es todo lo contrario a los embistes retóricos que vemos en televisión y en redes. Los usuarios que participan en ellos solo persiguen la sensación del triunfo (como los participantes de los clubes de debate) y olvidan la resolución del problema en cuestión. Se trata de individuos defendiendo sus opiniones para alcanzar la validación social. 

Como bien explicaba Sarte, no deja de ser interesante escuchar lo que la gente puede decirle. Pero, claro, —y esta es la cuestión— siempre sin olvidar que son meramente comentarios, opiniones. Craso error sería entrar en la discusión cuando de opiniones se trata, pues estás se construyen en base a impresiones y preferencias subjetivas. De ahí a que tanto oigamos el dicho de los gustos y colores… Los diálogos constructivos son relaciones lingüísticas que implican una acción en común para decidir algo en conjunto. En resumen, una búsqueda o pretensión de acercarse a la verdad con respecto a algo. Y, para acercarse a la verdad o al conocimiento, las opiniones no nos sirven de nada. 

Pero no me tomen en cuenta. Finalmente, esta es solo una opinión más.

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La semana pasada, visité a unos amigos de improvisto. Me reciben con pizza casera y sonrisas, pero la alegría decae un poco cuando comenzamos a hablar sobre la situación del país. Sabiamente, Lara —una amiga— introduce el tema de la literatura como para salir de lo político. ¿Qué tal va la literatura?, pero mi desazón responde que terrible, que no logro escribir a pesar de que lo literario me persigue. Hasta los taxis me recuerdan a ella. Se sorprende y explico que he vuelto pedir taxis, ya que el auto está abandonado en el taller por falta de dinero para recogerlo. La cuestión es que en la última semana me han tocado dos conductores inolvidablemente literarios. El primero me recoge de Salaverry y se llama Orestes. No es la primera vez que escucho un nombre griego en nuestras calles, pero aún no me explico el origen de este tipo de predilección. Envalentonado le pregunto al conductor por el origen de su nombre. ‘Me lo puso mi papá’, me indica sonriente y agrega que desconoce toda referencia al origen del mismo. Contento de que elogie su nombre me explica que de niño lo molestaban en el colegio por llamarse así. Es un clásico de la tragedia griega, le digo. Orestes venga a su padre Agamenón. En complicidad con su hermana Electra, asesinan a su madre Clitemnestra y a su amante Egisto, pues fueron ellos quienes acabaron con Agamenón para hacerse del poder. Orestes es perseguido por las Furias por su crimen, pero finalmente queda absuelto por la justicia de Atenea. Es —le explico— un representante de la reflexión en torno a la justicia para la Grecia clásica. Asombrado y ya por terminar la carrera, Orestes me dice que ahora le gusta más su nombre y que buscará la historia. Antes de bajar, le hago una última pregunta: ¿Nunca le preguntó a su padre por qué le puso ese nombre? Nunca lo conocí —responde— se desentendió de mí al nacer…

En la mesa se ríen, pero aún falta la mejor. Ayer, saliendo de la feria de arte pido un taxi para continuar con la fiesta. Vamos varias cervezas, pero no las suficientes como para leer mal el nombre del taxista que acaba de aceptar mi solicitud. John Milton llegará en 5 minutos me indica la aplicación. Imposible, les enseño a las amigas que me acompañan. No puede ser que después de Orestes uno de los poetas más grandes de la humanidad nos vaya a recoger. Esta vez, el conductor es muy alegre y nos anima con rock en español. Ya en confianza procedo a preguntarle si, en efecto, se llama John Milton. Sí, me responde, primer nombre John y segundo Milton. John porque su padre se llamaba Juan y Milton por el cantante brasileño Milton Nascimento, que le gustaba mucho a su madre. No conoce nada acerca del autor del Paraíso perdido ni de los magníficos dibujos del infierno de Dante. No tenía idea, me dice, pero lo voy a buscar si usted dice que es tan bueno y volvemos al rock en español hasta que nos deja en la fiesta. ‘Realmente te persigue la literatura, a mí me tocan nombres de los más normales’. Reímos y acabamos las pizzas. Nos tenemos que mover porque hemos quedado con otros amigos en ir a La Oficina a escucha música criolla. Es tarde y ordeno un taxi.

Recién cuando llega veo el nombre. Sócrates. Esta vez el taxista sí conoce la historia del nombre. Mi amiga Lara no lo puede creer. ‘Eres tú me dice’. Sin duda, le digo, Lima es una ciudad cada vez más literaria…

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