sin título

Sospecho que mi interés por los espacios y los objetos nació con la soledad que significó crecer sin hermanos, mascotas, videojuegos o televisión. La exploración del departamento en el que crecí debe serle ajena a quienes tuvieron estas distracciones. No son pocos los recuerdos que tengo observando con gran curiosidad un pedazo de la alfombra o alguna de las esquinas de la casa. Pero, con mayor emotividad, aparecen en mi memoria las veces que convertí a las almohadas de los sillones de la sala en refugios y monstruos monumentales que combatía con pasión. En los momentos de calma, me recuerdo pensando en las formas de la madera de los techos —cuyas vetas dibujaban criaturas— o en los rincones de las paredes, los zócalos, los estantes y los rajones de las sillas o mesas. No se trataba solo de observar la forma, sino en pensar en su particularidad, imaginarlos como seres con vida, pero, principalmente, con memoria.

Así empezaron las preguntas por quién había observado antes aquel rinconcito de pared que llamaba mi atención por entonces, o esa columna olvidada al lado de la terma, o ese espacio entre los hilos rotos de la alfombra. Esa pregunta llevó a no solo pensar en quién había depositado su atención en estos rincones, sino a pensar en qué habían conocido estos espacios y seres inanimados. ¿Qué recuerda aquella esquina? ¿Qué manos se han apoyado en el marco de esta ventana?

Pensar en la historia de los objetos y los espacios hoy me hace transitar hacia los pasos y la sucesión de hecho que componen la historia privada y pública de la humanidad. Quienes estudiamos en la Católica nos hemos sentado en la rotonda que alguna vez alojó las nalgas de profesores como Antonio Cisneros. Ni qué decir de la plaza Francia que tiene tantos recuerdos de Ribeyro o la casona de San Marcos que no pocos chismes debe recordará de Alfredo Bryce, Mario Vargas Llosa y tantos más. Cuando viajamos pensar en esto se vuelve más fascinante. Es fácil llegar a sitios históricos que vivieron a inmensos personajes. Piénsese en el Teatro Odéon, Trafalgar Square o el Café Tortoni. Aunque confieso que más me llaman la atención los detalles de los espacios. Una pequeña grieta en un desgastado adoquín en una vieja y prestigiosa universidad europea, la alfombra de una casa que recibió muchísimas visitas, el colchón de la cama de quien mantuvo muchas aventuras sexuales, cada rincón que compone un baño, etc. Si verdaderamente tuviesen memoria estos seres inanimados, el valor de estas sería incalculable. Los objetos conviven con nosotros, registran y experimentan el paso del tiempo y las vivencias de quienes se acercan a ellos. Es ese lo que me interesa y hace disfrutar tanto de los muebles antiguos, los libros viejos, las ropas de segunda mano, las casas museo y los edificios desgastados. No podría soportar rodearme de artículos y espacios absolutamente nuevos. Los sentiría fríos e ignorantes, así como recuerdo que los siente una muchacha en alguna novela de Roberto Bolaño. Si no me falla la memoria, la chica vive en una enorme casa moderna, nueva, y cuyos muebles han sido todos comprados al mismo tiempo. Son de valioso diseño e irreprochable calidad, pero no tienen memoria. En cambio, la casa de su mejor amiga —de familia de viejo dinero— siempre le da la comodidad que la memoria, el cariño y la historia que contienen esos seres inanimados otorga. Cada uno cuenta una o varias historias. Fueron heredados, comprados en viajes, modificados o regalados. 

Se me ocurre que un poco así es que uno le otorga un valor sentimental a un espacio u objeto: cuando este acumula una serie de vivencias, relaciones, modificaciones. De ahí a que uno aprecie más al libro que le regaló alguien importante, al mueble que heredó de un familiar que ya no está o a la prenda que compró en algún viaje. Las casas crecen y cambian, se modifican, se repiensan. No hay nada más valioso que el objeto o el espacio cuya pertenencia supuso un esfuerzo. Más se quiere y valora a la casa que fue construida de a pocos que a la que se hizo de un tirón. Más se valora al libro, juguete o cena, que supusieron un ahorro o sacrificio monetario que los que se consiguieron con indiferencia o despilfarro. Los primeros incluyen una historia plagada de emociones, mientras que los segundo responden a una decisión despreocupada. No llevan mucho detrás. 

Lima, junio 2024

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El sábado tomando con unos amigos discutimos sobre si titular o no las obras de uno de ellos. Bruno —como mucho otros pintores— se interesa poco por nombrar sus obras y se limita al ‘sin título’ que precisamente da nombre a esta columna y que normalmente se acompaña de la fecha en la que se acabó la obra y su ficha técnica. Uno de los asistentes —hisrtoriador y curador— reclamaba la necesidad de un título que evidencie el diálogo entre la pintura y la imagen colonial que había catapultado la invención del cuadro. Es cierto, la intertextualidad iconográfica existe, pero está en la misma obra y quien se enfrenta a la pintura no necesita de la referencia para apreciar y dejarse sensibilizar por el cuadro.

Muchas veces los títulos pueden ser estupendos, agregar a la obra o abarcarla. Nadie puede negar que son útiles en tanto nos permiten referirnos a las obras de manera clara e inconfundible. Sin embargo, son tramposos. Con esto me refiero a que los títulos no suelen ser pensados como parte de la obra (sé que a veces sí). Por lo tanto, son un producto posterior y ajeno a la misma, que trata de referir a ella, pero con elementos ajenos a esta. La obra de arte visual o musical está pensada y compuesta en un lenguaje que no se compone de palabras. Su registro es otro. Y creo que funciona perfectamente en este. No tiene la necesidad de un orden lingüístico racional que la encapsule en un termino que proviene de un orden ajeno al propio de la obra. El hecho de titular a la obra que esta fuera de las palabras es imponerle un registro que no es el suyo. Lo que trata o abrasa la obra de arte visual y musical, si está realmente lograda, no puede ser mejor comunicado que a través de la expresión misma de la obra. En caso el artista hubiese sido capaz de encontrar una o dos palabra que expresen mejor lo que buscaba su composición, pues podría haber prescindido del lenguaje visual o sonoro, para limitarse al uso de estas palabras.

Por ello defiendo la constumbre de no titular la obra. Muchas veces, ocurre que socialmente se le otorgan títulos a obras no tituladas o tituladas de otra forma. Pensemos en que nadie llama Retrato de Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo al cuadro más famoso del mundo. Hablamos de la Monna Lisa o La Gioconda. Nos referimos como a la sonata para piano n.º 14 en do sostenido menor, Op. 27 n.º 2de Beethoven como Moonligth Sonata o Claro de luna. Y resulta útil, práctico, amigable, pero es interesante notar que son nombres que no fueron puestos por los artistas. Son posteriores y se ubican fuera de la obra.

Que el artista rete de tal manera al público es interesante. Lo es porque complica la manera de referirse a su obra sin reproducirla, describirla o mostrarla. De alguna manera, reta e impone el propio lenguaje de la obra para evocarla. En el caso de las piezas de música “clásica” o “académica” se suelen utilizar por nombres esta suerte de códigos técnicos que nada nos dicen sobre la pieza. En ese caso, el nombre es un cuatión puramente práctica, pero cuando se nombra pensando en lo que la obra es, estamos ante un problema. La obra es —creo— lo que la obra es. Como decía, la mejor manera de decir lo que es la obra es como la obra misma lo hace. No por gusto el artista se toma tan en serio su trabajo buscando la mejor forma de representar lo que busca representar.

Por eso, creo en ese maravilloso ‘sin título’ que espero que mi amigo Bruno mantenga siempre. Porque reta a quien quiera referenciar la obra. Solo podrá describirla, reproducirla o mostrarla. Pensemos en lo divertido que es en la música. Ocurre con mucha frecuencia. La gente no siempre sabe los nombres de las canciones, pero sí puede tararearlas, silbarlas o cantar un pedazo de la letra en caso la tenga. En esos ejemplos, precisamente se hace lo que sugiero. La obra se evoca con su propio registro, uno que está fuera del lenguaje de las palabras. Almenos en estos espacios, seguiré siendo devoto del ‘sin título’ al que honra esta columna.

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Lenguaje, nombrar, obra de arte, registros, sin título
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