[MIGRANTE DE PASO] Regresé después de dos años y medio. Después de la pandemia pasé del encierro que nos impusieron por la cuarentena a mudarme a otro país: sin nadie conocido, comida nueva y climas más potentes. Buenos Aires fue mi techo todo este tiempo y ahora vuelvo a Lima, donde crecí y está toda la gente que quiero. Me parece poco acertada la palabra “regresar”; en una crónica sobre Messi de la Revista Orsai, hablan de los migrantes con la valija sin desarmar. Yo fui uno de ellos. Jamás cambié mi forma de hablar para encajar, ni agaché la cabeza porque crean que mi nacionalidad es menos, si tenía la oportunidad de demostrar mi peruanidad lo hacía casi como instinto.
Efectivamente mis maletas siempre estuvieron a la vista en el monoambiente donde pasé la mayor parte de mi temporada argentina. Hablaba seguido con mi familia y amigos. Y ahora que he vuelto siento que nunca me fui. Existía una resistencia perpetua en dejar mi nacionalidad atrás. No era un peruano que buscaba ser argentino. Era un peruano en otro país. Lo que comenzó como una aventura académica terminó siendo una travesía prolongada de autoconocimiento. Le debo mi solidez a Buenos Aires, que se ganó mi cariño y amor. En fin, ya lo volveré a visitar y afirmaré, orgulloso, yo viví acá.
Cuando le entregué la llave, que parecía de hace un siglo, típico de los barrios viejos de la ciudad, al arrendador, regué mis plantas una vez más y salí, con mis tres maletas, sin mirar atrás. Preferí despedirme así del lugar que vio triunfos, fracasos, penas y alegrías mías por tanto tiempo. En el taxi le di un último vistazo a la ciudad y sonreía sin razón aparente, supongo que es un buen indicio. En migraciones utilicé por última vez mi dni de residente argentino y en el avión mi mente ya estaba tentada por llegar a mi caótica y querida ciudad. El lomo saltado, chicharrón, inka kola, limonada con limón de verdad, mis perros y el mar.
Después de las cuatro horas y media de vuelo y un paso migratorio ágil respiré por primera vez la contaminación de mi ciudad. No creo que sea algo bueno, pero llenó mis pulmones de nostalgia infantil. Luego de pasar por la inmanejable Faucett llegamos a la bajada de la Costa Verde. Neblina y brisa marina: “Ahora sí me siento en casa”. Saqué una mano por la ventana y jugaba con el impacto del aire por la velocidad. Hacía lo mismo de chico. Me relaja. Estaba pendiente de que en pocos días cumplía 30 años, pero esta última semana en Lima me regresó el ímpetu de juventud, sólo es un número y el pico de la juventud es la muerte. Me calmo con esa forma de pensar.
Ya en Barranco, los árboles y calles viejas, me hicieron regresionar hacia mis exploraciones infantiles por el distrito en bicicleta y a cuando jugaba pichangas en la calle. Unas cuantas ventanas fueron nuestras víctimas. Quipu, mi peludo siberiano, me esperaba en la puerta cuando llegaba del colegio y ahora fue igual. Casi con 16 años y con su acompañante de 55 kilos, Maui. Directo a la cocina donde me esperaba un pollo a la brasa, no podía comer por mi risa de bienestar. Extrañaba demasiado mi casa y la comida. Dormí como no lo había hecho en dos años y me desperté del mejor humor posible. Esta vez, un chicharrón de El Chinito fue mi premio matutino.
Al día siguiente fue mi cumpleaños e hice una pequeña reunión para tomar unas cervezas y conversar. Hace dos años no estaba acompañado durante mi santo. Nos reunimos los de siempre, con los que te sacas la espina, con quienes te mueres de risa, con quienes nos hemos peleado en la calle y los mismos. Son como familia. Espero que todos puedan tener un círculo de amistad similar, porque aprendí, en momentos de soledad de migrante, que alguien sin amigos es realmente peligroso. Cerveza, porros e incontables risas, de las genuinas, de las que contagian. En la misma sala que fue cuarto de juegos, taller de pintura de mi hermano, luego, mi cuarto. Hablaría de los que es cumplir 30, pero la verdad que no sé qué decir, sólo es un dígito distinto y aún no siento ninguna pegada. De hecho, siento que tengo 25.
Dos días después, partidito de fútbol 7, no jugaba desde antes de la pandemia. Es mágico lo que un parido con amigos puede hacer. Te olvidas de todo, sólo existe la pelota y tu equipo. Por dos horas sólo eso componía mi realidad. Estaba bastante oxidado, pero aun así me sorprendí. Pensé que iba a estar, pero marqué goles y planeo no abandonar las canchas de nuevo por tanto tiempo. Así que tranquilos, para los que bordean los 30, nos quedan por lo menos 50 años de vida. Bajo esa percepción somos bastante jóvenes, no hemos conocido ni la mitad de nuestras vidas.
Es muy fácil escribir sobre las injusticias de poder que están sucediendo en demasiados lugares del mundo, y en el Perú también. Intenté unas cuantas veces hacer un párrafo al respecto, pero no logré encontrarlo de mi gusto. Resulta que el panorama mundial me ha dejado sin bando. No sé si soy de izquierda, centro, derecha, arriba o abajo. Me parecen ridículas las doctrinas políticas. Por ahora prefiero recibir más información y después poder hablar al respecto. Al regresar me di cuenta de algo. Sólo es necesario encontrar lo tuyo, aferrarte a ello con todas tus fuerzas y no hacerle daño a nadie. Creo que es la manera correcta para no apresurarte con el rabo entre las patas a determinar qué está bien y qué está mal. O creen ser dioses o sólo se agrupan al montón. Ojo, que el montón está dividido también. Serían montones. Por ahora no me importa, quiero acomodarme en mi país, ahora que estoy de vuelta, estar bien yo. De esa manera, podré ayudar a quienes sienta que debo hacerlo. El poder por el poder se está saliendo de las manos en las cúspides peruanas y, francamente, es absurdo.