Crónica

[Migrante al paso] De nuevo, hasta las 4 de la mañana con insomnio. Pero nada mejor que una buena serie o anime para que te acompañe en esas noches sin pegar el ojo. No siempre es una compañía agradable, pero no deja de ser interesante. Ayer fue la serie Adolescencia, que se ha vuelto viral tanto por la temática como por la impactante actuación de un niño. Le crees absolutamente todo, es de esos talentos que ves muy pocas veces durante tu vida. La serie es espectacular, siempre hay quejas porque como ya es sabido, ahora nadie está contento, siempre algo tiene que fallar. Yo me quedé pegado durante los cuatro episodios que vi seguidos. En fin, mi intención no es hablar de la serie, pero sí respecto al enorme desafío que enfrentamos como sociedad.

Yo también fui niño y adolescente, era de los llamados populares o líderes de mi promoción. Felizmente yo defendía de quienes abusaban, fui criado en un hogar donde incluso pelearse por ese motivo era permitido. Igual en mi colegio, no había casos tan severos como lo son actualmente. Tengo que resaltar que la realidad de los colegios privados a la de los públicos es abismal, dos experiencias totalmente distintas, yo fui a uno privado. Sin embargo, creo que en general la mayoría mantenía un grado de respeto. Teníamos un límite mucho más marcado. Hacíamos travesuras, obvio, dentro de todo son sanas. Siempre y cuando mantengan el tono infantil y aventurero. Pero teníamos conciencia de lo que hacíamos, si nos descubrían aceptábamos el castigo que fuera. Era sano, después de todo el principal alimento de estas acciones era la diversión y la curiosidad. Ahora todo parece haber cambiado para mal. Ahora es odio e ira que naturalmente termina en violencia. El peso que cargan los adolescentes ahora es mucho más abrumador. Todo por culpa de las redes sociales. La virtualidad ya dejó de ser tan virtual, mucho más para ellos que los ha invadido en casi todos los aspectos de la realidad. El bullying ha trascendido a niveles radicales y pasa desapercibido por la mayoría de los adultos, que no llegan a entender del todo el fenómeno. Por eso recomiendo esta serie, te da a entender un mundo del que yo, con solo 31 años, no conocía. 

En el colegio solía sentarme en las carpetas del fondo de la clase, era más divertido y había menos control del profesor que daba la clase. Aprovechábamos para hacer guerra de bolas de papel, a veces se ponía un poco más salvaje. Nos botaban de la clase y aceptábamos, de hecho en ese momento pensaba, que era mejor estar afuera que adentro. Una que otra pelea en la cancha de fútbol por algún foul o cosas por el estilo. No llegaban a mucho. No había intención de hacer daño en el fondo. Por más rebeldes que fuéramos si un profesor intervenía íbamos a respetar su decisión, jamás se nos hubiera ocurrido ser faltosos con ellos o con cualquier adulto en general. Podíamos bromear y molestar pero dentro de un límite aceptable. Ahora en las escuelas, quienes te enseñan se han vuelto el punto de insultos, les hacen bullying hasta a ellos. No solo es un cambio en los alumnos, los maestros han perdido autoridad ya sea por leyes excesivamente protectoras, porque son demasiado políticamente correctos o, peor aún, por miedo a lo que vayan a decir de ellos en las redes sociales.

Mi generación fue de las últimas en crecer sin smartphones, está comprobado que desde que existen la sensación de soledad y tristeza ha aumentado en los jóvenes. De chicos jugábamos en las calles, salíamos a montar bicicleta o skate, nos juntábamos seguido en alguna casa a ver películas. Para contactar a tus amigos tenías que llamar al teléfono fijo y preguntar por él. Los fines de semana te desconectabas por completo. Salvo de tus amigos cercanos que probablemente seguías viendo. La virtualidad comenzó con los videojuegos y eso que no existían juegos online, teníamos que estar en el mismo sitio. Se mantenía el contacto físico.

Ahora los niños están más solos, la hiperconectividad ha traído como consecuencia lo contrario, el aislamiento. Es como si vivieran en dos mundos igual de importantes, uno de ellos no tiene filtro y está enfocado en hacer que no te despegues del celular y darle mayor importancia a tu avatar virtual que a quien eres en realidad. Es un peligro, y a lo que se puede acceder desde un celular ahora es incontrolable. Pongas las restricciones que pongas, al final todo se filtra. Es de temer, y requiere supervisión urgente. Si yo, que soy mucho mayor, a veces tengo que borrar Instagram, que es la única red social que uso, porque me da ansiedad y al eliminarlo siento alivio; imagínense todo lo que puede generar en una mente adolescente donde la confusión y la búsqueda de identidad están en plena formación. No debe ser fácil. El mundo está avanzando más rápido que la educación y ahora está desbordada, se tiene que dar un cambio brusco en el sistema educativo, no necesariamente más estricto, pero adaptado a lo que está sucediendo. Lo que vemos ahorita está desfasado.

[Migrante al paso] Salíamos de una discoteca. Celulares en la mano. Distraídos. Un poco borrachos. No más de 21 años. Caminando entre los callejones que rodean la Plaza Butters de Barranco. Se acercan dos piltrafas, con gorritas. Cada uno pesaba máximo 50 kilos. No intimidaban ni a un perro. “Sus celulares o les hago hueco”, decían. Procedimos a guardar nuestros celulares en el bolsillo y a prepararnos para pelear. Se fueron corriendo, con la cola entre las patas. Han pasado menos de 10 años. En la actualidad, probablemente estaríamos muertos. Porque vivimos en un país donde la vida ya no tiene valor. Matan gente por 50 soles o menos. Más de 200 bandas criminales operan abiertamente. La policía, cómplice. Con un servicio de inteligencia que ya vendió su cerebro o tiene el coeficiente intelectual de una mosca, ninguna de las dos opciones me sorprendería. ¿Qué se puede esperar de un país de cobardes, violadores y llorones? No soy un fanático de la justicia, pero si no se toman medidas con urgencia, vamos a regresar a la ley de la selva. Estamos en tierra de nadie. ¿Qué vale un lugar donde las personas no pueden vivir sin temor a morir al salir a la calle, donde poder cumplir un sueño jamás va a pasar de ser una fantasía? A eso ha llegado el Perú.

Teníamos 15 años, íbamos en taxi. El carro se desvió y comenzó a meterse entre calles desconocidas de Barranco viejo. Nosotros, pequeños, pero valientes, ya sabíamos qué hacer en esos casos. Lo habíamos conversado. El que estaba atrás lo ahorcaba por atrás y quien iba de copiloto movía el timón hasta chocar y poder llamar la atención o salir disparados. Fantasías infantiles que, felizmente, no se cumplieron. Nos dejamos llevar y apenas reconocimos una avenida. Lo obligamos, a la fuerza, a que vaya hasta allá. Nosotros, preparados para golpear y morder si era necesario. Nos bajamos y comenzamos a burlarnos del ladrón poco experimentado. Nuevamente, en la actualidad, probablemente nos hubieran matado porque en este país ya ni la infancia tiene valor. ¿Quién quiere vivir en un lugar donde sus hijos no pueden jugar en la calle, ir a pasear al parque o salir a montar bicicleta como solíamos hacer nosotros? Esos recuerdos de ir sobre ruedas a toda velocidad por la ciudad, varios pequeños riendo y haciendo travesuras. Meternos a casas abandonadas como aventura. Era como tener alas, unas que han sido extirpadas de nuestros imaginarios de vida. Todo por unos delincuentes que se aprovechan de quienes solo quieren vivir y mejorar. A eso hemos llegado. ¿Qué se preguntaría un día como hoy Zavalita, si el Perú ya está jodido desde esa época? Ahora, ¿en qué categoría entramos?

Es triste ver a tu propio país en estas circunstancias. Lamentablemente, mi recomendación para todos quienes quieran mejorar su calidad de vida o a quienes tienen pequeños que cuidar es que se vayan, para nunca más regresar. Por el momento, el Perú no tiene futuro. Estamos gobernados por criminales, desde los que te apuntan con una pistola hasta los que están sentados en sus sillas de poder. Para todos ellos, deberían recordar que el poder no es lo mismo que la fuerza. El poder es diminuto al costado de lo otro. Llegó el momento de que todos unamos fuerzas, ya no hay tiempo para peleas ideológicas ni soluciones a medias. Se tiene que establecer un servicio de inteligencia que no tiemble, que no tenga miedo de enfrentar las consecuencias de sus propias acciones. Con las leyes actuales, las autoridades insignificantes, periodistas rastreros y policías cómplices no vamos a lograr ningún cambio.

Francisco Tafur

Está en nuestras manos adultas el proteger a los jóvenes que vienen, implique lo que implique. Ante problemas radicales, lamentablemente, estoy de acuerdo con respuestas radicales. A este paso, el próximo año nos enfrentaremos a unas elecciones en las que tendremos que votar entre potenciales dictadores. Sea un Bukele o una izquierda radical. Cualquiera de los dos me da asco. Pero estamos cumpliendo todos los requisitos para que esta predicción sea una realidad. Para los que creen que estamos viviendo en una dictadura, sujétense bien, porque lo que viene va a ser mucho peor. Es lo que pasa cuando una sociedad se deja llevar por el miedo, siempre ha sucedido así. Llegará el momento en que vamos a recibir con aplausos el fin definitivo de nuestra libertad.

Solo me queda desearle a todos estos parásitos políticos que sean perseguidos de por vida y que no tengan ni una noche de paz en lo que les queda de vida. Y a todos estos extorsionadores que tienen más cualidad de insectos que de humanos, ya no hay marcha atrás con el daño que han hecho. La cantidad de vidas que han arrebatado, los sueños que han destruido, las lágrimas inocentes que han derramado, no tienen perdón de nadie. Espero que sueñen con las miradas decepcionadas y mojadas de sus propias madres, que los niños que una vez fueron los torturen con palabras internas. Ya aparecerá alguien peor que los haga pagar, cuando llegue ese momento, espero que nadie los consuele al verlos llorar como los cobardes que son. Ya llegará el momento, los monstruos nacen de estas circunstancias, y espero de todo corazón que aparezca uno cuyo rencor esté dirigido a estos seres despreciables. Eventualmente, van a caer, tienen que hacerlo.

Nosotros lo único que podemos hacer es mantenernos fuertes, no podemos titubear, es el único rol que tenemos como adultos. Si nos conformamos, tan solo unos segundos, la debilidad se va a infiltrar como un virus y perderemos esta batalla contra la criminalidad que solo aumenta. Mi corazón se quiebra al desear estas cosas, pero no podemos quedarnos con los brazos cruzados y hacer la vista gorda cuando nuestras madres quedan desamparadas por sus hijos muertos. No suelo creer que el cambio viene de marchas o movimientos masivos, pero como bien me dijo un amigo, se tienen que aprovechar todas las oportunidades para prender la chispa, en este caso, de la llamarada de la venganza de un pueblo cansado de ser atropellado.

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delincuencia, Extorsión, Sudaca

[Migrante al pasoCuriosamente, alguien como yo tiene varios amigos abogados. Se tratan de doctor o licenciado. Un constante querer demostrar lo que han logrado. Muy pocos aceptan que las leyes no son naturales. No hay una pared que me impida atropellar a alguien si lo deseo, ni nada que me impida fumarme un troncho en la calle mientras camino y le tiro el humo en la cara a la gente. Sin embargo, te dicen “no se puede” como si hubiera una limitación física. Siempre me pregunto qué trauma tienen en común para creer que la justicia lo es todo. Para empezar, ¿qué se creen para pensar que solo por estudiar unos años ya tienen la potestad de repartirla? Probablemente no haya institución más corrupta en el país que el sistema de justicia, incluida la fiscalía. Estos que sueñan con decidir qué está bien o mal se les rompe la mano como si fuera de cristal. No puedo decir nombres ni suposiciones porque me denuncian. Pero ahí están los guardianes de la justicia. En fin, solo estoy mostrando un poco mi hartazgo por quienes se toman ridiculeces muy en serio.

El otro día veía un video de Marco Aurelio Denegri, en el que defendía un punto de la teoría maoísta en la que quien no haya estudiado sobre algo no tiene derecho a hablar de ello. Me pareció patético para alguien que considero tenía una gran inteligencia. Si me provoca hablar de física cuántica y me callan la boca, quiere decir que yo se la puedo cerrar a golpes porque he estudiado artes marciales y sé pelear; entonces tengo derecho a hacerlo, según su lógica. Igual, la simpatía por este personaje peruano no ha disminuido. El derecho es un juego de palabras y quien maneje mejor el palabreo es quien gana. Algunos escuchan ideas brillantes, otros, como yo, puro blah, blah, blah.

Los últimos hechos y declaraciones desde que Trump asumió su nuevo mandato, con el multimillonario que, bajo la cortina de ser autista, oculta sus cachos y personalidad infantil, demuestran que no existe la justicia ni nada por el estilo. El mundo no tiene dueño y jamás lo va a tener. La máxima potencia mundial tiene como presidente a un delincuente y, déjenme cambiarle el diagnóstico, a un psicópata de asesor. Recientemente, que he entrado al mundo laboral real, me he dado cuenta de que todos encajan en una ideología o mentira que les ha lavado el cerebro. Yo también me incluyo: me lavaron el cerebro para ser un rebelde y creer que puedo ganar cuando es imposible hacerlo. Los que dicen “abajo el empresariado imperialista y opresor”, pobres seres. Los que dicen “el pobre lo es porque quiere”, lamentable. Socialismo, capitalismo, comunismo, fascismo… nuevamente palabreo. Esta vez peligroso porque creen que sus ideas son reales. Derecha e izquierda peleándose por cuál es mejor cuando ambas facciones son los culpables de las mayores masacres en la historia. Sin embargo, continúan más de un siglo después. Para mí es lo mismo que dos niños haciendo pataleta, pero peor, porque estamos hablando de adultos.

Hace unos días me tomaba unas cervezas con amigos y me di cuenta de que la vida es más simple. Era de día, regresaba mareado y me camuflaba en nuestra ciudad. Una ciudad sin alma, donde las caras están tristes, enfadadas, resentidas, reprimidas, y podría dar diez adjetivos más que no dejarían de ser acertados. Tienes que ser una persona política, pero no politizarte; tienes que tener ideas, pero no sacarlas de su mundo ideal. Lo único que vale la pena sacar de su plano son los sueños, y aquellos que son individuales, así implique a terceros. Este país moribundo convence a las personas de que victimizarse es la fórmula; la única manera de sentirse visible para muchos es tomar ese papel. Me siento malo al pensar esto, pero me parece desagradable. Existen las víctimas, pero para salir de ese agujero tienes que, de alguna manera, salir de ese rol. Lamentablemente, la imagen que existe de nuestro país es esa; hasta nuestro propio himno es condescendiente, le cambiaría la letra sin asco. Y yo no me libro. En este divagar de palabras que he escrito lo demuestro. Al igual que todos, estoy lleno de contradicciones y miedos; me victimizo incluso dentro de mis privilegios, pero estoy cansado de eso y creo que todos lo estamos. Tiene que existir un espacio de descanso para cada individuo. Ahora me doy cuenta de que lo que he escrito suena triste y molesto. Lamentablemente, era lo que quería evitar cuando comencé. Esa es la magia de escribir, supongo: cuando la página está en blanco es un misterio y terminas vomitando palabras contrarias a las que querías.

En fin, ya no quiero más despedidas. No quiero más peleas. No quiero levantarme y que el sol no me emocione. Ya me cansé de ver a amigos hundiéndose en drogas, escapando de sus monstruos. Quiero poder secar las lágrimas de quienes se atreven a soltarlas y humedecer las de quienes no pueden. Ahora tampoco es cuestión de martirizarse ni volverse un héroe. Al final, creo que quien más ayuda es quien tiene un buen concepto e interpretación del egoísmo. Suena utópico, pero al final los sueños son más revolucionarios que los idealismos, que solo se han encargado de hacerle daño a la humanidad.

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sinsentido

[Migrante al paso] Chanclas estiladas, pero con medias, negras en mi defensa. Últimamente, barba tupida y oscura, aunque cada vez aparecen más canas, felizmente aún son pocas. Lentes chuecos, antiguos, lunas algo sucias, pero de buena marca. Short oscuro, de vez en cuando pantalón. Polos negros o con cuello morados. Tengo varios iguales, pero sí los repito. A veces mi camisa verde, a la que mi madre le llama trapo y mi abuela no la soporta. Bajo y subo el ascensor oliendo a cigarro mezclado con colonia Hermès, que me regalan siempre en Navidad. Pocas veces hay alguien más alto que yo cruzando. Al subir, se quedan viendo la katana y el árbol muerto que tengo tatuados. Camino como de costumbre por Pedro de Osma a casa de mis padres para almorzar con ellos.

Para bien o para mal, atraigo miradas. Puede ser mi caminata peculiar y tambaleante, es algo heredado. Intento levantar la cabeza, pero suelo estar pensativo, así que miro hacia abajo. Tal vez un poco encorvado. Mi postura no siempre ha sido la mejor. Toco el timbre, me recibe mi pitbull de 55 kilos y, por la ventana, mi abuela me grita que me afeite porque parezco un oso. Me encantan los osos y siempre me he sentido identificado con ellos, tanto por contextura como por la capacidad de hibernar. Siempre he sido así, de alguna manera fiel a mi estilo, y de otra, un poco dejado, lo cual no me gusta. Desde niño tengo esa costumbre, pero es algo que a los treinta ya no es beneficioso. Se ve y se siente irresponsable. Igual, estoy exagerando, me sigue pareciendo algo que no es tan importante.

Así soy el oso del edificio, de la cuadra y de mi círculo social. Es algo positivo, emano seguridad para los demás cuando estoy de buen humor. El problema es cuando se da lo contrario, mi voz es grave y, a veces, sin levantar la voz, ya parece que estoy molesto. Tal vez por eso le agregue una risa nerviosa al final de mis oraciones. Una risa que enfatiza que no estoy molesto y que mi tono simplemente retumba un poco más de lo normal. Puedo pasearme entre la virtud de ser tierno y la de imponerme cuando ocurre algo intolerable. Viene del lado de mi padre. Todos son enormes, salvo el hermano menor, que no sé por qué salió chato. Mi padrino era gigante, sus manos parecían las de un gorila y no recuerdo haber visto una cabeza tan grande. En mis recuerdos siempre está riendo, haciendo que sus lentes de nerd se tambaleen. Al igual que mi padre, tenía la manía extraña de dar cariño poniendo su enorme mano sobre tu cabeza y aplastarla un poco. Aparte de eso, era cinturón negro de taekwondo; en su juventud debe haber sido de temer. En mi familia nuclear se dio la mezcla entre la genética de gigantes y la de personas pequeñas. Antes de que mi hermano se obsesionara con el gimnasio, era más débil que yo, pero nunca pude ganarle un sparring porque era demasiado ágil, sus puñetes rectos y maniobras raras casi ni se veían. Somos una buena dupla en cuanto al conflicto.

Francisco TafurCuando nací, pesaba casi 5 kilos y un niño salió corriendo, gritándole a su mamá que había nacido un bebé gigante. Ahora, cuando me cruzo a algún niño en el edificio o el ascensor, se me queda mirando hacia arriba. Por alguna razón quieren jugar conmigo, usualmente les muestro la palma de mi mano y hago que la golpeen, para fingir que son demasiado fuertes. Más de una vez me ha pasado, en aviones o restaurantes, que los pequeños se me quedan mirando. Yo, que no me considero muy sociable, me limito a hacer muecas o reírme; cuando lo hago, todos ríen conmigo. Es extraño, tengo la capacidad de contagiar alegría, pero como todo, va hacia los dos lados. Es como si mi humor fuera perceptible, casi tangible.

Igual, como buen fanático de El Señor de los Anillos, tengo clarísimo que la grandeza no tiene nada que ver con el espacio físico que ocupas. El más pequeño a veces es el más valiente, y el más grande, quien se esconde. La verdadera naturaleza de oso no se mide por altura ni peso.

Es gracioso, a veces encuentras personas con similitudes a los animales, y las personas oso son una de ellas. Dan calor, pero pueden ser feroces. Siempre es bueno que por lo menos haya uno. Las cosas que piensas cuando vives en un departamento. Crecí en una casa y no estoy acostumbrado a convivir con vecinos cercanos. Es completamente distinto. Estás a una pared de distancia de otras personas. Ves de todo. Siempre hay un chismoso, uno que se queja de todo; con algunos intercambias palabras, con otros, sonrisas, y a algunos ni los miras. Tanto en Buenos Aires como en Lima se repiten los mismos arquetipos de vecinos. Siempre me pregunto en cuál encajo. Nunca se puede saber lo que piensan de ti, pero me gusta pensar que es algo positivo. Siento que es como un oso caminando entre los pasillos, cuando sale de hibernar de su cueva numerada. Me sigo sintiendo raro, sí quiero en algún momento tener una casa donde pueda tener perros grandes. Cada vez parece más lejana esa posibilidad, pero planeo hacerla realidad. Así viva solo.

[Migrante al paso] Estábamos en Lisboa, descansando con mi viejo después de un tramo de subidas y bajadas, mientras mi madre compraba en una tienda. Entre sorbos de Coca-Cola, empezamos a hablar sobre mi escritura.

—¿Cómo van tus cuentos y tu novela? —me preguntó, con su tono clásico de voz, entre agresivo y cariñoso.

Notamos algo peculiar, una de esas cosas que solo ciertas ciudades pueden ofrecer: un olivo al costado del mar. Pero lo sorprendente no era el árbol en sí, sino el hecho de que crecía sobre las cenizas de José Saramago, Premio Nobel de Literatura y autor de Ensayo sobre la ceguera. Me sentí pequeño y mediocre. Saramago escribió durante toda su vida, pero su obra maestra la creó a los 72 años. Pasó más de tres décadas sin publicar porque sentía que no tenía nada que decir. Mientras tanto, trabajó como mecánico, en la Seguridad Social, como periodista y traductor. No solo fue escritor. Era conocido por ser mil oficios.

Ese momento me hizo entender algo: antes de vivir de la escritura, hay que vivir. Para cumplir mi sueño de ser escritor, aún siendo joven, tengo que trabajar, conocer el mundo, experimentar. No basta con imaginar historias, hay que vivirlas. Ya tuve una buena dosis de viajes, pero hay varios tipos de viaje. Lo seguiré haciendo cada vez más a menudo.

Cuando estaba en el colegio, como castigo, trabajé en un negocio de mis tíos. Había jalado unos cursos y era una manera de pagar mi vacacional. No me disgustó del todo. Me hice amigo de mis compañeros de trabajo. Era el sobrino del dueño, pero creo que el cariño era genuino. Cuando iba a comer con mi familia, todos me saludaban y me llamaban Pancho, como todos mis amigos.

Básicamente, limpiaba sábanas y lo que se usaba en cuartos, además de llevar un registro del stock de productos. Siempre había uno que otro chocolate que podía agarrar. La mente glotona no tiene límite. Fue todo un enfrentamiento para mí, porque era extremadamente asquiento y veía de todo. A veces veía cosas que en aquel momento no entendía, hasta me asustaba. Aprendí bastante de mi primera experiencia laboral. No fue nada formal, pero entendí un poco más cómo funcionan las cosas. La realidad social está plagada de intervenciones humanas en lo más profundo. Eso nos sumerge en este sistema de leyes no naturales. Yo siempre luchando para no entrar en ella, pero es inevitable al final.

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Antes de la pandemia, después de muchas carreras y estudios no culminados, incluso antes de vivir en Buenos Aires, donde comencé a trabajar como cronista, fui periodista, específicamente redactor. Había escuchado que ese mundo era arduo, hecho para quienes son resilientes. Un ambiente muy duro y de presión.

—Si no te gusta el calor, no trabajes en la cocina —me decía mi padre.

Mi experiencia fue muy distinta, pero así era en la vieja escuela. En ese lugar amigable, descubrí tipos de personas que no había tenido el lujo de conocer. Redescubrí mi pasión por la escritura viendo a los demás redactores haciendo ruido mientras tecleaban. No es que me encantara escribir sobre la nueva canción de la Tigresa del Oriente, como a veces ocurría, pero aprendí que de cualquier tema se puede crear algo interesante. Toda noticia tiene una manera de ser agradable de escribir. Tal vez escribir es lo contrario, un proceso que necesita que uno se desvíe, que pase por trabajos, viajes y encuentros inesperados.

Mi otro sueño es recorrer el mundo, no solo por conocer lugares, sino porque sé que hay algo en cada espacio que cambia la forma en la que uno mira. Ahora he empezado un nuevo empleo y, lejos de alejarme de la escritura, siento que la nutre, que me hace verla desde otro ángulo. Está en mi naturaleza explorar y si mis circunstancias no me lo permiten puedo seguir siendo un pirata que navega en su oficina.

Esta vez tengo horario de oficina. Para mí, levantarme a las 8 a.m. es una locura. Antes me refería a esa hora como madrugada. Me acostumbré y hasta me gustó. Y eso que no es presencial. No sé si es el hábito o simplemente que he encontrado cierta estabilidad, pero ya no me pesa tanto como al principio. Son demasiadas cosas nuevas, la planilla, el bono, la gratificación. No tenía idea qué eran.

Desde que hacía karate o jugaba fútbol no sentía la motivación que siento ahora. Es diferente, claro, pero hay algo en esta rutina que me mantiene despierto. He pasado malos humores y momentos de flojera, pero de alguna manera me siento animado y curioso, como un aprendiz de un nuevo mundo. Y en realidad, lo es. A veces me detengo a pensar en cómo he cambiado, en cómo hace un tiempo no me habría imaginado disfrutando algo así.

Aprendí que llevarme bien y ser amigable es mejor, no solo en lo personal, sino también en lo laboral. En un trabajo cooperativo como éste, todo fluye mejor cuando hay buen ambiente. Ser una pieza dentro de algo más grande tiene su propio sentido de orden. Antes me habría parecido impensable decir algo así, pero aquí estoy. Es una lástima ya no poder levantarme de mal humor, pero qué se puede hacer. Lo peor, es dormir temprano, casi una tragedia para mí.

Ahora que veo temas políticos, legales y empresariales, me doy cuenta de que existe una especie de cortina virtual que separa el día a día de muchas personas de otro mundo que siempre ha estado ahí, pero que no todos perciben. Es como si fuera un sistema que opera en segundo plano, una estructura construida y mantenida por personas, aunque la mayoría sólo ve la superficie. No me siento atrapado, al contrario. Sigo adelante, aprendiendo y adaptándome, sin perder al escritor errante que siempre llevo dentro.

[Migrante al paso] La noche se estira como un chicle, es como esos hilos de queso que se extienden después de una buena mordida de pizza. Desde la ventana, Pedro de Osma parece más ancha, los árboles más altos, las luces más débiles, digno de los clásicos de terror de aquella Inglaterra lúgubre. Un Uber solitario pasa, una ciclista cruza sin miedo, alguien camina apurado. Afuera todo está en pausa, pero mi cabeza sigue en marcha. La cama es incómoda, el techo tiene grietas que nunca había visto, dibujo mapas en él, la luz proyecta sombras raras en la pared. Giro, me acomodo, intento no darle muchas vueltas. Igual, a veces esas vueltas son productivas laboralmente.

—Deberías dormir —dice mi cabeza, creo que todos tienen una, en esos momentos tienes varias.
—No ves que no puedo —respondo—. Tampoco ayuda que hables.

Un perro cruza como si fuera dueño del mundo. Momentos alegres para la gente canina. En cualquier hora un cachorro te saca una sonrisa. Hay neblina, hasta se mete al cuarto, dejo que me envuelva y que el humo de mis cigarros se camufle en ella. 

A veces el insomnio no es solo no poder dormir. Es también no querer hacerlo. Se supone que descansar es necesario, pero hay noches en las que cerrar los ojos se siente como perder el control. Como rendirse a algo que no pedí. La madrugada, en cambio, me deja estar. No hay llamadas, no hay mensajes, no hay interrupciones. Solo yo y el silencio. De repente unos cuantos fantasmas. Cuando ya eres veterano en las desveladas, ya no hay miedo. Intentar dormir es prácticamente una lucha perdida de antemano. 

—Te gusta esto —dice nuevamente la voz.
—Un poco, es como ser un espectador.
—¿Y qué ganas con ver todo esto? -me imagino una sonrisa burlona en ese personaje interno.
—Supongo que algo.

Podría ser de cualquier lugar. Si me esfuerzo un poco, puedo fingir que no estoy aquí, que este cuarto es otra cosa, otro país, otro espacio. Algún lugar del mundo donde estuve estos últimos años. Un cuarto enano en Hiroshima, uno gigante en Las Vegas, uno del Riad marroquí, incluso, algunos que no estuve solo. Todas estas habitaciones víctimas de mi insomnio. Mejor verlo así que a la inversa. A falta de viajes, uno se conforma con imaginar. El tiempo en la madrugada no tiene sentido. A veces pasan cinco minutos y parecen horas. Otras, parpadeo y ya casi amanece.

Francisco Tafur 

—¿Y si esto ya pasó antes? —digo de la nada—. Imagínate, todas las noches repitiéndose, como un disco rayado.

Me río solo. Ante todo, la mejor respuesta es la risa. La calle sigue igual, con los semáforos cambiando, parecen guardianes de una comunidad vacía, sin autos. Cierro los ojos. Nada.

—Esto es horrible —murmuro.

El hambre llega de golpe. Me levanto con la esperanza de encontrar algo, aunque sé que mi refrigeradora está vacía. Como si eso fuera a hacer que aparezca comida cuando la vuelva a abrir. Infinitas veces he ido por un sublime a las 3 de la mañana. 

Y entonces me acuerdo de otra noche, muchos años atrás. Me había quedado despierto a escondidas. Bajé a la cocina y ahí estaba mi papá, revisando el refrigerador. No dijo nada, solo sacó un par de baby beef y los puso sobre la mesa. No pregunté nada. Solo lo ayudé. Tiró la carne a la sartén caliente y nos quedamos ahí, esperando en silencio. Ni una palabra. Solo el sonido de la carne quemándose. Terminamos y mi papá me dijo que intentara dormir. Esa vez sí pude, con la barriga llena. Parpadeo. Ahora no hay baby beef, ni papá despierto, ni nada en la cocina que valga la pena. Miro el celular y los minutos parecen días. 

Un sonido rompe la calma

—Fue la madera —dice mi cabeza, con calma sospechosa—. O una tubería. O el refrigerador. O alguien moviéndose en la cocina.
—Vivo solo, es como volverse un poco loco.

Silencio. El resto del mundo sigue durmiendo.

Es ridículo. Te tiene atrapado toda la noche y cuando por fin sientes que podrías dormir, la ciudad empieza a despertar. Una combi frena en seco. Uno que otro loco barranquino está gritando. Los primeros pájaros comienzan su escándalo. Me ha pasado tantas veces que he desarrollado su lenguaje. La luz del amanecer aparece sin apuro, sin emoción. Solo como un foco de sala quirúrgica. El problema de no dormir no es solo la noche en vela. Es el día que viene después. Sigue como si nada. La gente se levanta. Yo camino entre ellos con la cabeza pesada y lenta. Todo se siente más lejos, más denso. Los Red Bulls no ayudan. La Coca-Cola tampoco y odio el café. Como si hubiera dejado algo en la cama.

La noche se va sin despedirse, llevándose todo lo que parecía tener sentido hace un rato. Las ideas que creí brillantes ahora son solo garabatos torpes en una hoja. Igual, siempre regresa la misma conversación absurda.

Y quizás, al final, no es tan malo.

El insomnio deja espacio para pensar sin interrupciones. En esas horas donde todo está en pausa, las ideas aparecen sin filtro. A veces sirven, a veces no, pero están ahí. También obliga a adaptarse, a seguir funcionando con lo mínimo. A veces, hasta se siente como una ventaja. No dormir significa ver el mundo de otra manera. La ciudad en silencio, el tiempo que avanza raro, la sensación de estar en un lugar distinto. Quizás es solo cansancio, pero también es otra forma de estar despierto.

Mientras tanto, el insomnio hace lo suyo, como el escrito que les dejo. 

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amanecer, ansiedad, depresión, insomnio, noche

[Migrante al paso] De chico, en el colegio, cuando los demás salones eran tan desconocidos como ahora lo son otros países, siempre existía esa rivalidad con los demás. En el fondo, era un tipo de admiración o reconocimiento hacia otra persona que te parecía cool. Después nos volvimos amigos cercanos. Siempre llevaba puesta una casaca por lo menos cuatro tallas más grande y una capucha que le tapaba la mitad de la cara. «Piraña» le pusimos de apodo. Ahora solo yo y unos cuantos le seguimos diciendo así. Nos hicimos amigos en un partidito de fútbol, después de clases. Lo invité a mi casa para jugar PlayStation y el resto son historias legendarias.

De niños, solo basta entretenimiento, buena comida y risas para conseguir un hermano de por vida. Él tenía estilo surfer y yo, pelotero, pero esas diferencias no importaban. Ya más grandes, él, siendo mucho más radical, se tiró de una rampa de skate de mínimo cuatro metros y cayó de codo. Yo no estaba, pero vi el video. Ahora la grabación ya se perdió en alguno de los celulares antiguos de nuestro grupo de amigos.

Se podía escuchar cómo se le reventaba el hueso, y él solo se levantaba y corría del dolor. Raro en él, porque tiene resistencia de camello o algo así. En fin, fue literalmente así: del codo solo quedaron astillas. La radiografía parecía una broma, el hueso había desaparecido. Estuvo en la clínica como tres meses o más. Le hicieron de todo. Tuvo un injerto de mexicano, peruano y un par de países más. Hasta le pegaron el codo al cuerpo. Su doctor parecía Frankenstein. Ahora, viéndolo después de varios años, me doy cuenta de que efectivamente, cuando le decíamos que en algún momento nos íbamos a reír, era verdad. Porque en ese momento no fue algo gracioso. Todos estábamos preocupados y, más que nadie, él mismo.

Hasta en esos momentos de malestar y bajón logramos sacar historias divertidas. Teníamos 22 o 23 años. Desde ese momento ha pasado demasiado y hemos aprendido demasiado. En ese momento no podría haber escrito al respecto con gracia.

Estábamos locos, en nuestras cabezas seguía sonando 19-2000 de Gorillaz mezclado con los Rolling Stones. Era inevitable que no nos sintiéramos como rockstars e intentábamos hacerle honor a nuestro autoproclamado título. Hemos podido terminar presos por lo que hicimos en la clínica. No se imaginen nada tan grave o muy fuerte. Solo travesuras de pequeños adultos que aún se sentían adolescentes. Igual, no me imagino nada más sano en un joven que tener la confianza de sentirse una estrella de rock.

Un par de veces entraron enfermeras porque olía a cigarro. «Nadie ha fumado acá», les decíamos. «Pero sí, cuando entramos también nos pareció oler en el pasillo». Apenas se iban del cuarto, explotábamos de risa. Fumar en una clínica… hay que estar locos. Felizmente había una ventana gigante. Molestaba a mi amigo diciéndole que no se vaya a tirar porque era tan piña que iba a sobrevivir. Siempre hemos tenido ese humor negro. Igual, es una persona incapaz de hacer algo así porque cree demasiado en la vida.

Francisco Tafur

Mi abuela y mi mamá siempre, desde chico, me han molestado con que escojo como amigos a los más locos, pero ellas también les agarraron un cariño tremendo. Aparte, yo también tengo un par de tuercas zafadas. Lo suficiente para mantener la vida divertida.

Lo más irresponsable que hicimos fue cuando me pidió que suba un poco la cantidad de anestesia que entraba y lo hice. No pensé en nada. Solo lo veía adolorido y pensé que no podía pasar nada. No pasó nada, pero manipulé algo que no entendía. Igual, fue un mate de risa. Creo que me pasé y le aumenté la dosis demasiado. Estaba demasiado feliz. Lo más cercano que he tenido fue después de una endoscopía, y no podía ni ponerme las zapatillas. Y lo único que había en mi cabeza era goce.

Todos los pacientes deben haber escuchado las carcajadas. Probablemente los contagiamos. En ese momento aún era aguda y mi risa era bien chistosa. Este tipo de momentos, de temas humanos, pensaría yo, te hacen aprender mucho y unir cabos.

Un gran amigo una vez me dijo: «Cada uno puede decidir cómo se siente». Salíamos del colegio y me dijo eso antes de comernos una Big Crunch de KFC que me estaba invitando. Algo raro también, porque era más mano dura. Pasé mucho tiempo pensando en lo que me dijo y lo aplicaba a todo. Se volvió casi un entrenamiento. Aprendí, en cierto modo, que si sonreía y lo veía todo con un poco de humor, la vida era más viable.

De hecho, esta semana le escribí porque se va a casar. A alguien que le tienes ese cariño, le escribes. Después de las felicitaciones le dije que ya estaba viejo y me respondió, como siempre, con un chiste: «Viejo, pero vigente».

Así es, no hay por qué sufrir. Al menos que sea algo de vida o muerte. No podemos tragedizar nuestras vidas. Al contrario, si es posible, atravesar el infierno con una sonrisa es lo mejor. Por lo menos para mí, quiero llegar a poder hacer eso. Morir sonriendo, tal vez. Es heroico. Lo que se piensa durante los insomnios.

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Regresaba manejando a las 11 p.m., un viernes cualquiera, y me crucé con un grupo de amigos. Un par en bicicleta y otro en skate. Lo primero que pensé fue: cómo me gustaría tener esa edad de nuevo. Me reí de lo viejo que soné al pensarlo. Estaban felices, caminando sin preocupaciones. Yo también estaba contento, pero regresaba temprano a dormir porque tenía que trabajar al día siguiente.

Y eso que tengo la suerte de haber encontrado un trabajo que me entretiene. No puedo imaginar lo que debe ser estar atrapado, por circunstancias ajenas, en algo que odias. Al final, lo que se tiene que hacer, se hace, pero entre eso y sentirse realmente satisfecho hay una brecha. Yo tuve suerte. Estar agradecido es lo mínimo que puedo hacer.

En fin, me sentí viejo. Hasta ahora suelto sonrisas al pensarlo. Bueno, en todo caso, soy un joven viejo que aún se ríe de cosas tontas. Cuando mi abuela lea esto, seguramente dirá que qué me he creído, si apenas soy un niño. Niño o no, ahora tengo responsabilidades que por un lado me abruman y por otro me motivan. Siendo honesto, pocas veces me he sentido realmente motivado en mi vida. No lo digo con tristeza, simplemente es parte de mi personalidad. Eso no significa que no haya disfrutado casi todos los momentos; de los que no, probablemente algo aprendí.

Más de una vez, conversando con mis tíos, tías y amigas de mi abuela, los he escuchado hablar de esa muchachita o la chiquilla. Siempre resulta ser alguien de cuarenta y tantos, o más. Ya me acostumbré, pero al comienzo pensaba que hablaban de alguien de mi edad. Si me pongo a pensar que recién voy por un tercio de mi vida, no está tan mal. El otro día mi madre me dijo que me estaban saliendo canas. Felizmente, todo parece indicar que me quedaré calvo antes de ser canoso. Igual, la idea no me agrada del todo. Me duele la espalda baja. ¿Cómo será tener 50? Seguro te duele hasta el dedo meñique.

Mi tío siempre dice que envejecer es una mierda, que le pasa de todo. Mi otro tío dice que se siente viejo desde cuando era más joven que yo. Creo que me estoy inclinando más hacia el segundo. Y pensar que ellos, al igual que mis padres, son unos niños para mi abuela. Casi un siglo de vida y ella sigue tan calmada, con la mente aguda. Se ha visto todas las series de Netflix, ve noticias en su iPhone, usa WhatsApp y le gana a todos jugando cartas. Eso me hace pensar que, cuando llegue a la vejez, tal vez no sea tan malo. Mis problemas de hoy son pequeñeces en comparación con lo que se puede vivir en tanto tiempo.

Francisco Tafur

Ahora, no creo que todo viejo sea un sabio. Me pregunto si esa nostalgia por la infancia se mantiene el resto de la vida. Es algo que no me gustaría olvidar. Sin embargo, constantemente olvido cosas: nombres de personas de mi promoción del colegio que ya no tienen cara, profesores, uno que otro amigo no tan cercano. Tal vez es porque veo pésimo. Yo creo que le pasa a todos. En todas las ciudades que he estado últimamente me han dicho «señor». Creo que estoy asumiendo la adultez un poco tarde.

Cuando tenía doce años, pasaba varios fines de semana jugando fútbol en un parque detrás de República de Panamá. Era un lugar que sentía mío. Un gran amigo vivía cerca, así que muchas veces la pasábamos ahí, donde el tiempo se sentía infinito. Un día apareció un policía con una metralleta. Nunca había visto una de cerca. Nos acercamos con curiosidad. Se veía grande, pesada, llena de detalles que no entendía. Me pregunté cómo se sentiría sostener algo así. Le pregunté si podía tocarla. Me dijo que no. Igual lo hice. Apenas rocé el metal frío con mi mano. Mis amigos se rieron y el policía solo me miró serio.

Después seguimos jugando, pero no podía dejar de pensar en la metralleta. ¿Por qué la traía? ¿Alguna vez la había disparado? ¿Sería más fuerte que una pistola? En mi cabeza, la ciudad estaba llena de historias que no conocía. Años después, volví a ese mismo parque, pero la historia fue distinta. Me asaltaron con una pistola. Todo pasó rápido. No hubo tiempo para preguntas ni curiosidad, solo miedo.

Cuando todo terminó, me quedé un rato en el mismo parque, tratando de entender lo que había pasado. Miré alrededor y ya no se sentía igual. Me di cuenta de que la ciudad que exploraba de niño seguía ahí, pero yo ya no la veía de la misma forma.

Efectivamente, todos esos lugares que de niño parecían otro mundo han perdido un poco de su factor sorpresa. Pero también hay nuevas cosas y lugares por descubrir. Es imposible experimentarlo todo en una sola vida. Ya llegará el día en que llame chiquillo a alguien de 50, o eso espero. Lo único que puedo hacer es entrenar y cuidarme para llegar bien. Envejecer es todo un conflicto, sobre todo si quieres mantener el núcleo de lo que eres. Por muchos años más y por esos recuerdos que parecen de otras vidas.

[Migrante al paso] Las hojas de comunicados estaban aplastadas en las esquinas y entre los cuadernos de colores. Los enormes libros de ciencias e inglés tenían las páginas maltrechas a la vista. Todo estaba empolvado y desordenado. Lo abrí porque estaba metiendo aún más comunicados.

—Ese es tu locker —me exclama una piltrafa alta con bigotes de tres pelos.

—Sí.

—Eso es un reflejo de tu vida —me dice, aleccionándome.

Me daba mala espina. Sabía quién era, pero no tenía ninguna materia con él.

Claaaro, más bien es un reflejo de lo poco que me importa. Mi vida es otra —le respondí de manera desafiante. Era un niño rebelde y no perdía oportunidad alguna, sobre todo con personas que despertaban en mí un instinto de defensa o huida.

Nuestros sueños y expectativas van perdiendo forma con el paso del tiempo. Enfrentar ese lado infantil contra la realidad no es poca cosa. Perdemos valores y, sin querer, nos volvemos fantasmas de lo que queríamos ser. Te das cuenta de que no todos tienen este conflicto; así como, lamentablemente, algunos deciden extirparse por completo de lo que llamamos mundo. No es necesariamente que se den por vencidos. Hay algo más. Le pido a quienes lean esto que jamás dejen sin respuesta a algún ser querido que se ha alejado. Felizmente, no he tenido que sufrir una pérdida de esa magnitud y circunstancia.

Al año siguiente, era necesario aprobar un trabajo que duraba todo el año. Mi asesor fue ese ente con aura oscura. Ya había escuchado de amigos que habían sido invitados a su casa para fumar marihuana, cómo les decía a los alumnos que una vez que una chica menstrua ya es una mujer. Pavel era su nombre perverso, pero sus alimañas no funcionaban con chicos desafiantes. Lo que nunca entendí es por qué los otros profesores no sospechaban o si, tal vez, yo debí hablar.

Solo me presenté a la primera asesoría. Hasta el día de hoy siento repugnancia. No pasó nada, pero el ambiente era turbio y asqueroso, como si en el recuerdo aquel hombre tuviera cuernos y patas de cabra y yo fuera un pequeño fantasma cuya inocencia no le permitía entender, solo enfrentar.

Era una tarde típica limeña, nebulosa y sin luz. El salón de biblioteca tenía solo unas ventanillas arriba de los estantes que daban hacia el pasillo. Cuando llegué, él aún no se encontraba ahí. Pasaron 15 minutos.

—¿Ya tienes la ficha con la problemática y la tesis? —me preguntó sin siquiera saludar ni sentarse. Había entrado bruscamente al lugar más silencioso de todo el colegio.

—Aún no la tengo, pero he traído un esquema —mi trabajo iba a tratar sobre la Revolución Cubana, algo que parecía molestarle. Recibí la misma mirada punzante que ya había sentido por ser un niño blanco y con privilegios. Aún era muy chico para entender todo el trasfondo sociológico detrás de esas miradas. Conocía la teoría, pero no la praxis. En ese momento, me parecía interesante e incluso admirable aquella revolución, pero no era más que un crío. Ahora tengo más claro que nunca que admirar a alguien como Fidel Castro es ridículo y poco inteligente. Solo un ignorante o necio podría defender a esa calaña de gente. Va más allá de las posturas políticas o ideológicas. Si tu bandera está de ese lado, tienes que darte cuenta de que estás del lado de lo indefendible.

Bueno, este ser —porque para mí no tiene las características para llamarlo persona— era uno de esos necios, y mucho peor.

En ese momento, me di cuenta de que algo andaba mal. Gracias a mi familia, había aprendido a confiar en mi instinto y, si sentía este tipo de miedo peculiar, debía alejarme. Lo hice. Él también se dio cuenta de que yo no era una potencial víctima. De haber intentado algo, yo era capaz hasta de morderle el cuello y clavarle la primera cosa afilada que encontrara.

Lamentablemente, vivimos rodeados de estos depredadores y esa no fue la única vez que sentí ese miedo. Nunca fui víctima, pero sí me percaté, y a veces pienso en que tal vez pude hacer algo. Lo pienso sin culpa porque solo era un niño.

Este ser despreciable llamado Pavel era un pedófilo con antecedentes, y no sé cómo mi colegio lo pasó por alto. Prefiero pensar que simplemente no eran muy capaces, lo mismo que pensaba cuando era niño. La mayor labor de una escuela es el bienestar de los niños que forman parte de la institución; eso es mucho más importante que aprender a sumar o leer libros. En mi colegio hubo víctimas y, por respeto, no ahondaré en detalles.

Pero sí me gustaría advertirle a la gente que estos monstruos escogen a sus víctimas, tienen olfato para reconocer inseguridades. Siempre están presentes, desde los colegios hasta dentro de las propias familias. Nunca bajen la guardia cuando tengan que cuidar a algún pequeño cercano.

En muchos lugares me he sentido un fantasma. Me di cuenta de que no podía escapar de esa naturaleza diáfana. De hecho, uno de mis primeros apodos fue Gasparín, el fantasma blanco y sin pelo. Pero en un colegio no deberías sentirte así. Era de los chicos que tenían poder dentro de las clases, por saber pelear, jugar fútbol y tener un hermano mayor; aun así, mis recuerdos son fantasmagóricos. No era un niño fácil de tratar, pero sí uno que se daba cuenta de las cosas.Aprendí a observar y me di cuenta de que hay adultos que prefieren hacerse los locos antes que enfrentar lo que debe combatirse. Para mí, son unos cobardes, y mi colegio estaba lleno de ellos.

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