Poder

En la penumbra del poder florece un pecado capital: la avaricia. No se trata solo de un apetito desmedido por la riqueza o el control, sino de una perversión del poder que corrompe y degrada. Este vicio se hace aún más evidente cuando observamos con detenimiento las acciones de quienes detentan el poder, como el caso de la presidenta de la República, Dina Boluarte, quien no solo ejerce su autoridad, sino que también exhibe su posición con un ostentoso despliegue de riqueza. Boluarte no se limita a uno o dos lujosos relojes Rolex, sino que se enorgullece de portar hasta cuatro de estos símbolos de opulencia en su muñeca. Este extravagante derroche de recursos contrasta brutalmente con la realidad de nuestro país, donde muchos ciudadanos luchan a diario por satisfacer sus necesidades básicas.

Este despliegue de riqueza desmedida, mientras gran parte de la población se debate en la pobreza, es un ejemplo flagrante de la desconexión y falta de empatía de ciertos líderes políticos con las necesidades del país. Más que un mero símbolo de estatus, estos relojes Rolex representan la perversión del poder, donde se privilegia el lujo personal sobre el bienestar colectivo. Esta situación ejemplifica cómo el poder puede distorsionar los valores fundamentales, convirtiendo la función pública en un medio para la gratificación personal en lugar de un servicio dedicado al bienestar y el bien común de la sociedad.

El abuso de poder y la ostentación desmedida minan la confianza en las instituciones democráticas y en el liderazgo. Mientras la presidenta Boluarte se regodea en su opulencia, miles de ciudadanos luchan contra la adversidad, enfrentando la falta de acceso a servicios básicos, educación de calidad, atención médica oportuna y adecuada y seguridad. Esta profunda desigualdad entre los privilegios de unos pocos y las dificultades de muchos es un recordatorio contundente de la urgente necesidad de un cambio.

Sin embargo, en medio de esta oscuridad, aún queda espacio para la esperanza. La lucha contra la avaricia del poder no es una batalla perdida. Requiere de la participación activa de la sociedad civil, de los partidos políticos que se precian de democráticos, la exigencia de rendición de cuentas y la promoción de la transparencia en todas las esferas del gobierno. Solo mediante un compromiso colectivo con la justicia, la solidaridad y la equidad podremos construir un futuro donde el poder sea un instrumento para el bien común, y no una herramienta de enriquecimiento personal a expensas del sufrimiento de muchos.

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El poder es difícil y, a veces, doloroso. ¿Nunca he sentido el deseo de calificar a un alumno en función de mis simpatías o antipatías hacia él?, ¿nunca me sorprendí fascinado por el hecho que un movimiento de mi mano decretaba una trica y, por lo tanto, definía una vida?, ¿puedo decir que jamás deseé dejarme llevar por las sordidez de un relato en lugar de tomar el camino que dictaba el objetivo de la salud? 3 respuestas en afirmativo, sin dudas. El verdadero reto del poder no es no sentir la tentación, sino haberla detectado y haber luchado contra ella, saber que siempre existe y que siempre rondará las relaciones asimétricas, las relaciones de poder.

El poder requiere de aprendizaje y entrenamiento. Estar en el lado débil de la ecuación es importante. Se va ejerciendo pequeñas cuotas en el otro, desde la jefatura de práctica o el caso supervisado, mostrando a quienes hacen control de calidad fortalezas y debilidades, promesas y peligros, recibiendo correcciones, sanciones, promociones y, eventualmente, descalificación definitiva. Encontrarse con el paquete completo del poder, como ocurre en la política y otros rubros en nuestro país, es una desgracia.

¿Salvo el poder, todo es ilusión? No creo. De lo que sí estoy seguro, es de que el poder… es una ilusión. Constatarlo no significa impotencia, sino la única posibilidad de ejercerlo razonablemente bien.

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EL PODCAST DIARIO DE OPINIÓN DE JUAN CARLOS TAFUR.

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Ojalá Richard Arce, excongresista del Frente Amplio (era parte entonces de Nuevo Perú), se consolide como una opción político-electoral en el futuro. Es el único líder que, desde la izquierda, viene mostrando una actitud digna y crítica de los desmanes del gobierno de Pedro Castillo.

Es más, coherente con sus posturas de izquierda, y sin transar con ellas, alberga un sentido de modernidad al entender que no hay proyecto de izquierda viable que se despliegue contra la inversión privada (incluyendo a la inversión minera, tan satanizada por sus colegas de bando ideológico).

El resto de las izquierdas, que conforman la coalición que nos malgobierna, está inmerso en una espiral de desprestigio absoluto, no tanto por pertenecer a un gobierno mediocre -que, al final de cuentas, de ello es principal responsable el propio Presidente de la República- sino por guardar silencio sepulcral respecto de las tropelías que se cometen en diversas instancias del poder, sin alzar una voz crítica o siquiera lanzar una tímida alerta a propósito de ello.

Lo que hemos visto en estos primeros 120 días de gobierno excede los términos normales de solvencia administrativa del Estado y adquiere ribetes de escarnio gestor, sin considerar, inclusive, los visos de corrupción encubierta que muchos de los actos desplegados en ese lapso, revelan o sugieren.

Se hubiera esperado, sobre todo de la izquierda considerada moderna, y que durante la propia campaña fustigaba a Castillo acusándolo de primitivo y rupestre, una actitud vigilante -como ella misma anunció- y que ejerciese presión para enderezar el rumbo equívoco que este gobierno ha tomado desde el inicio, aparentemente sin remedio. Y eso no ha ocurrido.

Por supuesto, lo que está ocurriendo es una gran noticia para la centroderecha, o la derecha monda y lironda, ya que lo más probable es que las próximas elecciones ambas cosechen del enorme desprestigio en el que se está sumiendo casi toda la izquierda, pero no es una buena noticia para la democracia peruana que la izquierda involucione a cuenta de prebendas del poder, y se aleje de los criterios de modernidad que en otros países la izquierda muestra y que permiten una saludable rotación democrática sin que el país estalle o la sociedad se vea sumergida en el atraso, como hoy está sucediendo.

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Luego de complicaciones iniciales, el gabinete del presidente Castillo sigue firme por el camino de la inclusión. La designación de Rocilda Nunta Guimaraes, líder shipiba-koniba, como viceministra de Interculturalidad del Ministerio de Cultura, así como las anteriores designaciones de Betssy Chávez y Mirtha Vásquez, demuestran la intención de crear un gabinete con más mujeres y representantes de pueblos originarios en altos cargos. 

Sin embargo, las políticas de identidad como cuotas de paridad y acciones afirmativas que no están acompañadas por un programa de izquierda de cambio social y económico corren el peligro de ser instrumentalizadas por el status quo, y de reforzar una narrativa superficial y limitada promovida mayormente por sectores feministas y progresistas ligados a ONGS y la academia.

Lo paradójico es que cuanto más inclusivo trata de ser el gabinete, más se va derechizando. Desde el 28 de julio, los cambios del gabinete han sido concesiones a la derecha y no para reforzar un programa de izquierda. La economía está a cargo de un ministro más preocupado por calmar al empresariado que explorar cambios macroeconómicos, un canciller que sueña con revivir el Grupo de Lima, una premier que se niega a elevar el tema del proceso constituyente, y una ministra de Trabajo que demanda la militarización del país. En este contexto político, un gabinete inclusivo no garantiza eliminar las desigualdades que afectan a las comunidades que esas identidades representan, más bien estas reivindicaciones no pasan de lo simbólico y terminan siendo manipuladas para lavar el rostro del sistema opresor. 

En los 70s, feministas lesbianas negras estadounidenses como Audre Lorde y Barbara Smith del “Combahee River Collective” fueron una de las primeras en utilizar el término políticas de identidad. Su posición buscaba resaltar las múltiples formas de opresión que las mujeres negras enfrentaban en los sistemas de poder. Esos eran los años de los movimientos clasistas para la liberación negra, puertorriqueña, chicana, nativa, gay, y blancos pobres que lograron remecer el poder imperialista estadounidense. 

Pero poco a poco la política de identidades empezó a ser apropiada por la derecha para dividir estas luchas, desviando la atención de su origen liberador del capitalismo racial y el heteropatriarcado. Se creó entonces una tendencia política mundial para formar gobiernos diversificados. 

Por ejemplo, los últimos gobiernos republicanos y demócratas en EEUU han tenido gabinetes con mujeres y minorías étnicas en posiciones de poder, mientras que sus políticas socioeconómicas se han ido derechizando. El actual gabinete del presidente socialdemócrata Joe Biden es el más diverso de la historia estadounidense con ministros y ministras de la comunidad gay, negra, Latinx e indígena, sin embargo, poco o casi nada se ha hecho para buscar cambios estructurales como reforma migratoria, avances laborales, paralización de la actividad minera en territorios indígenas, etc. 

Unas décadas atrás, Bill Clinton designó por primera vez a una mujer en la poderosa secretaría de Estado, Madeleine Albright. El sector progresista aplaudía con orgullo su designación hasta que Albright dijo que la muerte de 500,000 niñxs iraquíes debido al bloqueo contra Irak “valió la pena” para debilitar el régimen de Sadam Hussein. El republicano George Bush Jr. continuó esa línea escogiendo a Colin Powell y luego a Condoleezza Rice para dirigir la secretaría de Estado. El poder imperial más grande del mundo adoptó la diversidad racial para dirigir una guerra criminal e ilegal en el medio oriente donde murieron cientos de miles de personas. 

Sin embargo, fueron Barack Obama y Hillary Clinton la pareja ideal en el imperio, un hombre negro y una mujer blanca. Ambos no solamente continuaron la guerra empezada por Bush sino que la expandieron a Libia y Siria, Yemen, Honduras y aumentaron el apoyo a la oligarquía venezolana contra el chavismo, y a Israel para ocupar territorios palestinos y asesinar a su población. Obama es conocido como el “rey drone” por el uso ilegal y letal de los drones en países intervenidos por EEUU y “jefe” en deportación ya que durante su gobierno fueron deportados casi 3 millones de inmigrantes indocumentados. Tampoco ser el primer presidente negro significó eliminar el racismo. El movimiento Black Lives Matter apareció debido a su inacción frente al racismo institucionalizado en la policía y la justicia penal.

Las mujeres, grupos racializados y las minorías étnicas también pueden servir como instrumentos del poder opresor. Esa es la limitación de las cuotas de paridad y políticas de identidad. Un ejemplo es Martha Moyano, congresista negra, que se precia de su identidad, pero no le disgusta que su organización política desarrolle un programa clasista y racista.

Si la izquierda se queda solo en lo simbólico al llegar al poder, estará rumbo a su extinción. Será reemplazada por una posición centrista: progresista en los derechos individuales pero conservadora en lo colectivo y económico. ¿Para qué se necesita a esa izquierda si están los moraditos? 

La revolución o el cambio social será feminista o no será, siempre que devele las contradicciones de clase de la sociedad, antes que el acomodo que representan las políticas de cuotas. Por eso la izquierda debe evitar caer en el tokenismo, que es la instrumentalización del sufrimiento de los sectores más oprimidos para mantener la agenda de las clases dominantes. 

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El genial político y periodista Enrique Chirinos Soto siempre señalaba que la vitamina más poderosa, la que movilizaba más las potencialidades y capacidades del ser humano, la que elevaba sus defensas en grado extremo, la que no tenía competencia respecto de cualquier otra sustancia, era la “vitamina P”, la vitamina del poder.

Hay cientos de estudios psicológicos que demuestran, en efecto, el grado sumo de influencia que tiene en cualquier persona el ejercicio de algún tipo de poder, así sea mínimo. Lo que deberíamos saber, sin embargo, es que su impacto tiene doble valencia: potencia tanto lo bueno como lo malo: la hiperactividad productiva como la psicopatía destructiva.

Hasta que Pedro Castillo no asuma cabalmente las riendas del poder no vamos a saber qué aspecto de su personalidad incrementará y cuál no. De ello dependerá, en gran medida, que prime un Castillo que sepa leer la adversidad que le muestra casi la mitad del país, y que concilie para tratar de ponerlo de su lado. O más bien que aflore un Castillo narcisista, creyente en su poder omnímodo y que busque así la confrontación patológica con el adversario para buscar su aniquilación.

A Toledo el poder se le subió a la cabeza muy pronto y convirtió a un líder contra la corrupción en un tremendo sinvergüenza que ya a los pocos meses de estar en Palacio recibía coimas de Odebrecht. A García le elevó a la máxima potencia un ego ya colosal de antemano, pero al menos en su segundo gobierno eso lo convirtió en hiperactividad proempresarial (lastimosamente nunca supo entender qué era una postura promercado antes que proempresa, pero ese juicio quedará ya para la historia); en su caso, ya había maltratado los influjos malignos del poder en su primera gestión, así que no le impactó mucho en su segunda.

A Ollanta Humala es al presidente que menos cambió el poder. Quizás acostumbrado ya al mando y a manejar situaciones complejas en su carrera militar, el ejercicio del poder no lo envaneció ni lo mareó. A Kuczynski lo transformó en un tipo soberbio, frívolo en extremo, indolente, incapaz de entender la inmensa tarea política que tenía al frente (en gran medida, que hoy estemos a punto de tener a un radical en el gobierno es también responsabilidad de su pésima administración).

Cuando Castillo asuma el poder a plenitud recién sabremos el camino político que seguirá, porque será su talante personal el que lo guiará sobremanera y no sólo las ideas o razones que lo puedan acompañar o le puedan mostrar.

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