Crónica

[Migrante al paso] Quedé enamorado de San Sebastián; evidentemente, no del santo—aquél general romano valiente que dio su vida por defender a sus correligionarios perseguidos—sino de la encantadora ciudad española, situada en el País Vasco del norte. Podría vivir tranquilamente allí, y no es algo que pueda decir de muchos sitios. Eso sí, necesitaría un mayor presupuesto para mantenerme. El lujo y la riqueza en esta región se perciben desde el primer taxi en el que te subes. Junto con Bilbao, estas son las dos urbes más prósperas del país.

No entendía nada; hablan el misterioso euskera y están orgullosos de ello. Es fascinante. Una lengua aislada cuyo origen sigue siendo un enigma para historiadores y lingüistas. Mientras llegaba a mi alojamiento, el coche se detuvo de golpe, el taxista descendió apresurado y corrió hacia la acera. Una señora se había desmayado por el calor. Estas acciones contagian, e inmediatamente fui a ayudarlos. Fue una excelente primera impresión del lugar. En nuestras calles limeñas puede suceder cualquier cosa y ya está normalizada la indiferencia; nadie interviene porque están sometidos, convencidos de que no pueden hacer nada. En fin, me sentí afortunado de haber presenciado ese instante.

Lo primero que hice fue probar un clásico txuletón. En ese idioma, la “tx” se pronuncia como “ch”. Solo en Kobe, Japón, había degustado semejante manjar carnívoro. En teoría, es un platillo para dos; te muestran la ternera cruda para que les des el visto bueno antes. Yo pude solo. Cuando se trata de carne, soy un barril sin fondo. Ochocientos gramos de puro deleite.

Francisco Tafur 

Salí del mítico Bar Néstor, una taberna de estilo medieval con madera impregnada del aroma a aceitunas y pulpo frito, en dirección a la bahía. Caminando por la parte antigua de la ciudad, a la sombra de un monte con piedras dispersas coronado con el Castillo de la Mota del siglo XII—yo también me reí con el nombre—subí a visitarlo otro día, y por la empinada pendiente del Monte Urgull se podría decir que bajé todo el peso que me había dejado el txuletón. Al llegar a la ensenada, te recibe una extensa playa, en ese momento vacía, con un islote enorme al frente. Unos cuantos botes pesqueros rondan por la marea apacible.

Descendí por las escaleras del malecón, medias dentro de las zapatillas, calzado en mano y pantalón arremangado. La arena blanca estaba fría; me recosté cerca del mar y me fumé unos cigarros observando las gaviotas descender al agua. Me sentía dentro de un cuadro de Sorolla, aunque se tratase de otro mar del país ibérico. Experimentaba la misma calma que transmite una de sus obras. Genios del arte abundan en estas tierras. Me subí el pantalón y dejé que las pequeñas olas acariciaran mis pies de hobbit en idas y venidas. Resistía el frío característico del mar Cantábrico. Sumergido levemente, caminé hacia el otro extremo, hacia donde la espuma salpicaba al chocar con rocas afiladas del acantilado. La superficie suave y húmeda pasó a ser suelo pedregoso. Al final de la curva natural se encuentra, en perfecta armonía, el Peine del Viento, una escultura de hierro imperdible del renombrado Eduardo Chillida, nacido en San Sebastián.

En mis semanas viajando por el norte español, me detuve frente a la imponente catedral románica de Santiago de Compostela, en el sendero angosto que asciende hasta la cima de San Juan de Gaztelugatxe, en el histórico y conmovedor pueblo de Guernica; disfruté de una retrospectiva de Hilma af Klint dentro de la genialidad arquitectónica del Guggenheim en Bilbao. Aun así, desde el primer día supe que San Sebastián fue la joya de mi recorrido. Si hubiera estado en temporada de verano, habría disfrutado de la vida costera en la famosa Playa de la Concha, llamada así por su forma.

Francisco Tafur 

A pesar de ser pequeña, con apenas 180 mil habitantes, lo que aprendes recorriendo sus calles es inmenso. Escuchando a la gente en las esquinas y bares, se filtra en susurros la latente historia independentista del nacionalismo vasco. Dentro de su peculiar habla existe una cosmovisión separada del resto de España, un anhelo que se arrastra desde hace cinco siglos. La verdad es que, con la prosperidad que poseen, podrían lograrlo tranquilamente; más bien, es a la otra parte a la que le conviene que sigan formando parte del país. Así como encuentras belleza en cada rincón, también descubres resentimiento y conflicto. Está en nuestra naturaleza humana llenar todo territorio de incomodidades sociales y políticas.

Es de esos lugares que rebosan vitalidad; aún no pierde el alma de sus estructuras. La gente se ríe, habla a gritos, el Uber no existe y te obliga a volver al viejo hábito del taxi callejero. Los restaurantes te invitan a entrar, las tabernas te tientan con vinos y la gente es amable; el trato no tiene punto de comparación con Madrid y, menos, con Barcelona. Una ciudad que te regala sonrisas coquetas o tiernas es porque sus habitantes mantienen el orgullo y el honor de ser parte de una comunidad que funciona. No es un paraíso, pero sorprende con detalles ya no tan comunes.

Un personaje ronda entre mis esquemas, esbozos, relatos sin final. Sueño con él: una mente serena, con la inteligencia para conquistar el mundo; sin embargo, no desea hacerlo. Está ciego, y su escenario siempre era oscuro o nebuloso. Por fin encontré su lugar en San Sebastián; ahora tiene visión. Rodeado de arena cálida, se siente libre mientras observa las mismas gaviotas y aquellos botes que se logran ver moverse sutilmente entre los acantilados.

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España, Euskera, País Vasco, San Sebastián

[Migrante al paso] Aún me sentía pequeño. Caminaba hacia un pequeño puerto en la ciudad de Hamburgo, estaba solo, con 22 o 23 años máximo. A esa edad la mayoría de gente ya se vuelve independiente, pero, para mi forma de ser, ese viaje fue una acción temerosa. Fue un modo de enfrentamiento, uno de características aniñadas y sabias a la vez. Ya eran los últimos días, después de casi un mes de viaje, y me sentía un poco solo e incluso con un poco de miedo. Extrañaba mi casa y los almuerzos en familia, en ese momento un mes parecía un año. La música fue mi refugio desde entonces y esa noche lo comprobé.

Llegué a donde estaban las pequeñas embarcaciones a una orilla del Río Elba. La luz se veía desde lejos mientras caminaba por las calles oscuras, sintiéndome un fantasma. Desde que te trepas al barco es como si ya comenzara el espectáculo, algunos personajes con vestimenta, todo adornado del Rey León, y un par de puestos circenses que tentaban. Entre lo surreal distinguía por la ventana el edificio que brillaba en la noche de la Filarmónica de Elba, mi padre me había insistido todo el día en que tenía que verla. Desembarcas en una isla llena de teatros, te reciben con champán en copas de cristal, yo no sabía ni dónde estaba parado. Todos vestidos elegantes y yo en buzo. Una vez sentado frente al escenario ya estás totalmente sumergido en el momento. La ansiedad que había estado sintiendo desapareció entre las máscaras, animales caminando a tu costado, colores y luces por todos lados. Recuerdo salir durante el intermedio, llamar a un amigo mientras sonreía y decirle que lo único que necesitaba era: HakunaMatata. Creyendo que lo había olvidado.

Desde chicos nos inculcaron el arte y la música. Desde la barriga incluso, cuando mi madre estaba embarazada de mi hermano veía todo el día la ópera La Bohème y, conmigo, Turandot. Así crecimos, nos llevaban a la ópera y si nos quedábamos dormidos, no importaba, igual nos culturizábamos. Los primeros walkmans. Limp Bizkit. Eminem. TheOffspring. Blink 182. Saltábamos de cama en cama con amigos mientras el rock noventero reventaba los parlantes. Era catártico y podíamos hacer lo mismo por horas. Ya en la adolescencia con los primeros iPod, el repertorio más amplio, y los pequeños auriculares blancos, pasaba la vida con banda sonora de por medio. Algunas épocas con Bob Marley, otras de Tupac y Biggie Smalls, y permanentemente Oasis. Terminé escuchando todo tipo de música. En casa siempre se desesperaban porque tenían que llamarme 15 veces debido al alto volumen de mis audífonos. Ahora que mi abuela no usa sus audífonos a propósito entiendo la desesperación. Ciudades enteras caminando con música y vuelos de más de 10 horas, solo escuchando las más de 3 mil canciones que he recopilado por años y viendo el mapa de las pantallas. Ya me aprendí hasta el nombre de las islas más pequeñas. Pobres de aquellos que no puedan apreciarla. Como dato curioso y sin pretender nada, el famoso Che Guevara sufría de amusia, la incapacidad de reconocer tonos o patrones rítmicos, y todos sabemos el nivel de violencia al que podía llegar este sujeto.

La primera vez que estuve en Nueva York, paseábamos en familia por Broadway, viendo los antiguos teatros y escuchando leyendas de antaño. Tenía apenas 12 años cuando escuché sobre sopranos y estrellas famosas del mundo del espectáculo. Ya conocíamos un poco debido a nuestras clases de piano en el colegio y previamente con la señora Marujita. La veía como una momia que olía a madera, le enseñó a mi madre, a mi tío y, creo que hasta a mi abuela. Una vez cometí la impertinencia de preguntarle si había conocido a los dinosaurios, recibí una mirada asesina. Actualmente ya me olvidé de todo, pero me ayudó a desarrollar oído y aún recuerdo el lenguaje de las partituras. En ese viaje descubrí las melodías y el personaje más conmovedor que he tenido la suerte de explorar: El Fantasma de la Ópera. Andrew Lloyd Webber es un genio compositor con todas sus letras. Sentados en las primeras filas, entre el bote que se deslizaba como si flotara en el escenario, las voces impresionantes y el candelabro gigante que caía sobre nosotros, tenía que aguantarme las lágrimas por la historia de este complejo personaje enmascarado para cubrir la deformación en su cara. El genio incomprendido y oscuro se implantó en mi cabeza casi arquetípicamente. Hace poco reviví la experiencia y era inevitable pensar en mi madre y en todas las conversaciones con mi hermano sobre el personaje y su monito musical que escondía entre las tétricas estructuras de su morada en el subterráneo de la ópera. Era su corazón que jamás conoció compasión ni consuelo.

Ahora cuando me levanto de buen humor me pongo a silbar las melodías de ese musical o Cielito Lindo, ya que mi madre nos la cantaba como canción de cuna. Ese es el poder del arte, la música alimenta tu alma y vitalidad. Así, mientras cruzo el anochecer, volando a través de los océanos, durmiendo en trenes, de mi propia sombra florecen susurros que con dulzura me llaman por el nombre que cuida de mí. Sujeto con fuerza esas voces que se acercan a mí cuando cierro los ojos para nunca olvidar que no debo sentirme solo y que una parte de donde vengo siempre está a mi lado.

[Migrante al paso] Éramos niños: mi hermano, mi primo y yo; de viaje en Cusco con mis tíos. Contrataron a un chamán para que realizara una especie de ritual. Era como una lectura de hojas de coca, algo por el estilo. No soy un experto en el tema. Nos hicieron tomar mates y llenaron un mantel, color arcoíris, con flores, tierra y pequeñas cerámicas. Era una noche estrellada, y se sentía electricidad en la piel por el misticismo del momento. Mi familia tiene una característica peculiar, una muy bonita y sabia: enfrentamos los problemas, situaciones extrañas e incluso tragedias con risas. Disfrutamos del humor negro en esos momentos.

El chamán envolvió la tela mientras cantaba y rezaba a los apus. Armó como un paquete y luego se paró frente a cada uno de nosotros; seguía cantando y escupiendo. Yo ya estaba al borde de explotar de risa y vomitar del asco. Te hacía una profecía y luego te golpeaba dos veces en la cabeza con el mantón. A mí me dijo que iba a ser millonario, aunque lamentablemente no especificó cuándo, porque todavía no veo el dinero. Empezó con nosotros, los menores. Cuando llegó el turno de mi tío, le dio los golpes en la cabeza, y no pude aguantar. Salí corriendo, riéndome como loco. Mi hermano y mi primo me siguieron. Lo que no sabía era que mi tío también nos seguiría, dejando solo al otro tío frente al chamán. Más tarde nos regañó a todos por lo que consideró una falta de respeto.

¿Cómo terminamos en esta situación? La respuesta más acertada la encontré viendo El Rey León cuando era chico. Como dijo Timón: hay un loco en cada familia; en la mía, hay dos. Esto viene desde tiempos ancestrales, cuando mi abuela era joven. Una vez, a una tía le estaban pasando un cuy en un ritual, pero de pronto el pobre animal dio un chillido y murió. Según la curandera, no aguantó la locura del momento, y sugirió traer un lagarto pequeño.

A mi tía Marcela le decían que, cada mañana, al cruzar la casa de una vecina bruja, podían ver un elemental sobre sus hombros. Todo esto sucedía entre las pequeñas casas de colores de Cajamarca, en Barranco. Mi tía Elsi, por otro lado, sí estaba un poco loca de verdad; tenía preparada la ropa para su funeral desde los 50 años. De niños, siempre pasábamos por su panadería para comer enrollados de pizza. Mi abuela nos contaba estas historias con una sonrisa en el rostro. No hay nada mejor que ver a tu abuela en ataque de risa. De esta forma, nuestra infancia estuvo llena de ocurrencias locas y divertidas.

Mi abuela vive al lado de la casa de mis padres, donde crecimos y donde aún pasamos mucho tiempo. Es mi hogar permanente; aunque ya no duerma ahí, siempre será el lugar al que puedo regresar y descansar de cualquier cosa agobiante. Mi Mamamora, como le decimos, a veces nos recogía del colegio y nos consentía con lo que queríamos. Parábamos en El Rancho a comer pollo a la brasa, y nos compraba casi cualquier cosa que le pedíamos: renacuajos, tortugas, sapos, mariposas disecadas e incluso un murciélago gigante.

Nuestro pequeño conejo Bugs vivía al borde del infarto porque Max, un pastor alemán enorme, lo perseguía por toda la casa. Tuvimos que regalarlo a la pequeña granja del colegio. A mi hermano le regalaron una iguana que, el mismo día que llegó, se trepó a un árbol y nunca bajó. Son cosas que hoy no sucederían por el cuidado animal, y está bien que así sea. En ese momento no sabíamos todo lo que implicaba. Tal vez el peor regalo que pidió mi hermano fue un caimán disecado, que era más grande que yo. Le tenía pánico como el niño miedoso que era. Una mañana me desperté con el lagarto en mi cama. Nunca había gritado tanto; salí disparado al cuarto de mis padres. Así fue nuestra infancia: llena de aventuras. Jugábamos con arcos y flechas, tiro al blanco con hondas profesionales, y “mete gol gana” con el arco del jardín. Naturalmente, nuestra casa se convirtió en el punto de encuentro de todos nuestros amigos. Entre esas paredes se generaron lazos inquebrantables.

Éramos niños, con la cabeza rapada y Gokú en nuestras mentes. Nos enfrentábamos a lo que fuera, siempre juntos. A veces descalzos y con traje de karateka, otras con chimpunes y uniforme de fútbol. Ahora ya somos treintones, pero mantenemos a nuestros niños internos bien alimentados. Estos primeros días del año los he pasado en familia, y es asombroso lo que genera estar rodeado de quienes amas. Te sientes protegido e invencible, y tu vitalidad aumenta. Hacía tiempo que no me sentía así, calmado y feliz. Estoy igual de motivado que cuando era chico y los años nuevos eran una sorpresa.

Así seguimos viviendo entre risas: viendo a mi padre comer sin parar, a mi abuela decidir no usar sus audífonos para no escuchar nada, y a mi mamá renegando porque no le hacemos caso. Ver cómo pasa el tiempo no siempre llena de nostalgia o de ganas de volver a ser niño; también te llena de impulso por vivir cada vez más. Quiero vivir al límite para llenar a los nuevos integrantes de la familia de historias legendarias, tal como nosotros las recibimos de nuestra abuela y nuestros padres

[Migrante al paso] La bulla de las máquinas de construcción no dejaba caminar tranquilo. Decenas de policías expulsaban a migrantes que vendían carteras, polos, entre otras cosas. La gente caminaba tranquila, como si fuera normal. Algo no estaba bien con esa ciudad. Varios amigos viven en Barcelona y hablan maravillas de ella; yo no entendía por qué. De todas las ciudades españolas en las que estuve, esta fue la más hostil. Mientras caminaba con maletas, notaba cómo me miraban con desprecio; yo les devolvía la mirada. Caminé unas cuadras más por La Rambla, una de las avenidas principales, que va desde el puerto hasta la plaza de Cataluña. Era fácil notar la decadencia. En algún momento debió haber sido hermosa; ahora está todo sucio y descuidado. No se aleja mucho del centro de Lima. Mi instinto latino me llevó a ponerme la mochila hacia adelante, y tuve razón. En los cinco días que estuve allí, vi robos y peleas. Tal vez lo único que me gustó a mi llegada fue ver los puestos de periódicos, que ya no suelen verse en ningún lado, pero ahí aún estaban, aunque nadie los compraba.

Hace unos días, viendo noticias, apareció un video de cómo espantaban turistas tirándoles agua y gritándoles que regresaran de donde venían. Le echan la culpa a los turistas de que los alquileres estén muy altos y, en general, todo suba con el turismo masivo, desde restaurantes hasta la Coca-Cola que compras en la tienda. En la última década, el precio de la vivienda ha aumentado un 68%. Cuando estuve allí, hubo dos protestas por el mismo motivo, con todo lleno de carteles que decían: “Menos visitantes, más turistas”. Todo estaba detenido; tenías que caminar mínimo media hora para llegar a tu destino. Si bien pueden tener razón, no es culpa directamente de quienes viajan. Nadie tiene por qué ser tratado mal por ser turista. En todo caso, deberían mantenerse en el margen de su reclamo, que exige un nuevo modelo económico para que sea sostenible el turismo y el bienestar de los habitantes. De lo contrario, se ganarán el odio de quienes viajan, y tampoco les conviene porque es una de sus principales fuentes de ingreso.

Uno de esos días de protesta crucé todo el barrio gótico y sus calles estrechas, la zona más antigua de la ciudad, hasta poder encontrar un taxi. Desde varias cuadras atrás se ve La Sagrada Familia de Gaudí. Es enorme. No es de mi gusto, demasiado huachafa, pero sí es genial. Lleva más de 140 años en construcción y siguen al pie de la letra las indicaciones del arquitecto. Han corroborado los datos con la tecnología actual y no tiene ningún error. Una de las cosas que he aprendido en mi corta vida es que el hecho de que algo no te guste no quiere decir que no tenga mérito, y este fue uno de esos casos. Para entrar pasas un puesto de seguridad como el del aeropuerto para evitar atentados. Cuando ya estás muy cerca, no llega a verse la cima, como un rascacielos de Nueva York. Por dentro sí me encantó. Hay vitrales de colores distintos y, al entrar, la luz crea un ambiente digno de una iglesia de esa magnitud.

Algo similar me pasó en el Museo Teatro de Dalí. Saliendo de la ciudad de Barcelona, después de una hora en carro, llegas al pueblo de Figueras. En 1954, el artista Salvador Dalí, que ya era reconocido mundialmente por su talento y excentricidad, presentó un proyecto para remodelar el antiguo teatro de su ciudad natal, que había sido destruido por bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Por fuera parece una especie de palacio rojizo adornado con esculturas de huevos que coronan todo el borde del techo. Desde un inicio, te das cuenta de lo extravagante que era este tipo. Al entrar, se ha mantenido la estructura con escenario, pero está todo repleto de obras que nunca antes había visto. No son sus cuadros más conocidos, más bien son intervenciones que, para la época, fueron innovadoras. Desde cuadros que solo pueden apreciarse a través de fotografías hasta un carro que va inundándose desde adentro en lo que sería la platea del teatro. En este caso, la genialidad de Dalí es innegable, pero lo que hizo con su elevada técnica y sus amistades políticas, en mi opinión, fue un poco degradante para lo que podía hacer. También, por sus declaraciones;es notorio un resentimiento hacia Picasso por vivir en su sombra.

A pesar de las miradas de desprecio que recibes, logras darte cuenta de que no es una ciudad perdida, solo necesita poner en orden ciertos aspectos y podría regresar al esplendor que una vez tuvo. Me quejaba de la comida, pero luego, pensando en retrospectiva, me di cuenta de que no era porque fuera mala, solo que después de estar en Andalucía, Portugal y el País Vasco, es difícil encontrar algo de ese nivel gastronómico. También, por no poder evitar sentirme amargado de recibir cierta discriminación por ser “sudaca”, en sus palabras, tener una comida amena no era fácil de lograr.

De todo se aprende. Lamentablemente, por ser blanco y heterosexual, nunca he sido objeto de discriminación en mi país, pero tengo un montón de amigos que sí. La mayoría de nuestra población ha sufrido el peso de esto. El racismo en nuestro país es algo serio, y quien no lo crea es porque vive en una burbuja. Las pocas veces que he sido excluido, he sentido rabia y hasta ganas de golpear. Imagínense lo que se debe sentir recibir ese trato toda una vida y también por generaciones. Así ha sido por más de seis siglos en nuestro territorio. La discriminación, el machismo y la homofobia en la que estamos sumergidos son la principal fuente de la situación caótica en la que nos encontramos. Existe demasiado odio hacia las diferencias y, lo peor, es que es la élite la que está más identificada con estas características repugnantes.

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Barcelona, decadencia, Discriminación

[Migrante al paso] Comenzamos a correr; nos caímos por la oscuridad y la arena. Nos matábamos de risa, pensando que llegaríamos a tiempo para las doce. Íbamos de una playa a otra, creyéndonos invencibles. Siempre regresábamos con la ropa sucia y alguna herida, pero nada nos borraba la sonrisa. Buenos momentos, cuando un año aún representaba una gran fracción de nuestras vidas. No teníamos responsabilidades; recién nos comenzaban a gustar las chicas, e intentábamos ser bacanes en las fiestas de nuestros hermanos. Al final, solo queríamos divertirnos y discutíamos cuál de nuestros personajes favoritos ganaría en una pelea. Fantaseábamos con ser maestros Pokémon, hablábamos de fútbol, comíamos pizza y pollo a la brasa. Es uno de mis primeros recuerdos de un Año Nuevo fuera de mi casa.

Ahí, con el Cachorro y Piraña, como siempre. Cada uno más pleitista que el otro, cada uno más rebelde que el otro. No llegamos. Veíamos las luces de los fuegos artificiales detrás de los cerros de arena. No teníamos relojes, mucho menos celulares, así que solo asumimos la hora. Comenzamos a jugar. Nos tirábamos pequeñas piedras, rodábamos, y me tumbaban entre los dos porque yo era el más grande y alto. Nos tendimos en el piso, cansados y muertos de risa. El cielo era más nítido en ese momento, y nuestras cabezas también. Así nos quedamos una hora, conversando sobre alguna chica de nuestros salones, de que queríamos ser como Ronaldo, “el Gordo”, y de que algún día seríamos millonarios para poder hacer lo que quisiéramos. Nos pasamos la hora permitida, así que regresamos esperando que nos gritaran un poco. En estas épocas siempre recuerdo ese día en específico. Nosotros, la humanidad, le damos cierre a un año celebrando y nos prometemos cambios que, normalmente, no se cumplen. Pero ¿qué tiene de malo ilusionarte? Nada, al contrario. Después de casi 30 años, seguimos siendo los mismos. Cuando me invade la nostalgia, me repito a mí mismo que mucho no he cambiado y que las personas a mi alrededor solo han aumentado. Solemos pensar que estamos haciendo las cosas mal, que no merecemos cosas buenas, pero solo somos miopes ante las pequeñas cosas que son, en realidad, las que importan.

Este año no tiene un buen resumen. Todo parece estar de cabeza. Continúan las masacres en Palestina, un genocidio sin lugar a dudas. En mis viajes por Europa solo sentía el odio hacia los inmigrantes. La extrema derecha ya se implantó en Alemania después de décadas. Ganó Trump. el multimillonario, Elon Musk, que aparentaba querer un mundo mejor, resultó ser un déspota que poco a poco deja que el poder revele su verdadero rostro. El mundo se está hundiendo, literalmente. Las dictaduras, como la de Venezuela, parecen no tener fin. Una joven estadounidense le demostró al mundo lo que se puede lograr al darle importancia a la salud mental. La inteligencia artificial ya está en todos lados; no sabemos qué es realmente. Nuestro país nos defrauda cada vez más todos los años. Y no le echemos toda la culpa al gobierno, como sociedad civil somos de lo peor. El primer paso para dejar de serlo es aceptarlo. Tal vez la pregunta para este fin de año es qué hacer cuando la coyuntura está como está. No tengo la respuesta, pero asumo que todo se trata de no dejar de ser quien eres por miedo. Si algo nos enseña estudiar historia, es que el miedo en momentos duros nos puede convertir en lo que más odiamos. Lo mejor es no permitir que eso suceda. A diferencia de lo que te puede decir la mayoría, para mí el mundo interno es más importante.

Las celebraciones fueron mutando. Hay varias fechas como esta que, en realidad, no recuerdo por estar borracho o en quién sabe qué. Ahora esos recuerdos borrosos no son los que me importan. Prefiero las historias como la primera que les conté. No sé por qué estábamos en la pequeña casa de mi abuela, al costado de la nuestra. Yo seguía un poco molesto porque no me habían dejado salir. Tenía 11 o 12 años. Siempre fui renegón, pero pocas cosas hacían que me quedara molesto mucho rato, y esta no era una de ellas. Se me pasó, y me quedé con mi mamá y mi abuela viendo cómo celebraban en todo el mundo por la televisión. Fue la primera vez que vi la bola de Nueva York y tantos fuegos artificiales. A veces pienso que ese es un recuerdo inventado. Nunca fuimos de celebrar Año Nuevo, pero por lo menos hacíamos alguna comida especial o algo por el estilo. Igual, así haya pasado o no, es un recuerdo cómodo y cálido. Solo mi abuela, mi mamá y yo. Tal vez lo inventé para reconfortarme a mí mismo en algún momento; quién sabe.

Ahora me gusta pasar Año Nuevo con mi familia o amigos, conversando. Mis épocas locas ya terminaron, por lo menos por ahora. Los últimos años que han pasado pensaba que ya me estaba volviendo viejo y que no podía volver a disfrutar, pero estaba equivocado. Aún me falta demasiado tiempo de vida como para pensar en cosas definitivas. No tengo la respuesta de nada. No soy un sabio, ni anhelo serlo. Solo quiero estar tranquilo y, tal vez, ayudar en la medida de lo posible a que las cosas mejoren. Por algún tiempo me sentía culpable de no estar presente para algunos conocidos, de olvidarme los rostros de quienes fueron mis amigos de promoción. Mi propia cabeza me decía que había fallado en la vida, que no había logrado nada. Mentiras que a mi cabeza poco entrenada se le ocurría repetir cuando no tenía con qué distraerme. Tal vez mi único deseo de Año Nuevo es comenzar a hacer las cosas que me hacen sentir bien y dejar de ser tan pesimista o negativo conmigo mismo. Me gustaría extender este deseo a todo el mundo. Tal vez, si nos tratamos mejor a nosotros mismos, trataremos mejor a los demás.

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2025, Año nuevo

[Migrante al paso] Poco se habla de los que pasamos a ser adultos durante la pandemia. Tenía 25 años cuando empezó y 28 al terminar. Si bien ya era un adulto a los 25, por lo menos yo no sentía ningún peso de responsabilidad ni medía tanto las consecuencias. Estaba en un intermedio, un semi-adulto, por decirlo así. Me di cuenta de que este periodo confuso, letárgico y repleto de incertidumbre aplastó a muchos. Felizmente, cuento con la suerte de no haber pasado por las tragedias que ocurrieron en ese momento.

Si nos detenemos a evaluar lo que pasó, fue realmente impactante. No podíamos salir, y cuando lo tuvimos permitido, las calles estaban llenas de militares, todos con mascarillas, y se percibía el miedo. La gente se aisló por razones obvias, pero ¿qué consecuencias tuvo? Aún no lo tenemos claro.

Cuando terminó, no pasó mucho tiempo para que me embarcara rumbo a Buenos Aires, donde no conocía a nadie. Recuerdo que en el avión estaba asustado. No solo porque pasé abruptamente de estar en estado de emergencia y con limitaciones de movimiento a irme a otro país desconocido. No podía darme el lujo de un bajón o de sentirme mal; después de todo, ya había crecido, y entre tantas muertes y desgracias, mi caso era algo ligero. Sin embargo, una cosa es racionalizarlo y otra sentirlo.

En todo ese tiempo no había logrado entender por completo qué significa ser adulto y, actualmente, tampoco lo tengo muy claro. Veo por redes sociales a varios amigos y conocidos casándose, teniendo hijos y sentando cabeza, mientras la mía aún está dispersa. ¿Es eso ser adulto?, me suelo preguntar.

Francisco Tafur

Hoy, el sol me despertó junto al viento moviendo las hojas de los enormes árboles de Pedro de Osma. Me recogió un gran amigo para simplemente dar vueltas en carro por la Costa Verde. Armendáriz. Los tubos sobrantes de una obra que quedó a la mitad, por negligencias sospechosas, interrumpían la vista al mar. Tal vez el único lugar donde esta caótica ciudad se puede dar un respiro. Mientras nos liberábamos poco a poco del tráfico, se diluía la masa oscura que todos cargamos. Subestimamos lo que tenemos al lado, pero ¿qué sería de Lima sin ese fin tangible? Nuestro lugar termina; después del acantilado solo queda la inmensidad del océano. Es algo recurrente en nuestros sueños. No me considero alguien playero, pero suelo soñar con las olas, venciéndolas acompañado de una tripulación de amigos locos. Se ven las diferencias económicas notorias mientras sigues avanzando: desde grandes edificios hasta casas en ruinas. Todas compartiendo ese universo líquido que nos permite aspirar a algo. Somos nada pretendiendo ser algo. Ser adulto no significa otra cosa. Haber crecido a poca distancia del gran azul me permitió ser un soñador diurno, un cazador de deseos. ¿De verdad importa si logras algo o si haces algo con tu vida? Me parece que no. En este hermoso rincón de la ciudad sin alma, los juicios solo despiertan molestias. Este camino fue mi única constante durante la pandemia, el único testigo de mi adultez.

Sonaba Jarabe de Palo a todo volumen. No hablábamos. Solo avanzábamos. Cada respiro se hacía menos denso. Las reflexiones pasaban a la velocidad de las líneas de tránsito que cruzábamos. No necesito una cura para lo que soy. La vida pasa; cada vez los años son más cortos. Tengo 31 años, mi DNI es tal y mi pasaporte otro número. Así funcionamos, como un código de barras que acumula información. Pero no somos sólo números. No se contabilizan nuestros problemas ni injusticias. No podemos limitarnos a ser una pequeña programación de un gran diagrama. Mi único índice de adultez es que tengo que cumplir un rol para las generaciones por venir. Ahí está el verdadero rey, el verdadero objeto a proteger. No se encuentra sentado en un palacio ni en el directorio de una gran empresa, tampoco en quienes creen hacer una revolución desde sus cabezas. Nos movemos como el océano que sube y baja de marea. De lo contrario, eres un paria. Un irresponsable. Un loco.

En tan solo un par de horas se me desenredaron las emociones. Mantengo la luz prendida, una que me mantiene abrigado. Nunca la dejé de encender, ni cuando mis dígitos daban negativo. El hartazgo y empalagamiento que provoca nuestra realidad de cemento se te pega, donde toda estructura política se derrumba. ¿Cómo no entender el malestar? Somos una sociedad que necesita una vuelta con el mar al lado. Después de todo, los adultos somos eso: millones de ilusiones de individualidad que necesitan un respiro. Dimos la vuelta, y al llegar a La Herradura, mi mentalidad había dado un vuelco completo. El pesimismo que nos rodea en estas fiestas ya no regía mis ideas. Sentía mi temperatura subiendo y subiendo. Me iba a prender fuego, pero ya no necesitaba ayuda para apagar el incendio. Porque ahí estaba yo, en las propias brasas.

Al final, bailábamos y cantábamos mientras manejábamos. Fui sorprendido por mi propio paisaje. No lo sentía hace mucho. Después de tantos viajes, sentía que mi hogar me apagaba. Por mucha consciencia que tengamos, seguimos siendo animales que se desarrollan en un entorno. Y me bastó repetir estímulos anteriores para resurgir de una resaca que parecía no querer irse. Nosotros, los adultos, a mi parecer, solo tenemos que lograr una cosa: seguir aprendiendo y sorprendiéndonos, no creer que porque ya estamos supuestamente en la etapa final, el viaje terminó. No he vivido ni la mitad de mi vida. Por esa razón hoy me dejé llevar por la manía y pude expulsar todo bucle a carcajadas, riendo sin parar. Como un loco. Tal vez suena inmaduro, pero por más adulto que sea, aún me queda mucho por jugar.

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Costa Verde, Lima, Urbano

[Migrante al paso] De vuelta en Lima.

Mientras aumentan los viajes, las aventuras, los errores, los riesgos, las diferentes culturas y paisajes increíbles, mi propia ciudad cada vez se vuelve más ajena. Es un sentimiento del que no me enorgullezco; de hecho, llega a ser doloroso. Como todos esos héroes épicos que emprendieron su aventura y están instalados, cómodos y bien acomodados, en mi psique o alma. No suelo inclinarme por el reduccionismo académico, así que le llamo simplemente “ser”. En mi caso, siento que es una especie de oso; siempre me gustaron, y si algo tenemos en común es hibernar.

Camino entre mis calles barranquinas de madrugada. Toda la ciudad se ha vuelto borrosa, pero mi querido distrito tiene una barrera memorial que no me permite olvidarlo, y no quiero hacerlo nunca. Paso por la esquina donde salí volando en bicicleta cuando recién aprendía a frenar. Cruzo la calle donde, cuando era menor de edad, tuve que defenderme a los puños de una decena de policías abusivos; hasta ahora recuerdo el dolor que producen las porras de los oficiales. Borracheras en la plaza. En la bajada de baños, me siento en el mismo jardín donde me fumé mis primeros cigarros, ocultándome de mis padres. Despertarme para ir a almorzar a mi hogar familiar, donde la comida de siempre es reconfortante. Las cosas cambian y yo no logro hacerlo. Ver la ventana de mi abuela, luego de evitar que mi perro salga disparado, y no verla sentada viendo Netflix con algún dulce que invitarme, me genera una nostalgia incontrolable. Extraño esas navidades llenas de regalos, extraño a mi querido amigo que se encuentra en Londres, extraño a mi hermano que se mantiene resiliente como mi ejemplo a seguir, desarrollándose en la ciudad de los bravos, Nueva York. Muchos me ven como un hombre violento, descuidado, un caso perdido o un centro de expectativas; pero soy un humano más. De carne y hueso. Aquí me encuentro como Bilbo en la Comarca, ansioso de ver montañas nuevamente.

Francisco Tafur 

 Hiroshima.

La ciudad que vio al cielo prenderse en llamas. Un templo alejado de la ciudad. Entre montañas boscosas. Senderos de piedra con incontables estatuas de Buda. Grabadas en la misma piedra de la montaña o esculpidas y desperdigadas en los jardines, fuentes, riachuelos. Envueltas en el rosado de las hojas de sakura que se amontonaban en el suelo. Te cubres de paz y tranquilidad. Parte de mi locura es perseguir la paz sin creer en ella, pensaba. No somos más que nuestras contradicciones. Cruzando los puentes para atravesar numerosos riachuelos, subiendo el sendero te puedes refrescar con unas bandejas de bambú que se llenan constantemente por el sistema de agua artesanal. Mientras me echaba agua en la cabeza con otro bambú cortado, sentía que estaba alimentando mi espíritu samurái, que todos tenemos sin querer; es arquetípico. Estos templos, normalmente cuidados por generaciones de una misma familia, toman un rol divino en el folclore japonés. Mitaki Dera, desde el año 805.

Vi a una anciana que subía las escaleras, acompañada de sus hijos, que la ayudaban, y de un bastón en cada brazo. Estaban sonriendo. Avanzaban a paso lento. Pude ver la mirada de la señora: solo veía determinación en su cara arrugada. En este terreno surreal éramos los únicos; no notaron mi presencia. Después de una hora de descanso y contemplación, retomé la escalera de piedra para seguir encontrando áreas realmente bellas. Es algo único. Antes de llegar a la cima, me volví a encontrar a la familia; estaban arrodillados, con las palmas juntas y los ojos cerrados. Frente a ellos había un pequeño altar rústico. Si existen los momentos sublimes, este era uno de ellos.

Francisco Tafur

6 a. m. Aeropuerto Jorge Chávez, hace 10 días.

Tomé un taxi de las compañías que se encuentran antes de salir. Era un chato, panzón, que caminaba encorvado. Salimos del aeropuerto y veo en su ventana un sticker de la PNP.

—¿Eres policía? —le pregunté.

—Era, hace un par de años que ya no estoy en servicio —respondió.

A pesar de que era muy temprano, el tráfico y la bulla eran abrumadores. La neblina era densa, pero en cierta forma familiar y acogedora. Es un curioso cariño por mi caótico lugar. Nos cruzamos, entre las trochas que se tienen que usar para salir del embrollo de la avenida Faucett, con un patrullero que había detenido una camioneta. El policía estaba en la ventana del conductor.

—Ya se acercan fiestas, están sacando su beneficio —me lo decía como si estuviera orgulloso—. Así era, te ganabas unos buenos mangos en estas fechas.

—Yo, un poco asqueado, le dije: “¿Y qué tan seguido es eso?”, mientras dejaba mostrar mi inocencia.

—Cada vez más, así se gana, y los jóvenes son los peores —soltó una risa desagradable.

Qué lástima sentí. Si cuando el personaje de Vargas Llosa se pregunta sobre lo jodidos que estábamos, ahora estamos peor. No se me fue el disgusto hasta llegar a la Costa Verde y que la brisa me despejara un poco. El contraste con lo contado es también muy exigente; cuando hablamos de Japón, hablamos de otro mundo.

Desde ese momento, se podría decir que me he dedicado a dormir y escribir. La cotidianidad de mi propio lugar me dio un martillazo que me agitó. Como cuando a veces sientes que la vida te deja atrás. Todo eso es mentira; solo es mi propio cuerpo somatizando la lucha interna de crecer, cuando he sido un niño hasta la adultez. A veces se necesita descansar, y es mejor darle su tiempo. Ordenar tus pensamientos para no actuar prepotentemente. Este oso viajero que ya se acostumbró a la soledad anhela más calor del que estoy dando. Mi realidad y la colectiva están en conflicto, así que el tiempo tomado fue necesario. Después de todo, Bilbo volvió a ver montañas.

[Migrante al paso]  En mis primeros pasos como viajero, me ilusionaba pensando que las guerras mentales que todos luchamos desaparecerían con los nuevos paisajes y lugares. Pero esos asedios del pensamiento, al final, nos hacen quienes somos. Esos bombardeos de: “no eres suficiente”, “eres una carga”, “no has logrado nada”. Así somos, a veces hasta sentimos placer al autoflagelarnos mentalmente. Esto no se detiene moviéndote de lugar, pero sí te ayuda a tomar perspectiva y decirle: “¡Ya cállate, no te quiero escuchar ahora!” a esa voz persistente e incómoda. Caminando por Marrakech, entre monos, serpientes, calor y gente que se aglomera a tu alrededor por la posibilidad de vender lo que sea, llegué a la conclusión de que en este viaje había comprobado que mi mayor temor no era cierto. Un altercado, unas noches atrás en Fez, me demostró que, a pesar de mis carencias, soy una persona valiente. El altercado en sí no vale la pena ni mencionar. He tenido una vida con muchos errores, no me hago el pobre porque también he tenido aciertos, pero así es: te equivocas o aprendes. Caminando por el centro de Londres, viajando en el Shinkansen, en un vuelo de 13 horas desde Malasia, fumando en un coffee shop de Ámsterdam o esquiando en Bariloche, siempre aparecen estas ideas disruptivas, estés donde estés. Después de un mes viajando solo, por fin, me iba a encontrar con mis padres en Lisboa. Después del tedioso aeropuerto de Marruecos, llegué de madrugada a Portugal.

Francisco Tafur

Portugal, un país que me pareció extraño, pero me sorprendió en demasía. Para empezar, en mi lugar, el mismo nombre lo considero mi apellido más que un país. Es reconfortante encontrarte con tu familia en el extranjero. Había estado semanas sin hablar prácticamente, a veces hacía sonidos para escuchar mi propia voz. Ya me ha pasado en otros viajes. Aparte, por más que tenga 30 años, poder hacer estas aventuras con ellos es un lujo por el cual uno debería estar agradecido. El primer día nos despertamos a las 7 a. m., que para mí es de madrugada, pero la vehemencia de mi padre en los viajes lo hace armar un itinerario detallado. Es un experto viajero y, con el tiempo que tiene, le saca el jugo. Yo soy un poco más relajado, por no decir bastante. Este país es un destino turístico relativamente nuevo. Anteriormente, como nos mencionaron muchos guías, las personas lo dejaban de lado. Llegaban a Madrid y se iban a conocer el resto de Europa dejando la zona oeste de la península ibérica.

No le dicen la ciudad de las siete colinas gratuitamente. No puedes confiar del todo en Google Maps. Puede aparecer que tu destino está a 2 kilómetros, pero lo que no te avisa es que son en pendiente y abruptas. Si está lloviendo, es muy fácil resbalarse debido a que casi todas las veredas son de piedra caliza. Nos hospedábamos en la Avenida da Liberdade, la principal, llena de tiendas y hoteles de lujo. Desde la Plaza Restauradores nos adentramos hacia el barrio de la Baixa. Todo parece perfecto: los edificios mantienen una arquitectura antigua y sin romper en absoluto con el tono de la ciudad. Pero todo es relativamente nuevo debido al famoso terremoto de 1755. Supuestamente, tuvo una magnitud de 9.0 grados y duró 10 minutos; aparte, fue sucedido por un tsunami y un gran incendio. La ciudad se destruyó por completo; hubo aproximadamente 100 mil muertos. Como dato curioso, es en estos momentos que se comienza a indagar en la sismología por parte de un grupo de científicos. Por lo tanto, todo lo que está a la vista ha sido reconstruido. Debe haber sido espeluznante; aún se siente el trauma y el miedo a que vuelva a ocurrir. Obviamente, se tomaron las medidas necesarias para evitar catástrofes en la reconstrucción. Yo solo pensaba: “Por favor, que no ocurra mientras estoy acá”. Caminar en dirección al río Tajo, con vista a las ciudades del otro lado, que parecen islas a simple vista, te causa alegría. Tienes que cruzar la Plaza del Comercio, un espacio inmenso con la estatua del rey Juan I, siempre con una gaviota en la cabeza. En el malecón hay arena; en verano sería perfecto para ir por un chapuzón, está bastante cerca. Fue un momento para recordar, como viaje en familia.

 

Al igual que en toda capital, no te libras de ver un par de distractores, pero que al final son parte de la aventura. Caminando hacia una iglesia, en una esquina, se escucha un grito y se ve a un joven salir disparado: le habían robado a una señora. En la misma placita, una pelea entre dos vendedores inmigrantes, a los puños. He logrado desarrollar mi contemplación viajera, y estas cosas te permiten darte cuenta de cómo funcionan las cosas y cómo es el panorama de un mundo aún incompleto para mí. Por lo que encuentras de todo, hay joyas ocultas, siempre. La iglesia de Santo Domingo, única en su especie. Cuando entras, te metes en otro mundo, más allá de la religión. Sientes cómo han mantenido las paredes destruidas y quemadas por un incendio brutal. La devoción que se siente. Entramos durante la misa: sobre un terreno derrumbado y bello, a la vez, le da un vuelco a lo esperado. Diría que es de mis iglesias favoritas.

Aún hay mucho por contar, y lo haré en su momento, pero debo decir que mi mayor sorpresa fue la comida. Más que el fútbol, mi viejo y yo compartimos la pasión por la comida, y viajar con él es tener unos buenos días de comer rico. Para nosotros, peruanos, nos resulta difícil un genuino halago gastronómico en otro lugar. Esta vez sí lo es. Desde un restaurante en el pueblo de Nazaré, pasando por estrellas Michelin y lugares de comida casera. Todo es delicioso. El mejor fue Oficio, la última noche en Lisboa. Sudados por una trepada fuerte, el calor era insoportable. Los platos de ese restaurante son de lo mejor que he probado. Una delicia. Prometo contar más sobre este curioso país.

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Lisboa, Portugal

[Migrante al paso] Dicen que si puedes comer solo en un restaurante, puedes hacerlo todo. Eso es falso. He estado en esa situación en múltiples ocasiones y estoy lejos de lograrlo todo. Lo suelo hacer con frecuencia en mis viajes. Algunas señoras te miran con lástima, como si implicara que estoy solo en la vida. Otros te observan con curiosidad, lo cual tiene sentido. Comer es exponerse, es como dormir; si lo haces en soledad, te vulneras aún más. Al principio, resulta incómodo. Pero poco a poco aprendes a disfrutar de los sabores y del entorno completamente nuevo: en una ciudad desconocida, en una mesa nunca antes vista, frente a paisajes que van desde ríos hasta vestigios arqueológicos. Placeres turísticos. De hecho, la última vez tenía ante mí un anfiteatro romano mientras tomaba una Coca-Cola y esperaba mi chuletón, en su punto justo.

El Sole del Pimpi, un mítico restaurante de Málaga, fue el escenario de aquella comida. Esta ciudad logró robarse un poco de mi sorpresa. Pocas ciudades tienen ese encanto peculiar que te atrapa y te deja con una deuda simbólica, como si secuestraran una parte de ti hasta que vuelvas a visitarlas. Entre cada bocado, me perdía en la visión de las escalinatas que suben en círculos por un monte rocoso, coronado por la Alcazaba. La antigüedad impregna el lugar de un misticismo único. Me preguntaba cuántas generaciones han habitado ese mismo sitio. El anfiteatro fue construido en el siglo I antes de Cristo; lo más antiguo del fuerte andalusí data del siglo X. No es difícil imaginar historias mientras caminas por las angostas calles de esta ciudad, donde las paredes parecen cerrarse sobre ti.

A mediodía, al caminar por la calle Larios, la multitud de turistas parecía una estampida. Y eso que estaba en temporada baja; en pleno verano debe ser agobiante, con un calor abrasador. El cambio climático es innegable: estábamos 8 grados por encima de la temperatura habitual. Por insistencia de mi padre, fui a una heladería legendaria, abierta desde 1890. Como todo lugar con historia, se encuentra de todo.

Después me senté en los asientos milenarios del anfiteatro, cuya entrada es gratuita. Me quedé un buen rato pensando en cómo, en tiempos antiguos, las personas se entretenían viendo a dos hombres luchar hasta la muerte, con tigres acechando a los lados. Me pregunté cuánto ha cambiado realmente el morbo humano; a veces pienso que no mucho. En este anfiteatro no se permite pisar la arena. Sin embargo, en el Coliseo Romano lo hice cuando era niño. Cualquiera que haya visto Gladiador tiene una extraña obsesión con sentirse Máximus por un momento. Es algo universal. Además, el emblemático personaje era de esta región, de ahí su apodo “el español”.

Luego del anfiteatro, caminé hacia el puerto, que solo había visto al llegar en tren. Cruceros colosales descansaban junto al malecón, acompañados por enormes grúas para barcos comerciales. Al ser una ciudad portuaria, Málaga tiene una gran actividad, tanto positiva como negativa. A pesar de su tamaño relativamente pequeño, con medio millón de habitantes, las cosas pueden descontrolarse. Continué caminando por la bahía, y al alejarme del puerto, se extendía una playa interminable de arena. Quise entrar al agua, pero el mar Mediterráneo en esa época es helado. Mirando el mapa, entendí por qué esta ciudad es tan estratégica: está a pocos kilómetros del estrecho de Gibraltar, que conecta el Mediterráneo con el Atlántico.

Caminar solo por lugares desconocidos tiene un curioso placer. Puedes actuar sin vergüenza, moverte sin pensar en los demás, salvo que algo extraordinario ocurra, como un accidente. De hecho, me sucedió: una señora se desmayó por el calor, y junto a otros transeúntes la ayudamos hasta que llegó una ambulancia. El calentamiento global ya es evidente; las anomalías son tangibles, y negarlo resulta absurdo. Unas semanas después de mi visita a Andalucía, lluvias torrenciales azotaron la región, siendo Valencia la más afectada. En un solo día llovió el equivalente a un año, y las inundaciones fueron devastadoras. Estas tragedias serán cada vez más frecuentes mientras la temperatura global siga aumentando. Llevamos décadas siendo advertidos, pero las grandes potencias no parecen tomarlo en serio.

Ahí estaba yo, disfrutando de la deliciosa comida del sur español, en la ciudad natal de Pablo Picasso. Este genio rompió con el arte clásico y dejó un legado incalculable. En una esquina de la ciudad se encuentra el edificio donde vivió sus primeros años, ahora convertido en un museo que alberga algunas de sus obras, junto con exposiciones temporales que suelen valer la pena. Siempre descubres joyas artísticas inesperadas. Al despedirme de esas pinturas, sentí como si dejara atrás a un viejo amigo, sin saber si lo volveré a ver o recordaré con el tiempo.

Finalmente, tras varias escaleras y gotas de sudor, me adentré en el fuerte palaciego islámico, vestigio de los 900 años de influencia musulmana en la región. Llegué al patio de armas, un jardín con la típica fuente baja que caracteriza a la arquitectura árabe. Ese rincón es un portal al pasado. Desde allí, una terraza ofrece vistas de la ciudad, donde la Catedral de Málaga sobresale entre los edificios.

En este viaje por el sur de España visité cuatro ciudades, y no sabría elegir cuál me gustó más. Todas tienen su encanto y son ideales tanto para vivir como para pasar unos días. La gente es más tranquila que en Madrid o Barcelona, y la excelente conexión ferroviaria facilita desplazarse. Sin esperarlo, descubrí una de las regiones más fascinantes del mundo, una mezcla cultural encantadora. Como mencioné, debo volver para recuperar lo que esta ciudad tomó prestado de mi identidad.

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Andalucía, España, Málaga
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