Pero ella logró lo imposible. Con imperturbable tenacidad y altruismo logra liberar poco a poco a sus hijastros de las garras de las instituciones y traerlos a vivir consigo en condiciones domiciliarias relativamente estrechas. A pesar de que ya los nazis no estaban en el poder y había un gobierno democrático en Alemania, la estigmatización de sus hijastros continuaba. A los dos menores, dos mellizos de 15 años que serían los últimos en ser liberados, simplemente no los regresará al manicomio de Klingenmünster después de sus “vacaciones navideñas” . El personal médico protestaría y elaboraría un nuevo dictamen más devastador que los anteriores. Ludwina ignoró todos las reclamaciones escritas y los solicitudes de dinero para cubrir costos de la institución y de vestimenta durante los últimos años. Las reclamaciones dejan de llegar después de mayo de 1952 y ahí termina el asunto.

«Mi madre nunca hubiera hecho aspavientos de su actitud: seguía un canon de valores claros y quería que las cosas volvieran a su lugar. Era una fuerte moral interior la que le movía a escribir petición tras petición, siempre en nombre de mi padre, pero invariablemente es su letra», declara Alfons Ludwig Ims a Die Rheinpfalz, quien, sin dorar la píldora, ha relatado con gran empatía la dolorosa historia de su estigmatizada familia y de sus siete medio hermanos, excluidos de toda educación escolar. A partir de los siete hermanos se ha formado una familia con 40 nietos, 54 bisnietos y 17 tataranietos, con lo cual no puede decir que le falten sobrinos y sobrinas.

¿Final feliz? En cierto sentido, sí. Pero, por otra parte, no todos los familiares de Alfons han estado de acuerdo con que cuente de manera pública la historia familiar. Pues todo lo padecido ha dejado huellas profundas, y hay quienes aún se sienten avergonzados de provenir de una familia que fue declarada “asocial”.

Esta misma historia se repite bajo otras modalidades en otras latitudes. Las fuerzas antidemocráticas y totalitarias necesitan estigmatizar a otros por razones populistas y para mantenerse en el poder. Sucede en la Nicaragua de Ortega, el cual les ha arrebatado la nacionalidad a más de 300 nicaragüenses, convirtiéndolos en apátridas y presuntos asociales. Ocurre en El Salvador de Bukele, que declara irreformables y terroristas a todos aquellos a los que ha metido presos, la mayoría pandilleros pero también muchos inocentes. Y ocurre en el Perú, donde se les niega toda forma de inserción social a quienes han cumplido sus condenas de terrorismo, o simplemente se terruquea a poblaciones y etnias enteras —sobre todo de provincias— que nunca participaron de la insania terrorista, y se les niega el derecho a la autodeterminación, a la educación, a la salud, a un trabajo digno, a la ciudadanía en todo su significado.

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Los abusadores de este tipo no llaman la atención por su perfil psicosocial, motivo por el cual es difícil identificarlos a través de un examen psicológico. Están psíquicamente sanos pero carecen de un desarrollo de su madurez e identidad sexual en conformidad con su edad. Cuando crece la desazón interior y se presenta la oportunidad de tener una experiencia sexual, entonces ocurre el abuso.

Algunos no reconocen el abuso como tal. El contacto se experimenta frecuentemente como espontáneo e impulsivo, en ocasiones incluso como de mutuo acuerdo. Algunos niegan obstinadamente su culpa. Otros buscan disociar sus necesidades sexuales o reprimirlas. La situación de abuso la ven como pérdida del control personal, que buscan retomar mediante un estilo de vida riguroso, hasta que la situación escala y pierden nuevamente el control. La preferencia por menores brota de su misma inseguridad. Aun siendo personas biológicamente adultas, no les es posible sopesar sus propias necesidades sexuales y comunicarlas. Por eso mismo, buscan un otro que corresponda a su inseguridad. Un niño es suficientemente débil como para poder controlarlo y, de esta manera, poder evitar así que las tentativas de satisfacer sus propias necesidades sexuales salgan a la luz. En especial, este grupo mayoritario de abusadores se sienten particularmente vinculados al estilo de vida sacerdotal. Como hombres sexualmente inmaduros e inseguros se sienten atraídos por la vida célibe, pues el sacerdocio les ofrece status, les proporciona ingresos seguros y una oportunidad de escapar a su inmadurez sexual.

Thomas Grossbölting presenta un perfil adicional, que en realidad es trasversal a todos los tipos de abusadores clericales: el del “manipulador pastoral”, que emplea todas las competencias profesionales que ha aprendido durante su formación —prácticas pastorales, meditación, oración— para preparar el abuso a lo largo de un cierto período de tiempo, presentándose ante la víctima como un amigo paternal, un pariente espiritual, un guía espiritual o un padre confesor. En otras palabras, mucho antes de que ocurra el abuso, la Iglesia la ha proporcionado al abusador todas las herramientas para cometerlo.

Que en la Iglesia católica abunden los clérigos con inmadurez sexual no ha sido considerado nunca un problema, pues los varones que encajan dentro de esta tipología nunca han sido considerados como deficitarios. Al contrario, se les ha considerado como el ideal del cura católico. El hombre casto sin experiencia sexual sería aquel que mejor capacitado estaría para el sacerdocio.

De esta manera, la Iglesia ha abonado el campo para que se den casos de abuso sexual clerical no de manera aislada sino como consecuencia de un sistema que se sigue mirando el ombligo y no se da cuenta de que el cáncer está enraizado en su manera de entender y llevar a la práctica el sacerdocio católico. Un cáncer que puede ser llamado simplemente con una sola palabra: “clericalismo”.

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Y esto es lo que le fastidia enormemente a la víctima que habló con Die Rheinpfalz. ¿Cómo pudo seguir en funciones pastorales, teniendo contacto con personas vulnerables, después de lo que había hecho con los niños de una escuela primaria? ¿Cómo los jueces de entonces determinaron que no había daño palpable en los menores, cuando él —a sus 55 años— todavía siente como que le ha quedado una mancha oscura desde aquellos tiempos, un tumor interior en el alma, que sólo ha podido aliviar cuando ha decidido contar su historia? ¿Qué responsabilidad tuvo el cardenal Wetter, entonces obispo de Espira, en haber protegido al abusador y permitirle seguir en el trabajo pastoral, sin haberle abierto jamás un proceso canónico?

En conclusión, no debería haber ninguna calle, ningún lugar, ninguna edificación, mucho menos una plazuela ubicada en el centro histórico de una ciudad, que lleve el nombre del cardenal Wetter. Se estatuiría un ejemplo que debería seguirse con otros nombres de eminencias eclesiásticas, como el del Papa Benedicto XVI, quien actuó con negligencia en varios de pederastia eclesial, y sobre todo el del Papa Juan Pablo II, protector de de pederastas, entre ellos el P. Marcial Maciel, fundador de los Legionarios de Cristo y responsable de abusos que califican como delitos. Y cuando el periodista holandés Ekke Overbeek publique su investigación sobre los actos de encubrimiento que habría perpetrado el Papa Karol Wojtyla cuando era arzobispo de Cracovia (Polonia), sería un escándalo de proporciones inconmensurables no sólo que haya lugares que lleven su nombre, sino también que siga siendo considerado un santo de la Iglesia católica.

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Este hecho daría lugar a la aparición de otra denuncia contra otro sacerdote salesiano, como relata el informe de la Comisión De Belaúnde:

«A partir de este reportaje, se pone en contacto con Américo Legua, Javier Abelardo Pérez Delgado, de 56 años, quien manifestó su intención de dar su testimonio ante esta Comisión sobre los hechos que habrían ocurrido cuando estudiaba en el Colegio Parroquial Salesiano, de Breña, en la década de los 70. Javier Pérez relata que fue abusado sexualmente cuando tenía entre 8 y 12 años, mientras cursaba segundo grado de primaria. De acuerdo a sus declaraciones, el padre Eugenio B. Masías Abadía, quien era director del colegio en esos años, lo llevaba al “cuarto oscuro” del colegio, en el que le repasaba las lecciones para luego castigarlo físicamente y realizar tocamientos con connotación sexual.

Los supuestos abusos empezaron con golpes en las nalgas, desnudamiento forzado, baños y, finalmente, penetración anal. El padre tenía la autorización de la maestra de Javier, así como de su madre, para ayudar en la nivelación académica, por lo que los hechos de violencia que narra se daban en estos espacios sin supervisión. Esta situación se detuvo cuando el profesor Eduardo Chang identificó que Javier salía de las clases de nivelación lloroso y mojado, por lo que confronta al padre amenazando con denunciarlo. Al siguiente año, Javier fue cambiado de colegio».

No nos consta que haya habido en ninguno de los casos denuncia ante la justicia civil, ni de parte de la víctimas ni de quienes supuestamente se enteraron de los abusos. Y si bien en el caso de Américo Legua hubo un proceso canónico, pues su denuncia fue remitida por los salesianos a la Congregación para la Doctrina de la Fe, ésta decidió en el año 2016 archivarla por «carecer de verosimilitud». El caso sería reabierto después de que el músico peruano le escribiera una carta al Papa Francisco, fechada el 4 de abril de 2017. Aun así, en diciembre de 2017 la Congregación para la Doctrina de la Fe decidió archivar de manera definitiva la denuncia contra el padre Antúnez de Mayolo, por «absoluta ausencia de elementos probatorios que sostengan las afirmaciones contenidas en la denuncia». En ningún momento la víctima fue contactada o citada a declarar, ni tampoco fue nunca notificada oficialmente de cómo iba el proceso, a qué termino llegó, ni mucho menos cuáles fueron los argumentos para su archivamiento.

Estos casos serían suficientes como para que se abra una investigación, teniendo en cuenta lo que está sucediendo en España. De los más de 900 casos de abuso sexual eclesiástico recopilados por el diario El País, unos 100 casos están vinculados a la congregación salesiana, siendo la institución religiosa católica que figura con más casos en esa base de datos.

Todo esto sería sólo la punta del iceberg, pues no resulta aventurero suponer que en el Perú no sólo los salesianos y el Sodalicio albergaron o albergan abusadores entre sus filas, sino que la Iglesia católica en el país andino tampoco se libraría de sufrir masivamente el cáncer del abuso sexual eclesiástico que aqueja a la Iglesia dondequiera que tenga presencia. Más aun cuando hay una alta autoridad de la Iglesia católica en el Perú, con el sobrenombre de cardenal Cienfuegos (según Jaime Bayly) o Mons. Camilo (según Pedro Salinas en su último libro Sin noticias de dios), acusada de abusos sexuales y que no ha sido aún identificada inequívocamente con nombre y apellido.

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Según cuenta Pedro Salinas en su último libro Sin noticias de dios – Sodalicio: crónica de una impunidad, el 1° de agosto de 2016 durante una audiencia en el Ministerio Público el abogado de Eduardo Regal le mostró varias de estas cartas, preguntándole: «¿Recuerda haber solicitado voluntaria y entusiastamente a través de cartas escritas por su puño y letra su ingreso a la vida comunitaria, y posteriormente su reingreso a la misma? ¿Reconoce su firma en esta carta?» Salinas respondió lo siguiente: «La carta solicitando el ingreso a la vida comunitaria, prácticamente me la dictó Virgilio Levaggi, y era de puño y letra, pues ese era el requerimiento sodálite. La presión que ejerció el Sodalitum, a través de personas como Figari, Levaggi, Baertl y Doig, entre otros, fue fundamental y definitiva en mi incorporación. Jamás me dijeron a lo que estaba ingresando. No recuerdo la carta solicitando mi reingreso (permanente a las comunidades “de formación” de San Bartolo; la primera carta era para hacer un período de prueba). No la recuerdo, pero reconozco mi firma». Y continúa así su relato:  «No las podía negar. Eran mías. Sólo atiné a decir que no me reconocía en ellas, por el estilo postizo y las frases rígidas, extraídas aparentemente de las Memorias que cada fin de año pergeñaba Figari, y que nos hacían aprender de paporreta».

No sé de ninguna asociación religiosa en la Iglesia católica donde se exijan este tipo de cartas a sus miembros. Asimismo, no existe ninguna norma o reglamento escrito en el Sodalicio donde se ponga como requisito para hacer promesas formales el tener que escribir este tipo de cartas. Sin embargo, en la práctica se exigía hacerlo si uno quería seguir ascendiendo en la escala jerárquica de la institución. Rehusarse a escribirla era impensable, inimaginable. Debido al lavado de cerebro a que habíamos sido sometidos, carecíamos de la información y la voluntad para cuestionar esta práctica. En estas cartas no se permitía poner libremente lo que uno quisiera, sino solamente lo que el destinatario quería oír. Y de que eso ocurriera se aseguraban los consejeros espirituales y superiores de la comunidad, quienes revisaban las cartas antes de ser entregadas a Luis Fernando Figari.

Que tan poco libre y voluntaria era la permanencia en el Sodalicio lo muestra el hecho de cuando uno manifestaba su deseo de salir de comunidad, comenzaba un procedimiento tortuoso de “discernimiento” que podía durar meses, y en algunos casos incluso años, pues no estaba previsto que nadie se fuera: se consideraba una anormalidad, un mórbido imprevisto, una traición al inexorable llamado de Dios.

Cuando en enero de 1993 manifesté mi deseo de dejar la vida comunitaria y de ya no querer seguir siendo un laico consagrado, pasarían siete meses hasta que eso se concretara, siete meses que viví con una angustia permanente y recurrentes pensamientos suicidas. Eso explica por qué para muchos la huida tempestiva y clandestina era el procedimiento más expeditivo para abandonar el Sodalicio, a veces en circunstancias aventureras, como la de aquel exsodálite peruano que huyó de una comunidad sodálite en Bogotá y realizó por tierra el viaje hasta Lima, pasando por Ecuador, sufriendo contratiempos e incomodidades en una odisea que merece ser contada.

Todos los que huyeron se libraron de escribir sus cartas de salida, que también eran una especie de cartas de sujeción, pues en ellas debía quedar plasmado por escrito que la culpa de abandonar la comunidad era única y exclusivamente del renunciante. En mi carta, escrita en San Bartolo y fechada el 17 de julio de 1993, decía yo lo siguiente:

«En mi vida comunitaria, a lo largo de estos últimos años, siempre he tenido problemas debido en gran parte a mis propias inconsistencias. Estos problemas se han manifestado de manera particularmente fuerte en los últimos tiempos, de tal modo que me han hecho llegar a una situación de profundo cuestionamiento personal. En estas circunstancias, luego de pasar por un largo período de discernimiento en San Bartolo, he llegado al punto de considerar la posibilidad de abandonar la vida comunitaria, puesto que me resulta difícil permanecer en ella, y creo que, debido a mis problemas personales, ello puede conllevar obstáculos para el desenvolvimiento de mi vida cristiana».

No era el Sodalicio el que estaba mal, sino yo. Sacudirme esa conclusión me demoró más de una década. Y a pesar de lo que allí yo escribía con candorosa ingenuidad —«sé que podré contar siempre con la ayuda de mis hermanos sodálites en los momentos más difíciles»—, lo que en realidad ocurrió fue otra cosa: una mezcla de traición, desprecio y discriminación hacia mi persona por haber abandonado el camino de la vida consagrada sodálite.

Cada vez que se lea una de esas cartas de sujeción, se deberá ponerlas en su contexto y conocer las circunstancias en que fueron escritas. No son expresión de libre voluntad —pues se revisaba sus contenidos para que estuvieran conformes, mientras se tenía controlados mental y afectivamente a quienes las escribían—, sino prueba del lavado de cerebro que se practicaba en el Sodalicio. Y uno de los artefactos más atroces de la manipulación ejercida por las autoridades sodálites sobre quienes pertenecen o pertenecieron al Sodalicio.

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Sodalicio

Otro anciano de apariencia descuidada pero con un carácter diferente al del anterior, siempre sonriente y con una vivacidad que contrastaba con su delgadez extrema, y que se sentía orgulloso de haber sobrevivido a la guerra gracias a una fuga aventurera en su adolescencia cuando, en los últimos días de la contienda, fue reclutado a la fuerza para luchar y entregar su vida por el Führer, también era muy rápido y avezado con las manos cuando algunas de las jóvenes enfermeras tenía que atenderlo debido a que era incapaz de asearse y hacer sus necesidades por sí mismo. A fin de calmarle la libido y mantenerlo tranquilo se le instaló un televisor en su cuarto para que viera videos pornográficos de corrido. El viejito estaba muy contento, pero andaba algo desatado.

Que más puedo contar sino del director de teatro al que le dio un ataque de apoplejía que terminó con su carrera en una silla de ruedas, desde la cual lanzaba gritos tratando de expresar el arte que ahora estaba prisionero de su alma. O de la señora con demencia y otros problemas mentales, que me dejó la huella de sus dientes en la espalda cuando yo traté de evitar que manoseara con sus manos mugrientas los pasteles de la tarde, que los viejitos debían saborear acompañados de una taza de café amargo. O la viejita octogenaria que siempre intentaba salir a la calle y escaparse a como diera lugar, pues tenía que cocinar para los hijos que iban a la escuela y alimentar a los animales en una casa que siempre iba a ser su hogar, aun cuando ya no le perteneciera y la última estación de su vida fuera a ser la residencia de ancianos, un lugar donde siempre se sentiría una extraña.

En esa labor de acompañar vidas que se acercan a su ocaso definitivo, he aprendido a no juzgar y a respetar la dignidad de quienes ya han vivido una vida entera, la cual debe ser tratada con dignidad y respeto hasta el último momento, sea lo que sea que hayan hecho. He aprendido que la vida hay que aceptarla como viene, no como quisiéramos que fuera.

Esto también vale para las vidas que se apagaron temprano, como las de nuestros compatriotas muertos durante las recientes protestas sociales. Son vidas truncas que no tenemos derecho a juzgar, que no merecen el terruqueo de que están siendo objeto por parte de fuerzas reaccionarias y antidemocráticas. Más bien deberíamos interesarnos en cómo vivieron esos hermanos nuestros, que situaciones experimentaron, cuáles son sus historias personales, para anudar lazos solidarios desde un corazón lleno de compasión que busca que haya justicia para todos.

Kentler partía del reconocimiento de que los niños pueden tener necesidades sexuales antes de la pubertad. Los niños satisfechos sexualmente que mantienen con sus padres una buena relación de confianza incluso en cuestiones sexuales estarían mejor protegidos de la seducción sexual y de agresiones sexuales. Kentler no veía ningún problema en las relaciones sexuales en plano de igualdad entre adultos y niños. Si el entorno no discriminaba esas relaciones, entonces se podía esperar consecuencia positivas en el desarrollo de la personalidad, y tanto más si el mayor se sentía responsable del menor.

Y Kentler tuvo la oportunidad de poner en práctica su teoría.

En el estudio de la Universidad de Gotinga, presentado el 2 de diciembre de 2016, se establece que en los años 1969/70 Helmut Kentler, entonces jefe de departamento del Centro Pedagógico, recibió la autorización para un experimento. Por lo menos tres menores en estado de abandono de edades entre 13 y 17 años fueron confiados a pedófilos para que tuvieran una «educación llena de amor». Según la politóloga Teresa Nentwig, «se quería averiguar como se desarrollarían estos jóvenes, lo que sería de ellos en ese entorno».

Quedan muchas preguntas abiertas, como, por ejemplo, saber cuántos menores fueron afectados. El acceso a las actas de los “tutores” en los archivos estatales les fue negado a los investigadores, aduciendo “protección de derechos personales”.

La Senadora de Juventud de Berlín, Sandra Scheeres, declaró en esa ocasión:

«Lo que me parece totalmente aterrador es la argumentación que entonces esgrimió Kentler, a saber, que los jóvenes recibían un hogar y los tutores precisamente sexo, y que ambas partes se beneficiarían con eso. Y queda bien claro que aquí se llevó a cabo un delito bajo responsabilidad del Estado».

Esta práctica, iniciada por Kentler, sería continuada ocasionalmente por las oficinas de juventud de Berlín. A un pedófilo identificado con el seudónimo de Fritz H. le confiaron niños hasta el año 2001 por lo menos. Marco y Sven fueron dos de sus víctimas. «Fuimos criados por este hombre, sencillamente para cumplir sus deseos, para estar ahí cuando estos deseos debían ser cumplidos». Marco y Sven nunca conocieron a padres amorosos que les prestaran apoyo. «Castigos corporales. En los cuales lo golpeaba a uno. La divisa era: le pega al diablo en nosotros. No a nosotros, sino al diablo. Y ahí está el abuso sexual, que comenzó a los seis años». La fiscalía confirmó que Marco fue abusado sexualmente entre 1989 y 1996. «Nuestro tutor no mostraba interés por los mayores, sólo por los pequeños», dice Marco en un reporte de Deutschlandfunk del 25 de mayo de 2019. «En algún momento desconectas. Hasta el decimotercero o decimocuarto año de vida. Cuando no se conoce otra cosa y se es encapsulado. No se iba uno nunca de vacaciones, ni siquiera al parque de juegos. Se descuidaba la escuela». Marco estaba incapacitado para la vida laboral y padecía síndrome de estrés postraumático, unido a trastornos obsesivo-compulsivos y graves dificultades para adaptarse a la vida social. Sven juntaba botellas y vivía del subsidio social que otorga el Estado a los necesitados. Describía su vida como «miserable, sencillamente miserable». El nefasto legado de Kentler seguía vivo.

En enero de 2018 la Universidad Leibniz de Hannover dio a conocer que había autorizado investigaciones sobre Kentler, quien también fue docente en ese centro universitario.

El 15 de junio de 2020 se presentó en Berlín un informe sobre el actuar de Helmut Kentler en la asistencia a niños y jóvenes en Berlín, elaborado por estudiosos de la Universidad de Hildesheim (Baja Sajonia). La investigación concluyó que se podía presumir que Kentler era consciente de las consecuencias penales de su así llamado “experimento”, dado que por una parte lo da a conocer públicamente después del período de prescripción de los presuntos delitos y, por otra parte, elimina los indicios que había dejado en diversos documentos. Efectivamente, recién en 1988, a través de un dictamen escrito, Kentler hace público su experimento, del cual nunca se arrepintió. En 1999 escribió lo siguiente respecto a 35 casos de abusos sexual de menores en los cuales había fungido de perito judicial: «En la gran mayoría he tenido la experiencia de que las relaciones pederastas tienen efectos muy positivos en el desarrollo de la personalidad de un muchacho, sobre todo cuando el pederasta es un verdadero mentor del joven».

El 27 de abril de 2021, mediante un comunicado de prensa, el Senado de Berlín confirmaba lo que la senadora Sandra Scheeres había dicho anteriormente: que, pesar de la prescripción de los delitos, el estado de Berlín iba a conceder una ayuda financiera a las dos víctimas conocidas del experimento de Kentler.

La Conferencia de Juventud y Familia (Jugend- und Familienministerkonferenz) decidió en su sesión del 6 de mayo de 2021 que el actuar de Kentler debía ser investigado a nivel federal en toda Alemania. En ese sentido, la senadora Sandra Scheeres encargó un nuevo estudio a la Universidad de Hildesheim, con el fin de investigar una presunta red en toda Alemania que haya estado relacionada con el experimento de Kentler.

En la película “Spotlight” (Tom McCarthy, 2015) un abogado le dice a un periodista: «Si se necesita un pueblo entero para criar un niño, también se necesita un pueblo entero para abusar de él». Y eso es precisamente lo que ocurrió en Alemania con el experimento pedofilia de Helmut Kentler.

– Colegio privado Markham (Miraflores, Lima), donde se analiza el caso de la entonces adolescente de 15 años Mackenzie Severns, estadounidense, la cual, estando de intercambio estudiantil en Lima en el año 2018, fue violada durante una fiesta por un alumno de 17 años del colegio mencionado.

La parte referente al Sodalicio abarca más de 300 páginas. Constituye uno de los estudios más completos que se ha hecho sobre la institución, pues da un breve resumen de su historia, describe su estructura organizacional y el contexto institucional, señala las características de los presuntos abusadores, para luego detallar cómo se dieron las denuncias de abuso sexual y las reacciones que hubo de parte de la institución, de la Iglesia y del Poder Judicial. Pero no se circunscribe a los abusos sexuales, sino también se detallan abusos físicos, psicológicos y económicos.

Dentro de esta panorámica de la institución, destaca cómo estaba constituido el Consejo Superior, conformado por el Superior General —quien ostentaba autoridad absoluta y tenía siempre la última palabra—, el Vicario General y los cinco encargados (asistentes) de las diversas áreas de trabajo en que se dividía la organización: Espiritualidad, Instrucción, Apostolado, Comunicaciones y Temporalidades (es decir, administración y finanzas). Se logró determinar quiénes ocuparon cargos en el Consejo Superior desde 1980 hasta 2019 y, por lo tanto, quiénes eran responsables del sistema de formación y disciplina que permitió los abusos, y que habrían sabido lo que ocurría en las comunidades, por lo menos en lo referente a abusos físicos y psicológicos.

En cuanto a Jeffery Daniels, cuyos abusos sexuales se descubrieron internamente en 1997 y que fue protegido por la comunidad y recluido tres años en el centro de formación de San Bartolo, se deduce por las fechas que no sólo habrían sabido del hecho José Sam y Germán McKenzie, los primeros que se enteraron, sino también el mismo Luis Fernando Figari, Germán Doig, Jaime Baertl, Óscar Tokumura, Miguel Salazar, Jürgen Daum, Erwin Scheuch, Eduardo Regal, Juan Carlos Len y Alfredo Garland, que formaron parte del Consejo Superior entre los años 1997 y 2000. Daniels nunca fue denunciado ni ante la justicia civil ni canónicamente ante la Iglesia católica, sino que habría sido encubierto por las personas mencionadas. No se descarta que hayan otros más que conocieron los hechos y participaron de este silencio colectivo.

Asimismo, este recuento histórico permite saber con certeza que José Antonio Eguren ocupó el cargo de Asistente de Instrucción entre los años 1980 y 1982, aunque él negó posteriormente que haya tenido algún alto puesto de responsabilidad en el Sodalicio. Sin rastro de duda, puedo afirmar también que fue el primer Superior de la Comunidad Nuestra Señora del Pilar (Barranco, Lima) entre diciembre de 1981 y el año 1982, aunque sólo por algunos meses.

Estos datos son importantes, considerando que el informe de la comisión de expertos internaciones contratados por el Sodalicio (Informe Elliott-McChesney-Applewhite) calla en todos los colores del arco iris quiénes encubrieron los abusos cometidos dentro la institución. Para ellos simplemente no habría habido encubridores, ni siquiera cuando se identificó a los abusadores, pues quienes tenían puestos de responsabilidad en el Sodalicio habrían actuado siempre de buena fe.

Resulta también de particular importancia el testimonio del exsodálite Germán McKenzie, quien llegó a ser el primer Superior Regional del Perú dentro del Sodalicio, quien en algún momento responde al pliego que se le envío a Canadá con esta lapidaria frase: «Se insistía en la obediencia, pero no se insistía igualmente en la formación y práctica de la conciencia moral».

Algunos ligeros errores en el Informe De Belaúnde no anulan el volumen de información corroborada y debidamente analizada que allí se nos ofrece. Por ejemplo, cuando se habla de los grados de pertenencia al Sodalicio, que van a la par con los grados de compromiso (aspirante, probando, formando, consagrado a María, profeso temporal y profeso perpertuo), se pone a los agrupados en el escalón más bajo de los grados de pertenencia. En realidad, las Agrupaciones Marianas no forman parte del Sodalicio sino del Movimiento de Vida Cristiana. Un agrupado mariano no emite ningún compromiso formal con el Sodalicio y no está obligado a seguir sus Constituciones, como sí lo están quienes se hallan en los otros grados de compromiso. Agrupado mariano puede ser cualquiera. Basta con que exprese su deseo de participar de una agrupación. La única vinculación con el Sodalicio sería que esta institución anima las agrupaciones y busca sus vocaciones entre los agrupados, aunque no exclusivamente entre ellos.

Dice el informe en una parte: «la mayoría de las familias se encontraban a gusto con que sus hijos pertenecieran al Sodalicio». Esta afirmación es discutible, dado que la captación de jóvenes vocaciones solía realizarse sin conocimiento ni consentimiento de los padres, lo cual generalmente llevaba a conflictos, y era frecuente que los padres en un principio no estuvieran de acuerdo en que sus hijos se unieran a un grupo tan absorbente y de características sectarias. Lo que ocurría con el tiempo es que los padres, habiendo perdido el control sobre sus hijos, terminaban aceptando una situación con la que en un principio no habían estado de acuerdo. No niego que hubo excepciones y padres que se sentían contentos de tener un hijo en el Sodalicio. Pero lo que generalmente se daban eran relaciones de confrontación, pues el Sodalicio solía actuar al margen de los padres.

No sólo por el caso Sodalicio, sino sobre todo por examinar a fondo el problema del abuso sexual de menores, el Informe De Belaúnde debe ser difundido —tarea que ha asumido recientemente la congresista Susel Paredes—y servir de base para medidas de prevención y proyectos de leyes, siguiendo las recomendaciones finales, que abarcan casi cincuenta páginas del texto final. De hecho, incluye una propuesta normativa para modificar el Código Penal y eliminar la prescripción del delito en el caso de abusos sexuales de menores. Tarea titánica en una sociedad machista, patriarcal y homófoba, que en muchísimos casos deja desprotegida a las víctimas de abusos y permite que los abusadores salgan impunes.

La segunda parte acontece quince años después. Peter Lavin ha colgado los hábitos y vive con su esposa y dos hijos en Montreal. El caso se ha reabierto y hay víctimas dispuestas a declarar. Lavin es arrestado y llevado a St. John para enfrentar cargos de abuso sexual, aunque en todo momento se declara inocente. Kevin, la víctima principal de Lavin, sin embargo, no quiere participar del juicio pues eso reabre heridas que aún no han sanado. Steven, otra víctima de abusos, ha caído en el alcoholismo y la drogadicción y su vida laboral es inestable. Cuando declara en el juicio, la defensa revela que a sus dieciséis años de edad también abusó sexualmente de niños de siete años en el orfanatorio. Derrumbado emocionalmente, Steven terminará suicidándose con una sobredosis de drogas. Este incidente convencerá a Kevin de la necesidad de declarar contra Lavin en el juicio.

La película resulta particularmente importante, porque allí están presentes todos los elementos del abuso sexual eclesial: los abusos cometidos contra menores por guías y maestros espirituales con autoridad sobre ellos, la incredulidad inicial ante los relatos de las víctimas, el encubrimiento efectuado por las autoridades eclesiásticas e instituciones de la sociedad, la impunidad de los responsables y su traslado a otras locaciones con el fin salvaguardar la imagen institucional de la Iglesia, los traumas persistentes en las víctimas, la negativa de algunas víctimas a dar testimonio de sus experiencias, la reproducción de conductas abusadoras por parte de algunas víctimas, la revictimización al cuestionarse los testimonios de víctimas que quieren hablar, la indolencia de los abusadores y la complicidad de altos miembros de la sociedad.

El film termina con una nota ambigua, pues no sabemos si Peter Lavin será sentenciado o absuelto. Pero lo que más inquieta es un detalle sobre lo podría haber hecho después de ser destituido de su puesto de director del orfanato. Su mujer, apabullada por el testimonio de Kevin, al cual le da absluta credibilidad, le pregunta en una habitación durante un receso del juicio, si había tocado a alguno de sus propios hijos. La respuesta de Lavin es inquietante y ambigua: “Pregúntaselo a ellos”.

Muchas víctimas no hablan y se llevan su trágico secreto a la tumba. Pero si quieren saber qué han vivido, pregúntenle a ellas con todo respeto. Y créanles. Es tal vez lo que más necesitan y lo que piden con urgencia.

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