[EN LA ARENA] La semana pasada, la muerte del congresista Hernando Guerra García, además de alertarnos sobre la creciente precariedad del sistema de salud nacional, despertó en las redes sociales un intenso debate acerca de si era correcto burlarse o celebrar su fallecimiento. Su carrera política se inició en la izquierda universitaria, pero su apuesta por el emprendedurismo y sus ansias de poder político lo condujeron a vincularse con el fujimorismo y el enclave de Luis Castañeda Lossio. Gracias a este giro, consiguió en el actual parlamento ser congresista vocero de Fuerza Popular y dedicarse a modificar la Constitución para fortalecer el desmedido poder legislativo del que ya abusan las organizaciones políticas para delinquir cada vez más y mejor.
Cuando muere una persona que daña (a una niña, a una familia, a una comunidad, al Estado) sus víctimas reaccionan de distinta manera. En este caso, que se trataba de un congresista, una persona cuya labor es defender los intereses del país, el hecho de que se haya dedicado a malinterpretar la Constitución para defender los intereses de organizaciones corruptas genera dilemas porque conflictúa el vínculo con una persona en la que deberíamos confiar, pues su trabajo es velar por nosotros, pero que nos ignora para proteger al corrupto y sus secuaces.
El sentir alivio por la pérdida de alguien que se aprovecha de nosotros es algo normal, pero cuando se trata de familiares que nos deben cuidar o como en este caso, de gobernantes, el no poder hacer público ese respiro inevitablemente trae problemas al exigir respeto y observar rituales de velorio y entierro que lo celebran (dado que implica celebrar también su poder corrupto o violento). Es imposible entonces que no provoque problemas emocionales y sociales. Si no se cuenta con un sistema político con dinámicas saludables, es muy probable que se sienta que desde la tumba nos puede seguir haciendo daño, dado que las instituciones insisten en mostrarlo como si fuera un ser admirable.
Una de las reacciones psicosociales más conocidas que confirma que los más crueles gobernantes pueden seguir haciendo daño es la negación de su muerte. La muerte de Adolf Hitler, por ejemplo, fue anunciada con tal solemnidad (acompañada de la música de Wagner) que se creyó fingida. Algunos imaginaron verlo como ermitaño en una cueva en Italia, otros como pastor en los Alpes suizos. Lo vieron en también en Francia y en Irlanda. Stalin, tres meses después de su muerte, insistía con que Hitler seguía con vida en España o en Argentina. Años más tarde, lo vieron en Venezuela y después en Colombia. Que no nos extrañe que también lo hayan creído ver en Perú.
Augusto Pinochet, militar que amasó millones de dólares y jugó con la vida de miles de chilenas y chilenos, murió ya anciano. La máxima sanción que sufrió fue la prisión domiciliaria. En estos tiempos en que se han cumplido 50 años de su golpe de Estado y cuando un violento fascismo renace en el mundo entero, se estrena la película El Conde de Pablo Larraín, en la que Pinochet resulta ser un viejo vampiro, tan inmortal que su madre, la vampira Margaret Thatcher lo rejuvenece y pasa de ser un anciano a ser un escolar primarioso, ahora en Argentina que corre hacia la escuela entusiasmado meneando una peluca similar a la de Javier Milei.
Aquí en Perú hasta la fecha se pone en duda el suicidio de Alan García, algunos lo han visto en Suiza, otros en Panamá, otros dicen que en Francia. La fantasía que se encuentra en lugares donde un gobernante corrupto puede disfrutar de su dinero sin ser detenido. Sin duda hay inspiración en todo el tiempo que estuvo entre Francia y Colombia esperando que algunas de las denuncias por su primer mal gobierno prescribieran y que le permitió ganar por segunda vez las elecciones del año 2006.
Guerra García intentó ser presidente en varias ocasiones, con el partido de Susana Villarán, con el de Yehude Simon y con el de Castañeda Lossio. Si hubiera sido presidente y moría, ¿nos hubiéramos preguntado si fingía su muerte? Ya no importa. Como el congresista que fue, difícilmente estas fantasmas nos llenarán de ansiedades. Aunque si de ansiedad se trata, será su corpóreo reemplazo en el Congreso quien alerte nuestra suspicacia.