Democracia

 [La columna deca(n)dente] El escenario político nacional hace tiempo que dejó de ser solo caótico: ahora es profundamente ilegítimo. La crisis de representación ya no es un diagnóstico técnico, sino una experiencia cotidiana para millones de peruanos y peruanas que no se sienten reflejados en ninguna de las organizaciones políticas que dicen hablar en su nombre. En teoría, los partidos deberían canalizar demandas sociales, construir agendas públicas y disputar el poder en función de proyectos ideológicos. En la práctica, nuestros partidos se han convertido en otra cosa: cascarones vacíos, personalistas, desarticulados del tejido social y enfocados casi exclusivamente en capturar cuotas de poder. Hoy, el Congreso parece más un mercado persa que una arena democrática. 

Su fragmentación no expresa pluralismo, sino el efecto de una proliferación de agrupaciones diseñadas para las elecciones, como las famosas “combis electorales” que todos conocemos: sirven para llegar al poder, pero no tienen ni dirección, ni pasajeros, ni destino común. Partidos como Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular, Perú Libre y otros como Acción Popular o Somos Perú actúan más como cárteles o consorcios de intereses privados que como organizaciones al servicio del bien público.

Lo que estamos viviendo es más que una crisis política: es una degradación institucional sostenida. El Congreso no solo legisla, sino que ha capturado al Ejecutivo, vaciando la separación de poderes y anulando cualquier posibilidad de contrapeso. La presidenta Dina Boluarte, sin legitimidad ni respaldo político real, ha sido funcional a este nuevo régimen de facto. Un pacto informal entre facciones parlamentarias —unidas por el miedo a la justicia, el afán de impunidad y el deseo de controlar el aparato estatal— ha instaurado una forma perversa de gobernabilidad: autoritaria y antidemocrática.

El resultado es un vaciamiento democrático en toda regla. Tenemos elecciones, parlamento, leyes y discursos de legalidad. Pero lo que se esconde detrás es otra cosa: redes de protección mutua, legislación a medida de las organizaciones criminales y debilitamiento sistemático de los organismos de control.

Mientras tanto, los ciudadanos y ciudadanas observan con desconfianza, desafección y resignación. La política ha dejado de ser un canal de transformación para convertirse en un espectáculo ajeno. Y, sin embargo, ahí donde la indignación se vuelve generalizada, también surge la posibilidad de cambio. No se trata de una ilusión. Se trata de una urgencia. Hoy más que nunca, la participación ciudadana honesta, informada y activa no es un lujo, sino una necesidad vital. En este pantano político, quienes aún creen en la democracia tienen el deber de organizarse, fiscalizar, disputar espacios, construir nuevas formas de representación y afiliarse a partidos políticos que no están en el poder hoy. No para repetir las fórmulas fallidas, sino para sentar las bases de una regeneración que devuelva sentido a la política.

Porque si algo ha quedado claro es que lo viejo ya no sirve. Y lo nuevo, si no lo construimos nosotros, lo construirán otros… y no necesariamente para bien.

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[La columna deca(n)dente] En el glorioso arte peruanísimo de reinventar la política, nuestros partidos han logrado una hazaña digna de estudio: simular la existencia de militantes a punta de firmas falsas. Antes, en épocas menos creativas, bastaba con reunir firmas de adherentes —simpatizantes ocasionales, amigos de los amigos y familiares—. Pero los tiempos cambian, y ahora la ley exige algo más serio: afiliados, es decir, verdaderos militantes comprometidos. Un detalle menor que, como era de esperarse, ha sido resuelto de la manera más pragmática: falsificando las firmas.

Esta evolución nos demuestra que el ingenio político no tiene límites. Falsificar, falsificar: esa es la consigna general de aquellos que pretenden renovar la política nacional. Así nacen partidos enteros sin necesidad de lidiar con la molestia de tener militantes de carne y hueso.

Este fenómeno es un ejemplo fascinante de institucionalización fraudulenta: partidos que, en lugar de representar intereses sociales reales, representan el talento para el simulacro. No son organizaciones políticas; son productoras de ficción. Y lo más asombroso es que, una vez obtenida la inscripción, estos mismos partidos, expertos en falsificar su propia existencia, pretenden gestionar la cosa pública.

Toda esta farsa no sería posible sin la complacencia o la ceguera de los órganos electorales. Uno podría pensar que un sistema diseñado para filtrar a los impostores haría su trabajo. Pero la realidad es más entretenida: se convierte en una gran ceremonia de aprobación tácita, donde las irregularidades se apilan sin consecuencias. Lo importante parece ser que el formulario esté completo. ¡Salvo el formulario completo, todo es ilusión!

Mientras tanto, los ciudadanos y las ciudadanas asisten, cada vez más desencantados, a la degradación del sistema. Descubren que los partidos ya no son cauces de participación ni escuelas de ciudadanía, sino coartadas legales para la captura del poder. Y frente a tanto cinismo organizado, no es de extrañar que muchos prefieran la abstención, la indiferencia o el rechazo abierto.

Quizá el próximo paso evolutivo sea aún más audaz: partidos compuestos enteramente por inteligencias artificiales, sin necesidad de molestos afiliados humanos que puedan pensar o reclamar. Así, la simulación será perfecta, el trámite impecable y la política, definitivamente, un espectáculo de hologramas y avatares.

Por ahora, celebremos a nuestros partidos de papel, nuestros militantes fantasmas y nuestra democracia de utilería. Son, después de todo, la más fiel expresión de nuestra creatividad política: una creatividad que, cuando no encuentra ciudadanía real, la inventa… falsificando la firma.

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Tal vez deberíamos preguntarnos si alguna vez existió, más allá del ágora ateniense. La democracia de los tiempos modernos, la representativa, puede entenderse también como un reemplazo soterrado del monarca absoluto, el Estado ya no soy yo, ahora somos nosotros, pero ese “nosotros” gobierna, casi omnipotente, a todos los demás.

Luego, allí donde rige el Estado de derecho, el sufragio no nos convierte en democracia, ni en el gobierno del pueblo en sentido estricto. Después están los mediadores, primero los sindicatos, después los partidos políticos, luego los organismos no gubernamentales y las asociaciones de la sociedad civil, entre otros, pero el problema que se plantea sigue siendo el mismo.

En tiempos de los grandes partidos, o en las realidades donde todavía existen, lo que sí rige es el Contrato Social: la delegación del poder del pueblo a sus representantes y sin mandato imperativo. Demócratas y republicanos, convencidos de apostar por una forma de vida y organización social en la que creen, votan a sus candidatos y se sienten mediadamente bien representados. Por ello, tienen la percepción de participar de lo que sucede.

Retrocedamos al mundo de “Entre Guerras”, la democracia era más democracia porque la flanqueaban dos totalitarismos, el comunista y el fascista, de dictadura de partido único. Mal que bien, y aunque se cumplan mucho, poco o regular, los derechos fundamentales de las cartas magnas democráticas garantizaban que nadie nos iba a enviar Siberia o al paredón si disentíamos. Entonces la democracia representativa, en tanto que nuevo nosotros gobernante (nosotros = Estado + instituciones) parecía más democracia todavía.

El mejor momento para la democracia en el siglo XX fue 1989. Cayó el muro de Berlín y no solo el capitalismo vencía al comunismo: también la democracia y el liberalismo político derrotaban a la dictadura de partido único que aún se mantenía en pie, la del socialismo real, la fascista fue aniquilada en 1945.

Pero para 1989 no había necesidad de defender la democracia, ni al gobierno del pueblo, con todo lo de real e imaginario que pudiese tener, de ningún enemigo visible y entonces la sabotearon por dentro. Vino el wokismo, una nueva cultura política neototalitaria que se desarrolla en el marco de una democracia que entra en crisis sencillamente porque la civilización occidental la pierde de vista al darla por sentada.

Y entonces la llamaron dictadura de la corrección política y después cultura de la cancelación y todos los progresismos en sus diferentes formas y colores se saltaron la valla de la democracia sin ningún problema: ya no es “o estás conmigo o estás contra mí”, sino “estás conmigo o estás socialmente muerto”.

Los cancelados eran a veces responsables de violencia contra la mujer pero otras veces no. Este fue el caso del célebre actor Johnny Depp, de los pocos que han logrado volver del ostracismo de una cancelación, tras vencer a su exesposa, Amber Heard, en un juicio que presenció el mundo entero y que debilitó seriamente las posiciones del movimiento feminista radical.

La dictadura de la corrección política alcanzó al movimiento LGTBI+, cuyas posturas a favor de apoyar con fármacos y cirugías las transiciones sexuales de niños, prevaleciendo la voluntad del infante -respaldada por la política estatal- por sobre la patria potestad, aumentó considerablemente las filas de quienes corrían a agruparse en la vereda del frente.

Al final del camino, la teoría poscolonial, al mismo tiempo que denuncia con justicia una discriminación que ya lleva medio milenio, plantea como teoría y praxis políticas el reemplazo del principio de la igualdad por el de la guerra tribal o de razas. De esta manera, un ciudadano caucásico en América Latina es, desde que nace, un varón, blanco, heteropatriarcal que goza, ad doc., de una situación de privilegio. El mérito y la performance no influyen en el resultado: ¿dijo más Adolfo Hitler?

Y si al progresismo no le importó el cerco democrático y de los derechos fundamentales, el conservadurismo no quiso ser menos. Algunos estados de USA han revertido las leyes proaborto, Donald Trump acaba de señalar que en su país solo hay hombres y mujeres. Inclusive, el dos veces presidente del hegemón americano, siempre grandilocuente y exagerado, no escatima referencias a la pureza de sangre en sus intervenciones públicas. A su turno, en Europa el                         nacional-conservadurismo de remembranzas fascistas avanza imparable y, en América Latina, esa también parece ser la tendencia. ¿Hitler vs Hitler?

Hay un pozo en el fondo en esta crisis paradigmática de la democracia. En USA, latinos y afrodescendientes, presuntas víctimas de las espartanas políticas de Trump, le votan con frenético entusiasmo. En Argentina, un pueblo hambriento por las políticas económicas de Javier Milei no deja de vivar a Javier Milei, a su política económica y a su “carajeada” defensa de la libertad.

¿Se hartó la gente del wokismo, el que a su vez dejó atrás la fase democrática de occidente caracterizada por los derechos fundamentales? Carambolas de la historia. De esta forma lesfacilitaron el trabajo a los conservadores -para quienes los derechos humanos “son una cojudez”- que vinieron justo después y que hoy le imponen al mundo su propia distopía autoritaria. Sin un mínimo consenso democrático mundial, Donald Trump puede decidir unilateralmente la limpieza étnica -por asesinato o desplazamiento- de los palestinos gazatíes con el complacido aplauso de Benjamín Netanyahu.

La historia enseña que al pasado no se vuelve. ¿Podremos recuperar los valores y prácticas democráticos luego de que progresistas y conservadores occidentales los condenasen al ostracismo del pasado? ¿Se trata de volver a la democracia? ¿O el mundo, dialécticamente, tras la primera gran guerra del siglo XXI -que será brutal y brutalmente destructiva- establecerá, renacido una vez más de entre sus ruinas, un nuevo orden político internacional. Pacifista, cómo no, erigido sobre cientos de millones de vidas humanas. Corsi e Ricorsi, dijo Giambattista Vico.

Prepárense, siéntense en familia ante la TV HD de no sé cuántas pulgadas en la sala de su casa y con harto popcorn a ver qué es lo que pasa, o anímense a luchar por una utopía que aún el mundo no nos ha revelado. Complejo dilema del sujeto contemporáneo.

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AdolfoHitler, Conservadurismo, Democracia, derechos fundamentales, Donald Trump, feminismo, Jhonny Depp, progresismo, wokismo

[La columna deca(n)dente] El Perú vive una de las crisis políticas, sociales y éticas más profundas de su historia contemporánea, marcada por una tensión constante entre la barbarie institucionalizada y los ideales de civilización democrática. En esta dicotomía, el país parece debatirse entre un Estado que, en lugar de encarnar el progreso y la justicia, se ha convertido en un espacio de corrupción sistémica, y una sociedad que, pese a sus múltiples fracturas, mantiene destellos de resistencia y esperanza.

La barbarie en el país no se manifiesta como un caos desorganizado, sino como un sistema perfectamente funcional para garantizar privilegios, perpetuar la desigualdad y anular cualquier intento de reformas institucionales. Desde el Congreso, controlado por los partidos que integran la llamada “coalición del mal”, los cuales representan intereses particulares y no el bienestar común, hasta las redes de poder económico, legales e ilegales, que cooptan instituciones, el Perú ha normalizado un estado de excepción permanente que profundiza la precariedad de la democracia.

La expresión más clara de esta barbarie es la criminalización de la protesta social, la represión indiscriminada y la indiferencia hacia las demandas de justicia y equidad. Las ejecuciones extrajudiciales de 49 conciudadanos durante las movilizaciones de fines de 2022 e inicios de 2023, así como la impunidad de los responsables, son una herida abierta que evidencia el divorcio entre el Estado y la ciudadanía. Estas ejecuciones, de entera responsabilidad del Ejecutivo, y la constante instrumentalización de la Constitución para justificar abusos y servir a intereses criminales, refuerzan esta tendencia hacia el autoritarismo.

Frente a esta realidad, la civilización en el caso peruano no debe entenderse como un ideal abstracto ni como un proyecto paternalista de modernización desde arriba. La idea de civilización debe ir más allá de la gestión tecnocrática o la acumulación de indicadores macroeconómicos positivos. Implica una apuesta por un Estado al servicio de los ciudadanos y ciudadanas, que respete la diversidad cultural, garantice derechos fundamentales y promueva la participación activa de la ciudadanía en las decisiones públicas.

El dilema entre barbarie y civilización no es nuevo en la historia peruana. Desde el conflicto entre gamonales y campesinos en los Andes, pasando por la lucha contra el terrorismo y los proyectos extractivistas en la Amazonía, el país ha vivido múltiples momentos en los que esta dicotomía ha sido utilizada como marco interpretativo. Sin embargo, el reto actual es mayor, ya que el modelo económico neoliberal y la fragmentación política han reducido los espacios de articulación social y política, profundizando la desconfianza ciudadana en las instituciones.

El riesgo, como advierten algunos analistas, es que esta crisis no solo perpetúe la barbarie, sino que conduzca a su institucionalización definitiva. La consolidación de un «Estado fallido funcional», que sirve para la reproducción de intereses privados, incluso criminales, y no para el bienestar colectivo, amenaza con sumir al país en un círculo vicioso de autoritarismo, descomposición social y desinstitucionalización.

Para evitar la perpetuación de la barbarie, es necesario construir un nuevo consenso social que trascienda los intereses partidarios. Este consenso debe partir del reconocimiento de las deudas históricas con las regiones excluidas, la apuesta por un sistema educativo y de salud de calidad, y el fortalecimiento de instituciones transparentes y eficaces. La civilización, entendida como proyecto colectivo, es posible solo si se priorizan los derechos humanos, la justicia, la equidad y la participación ciudadana como ejes fundamentales del desarrollo.

El Perú enfrenta una encrucijada. La barbarie, en su versión institucional y cotidiana, amenaza con anular cualquier posibilidad de transformación. La civilización, en cambio, exige un esfuerzo colectivo y sostenido para superar los ciclos de violencia y exclusión que han marcado la historia del país. ¿Qué camino tomaremos? Esa es la pregunta que definirá el destino de nuestro país.

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[La columna deca(n)dente] En el Perú, la falta de participación política de los jóvenes se presenta frecuentemente como un síntoma de apatía generacional. Sin embargo, esta conclusión simplista ignora una realidad más compleja: no es que los jóvenes hayan renunciado a la política, sino que han rechazado un modelo institucional que consideran obsoleto y desconectado de sus realidades. Tres factores explican esta desconexión: la desconfianza hacia las instituciones, la percepción de despolitización y una visión restrictiva del campo político. 

Es importante señalar que esta interpretación es una aproximación hipotética que busca comprender las dinámicas actuales de los jóvenes frente a la política en el país. Si bien no se puede generalizar, las prácticas observadas reflejan tendencias preocupantes que demandan un análisis profundo y multidimensional. 

En primer lugar, la política institucionalizada enfrenta una crisis de legitimidad entre los jóvenes. Es común que ellos expresen desconfianza, indiferencia e incluso aburrimiento hacia los partidos políticos. Este descontento no es gratuito; responde a décadas de corrupción, ineficiencia y promesas incumplidas que han alejado a la política de las preocupaciones cotidianas de las nuevas generaciones. Para los jóvenes, la democracia no solo es incapaz de resolver sus problemas, sino que parece diseñada para ignorarlos. Esta percepción de inutilidad se alimenta de experiencias acumuladas de desilusión. Los jóvenes no se sienten representados ni escuchados, y perciben las decisiones políticas como procesos ajenos que no reflejan sus intereses. En este contexto, la desconfianza no solo es un síntoma, sino también un diagnóstico que exige una profunda transformación de la política institucional.

En segundo lugar, a menudo se asume que los jóvenes son apáticos y están despolitizados. Aunque muchos se definen como «no politizados», sus acciones cuentan otra historia. Participan en formas de activismo, voluntariado y protestas, aunque no reconozcan estas actividades como políticas. Este fenómeno refleja una desconexión con las formas tradicionales de participación, no con la política en sí. Los jóvenes siguen comprometidos con las causas que les importan: justicia social, igualdad de género, cambio climático, entre otras. Sin embargo, lo hacen desde espacios y lenguajes que consideran más auténticos y efectivos, lejos de la burocracia y el formalismo partidario.

En tercer lugar, el problema de fondo radica en una concepción restrictiva de la política, que la limita a los procesos institucionales y electorales. Este enfoque excluyente ignora formas alternativas de participación que han ganado relevancia entre los jóvenes, como el activismo digital, las redes comunitarias y las iniciativas autogestionadas. Las redes sociales han transformado la participación política juvenil al ofrecer espacios para visibilizar problemáticas y organizar movimientos, pero también fomentan dinámicas que priorizan salidas individuales sobre esfuerzos colectivos. Si bien plataformas como X, antes Twitter, o Instagram permiten amplificar voces y conectar con comunidades afines, sus algoritmos tienden a reforzar la gratificación instantánea, desincentivando la participación en procesos políticos estructurados, como partidos políticos o elecciones. 

Este fenómeno plantea el desafío de combinar las redes sociales con acciones colectivas que vayan más allá de lo personal. Si se usan bien, las redes sociales pueden ser herramientas para educar políticamente, crear alianzas y organizar actividades. Así, se puede conectar el activismo juvenil en línea con acciones más inclusivas y duraderas que ayuden a cambiar el sistema político. Ver solo estas formas de participación como poco importantes no solo desanima a los jóvenes, sino que también desprecia sus esfuerzos por cambiar la sociedad desde fuera de los métodos tradicionales. Reconocer y valorar estas formas de participación es clave.  

Finalmente, la desconexión juvenil no implica un rechazo a la política en su esencia, sino una demanda de transformación. Los jóvenes exigen un sistema democrático transparente, participativo y que se ajuste a sus preocupaciones reales. Para ello, es crucial ampliar el concepto de política, reconocer sus diversas formas de participación y reconstruir la confianza en las instituciones y los partidos mediante acciones concretas y responsables. Lejos de ser indiferentes, los jóvenes están profundamente comprometidos con el cambio. El verdadero desafío no es persuadirlos para que participen, sino ofrecerles partidos políticos democráticos, innovadores y coherentes tanto en sus discursos como en sus prácticas, que merezcan genuinamente su confianza y energía. Si se atiende adecuadamente este llamado, no solo se renovará la política en el país, sino que se fortalecerá con una generación que tiene mucho que aportar.

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El abogado César Nakazaki argumenta que, para que exista pertenencia a una organización criminal terrorista, esta debe estar activa en la actualidad y tener como objetivo usar la violencia para generar terror en la población o para tomar el poder político, como lo hizo Sendero Luminoso con sus atentados. “Movadef no ha realizado actos violentos ni ha planificado atentados; de hecho, intentaron inscribirse como partido político y fueron rechazados”, subraya.

Por otro lado, el periodista César Hildebrandt sostiene que Movadef ha sido un intento de crear una organización política electoral que ha renunciado a la lucha armada, en la que muchos de sus fundadores participaron en décadas pasadas. Apunta que Movadef «no tiene armas, no tiene vocación de actuar, no tiene un programa terrorista», por lo que no existe ninguna razón que justifique su encarcelamiento. Por el contrario, señala lo errado de cerrar el paso “a la conversión de una organización terrorista en un movimiento político avanzado”, brindándoles la condición de “terrorista perpetuo” a pesar de la ruta que elijan como organización. 

Años atrás, cuando se realizaron las primeras detenciones por Perseo, el periodista Gustavo Gorriti, tras revisar los fundamentos policiales, concluyó: “¿Existe alguna prueba, luego de todas las investigaciones, de que estos jóvenes desorientados estén siendo organizados hacia la violencia, de que se los esté preparando para la insurrección? Ninguna. No la hay en ninguno de los documentos que justifican esa operación”.

Desde distintos sectores políticos, tres personajes, cada uno reconocido en su medio, coinciden en un punto: condenar a los integrantes de Movadef en el juicio del caso Perseo sería un grave error del sistema judicial peruano, ya que no existen pruebas, razones ni sentido para hacerlo. 

Nosotros iniciamos este texto apoyándonos en sus dichos debido a que en los últimos tiempos se ha naturalizado invalidar a las personas que se animan a presentar argumentos que, de alguna manera, no favorezcan la quema en la hoguera de cada ex senderista que ha dejado las armas. La intención no es invalidarlos a ellos —aunque tal vez no sería posible hacerlo, sino destacar expresiones que han sido invisibilizadas, de personas que cuentan con cierto capital social para expresar sus ideas sin miedo a ser alcanzados por el “virus terrorista”. 

Si se ha logrado el cometido y estas líneas aun poseen validez para quien las esté leyendo, intentaremos desarrollar un tema sobre el que se ha impuesto una condena al silencio, a pesar de ser de gran relevancia.

El caso Perseo 

El caso Perseo, que intenta condenar a los miembros del Movimiento por Amnistía y Derechos Fundamentales (Movadef), es crucial para el Estado de derecho y la calidad de la democracia en el Perú. En contraposición a la narrativa dominante, considero que una sentencia absolutoria sería un avance en el fortalecimiento de la democracia.

Es erróneo pensar que el juicio solo afecta a los procesados de Movadef. Más allá de que un Estado democrático no puede condenar sin pruebas, este caso tiene implicaciones más profundas. Validar los argumentos de la Policía y la Fiscalía implicaría aceptar que aún es posible el resurgimiento de la subversión y que existen grupos que la promueven, una lógica que sirve para criminalizar movimientos sociales que cuestionan el sistema vigente. Este mecanismo ha sido utilizado en diversos conflictos sociales, tanto por quienes defienden el medio ambiente como por aquellos que demandan una nueva constitución, acusándolos de estar vinculados a antiguos grupos subversivos. La estrategia en mención, conocida como «terruqueo», se basa en acusaciones sin pruebas. Una absolución en el caso Perseo desactivaría esa amenaza constante y permitiría abordar los conflictos sociales de manera distinta, debilitando la base del terruqueo.

Para dimensionar el riesgo que enfrenta la democracia, basta con revisar las declaraciones del exjefe de la Dircote, Max Anhuamán, quien sostiene que organizaciones populares como la CNUL y Conulp son “organismos de fachada”, en alusión a las estructuras de «organismos generados» de Sendero Luminoso. De igual manera, hace pocos días el presidente del Consejo de Ministros Gustavo Adrianzén sostuvo que Movadef estaría detrás del paro de transportistas. Se trata de la típica estrategia del terruqueo que busca invalidar cualquier demanda del grupo que es blanco de esta. Aquella estrategia hasta ahora no ha podido trascender, salvo casos muy específicos, a una abierta criminalización. Esto es así porque si bien en el imaginario colectivo se ha llegado a instaurar la idea de que hablar de “Movadef” es hablar de “Sendero Luminoso” y en consecuencia, de “actos de terrorismo” que deben ser detenidos por el Estado, aquella equivalencia aún no ha sido aceptada legalmente. Una sentencia que afirme que Movadef es una organización terrorista per sé significaría la criminalización de colectivos que suelen ser relacionados, o que efectivamente lo están, con esta agrupación, a pesar de no haber cometido ningún delito. 

El terrorismo y la condición perpetua 

El Movimiento por Amnistía y Derechos Fundamentales (Movadef), a pesar de su conexión ideológica con Sendero Luminoso, a partir del Pensamiento Gonzalo, no ha incitado a la violencia ni a la insurgencia armada. Su objetivo principal es la participación política y la solicitud de amnistía para quienes han sido condenados por terrorismo. Aunque su discurso pueda ser polémico, y genere rechazo en una parte de la sociedad, no constituye un delito. Acusar a Movadef de ser una «fachada» del terrorismo sin pruebas de acciones delictivas específicas no justifica su criminalización.

En el caso de Perseo, no hay evidencia de que los miembros de Movadef hayan cometido actos terroristas; los cargos se basan en afinidades ideológicas y no en acciones violentas. No obstante, un punto controvertido es la mención del «Pensamiento Gonzalo» en sus documentos, que algunos consideran como un argumento fundamental para condenar a los procesados. Sin embargo, César Nakazaki aclara que “hablar del «pensamiento Gonzalo» no es un problema en sí mismo, a menos que se utilice para incitar a la violencia”.

Gustavo Gorriti, coincide en este punto: “El llamado “pensamiento Gonzalo” posterior a las negociaciones con Montesinos y sus asesores, no tiene nada que ver con lo que antes pasaba como tal. Abimael Guzmán consiguió parar intelectualmente de cabeza a su organización, persuadirla de la necesidad de creer en y defender posiciones que antes hubieran resultado anatema. El otrora ardiente enemigo del revisionismo terminó revisando todo”.

Otro aspecto controvertido es el de la pertenencia a una organización terrorista. La acusación establece una equivalencia simplista entre Movadef y Sendero Luminoso, asumiendo que todos los miembros de la primera son automáticamente terroristas. Sin embargo, esta afirmación ignora la complejidad del caso y la necesidad de pruebas concretas para vincular a un individuo con actos terroristas. Además, la definición de «pertenencia a una organización terrorista» es un tema jurídico complejo que requiere un análisis cuidadoso.

¿Qué significa pertenecer a una organización terrorista? César Nakazaki sostiene lo siguiente: » Lo que convierte al terrorismo en un crimen es la decisión de cometer delitos para generar terror, y para hablar de pertenencia a una organización terrorista, debe haber una organización actualmente cometiendo esos delitos”, lo cual obviamente no existe en la actualidad ni en perspectiva.

Acusar de terrorismo sin pruebas concretas viola el principio de presunción de inocencia, un pilar fundamental en cualquier sistema de justicia. Criminalizar ideas disidentes no solo instrumentaliza el sistema penal, sino que también contradice los principios de reintegración y justicia restaurativa. De acuerdo con el jurista italiano Luigi Ferrajoli, «el derecho penal no puede ser un derecho de enemigos, sino un derecho de ciudadanos».

Uno de los aspectos más graves en el caso Perseo es la idea del «terrorismo perpetuo», que sostiene que las personas que alguna vez formaron parte o simpatizaron con una organización subversiva lo serán de por vida. Este enfoque es jurídicamente insostenible y contradice los principios de reintegración del derecho penal.

El sistema jurídico peruano y el derecho internacional establecen que una persona que ha cumplido su condena o ha dejado de participar en actividades delictivas debe tener la oportunidad de reintegrarse a la sociedad. Catalogar a estas personas como «terroristas perpetuos» contradice los principios de justicia restaurativa y fomenta la radicalización al crear una dinámica de exclusión permanente.

En su obra “En busca de las penas perdidas”,  el jurista argentino Zaffaroni critica las penas que deshumanizan y excluyen a los individuos de la sociedad, argumentando que el objetivo del sistema penal debe ser la reintegración social y no la exclusión.

Condenar a los miembros de Movadef sin pruebas de actos violentos debilita la democracia peruana al mostrar intolerancia hacia ideas radicales, incluso dentro de la legalidad, erosionando el respeto por la diversidad ideológica. Castigar opiniones disidentes sin evidencia genera un clima de miedo y autocensura, lo que socava el pluralismo y la vitalidad democrática, como señala Ronald Dworkin al afirmar que la libertad de expresión protege, sobre todo, a las ideas minoritarias.

El caso Perseo es una prueba importante para la democracia peruana. Sentar un precedente de condena en este caso sería un retroceso. El verdadero triunfo sobre la subversión es la consolidación de una democracia fuerte que respete los derechos de todos, incluso de aquellos con los que no estamos de acuerdo.

Absolver en el caso Perseo simbolizaría la victoria definitiva del Estado sobre quienes fueron sus enemigos en décadas pasadas, porque estos, como tales, ya no existen.

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No he opinado acerca de la muerte de Alberto Fujimori, he opinado sobre él a propósito de su muerte. He tratado de ser firme y ponderado al mismo tiempo, de recordar el oprobio sin caer en el linchamiento, de pensarme a mí mismo como analista y académico, antes que como activista radical. Es tan fácil tirar piedras, es tan sencillo hacer la revolución con una pañoleta verde tapándote la cara. 

Me he paseado por las redes de otros países. En Colombia debaten sobre Petro y es lo mismo -al margen de la lesa humanidad- y en el Chile de Boric o la Argentina de Milei también es lo mismo. Me pregunto si son las redes o si es la pulsión humana de siempre eso de sacarse las vísceras unos a otros, o si, finalmente, las redes no son más que un medio que nos permite hacer lo que siempre quisimos pero no podíamos porque carecíamos de un lugar invisible para emboscar al otro bajo el cobijo del anonimato. 

Primo Levi escribió Si esto es un hombre, sobre su supervivencia al campo de concentración de Auschwitz, la expresión más absoluta del mal que ha conocido la modernidad occidental. Recién nos hemos conmovido con la vida reducida a la nada confrontada con su éxtasis más complaciente en la cinta “zona de interés”. Apenas una pared separa al bien del mal más absolutos, nunca el maniqueísmo disfrutó de una vecindad más funcional entre sus sempiternos antagónicos.  Julia Shaw, en su libro, «Hacer el mal» (2024) sostiene que todos somos capaces de cometer un asesinato. La afirmación reitera una verdad ineludible, la he escuchado tantas veces en boca de protagonistas de series policiales. El hombre llevado a aquel extremo en el que se convierte en animal, en bestia, en lo que fue al principio y sigue siendo tras milenios de socialización: un animal, al fin y al cabo, un animal. 

He pensado en el poder, en la puerta giratoria que lleva a ese lóbrego lugar del que no se retorna, he visto a tantos cruzarla, podría nombrarlos, no voy a hacerlo. Hace años dejé de pelear así, desde que entendí que los malos están al frente pero que igual estoy rodeado de ellos y que, finalmente, yo tampoco soy más que un hombre, un simple hombre que, con suerte, dejará este mundo en las próximas tres décadas. Mejor así, con el tiempo aprendí de la ponderación del perfil bajo, de la calidez reposada de una acogedora sombra, lo suficientemente inadvertida como para que no la alcancen las habladurías, los chismes, la maledicencia humana. 

Fujimori se ha ido, el fujimorismo no, el Perú tampoco, eso es lo peor, tenemos que seguir siendo peruanos y amar entrañablemente a nuestra patria a pesar de ella misma. Al Perú legado por Fujimori, por Francisco Pizarro, por Ramón Castilla, por Manuel Odría, por todos los presidentes del siglo XXI, salvo los honorables Valentín Paniagua y Francisco Sagasti, que por algo fueron transitorios pues gobernaron el tiempo exacto para no ser alcanzados por el oprobio. 

La clase política antes de la dictadura de Alberto Fujimori languidecía pero era mejor tenerla que hacerla estallar en miles de caudillos regionales, provinciales y distritales esparcidos a nivel nacional, sin control, sin Estado, sin ley ni Constitución, realizando sucios negocios con el erario público, los que luego son decretados con urgencia, entre gallos y media noche, por un Congreso ominoso. En el Perú no amanece, ni tampoco huele a mañana, varón*.  

*Parafraseo de verso del tema GDBD, de Rubén Blades, del álbum Buscando América, 1984

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Alberto Fujimori, Auchwitz, Democracia, dictadura, Fujimorismo, Primo Levi, si esto es un hombre

José Santos Chocano fue un poeta muy funcional a la dictadura de Augusto B. Leguía. De acuerdo con lo escrito por quien fuera talentoso intelectual Pedro Planas, Chocano justificó la quiebra del orden institucional por parte del megalómano autócrata señalando que el Perú no estaba preparado para la democracia. Por tal motivo, razonaba, el Perú requería una “dictadura organizadora” que establezca, desde la palestra de una autoridad irrefutable, las bases institucionales para transitar hacia la anhelada libertad*.

No ha dicho más el congresista Edward Málaga. Según él, a diferencia de Alemania, el Perú no está preparado para la democracia por lo que sus normas se quiebran cotidianamente. La solución propuesta por el padre de la patria difiere poco de la de Chocano: “hay que ajustar la democracia”, “seguirá siendo democracia pero …” 

Vamos por partes, el argumento de Chocano y de Málaga es falaz. Ningún autoritarismo conduce a la democracia, la socava. Las democracias maduran a través del tiempo. Tales son los casos de Alemania y Estados Unidos. En esos países, la legitimidad que otorgan la Constitución y las leyes se ha convertido en costumbre, se ha vuelto consuetudinaria y esto ha sucedido porque ha prevalecido por décadas o siglos. 

La democracia necesita tiempo para que las instituciones maduren, arraiguen, funcionen y finalmente le brinden a la ciudadanía servicios de calidad, fortaleciéndola como tal y también en su conciencia de sí. La democracia requiere continuidad, no su interrupción, tampoco su acotación. 

¿Cuánto tiempo ha regido la democracia en el Perú?  En el siglo XIX, salvo Manuel Pardo y Nicolás de Piérola, los presidentes fueron caudillos militares. ¿se fortalecieron así las instituciones democráticas como afirmaba Chocano? Desde luego que no. 

La República Aristocrática (1895-1919) fue el primer ensayo mediadamente serio de implementación del orden constitucional en el Perú, aunque solo votaban los varones, contribuyentes y alfabetos: era la época. La verdad no nos fue tan mal.  Planas explicaba que de aquella aristocracia debimos transitar a la democracia y se lamentó mucho de que, en dichas circunstancias, se haya interpuesto el gran modernizador Leguía para legarnos la dictadura, macabro invento del siglo XX. La dictadura no es un modelo distinto, es la reversión de todos los valores y garantías democráticos, sin más.  

El Oncenio inició con el golpe de Estado del 4 de julio de 1919. Desde entonces hasta el fin del milenio, 57 años fuimos gobernados bajo dictaduras y apenas 24 en democracia ¿ya entiende el congresista Málaga por qué nuestra frágil institucionalidad no es una cuestión de idiosincrasia? Es más sencillo,  el militarismo nos impidió construir nuestra república democrática desde que nos fundamos como Estado independiente. 

¿Y ahora qué sucede? quienes nos gobiernan están corroyendo las precarias instituciones que instauramos al recuperar la democracia el 2000. No es un problema de la sociedad, es la distopía favorita de la clase política: sembrar el caos más absoluto y apuntalar al crimen organizado para que ejecute públicamente a jaladores de colectivos, cobradores de microbuses, humildes emolienteros, o a cualquier ciudadano de a pie que se niegue a pagar cupo. El objetivo es claro: “que todos clamen aterrorizados por la llegada de un Bukele peruano, autoritario como ninguno, que reestablezca el orden y “ajuste nuestra democracia a la realidad”. Déjà vu

*Planas, Pedro. La República Autocrática. Lima, Friedrich Ebert, 1994. 

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[Agenda País] Antauro Igor Humala Tasso, conocido como Antauro, tomó notoriedad en el año 2000 cuando junto con su hermano Ollanta y al frente de 69 reservistas, se sublevaron contra el moribundo régimen de Alberto Fujimori, más por un tema mediático con visos presidencialistas que por una razón de conciencia. Los hermanos Humala lograron tener cierta notoriedad y fueron amnistiados por el presidente transitorio Valentín Paniagua.

A los pocos años, en el 2005, Antauro, esta vez solo, lideró otro grupo de reservistas que se amotinaron y tomaron violentamente la comisaría de Andahuaylas, donde, a balazo limpio y sin piedad, asesinaron a cuatro valientes policías, algunos de ellos desarmados.

Esta incursión contra el estado, que fácilmente pudo enmarcarse en terrorismo, le valió una condena inicial de 25 años, reducida graciosamente por el poder judicial a 19 y de los cuales solo cumplió 17 al otorgársele generosos beneficios penitenciarios por su habilidad manual en preparar proyectos con el personaje de Hello Kitty. Pero si son tan tiernos en el poder judicial…

Ya dentro de la cárcel, Antauro continuó con el objetivo marcado por su padre Issac, el de ser presidente del Perú, usando a los ingenuos o interesados medios de comunicación para propagar ideas de un nacional socialismo a la peruana, clamando virtudes a la superioridad de la raza cobriza, vomitando odio a los homosexuales y exacerbando un racismo clasista envuelto en humo marihuanero de cosecha incierta.

Ya libre, Antauro ha seguido por la ruta de la violencia verbal, confirmando su homofobia y racismo, un nacionalismo absolutista y expropiador de la inversión extranjera, pero lo que es peor, con un desprecio a la vida humana proliferando amenazas de fusilamiento a cuanto corrupto y rosquete encuentre por ahí, siempre y cuando su aventura presidencial tenga, Dios y la Constitución nos salven, éxito.

Antauro Igor Humala Tasso, conocido como Igor, era alumno del colegio Franco-Peruano junto con varios de sus hermanos. Sí, lo conocíamos como Igor, nombre que, de saque, causaba cierto temor ya que nos recordaba a personajes de ficción siempre identificados con el mal.

Igor era un abusivo, de aquellos que golpeaba, te jodía, te pateaba la pelota cuando estabas tranquilo jugando con tus patas. Lo que hoy llamamos bullying era encarnado perfectamente por Igor en la década del 70’.

Pero la actitud violenta de Igor no solamente se concentraba con otros alumnos, no. Igor quería más, siempre más.

En un partido de vóley, deporte que se practicaba con mucha pasión en el colegio Franco-Peruano, surgió desde una tribuna, una hermosa naranja madura que en vez de encontrar un boca que la saboree, terminó en la cabeza de una profesora de educación física, explotando de manera pirotécnica y volviéndola refresco de IQ.

Furibunda y al borde de la histeria, la profesora trata de ubicar al atacante que hábilmente se escabulle entre la masa del alumnado, con tanta astucia que le empiezan a echar la culpa a un compañero que era más bueno que el pan.

Pero todos habían visto a Igor y se identificó al culpable. Y si bien la nebulosa de las décadas no asegura el recuerdo si fue expulsado del colegio por ello, pues de sobra que se lo merecía.

Antauro Igor Humala Tasso no es un violento de ahora. Es un violento de siempre. 

Y continúa siendo un peligro para la sociedad, esta vez disfrazado de candidato presidencial y apoyado por esa izquierda vomitiva, la de Vero y compañía, que no le importa juntarse con el diablo con tal de quedarse, ya no con la mamadera del estado, sino con toda la vaca.

Que ese Naranjazo escolar y la indignación del Andahuaylazo nos prevengan de una larga noche de insania violenta de un tirano nacional socialista que, aprovechándose de la democracia, de la complicidad de algunos y de la inocencia de muchos, pueda llegar al poder. 

Si este relato nos recuerda a Adolfo Hitler, su pasado sicópata, la noche de los cristales, su asunción democrática al poder para luego violarla y las millones de vidas que se perdieron por una insania, es pura coincidencia… 

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