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Centro

Las últimas semanas he referido el fenómeno global de la radicalización de derechas populistas-autoritarias e izquierdas culturales. Una amalgama de circunstancias, desde el advenimiento de la segunda década del nuevo milenio, logró desplazar a la democracia liberal, con sus propias izquierdas y derechas, del centro de la discusión pública y de su otrora zona de confort. Paulatinamente, el debate político y cultural se trasladó desde los medios de comunicación a las redes sociales, espacio sin duda horizontal pero carente de filtro y mediación, donde no fue difícil que posiciones extremistas se apropiasen de todo el espectro.

De esta manera, la izquierda cultural estableció la cultura de la cancelación, destinada a pulverizar en redes a todo aquel artista, escritor, personaje público o lo que fuere que se saliese de los márgenes de lo “políticamente correcto”. Fue así como diversas personalidades sufrieron escraches y linchamientos públicos por opiniones mal dichas, mal interpretadas, o sencillamente, discordantes. La misma suerte han corrido autores de otros tiempos, que ya no están aquí para defenderse, así como las estatuas de personajes del pasado cuyos escritos o prácticas, normalizados en los tiempos en que vivieron, no resultan aceptables el día de hoy.

Un caso emblemático fue el retiro de las plataformas de HBO de la cinta “Lo que el viento se llevó”, producida en la década de 1930 y ganadora de varios premios Oscar, por sus contenidos y diálogos que hoy podrían considerarse racistas. HBO, con criterio, decidió reponer la película con un disclaimer que contiene una explicación del contexto histórico y una denuncia explícita del racismo, lo que parece ser una buena alternativa para no asesinar el pasado desde el presente, como en un lúgubre ministerio orwelliano.

En el otro extremo, los sectores conservadores dejaron de sentirse seguros en el marco de la democracia y los derechos fundamentales, transgredidos impune y corrientemente por vanguardias instaladas en las redes sociales que marcaban tendencias mucho más que los medios de comunicación tradicionales. Estos últimos, acorralados, comenzaron paulatinamente a acomodarse a las nuevas formas difundidas en las redes para asegurarse vigencia y audiencia. 

Entonces el apego a la tradición surgió como respuesta, y no solo el apego a la tradición, sino una explosiva amalgama de expresiones sociopolíticas e ideológicas que abarcan desde nacionalismos extremos, xenofobia, posturas antinmigración, posiciones anti LGTBIQ+, misoginia, esencialismos de todo tipo, integrismos de todo tipo, identitarismos étnicos y un largo etc. ¿Qué tienen en común todos estos grupos bastante bien distribuidos a nivel mundial? Su rasgo distintivo: son conservadores, no quieren el matrimonio igualitario, coquetean abiertamente con el autoritarismo, mientras que la democracia, y siglos de construcción de una sociabilidad basada en derechos igualitarios que giran a su alrededor, les interesan muy poco.  

Entre estas dos posiciones, que hoy han abarcado casi todo el espectro del debate político, se ubica el centro liberal, democrático, con sus izquierdas y derechas sistémicas, y al que no le faltan representantes que se ufanan de presentarse a si mismos como centro moderado que es donde radica la razón de su estruendoso fracaso al amanecer de la tercera década del tercer milenio. No se puede proceder “socráticamente” cuando el debate político genera sus contenidos en el infierno de las redes sociales, no se puede seguir pensando la democracia como un ágora de ciudadanos togados que escuchan admirados a Pericles o Damocles lucirse en el ágora ateniense para luego escribir su voto en un óstracon. 

La democracia, sus principios, sus instituciones ameritan ser defendidas a gritos e invectivas en las redes sociales para, en primer lugar, generar un público dispuesto a defenderlas tal y como lo tienen los dos extremos que he referido en estas líneas. La democracia es también política y en la política es irreversible, es la derrota autocumplida, ceder el espacio al contrincante, y, hoy, ese espacio son las redes. 

Debe comprenderse que las redes sociales representan un escenario no solo en tanto que lugar virtual donde se genera la opinión, sino en tanto que lenguaje común que moviliza a los ciudadanos. Ese lenguaje hoy se expresa en voz alta, de maneja simple, tenaz, binaria, buscando llevar al público a una respuesta obvia, previamente concebida.

Es posible que se señale que una apuesta así, desde posturas demócratas y centristas, significaría su desnaturalización e implicaría convertirse en lo que se combate, que un centro democrático debería ser, ante todo, docente y versado. Grave error, la política del siglo XXI consiste en ganar la calle y la calle se gana desde las redes para una vez desde allí apuntar hacia el poder y aplicar los ideales a través del gobierno y el control del Estado. Lo que no puede hacerse es luchar una guerra sin armas con el enemigo armado hasta los dientes y cuya orden directa es la destrucción de la democracia en cuanto se cuente con el equilibrio estratégico para hacerlo.

Tras 200 años de vida republicana, el Perú no cuenta ni siquiera con la clase política mínima para iniciar un auténtico proyecto republicano, de igualdad, de justicia social, de integración sociocultural y de desarrollo económico. Los enemigos de este proyecto han estado siempre un paso adelante y ahora, conforme a los tiempos, muestran abiertamente sus posiciones, combinadas con mensajes que buscan polarizar sembrando el miedo y la confusión. Crear una república del siglo XXI es luchar por ella bajo las formas, los medios y el lenguaje del siglo XXI. De lo contrario, la batalla está perdida de antemano.  

 

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Centro, ciudadanos, Democracia, política peruana

EL PODCAST DIARIO DE OPINIÓN DE JUAN CARLOS TAFUR.

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Centro, Derecha, encuestas IEP, ideología, Izquierda

En su reciente best seller El Ocaso de la Democracia, La Seducción del Autoritarismo (2021), la afamada periodista y economista polaca Anne Applebaum, columnista para The Washington Post y galardonada con el premio Pulitzer gracias a su obra Gulag, en el genero de no ficción (2004), advierte de un fenómeno mundial que pocos hubiesen podido vaticinar en la década milenio, en los primeros años del siglo XXI, cuando todo era democracia, liberalismo político y felicidad. 

Ya el gran semiólogo francés Tzvetan Todorov nos lo había advertido tempranamente en Los Enemigos íntimos de la Democracia (2012), obra visionaria que advierte que, en los mesianismos políticos, en las tentaciones integristas, en los puntos ciegos del neoliberalismo, en el populismo y en la xenofobia se escondían los antagonistas al modelo inventado por los griegos, basado en la igualdad entre los ciudadanos y cuya finalidad última es el bien común.  

Nueve años después, Applebaum nos demuestra que las advertencias de Todorov se han cumplido todas, y nos cuenta que sus antiguos amigos y amigas que en 2000 formaban, junto con ella, parte de grupos de derecha o centro derecha liberales, en la década pasada han migrado masivamente a posiciones conservadoras, nacionalistas, esencialistas, identitarias, anti-derechos y se han ubicado peligrosamente en los límites de la democracia. Applebaum, que nos dibuja un paisaje de la realidad europea contemporánea, se anima a saltar, de cuando en cuando, a nuestro continente y encuentra en Donald Trump un representante característico de esta derecha conservadora y anti sistémica, que en el Viejo Continente ya controla Hungría y Polonia, pero que viene por más, y el fenómeno es global.

¿Por qué la crisis de la democracia? Es la gran pregunta, el mundo de la postmodernidad, según lo definieron Lyotard, y todos los demás, es un mundo sin paradigmas, sin metarrelatos, con millones de discursos fragmentados y sin asideros aparentes a los que pudiesen aferrarse ciudadanos absolutamente absortos y despistados. En escenarios así, se adviene el miedo, y las respuestas simples, binarias, mejor cuanto más radicales, suelen encontrar gran acogida. Sucedió en el mundo post Primera Guerra Mundial y post Crisis del 29, cada una engendró un fascismo totalitario, el resultado: la guerra más desastrosa de la humanidad.

La sombra de la dictadura

Sigamos en el Perú, al atardecer del 6 de abril de 1992, Alberto Fujimori, sobre una Custer, en el frontis de Palacio, jugueteaba con las masas. Estas lo aclamaban por cerrar el Congreso. Ufano, les preguntó ¿Quieren parlamento o no quieren parlamento? Las masas, eufóricas y sin táper, respondieron al unísono: sin parlamento. Era un pueblo al que Montesinos y sus psicosociales habían logrado aterrorizar, y que ahora canjeaba a gritos su libertad por el supuesto orden que una dictadura podía garantizarle. 

No nos equivoquemos, estamos en tiempos de extremismos, el debate político es extremista, en Europa, en Estados Unidos y en el Perú. Vacar o no a un presidente poco apto, pero sin causales para ser vacado no tendría que ser la discusión del día, sino las mejores leyes y decisiones en bien de la comunidad. Lo primero es lo que caracteriza una sociedad que ha desplazado su debate político a las fronteras de su democracia, al borde del precipicio autoritario; lo segundo es la democracia misma, y es la mejor garantía del progreso. 

El centro, no es pues, un conjunto vacío, el centro no consiste en no ser de izquierda o derecha. El centro supone defender la democracia del autoritarismo, defender el diálogo del caballazo autoritario, defender el bien común de la corrupción, defender los proyectos de desarrollo sobre las agendas que imponen en nuestra política, el narcotráfico y otros proyectos vedados. 

Hoy nuestro centro es muy pequeño. En el congreso contamos con los representantes de Somos Perú y Partido Morado, mientras que fuera de él Perú Republicano, proyecto nuevo que agrupa cuadros de la talla de César Guadalupe, Jorge Yrrivaren, Carlomagno Salcedo, Nancy Goyburo, Wilder Mamani Llica, Juan Fonseca, entre otros, pugna por abrirse un espacio en la política nacional y con una fuerte vocación provinciana. 

Muy recientemente el gobierno estuvo copado por la izquierda radical, mientras que la derecha conservadora y anti sistémica pretende introducirnos en un nuevo quinquenio de crisis política, a punta de reiterados proyectos de vacancia. El centro, entre ambas posiciones, representa la apuesta por el desarrollo, por el gobierno del pueblo, la aspiración por el bien común y la búsqueda de consensos para construir país. Es hora de tomarlo más en cuenta. 

 

 

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Centro, Derecha, Izquierda, política peruana

El Perú no ha migrado a la izquierda, como pudiera sugerir ingenuamente el resultado electoral, que por razones extraideológicas terminaron consagrando el triunfo de un improvisado disruptivo como Pedro Castillo (sin pandemia, la segunda vuelta era entre Keiko Fujimori, Hernando De Soto o Rafael López Aliaga).

La última encuesta del IEP revela que la mayoría del país se define de centro o de derecha. De derecha un 37%, de centro un porcentaje similar y de izquierda un minoritario 26%. Y si se tiene en cuenta que mucha gente se autodefine de centro porque le ruboriza decirse de derecha, podemos afirmar que el Perú es un país claramente inclinado hacia la diestra.

Inclusive, en zonas del país que la izquierda considera bastiones ideológicos, el tema parece mucho más compartido de lo que se pudiera creer prejuiciosamente. En el “rojo” sur, el 32% se define de izquierda, un mayoritario 37% de centro y un nada desdeñable 31% de derecha, cifra casi igual que aquella que se autoidentifica de izquierda. Y en el centro del país ocurre algo similar. Un 35% se dice de izquierda, un 34% de centro y un significativo 31% de derecha.

La derecha y el centro tienen por delante una batalla promisoria para reconquistar el electorado andino que le ha sido refractario por muchas décadas. No es un tema ideológico, es un tema de actitud hacia malos candidatos capitalinos que no han sabido recoger y cosechar de ese enorme bolsón de personas del sur y el centro que naturalmente podrían votar por candidatos promercado, proinversión privada, etc.

No es un tema de demanda político ideológica. Es un problema de oferta. El país, y con mayor razón, regiones disruptivas como las andinas, están hartas de los mismos rostros desvencijados del elenco estable de la política peruana. Se requiere una renovación urgente.

En anteriores columnas hemos dado varios nombres que tienen las capacidades para reemplazar a los Keiko Fujimori, Hernando de Soto, Rafael López Aliaga, César Acuña, Yonhy Lescano, Alfredo Barnechea, Raúl Diez Canseco, Jorge del Castillo, Mauricio Mulder, Renzo Reggiardo, Julio Guzmán, entre otros. El país está ideológicamente servido, para, sin renunciar a los principios de centro o de derecha, cosechar de una matriz sociológica propicia para este sector político.

La del estribo: sigue con fuerza el teatro presencial. Ahora viene la imperdible Fieras, con la dirección de Norma Martínez y la dramaturgia de Mateo Chiarella, dos grandes del teatro peruano. A ver nomás si Joinnus mejora su plataforma de pagos, que es un desastre. Ya están las entradas a la venta y va del 6 de noviembre al 19 de diciembre en el Teatro Británico.

 

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Centro, centroderecha, Derecha, ideologías

El domingo pasado, antes de que se difundiese un audio efectista de un estudiante de postgrado de la PUCP, denostando la institución por la convocatoria de un profesor a un seminario sobre el Conflicto Armado Interno, y no sobre El Terrorismo, antes de que la PUCP respondiese dicho audio de manera acertada en las redes sociales, y antes de que se cremasen los restos de Abimael Guzmán y se decidiese que nadie supiese donde se esparcirían sus cenizas; yo había señalado, en esta misma columna, que reivindicaba mi derecho de llamarle “era del terror” a aquellos tiempos y señalé que los restos del cabecilla de Sendero Luminoso debían esparcirse por los confines más remotos del planeta.

Deslindé, no obstante, con las posturas negacionistas de cierta derecha frente a la sistemática violación de derechos humanos por parte de las FFAA y policiales (30% de las víctimas) durante aquel periodo y clamé, una vez más, por la necesaria reconciliación entre estas y los sectores de la sociedad a los que dañara en tiempos caracterizados por el ataque de las bandas terroristas a la sociedad y el Estado. 

En general, en mis últimas columnas he intentado, con poco éxito (lo que es usual en sociedades polarizadas y de debates binarios como la nuestra) reiniciar la discusión sobre la reconciliación nacional que muchos creyeron terminada el día que se inauguró el LUM o pensaron que este, por sí solo, iba a encaminar, con el tiempo, de manera casi espontánea. Por eso el pronunciamiento-respuesta de la PUCP en las redes sociales, al desatinado audio difundido días antes es importante porque señala un punto de partida sustancial para la discusión. 

De hecho, lo más relevante del pronunciamiento PUCP es que ciñe el concepto “conflicto armado” a las categorías del Derecho Internacional Humanitario establecido por la ONU y categóricamente establece que esta denominación no equipara al Estado con los grupos terroristas, ni les otorga ningún estatuto particular de prisioneros de guerra, ni beneficio alguno. 

Al contrario, cierra señalando que “quienes pertenecen a grupos terroristas en un CAI no tienen inmunidad por combatir, ni derecho a combatir, ni privilegio o característica excepcional en el derecho internacional” lo que encaja bien con la necesidad de un esfuerzo para acercar las FFAA con los sectores civiles que esta afectó, para sanar las heridas de la sociedad, sin que los grupos terroristas tengan ninguna participación de estos procesos que considero imprescindibles. Las políticas que sugiero no sirven para olvidar, pero sí para llevar el recuerdo a lugares periféricos de la memoria histórica, en donde ya no le duelan a la colectividad, ni generen las controversias que hoy le siguen generando al tiempo presente. 

Respecto de la denominación, mi posición es en realidad la misma, yo me siento más cómodo con la “era del terror”, pero en clase suelo decir “la era del terror o conflicto armado interno”. Debemos entender que el consenso en una sociedad no tiene que consistir en que todos denominemos las cosas de la misma forma. Esos fueron los viejos consensos del totalitarismo cuya herencia hoy reclaman ciertos populismos exacerbados que se han colocado, estratégicamente, en la periferia derecha de nuestra democracia. Al contrario, consenso es poder aceptar que, como sociedad, podemos llamar de dos maneras al mismo fenómeno, si ya hemos dejado claro que sus responsables son los terroristas y solo los terroristas. 

Es hora de recuperar el gran centro, entendido como el amplio espectro en el cual se desenvuelven las fuerzas democráticas, desde la derecha, bien entendida, hasta la izquierda sistémica, y solo hay centro, allí donde existen la voluntad del diálogo y de alcanzar consensos amplios y plurales. 

 

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Centro, Derecha, Izquierda, PUCP, sendero luminoso

Si alguna lección debe extraerse de la nueva realidad política que en el Perú se ha erigido luego del triunfo popular de un candidato de abajo como Pedro Castillo, es que el centro y la derecha deben renovar radicalmente sus rostros visibles en el quehacer electoral.

La izquierda se prepara para que el 2026 sean Antauro Humala e Indira Huillca quienes protagonicen sus candidaturas principales (aunque la necedad de Verónika Mendoza seguramente la va a llevar a insistir en su tercera derrota). Figuras novedosas y atractivas. ¿Y en la derecha o en el centro? No se oye, padre.

Por lo pronto, candidatos como Hernando de Soto, Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga, Alfredo Barnechea, Raúl Diez Canseco, Lourdes Flores, Julio Guzmán, Rafael Santos, Renzo Reggiardo, Mauricio Mulder, Jorge del Castillo, Alberto Beingolea y demás, deberían asumir que su tiempo presidencial ya pasó (pueden ser, en el mejor de los casos, figuras congresales respetables).

El centro y la derecha deben renovar cuadros. Nombres como los de Richard Acuña, Patricia Chirinos, Norma Yarrow, Carlos Añaños, Roque Benavides, Carolina Lizárrraga, Marianella Ledesma, Carla García, o jóvenes como Rosangella Barbarán, Adriana Tudela, Lucas Ghersi (aunque los últimos tres no alcancen edad para protagonizar lides presidenciales el 2026), deben prepararse para las grandes ligas.

Por lo demás, la única manera de reconquistar las zonas andinas de un país disfuncional como el nuestro -requisito fundamental para ganar y gobernar con tranquilidad en el Perú de hoy-, por parte de la derecha o el centro, pasa porque logren presentar propuestas disruptivas, contestatarias y llamativas, pero, como es obvio, que se vean representadas por rostros que expresen cabalmente esa renovación ideológica.

¿Se van a presentar las mismas caras ajadas de la derecha y el centro a las elecciones del 2026 o antes (si por alguna circunstancia dramática se recorta el mandato de Castillo)? Eso supondría encaminarse a una derrota segura y a permitir que la izquierda, a pesar del desastre al que parece se encamina el actual régimen, logre entregarle la posta a alguien de su propia orilla ideológica.

Nuevas ideas, nuevos rostros. Ojalá mayores dosis de liberalismo tanto en el centro como en la derecha, por cierto, que le haría mucho bien al país una modernización ideológica de ese calibre para augurar un mejor futuro nacional y no resignarnos a los extremos autoritarios y conservadores.

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Centro, Derecha, ideológica

En el caso de ganar Castillo, mucho del destino político y social del país va a depender del papel de bisagra y de contención que ejerza el centro en el Congreso de la República. La izquierda está definida: son 42 (37 de Perú Libre y 5 de Juntos por el Perú); la derecha lo propio: son 44 (24 de Fuerza Popular, 13 de Renovación Popular y 7 de Avanza País).

En el centro recalan 17 de Acción Popular, 15 de Alianza para el Progreso, 5 de Podemos, 4 de Somos Perú y 3 Morados, en total 44. En el escenario de un Castillo tirado al centro, más moderado, con el plan de Francke bajo el brazo, es factible que se llegue a un acuerdo con este numeroso sector de congresistas y lograr así un holgado grupo de 86 votos, con los cuales se podría, sin problemas, hacerse las modificaciones tributarias que se han planteado particularmente para el sector minero (que es de donde Castillo piensa sacar la caja para sostener su proyecto de reconstrucción del Estado en materia de salud y educación).

Pero el elemento de negociación que el centro debería anteponer es que Castillo arríe las banderas de la Asamblea Constituyente. Primero, porque no es necesario para aplicar el plan Francke y segundo porque de querer hacerlo va a someter al país a una zozobra política e incertidumbre social gigantesca, cuyo principal perjudicado va a ser el propio gobierno (con las inversiones privadas retraídas no hay país que pueda prosperar).

La única manera de asegurarnos que el período Francke no sea una primavera rosada que a renglón seguido, apenas se acomode en el poder Castillo, dé paso a un verano rojo liderado por las huestes cerronistas, pasa porque Castillo renuncie a la idea de refundar constitucionalmente el país, pretensión que choca con el rechazo de por lo menos la mitad del país que no votó por aquella.

Meterse el escenario de una eventual disolución del Congreso, nuevas elecciones congresales, o referéndum inicial para ver si se convoca otro que consulte si se va a una Constituyente, elecciones para la misma, etc., teniendo en el medio planeando la posibilidad de una vacancia, sería una demostración de irracionalidad que ojalá Castillo entienda que sería terrible para el país y su propio mandato.

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Centro, Congreso, Pedro Castillo, Pedro Francke
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