Cuando se cumplió el centenario del nacimiento de Chabuca Granda, un día como hoy hace dos años, se publicó el libro Llego rasgando cielos, luz y vientos: Vida y obra de Chabuca Granda (Rodrigo Sarmiento, Ministerio de Cultura, 2020), que compendia la trayectoria de la cantautora y toma como nombre un verso de una de sus canciones menos difundidas, En el ala del tiempo. Un año antes, dos de sus más hermosas composiciones fueron interpretadas por Juan Diego Flórez -a cuyo padre Rubén, Chabuca consideró “su intérprete más exacto”– en la inolvidable ceremonia de inauguración de los Juegos Panamericanos Lima 2019.
Y, un año después, en el 2021, Jorge Muñoz -el fantasmal y vacado ex alcalde de nuestra capital-, anunció que en septiembre de este año se inauguraría la Casa Chabuca, un museo interactivo presentado en un evento especial que contó con la presencia de Teresa Fuller Granda (73), hija de la artista y tenaz protectora de su legado discográfico. La ausencia de noticias, en las últimas semanas, sobre esta inauguración hace pensar que debe haber quedado relegada por el hedor de la coyuntura, tan ajena a los perfumados cantos tradicionalistas de doña Isabel Granda y Larco.
Desde nuestros más lejanos recuerdos –me dirijo a las generaciones que pasaron, como quien esto escribe, su infancia y adolescencia en el periodo comprendido entre 1974 y 1990, viviendo en Lima- escuchamos las canciones de Chabuca con cierta extrañeza pues no se parecían en nada a las que normalmente sonaban, en radio o en las voces sazonadas de cervezas y piscos de nuestros mayores, de intérpretes clásicos de la llamada “guardia vieja”. Si bien es cierto algunos valses de aquel periodo exhibían intenciones poéticas –pienso en canciones como Ocarinas de Manuel Covarrubias (basado en un poema de 1913), Idolatría de Oscar Molina (1906) o La Palizada de Alejandro Ayarza (1911)- no contenían, en su desorden silábico y olor a callejón, las metáforas del lirismo que alcanzó Chabuca, como aquello del “bello durmiente” para referirse al Perú; la humanización de un puente de madera que, de repente, era capaz de quedarse dormido, abrazarse a recuerdos y guardar confidencias; o los “aromas de mixtura” que a su paso dejaba la protagonista de su canción más emblemática.
Por otro lado, hay quienes la consideran como una herramienta simbólica y amable de aquella rancia y blanca oligarquía que vivía pensando que el Perú era solo Lima. Aun así, queda claro que la cantautora sí tenía espacio para incluir, en su visión de país, a la exuberante selva apasionada o la tímida sierra enamorada (Bello durmiente). Abundan los detalles biográficos que la ligan íntimamente a las clases dominantes. Su padre fue un ingeniero limeño de ascendencia arequipeña, asociado a la actividad minera en lo que hoy es Las Bambas -motivo por el cual nació en Apurímac, el 3 de septiembre de 1920- y su madre, parte de una de las familias descendientes de inmigrantes italianos más encumbradas del norte a finales del siglo 19. Su porte espigado y rasgos asociados a “lo blanco” la convirtieron en una rara avis en el submundo del criollismo, como también le ocurrió a su némesis, Alicia Maguiña (1938-2020).
Sin embargo, esta supuesta alcurnia no fue suficiente para acallar las ansias integracionistas de Chabuca Granda, a pesar de sus tropiezos iniciales, probablemente involuntarios, que son, precisamente, los que el establishment ha hecho perdurar con el mismo entusiasmo con el que ha invisibilizado su producción postrera que, sin disociarse de sus canciones más conocidas, sí refleja un replanteamiento de prioridades. Chabuca no comenzó a escribir sus canciones siendo una adolescente -de hecho, Lima de veras, que es signada por doña Teresa Fuller como su primera composición formal, es de 1948, es decir cuando la artista ya estaba cerca de los treinta- pero sí existe una diferencia sustancial entre las odas a latifundistas, diseñadoras de clase alta o promotores de las primeras matanzas de toros en octubre y los sentidos homenajes a poetas guerrilleros y cantautoras socialmente comprometidas.
Sus primeras composiciones se caracterizan por ser un homenaje sentimental y bien hablado a la Lima heredera del virreinato y sus personajes, en tiempos en que el vals, como alguna vez declaró el periodista y poeta Eloy Jáuregui, “se estaba achorando” con las replanas de Mario Cavagnaro y Augusto Polo Campos. Canciones como la mencionada Lima de veras, Fina estampa (dedicada a su padre, Eduardo Granda San Bartolomé), Gracia (a su madre Isabel Larco Ferrari), José Antonio, Camarón (sobre un brioso gallito de pelea), Zaguán, entre otras, contienen versos inspirados en la Lima antigua. Asimismo, temas como El dueño ausente o Arequepay -el primero acerca de una cocinera que había llegado de la sierra buscando a su esposo; el segundo, un poema dedicado a Arequipa-, revelan ese lado no tan conocido de Chabuca, más nacional. o como dirían hoy, más “inclusivo”.
En 1959, el historiador y político Raúl Porras Barrenechea le encargó una nueva estrofa para el Himno Nacional, en donde la cantautora rescata el papel de Túpac Amaru II en la gesta independentista, pero nunca se estableció como oficial. Ese mismo año se inicia su discografía, con tres villancicos incluidos en un olvidado LP del sello Sono Radio. No volvería a escucharse su voz hasta 1968 en que salieron, casi uno detrás del otro, los discos Dialogando (Odeón/Iempsa) y Voz y vena de Chabuca Granda (Sono Radio). El primero, en sociedad con el extraordinario guitarrista criollo Óscar Avilés, es una grabación limpia y profunda; mientras que Voz y vena… propone un sonido diferente con el trinar de tres guitarristas -Vicente Vásquez, Rafael Amaranto y Martín Torres-. En ambos Chabuca se estrena como cantante, dándole un color más intimista a composiciones suyas que ya habían sido interpretadas por conocidos intérpretes de música criolla como Los Cinco, Trío Los Chamas, Los Troveros Criollos. De aquellas sesiones quedaron engavetadas quince canciones -entre ellas La valse créole y Mañana will be tomorrow, en francés e inglés, respectivamente- que salieron recién en el 2005, en el álbum póstumo Chabuca inédita (Iempsa).
De esta época, dos temas se convirtieron en los más representativos de todo su catálogo. Por un lado, José Antonio, cadencioso vals con fuga de tondero en que describe, con preciso lenguaje técnico, una de las tradiciones peruanas más admiradas en el mundo, los caballos de paso, usando como pretexto la figura uno de sus criadores. Y, por el otro, La flor de la canela, vals en el que rinde tributo a Victoria Angulo, una señora negra que se iba caminando hasta su casa en el Rímac, considerada uno de los tres himnos populares modernos del Perú (los otros dos son El cóndor pasa, de Daniel Alomía Robles; y Contigo Perú, de Augusto Polo Campos). En medio de eso, salió su Misa Criolla (1969), rescatada décadas después.
Entre 1963 y 1975 compuso un ciclo de canciones dedicadas a Javier Heraud. El idealismo del joven poeta, asesinado por su militancia política, le inspiró temas como En la margen opuesta (1973), El fusil del poeta es una rosa, Un cuento silencioso y Las flores buenas de Javier (1974) que actualmente, nadie conoce en nuestro país. En el año 2015, el músico cubano Vicente Feliú, uno de los fundadores de la Nueva Trova, se unió a la peruana Myriam Quiñones, del grupo Silvio a la Carta, para grabar estas canciones en un disco llamado, precisamente, Las flores buenas de Javier, en los prestigiosos estudios Ojalá, de Silvio Rodríguez.
Este involucramiento social la llevó a componer Paso de vencedores, dedicada al gobierno revolucionario del general Juan Velasco Alvarado, publicada en 1974. El mismo lirismo que aplicó para describir a la Lima colonial desaparecida, lo usó para confesar la primera impresión que le causó aquel gobierno militar. Luego se respondió a sí misma en El surco (1977), un landó en que parece arrepentirse de haber apoyado, con su arte, el incomprendido proyecto velasquista. También en esos años estrenó dos canciones sobre Violeta Parra, quien se suicidó en 1967, poco antes de cumplir cincuenta años. La primera de ellas, (No lloraba…) Sonreía es un vals que suena a balada, gracias a los arreglos de bajo, órgano y vibráfono que embellecen esta sutil selección de dulces palabras dirigida a la recordada folclorista chilena.
Para entonces ya era conocida su rivalidad con Alicia Maguiña quien, dieciocho años menor, había irrumpido como una llamarada de creatividad y carácter en la escena criolla. Maguiña, en respuesta a unas críticas que había hecho Chabuca sobre su forma de componer las marineras, lanzó una titulada Dale, toma (1961), que en una de sus llamadas dice: “Crees que sabes mucho y me causas risa / pareces una beata cantando en misa”. Lo curioso es que esa misma beata sacudió el cotarro criollo con Cardo o ceniza, la segunda canción dedicada a la autora de Gracias a la vida, en que exhibe una arrebatada y conflictiva sensualidad, pero con su acostumbrada elegancia.
En todos esos álbumes, hasta 1977, Chabuca estuvo acompañada por el guitarrista peruano radicado en Argentina, Lucho Gonzáles, quien la introdujo al jazz, el bossa nova y la zamba. Ese año grabó, para el sello Microfon de ese país, un disco llamado simplemente Chabuca, con valses, festejos, tangos y zambas. Luego, entre 1978 y 1981, exploró aun más los ritmos negros gracias a su colaboración con los guitarristas Félix Casaverde y Álvaro Lagos -a quien vemos en estas imágenes– y los percusionistas Carlos “Caitro” Soto y Eusebio “Pititi” Sirio. En esos años promovió las carreras de Susana Baca y Eva Ayllón, las dos cantantes afroperuanas más reconocidas internacionalmente. De esta época son Canterurías -dedicada a la escultora mexicana Ángela Gurría, hoy nonagenaria-, Una larga noche (zamacueca) y Un río de vino, en recuerdo de otro artista peruano y suicida, el poeta Juan Gonzalo Rose. Sus últimos álbumes, Tarimba negra (1978) y Cada canción con su razón (1981), contiene nuevas versiones de varios de sus clásicos junto a festejos, valses y landós nuevos como El arrullo, Landó y La torre de marfil.
Varios artistas nacionales e internacionales han grabado sus canciones. Por ejemplo, en 1983, el cantautor chileno Fernando Ubiergo lanzó el LP A Chabuca. Ese mismo título fue usado por las productoras Susana Roca Rey y Mabela Martínez para un CD, editado el 2016, que reúne interpretaciones de una verdadera selección de estrellas de la música latinoamericana como Rubén Blades, Joaquín Sabina, Juan Carlos Baglietto, Ana Belén, entre otros. Escuchar la versión de Fina estampa en la voz multiforme de Caetano Veloso (1994), con los sofisticados arreglos del cellista Jacques Morelenbaum; María Landó en las voces de Susana Baca (2001) o Pedro Aznar (1998); o las diversas relecturas de La flor de la canela, supone una exposición a públicos mucho más grandes que los de las peñas y/o reuniones familiares en las que se cultiva, normalmente, nuestro folklore costeño.
Chabuca, que inició su carrera cantando rancheras y boleros en un dúo llamado Luz y sombra, con su amiga Pilar Mujica, estuvo rodeada de luces y sombras durante toda su trayectoria. En sus últimos años, en que pasaba de conciertos multitudinarios en Bogotá a presentaciones en Lima ante menos de un centenar de amigos, la cantautora se paseó por escenarios y canales de televisión de Hispanoamérica, recitando sus melódicas poesías para asombro de expertos comentaristas y colegas como Mercedes Sosa, quien decía de su música que era “una maravilla”. La obra musical de Chabuca Granda fue declarada Patrimonio Cultural de la Nación en el 2017 y, dos años después, el gobierno le concedió el título póstumo de la Orden El Sol del Perú. En 1983 falleció en Miami, tras una operación a corazón abierto. Tenía 62 años.