El cine nació como una atracción de feria. La posibilidad de captar imágenes en movimiento y proyectarlas ante un público, gracias al invento del cinematógrafo por obra de los hermanos Lumière, fue aprovechado por éstos para montar un negocio rentable mediante cortos que no llegaban al minuto y que mostraban escenas de la vida cotidiana: trabajadores saliendo de una fábrica, la llegada de un tren a una estación ferroviaria, bañistas lanzándose al mar desde un muelle, obreros demoliendo un muro, por mencionar algunos ejemplos. Los hermanos Lumière no vieron entonces el potencial que tenía su invento, llegando a afirmar que «el cine es una invención sin ningún futuro».
En ese entonces no se imaginaban que habían dado inicio a lo luego que se conocería como el Séptimo Arte, una expresión cultural que sirve no sólo para retratar documentalmente la realidad, sino también para contar historias ficticias —ancladas en la realidad o en la fantasía—, para expresar ideas y sentimientos, para experimentar con imágenes, para enriquecer la condición humana. «El cine debe ser más grande que la vida», ha dicho una vez el cineasta español Álex de la Iglesia.
Por cierto, no me refiero a ese cine comercial que sigue siendo atracción de feria, buscando atraer espectadores a través de tramas banales, efectos especiales que fungen de golosina para los ojos y cuyo único fin es el entretenimiento de las masas y las ganancias de los productores.
El creador del lengua cinematográfico propiamente dicho fue David Wark Griffith (1875-1948), quien no se limitó a grabar teatro filmado con cámara fija, sino que aplicó para entonces nuevas técnicas —entre ellas, movimiento de cámara, ángulos diversos y la edición del film tal como se conoce hasta ahora— en su película “El nacimiento de una nación” (“The Birth of a Nation”, 1915). Narrando la historia de dos familias en el contexto de la Guerra de Secesión y las consecuencias posteriores, Griffith plasma una obra de aires épicos, pero a la vez polémica, pues defiende el supremacismo blanco y justifica el racismo. El retrato heroico del Ku Klux Klan que presenta Griffith en su película sirvió para el renacimiento de esta nefasta institución en los Estados Unidos del siglo XX. Curiosamente, el lenguaje cinematográfico tal como lo conocemos nació de la mano de una propuesta política cuestionable, precursora del fascismo.
Pero también hay obras del cine que van en la dirección contraria. Tomemos el ejemplo de Fritz Lang (1890-1976), autor de varias obras maestras del cine mudo y sonoro. Su film mudo de ciencia-ficción “Metropolis” (1927) fue la primera de las pocas películas que han sido recogidas para su conservación en el programa Memoria del Mundo de la UNESCO. Pero fueron sus dos primeras películas sonoras las que sufrirían posteriormente censura durante el régimen nazi, debido a su trasfondo político.
En “M” (1931) Lang describe el ambiente de paranoia en una ciudad —que parece ser Berlín— debido a las acciones de un escurridizo asesino de niños, cuya identidad nadie sabe, lo cual hace que todos sospechen de todos. En su búsqueda del asesino, la policía realiza frecuentemente redadas, realizando muchas veces detenciones arbitrarias y abusando de su poder. El crimen organizado, cuyas actividades delictivas se ven amenazadas por las continuas redadas de la policía, decide también por su parte unirse a la búsqueda del asesino con el fin de eliminarlo, para lo cual recurre a la asociación de mendigos, a los cuales remunera por sus servicios. En la escena final, cuando el asesino Hans Beckert es capturado por miembros del crimen organizado, habrá una pantomima de juicio en un sótano, donde los cabecillas de la mafia harán de jueces que ya tienen la decisión tomada (pena de muerte) antes de que comience el juicio e independientemente de lo que diga la defensa del acusado. Una clara referencia al nazismo que estaba tomando fuerza en esos últimos años de la República de Weimar, a lo cual se suma al abuso de autoridad de las fuerzas policiales que representan al Estado. La película de Lang también reflexiona sobre lo que el pueblo está dispuesto a entregar por un poco de seguridad: su apoyo al crimen organizado y su libertad. Como ocurrió efectivamente cuando a Hitler le fue concedido el puesto de canciller en la agonizante democracia alemana de 1933.
La otra película sonora de Lang, “El testamento del Dr. Mabuse” (“Das Testament des Dr. Mabuse”, 1933), es una secuela de la película muda en dos partes “El doctor Mabuse” (“Dr. Mabuse der Spieler”, 1922), también dirigida por Lang, que pretendió ser un cuadro de los tiempos de la República de Weimar. El Dr. Mabuse, una mente criminal que quiere dominar el mundo a través del terror, no es sólo una representación del poder del mal, fruto de una psique sociopática, sino que es símbolo de todos los factores negativos de la sociedad alemana después de la Primera Guerra Mundial. El dinero falso sin valor creado por Mabuse refleja al marco alemán casi sin valor durante la hiperinflación a causa de la impresión excesiva de dinero por parte de la República de Weimar para pagar las reparaciones de guerra. Los vaivenes del mercado de valores, las salas de juego, la delincuencia desenfrenada y las miserables condiciones de vida de los pobres que se muestran en en el film son reflejo de la situación en Alemania en ese momento.
En “El testamento del Dr. Mabuse”, éste, recluido en el asilo psiquiátrico del Dr. Baum, escribe sus planes criminales, que extrañamente van siendo ejecutados por una banda criminal. Cuando el inspector Lohmann —el mismo que aparece en “M”, la anterior película de Lang— consigue seguirle la pista al Dr. Mabuse, éste fallece repentinamente, pero su espíritu sigue ejerciendo su poder hipnótico y realizando sus planes a través del Dr. Baum —quien admira a Mabuse como si si tratase de un genio— y de otros miembros del hampa. El objetivo de Mabuse en la película consiste en establecer un “reinado del crimen”, a lograrse mediante la intimidación y el terror hacia la población. También se aborda el tema del método de trabajo burocrático y dividido en tareas de la «organización», en la que casi nadie cuestiona el sentido de sus actos criminales individuales —por ejemplo, el asesinato de testigos—. El método principal para la transmisión de órdenes dentro de la organización son medios técnicos anónimos como notas, teléfonos y altavoces. Lang afirmó en 1943, en una nota que escribió para una proyección de la película en Nueva York, que ésta debía entenderse como una alusión crítica a los nacionalsocialistas, cuyo líder Adolf Hitler había escrito su obra programática “Mi lucha” (“Mein Kampf”) en prisión. Según Lang, a los criminales se les habían puesto en la boca consignas y creencias del naciente estado nazi.
Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda del Tercer Reich, anotó sobre esta película en su diario: «Muy emocionante. Pero no se puede aprobar. Instrucción para el crimen». La película fue prohibida el 29 de marzo de 1933.
“M” también había sido prohibida poco después de que los nazis tomaran el poder, no obstante lo que Joseph Goebbels había anotado en su diario, interpretando mal obra: «Por la noche, vi con Magda la película ‘M’ de Fritz Lang. ¡Fabulosa! Contra el sentimentalismo humanitario. ¡A favor de la pena de muerte! Bien hecha. Lang será nuestro director algún día. Es creativo». Sueño que nunca se cumplió, pues poco después de la prohibición de la película sobre Mabuse, Lang huyó a París y al año siguiente migro a los Estados Unidos para rodar películas para la Metro-Goldwyn-Mayer. Peter Lorre, el intérprete del asesino en “M”, ya había huido anteriormente debido a a su ascendencia judía.
Era evidente que Goebbels terminó comprendiendo la crítica velada al nazismo que encerraban ambas películas, por lo cual su prohibición —en un régimen que no permitía la libertad de expresión— era una medida que se desprendía necesariamente de su ideología autoritaria
Goebbels dirigió la producción cinematográfica alemana de la época nazi, que incluyó algunas películas de propaganda política, pero en su mayoría productos comerciales de consumo mayoritario, que tenían tan buena calidad como ligereza y banalidad, rodados por directores mediocres que no tuvieron ningún problema en agachar la cabeza ante el poder dominante del fascismo alemán. Son películas que hubieran podido competir con lo que producía Hollywood en ese momento (dramas, comedias, musicales), pero que difícilmente despertaban la reflexión y más bien conducían a la satisfacción con una vida burguesa sin ninguna crítica al estado de las cosas y sin mayores horizontes.
¿Qué tiene esto que ver con la recientemente aprobada ley de cine de Adriana Tudela, congresista de Avanza País, quien ha dicho: «Lo que se ha establecido en la nueva ley es una cláusula que es sumamente razonable y de sentido común, que establece que el Estado no debe financiar proyectos cinematográficos que tengan publicidad, que puedan favorecer partidos o movimientos políticos, ni que atenten contra principios constitucionales del Estado de derecho»? Al igual que Goebbels durante el el Tercer Reich, propone que el Estado examine los guiones y determine si éstos cumplen con las condiciones indicadas, lo cual se presta a interpretaciones subjetivas y a la denegación de financiamiento para proyectos cinematográficos que sean críticos del Estado peruano y de sus instituciones. En otras palabras, una forma velada de censura, contraria a los principios democráticos y a la libertad de expresión. Parecería que Tudela sólo quiere que cuenten con posibilidades de realización los proyectos cinematográficos que exalten al Estado peruano y a los líderes de la derecha, que puedan ser utilizados con fines turísticos o que cuenten con temáticas inocuas pero grandes posibilidades comerciales para satisfacción de la mentalidad burguesa limeña.
Lo que sí está fuera de toda duda es que Adriana Tudela no sabe nada de cine como arte y que el arte auténtico nunca ha sido puramente decorativo, sino que siempre ha tenido un carácter subversivo, que invita al cambio y a comprometerse por una humanidad mejor, libre y sin cadenas mentales ni espirituales.