censura

[El dedo en la llaga] José Luis Pérez Guadalupe (nacido el 8 de abril de 1965 en Chiclayo, capital de la región Lambayeque en el Perú) es todo un personaje. Tiene títulos académicos de licenciado y magíster en Sagrada Teología (Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima), licenciado en Ciencias Sociales (Pontificia Universidad Gregoriana de Roma), licenciado en Educación (Pontificia Universidad Católica del Perú), maestría en Criminología (Universidad del País Vasco), maestría en Antropología (Pontificia Universidad Católica del Perú), doctor en Ciencias Políticas y Sociología (Universidad de Deusto, del País Vasco). A partir de 1986 se desempeñó como agente de pastoral carcelaria en el Establecimiento Penitenciario de Lurigancho. Esta experiencia lo llevó a realizar investigaciones en el campo penitenciario y criminológico, que tuvieron como resultado que en el año 2011 le fuera confiada la presidencia del Instituto Nacional Penitenciario (INPE), que desempeñó hasta febrero de 2015, cuando fue nombrado Ministro del Interior en el gobierno de Ollanta Humala, culminando este encargo en julio de 2016.

Pero también fue uno de aquellos a los que el Sodalicio les declaró personalmente la guerra, declarándolo enemigo de la institución, ya desde aquellos años en la década de los 80 en que era un simple estudiante de teología, al igual que yo, en la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima. Era conocido coloquialmente como “el Diablo” entre nosotros sodálites.

En septiembre de 1992 la Conferencia Episcopal Peruana le publicó el libro ¿Por qué se van los católicos? El problema de la “migración religiosa” de los católicos a las llamadas “sectas”. Este libro, si bien se centraba en lo que Pérez Guadalupe llama Nuevos Movimientos Religiosos (NMR), en su mayoría de impronta evangélica, también incluía en una parte una crítica a ciertos movimientos católicos —entre ellos la Renovación Carismática Católica, el Camino Neocatecumenal y el Sodalitium Christianae Vitae— por sus características sectarias, o más bien, elitistas.

La crítica al Sodalicio no era por abusos cometidos —de los cuales no se sabría públicamente nada hasta que el año 2000 José Enrique Escardó escribiera una serie de artículos en la revista Gente, dando a conocer por primera vez abusos que él mismo había sufrido en la institución—. Pérez Guadalupe, sin considerar al Sodalicio necesariamente como algo malo, resaltaba —en el marco de una crítica general que incluía a otros movimientos católicos— su carácter exclusivista y elitista, que no se compaginaba con la esencia de lo que es católico.

He aquí lo que decía:

«Es innegable que en las últimas décadas nuestra Iglesia católica ha experimentado una efervescencia laical manifestada fundamentalmente en la aparición de diversos grupos y movimientos apostólicos. Estos grupos, que definitivamente son una bendición para nuestra Iglesia, también tienen, como todo grupo humano, sus originalidades y excesos. Algunas personas están viendo en algunos de estos grupos rasgos sectarios muy parecidos al de los grupos no católicos; algunos autores inclusive comienzan a hablar de ‘sectas católicas’».

En una sustanciosa nota a pie de página precisaba este concepto:

«Aunque la definición de ‘secta’ en la actualidad es un problema todavía no resuelto, personalmente creo que podemos llamar ‘secta’ (o actitud sectaria) a todo grupo religioso que se cree el único que ha recibido la revelación de Dios y el único que va a ser salvado por él. En este sentido me parece que no podemos hablar de ‘sectas católicas’ sino más bien de ‘élites católicas’; entiendo por ‘élite’ (o actitud elitista) a todo grupo religioso que cree ser el mejor intérprete de la revelación de Dios, y cree que su forma de vivir la religión y practicarla es la mejor. Queda claro que en mi opinión la actitud sectaria es la que cree ser la ‘única’; y la ‘actitud elitista’ es la que cree ser, no la única, pero sí la ‘mejor’. En este sentido, según mi opinión, es más exacto hablar al interior de nuestra Iglesia de ‘Élites Católicas’ que de ‘Sectas Católicas’. Cabe indicar que, cuando digo ‘Élites Católicas’, no quiero decir que sean realmente élites, sino que se creen élites. En este sentido tomo el término como una ‘actitud’ (elitista) y no como una realidad».

Pero donde llegaba la crítica más aguda y punzante de este pequeño libro era en el siguiente texto:

«Los movimientos apostólicos que han logrado cohesionar e integrar la experiencia personal y la experiencia comunitaria son los que precisamente tienen más desarrollo pastoral, por ejemplo: la Renovación Carismática Católica, las comunidades neocatecumenales, Sodalitium Christianae Vitae, etc. Pero en estos 3 grupos mencionados justamente por su cohesión comunitaria, hay un peligro inminente de que surja un espíritu exclusivista y de superioridad sobre el resto de católicos».

Y en nota a pie de página desarrollaba aún más esta idea:

«Uno de los rasgos más patentes de este sentimiento de superioridad y exclusivismo es su ‘sentimiento de intocabilidad’; muchas veces los miembros de estos grupos se creen los intocables, y creen que su grupo es intocable. No se les puede hacer ninguna alusión y menos una crítica. Muchas veces se creen, no parte de la Iglesia, sino la (verdadera) Iglesia, llegando inclusive algunos carismáticos a decir que la Renovación Carismática no es un movimiento de la Iglesia, la “la Iglesia en movimiento” y algunos neocatecúmenos dicen que ellos no son un movimiento de la Iglesia, sino “el camino de salvación”. Estas mismas características también se pueden apreciar en algunas facciones del Opus Dei».

La conclusión a la que llegaba era demoledora:

«Este sentimiento de identificación más grupal que eclesial, llega a un grado realmente inadmisible cuando lo encontramos en algunos sacerdotes: ya no son sacerdotes de la Iglesia, sino de su movimiento. Si llegan a ser párrocos, la cosa se vuelve inaudita, ya que desgraciadamente formarán parroquias carismáticas, o neocatecúmenas, o sodálites, pero ya no parroquias católicas.

Hasta aquí podemos ver que ese espíritu ‘sectario’ o ‘elitista’ que vemos en los grupos no católicos, es un fenómeno hasta cierto punto normal y comprensible, pero de ninguna manera aceptable».

En ese entonces Pérez Guadalupe no sospechaba que iba a suceder con su libro lo que él mismo había escrito en él: «No se les puede hacer ninguna alusión y menos una crítica». Pues de inmediato la maquinaria sodálite se puso en marcha para acallar el texto. Los sacerdotes sodálites José Antonio Eguren y Jaime Baertl movieron sus influencias eclesiásticas. El Vicario General del Sodalicio, Germán Doig, afirmó que la presentación del libro, suscrita por el obispo auxiliar de Lima Mons. Oscar Alzamora, no podía haber sido redactada por él. En otras palabras, que esa presentación era una falsificación, no obstante que el mismo Mons. Alzamora afirmó después qué él sí la había escrito, pues el libro no contenía ningún error doctrinal. Finalmente, el libro fue retirado de los estantes en el local de la Conferencia Episcopal Peruana y vetada su venta.

¿Quién consumó esta censura? Pues nada menos que Mons. Miguel Cabrejos, quien entonces era obispo auxiliar de Lima y secretario general de la Conferencia Episcopal Peruana. El mismo que llegaría ser presidente de la Conferencia Episcopal Peruana y presidente del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM). El mismo que se limitaría a emitir comunicados tibios sobre el Sodalicio, sin organizar ninguna atención pastoral a las víctimas. El mismo que diría falsamente que la Conferencia Episcopal Peruana bajo su mandato había repetido que el Sodalicio no tenía carisma fundacional, como declaró sin vergüenza alguna al diario La República en una entrevista publicada el 22 de enero de este año:

«Un segundo punto muy importante, que no es nada nuevo, es que a partir de la constatación de la falta de un carisma fundacional, y esto la Conferencia Episcopal lo viene repitiendo años y años atrás; entonces, frente a la falta de un carisma fundacional con el señor Luis Fernando Figari y, además de eso hemos escuchado las causas, los pormenores y las consecuencias de este acontecimiento para las diócesis del Perú y de la decisión del Papa Francisco, que ya es conocida, de suprimir dicha sociedad de vida apostólica».

Posteriormente, de 1999 a 2011, Pérez Guadalupe fue director de la Comisión Diocesana de Pastoral Social de la Diócesis de Chosica (al este de la arquidiócesis de Lima) y del Instituto de Teología Pastoral Fray Martín, colaborando con el obispo Mons. Norberto Strotmann. Fue en el año 2000, cuando yo aún mantenía vínculos con el Sodalicio, que Pérez Guadalupe me invitó participar como docente del Curso de Teología a Distancia, dirigido principalmente a catequistas y profesores de religión de provincias. Acepté gustosamente, y fue allí donde tuve una experiencia de la Iglesia como Pueblo de Dios como nunca antes la había tenido, lo cual contribuyó a mi proceso de desintoxicación de la mentalidad sodálite, que culminaría recién en el año 2008.

En las conclusiones de su libro censurado, Pérez Guadalupe escribía lo siguiente:

«Aunque yo personalmente prefiero no utilizar el término ‘sectas católicas’ sino más bien el de ‘élites católicas’ (indicando con esto la actitud grupal de superioridad frente al resto de católicos), es indiscutible que cada vez aumenta el número de autores católicos que no sólo han comenzado a hablar de actitudes sectarias dentro de la Iglesia sino que inclusive llaman ‘sectas’ a nuestros Movimientos Apostólicos. Es indudable que hay algunos grupos al interior de la Iglesia que están creando problemas justamente por su actitud cerrada y exclusivista. Habría que investigar aquí, hasta qué punto estos grupos están formando pequeñas iglesias al interior de la católica, o hasta qué punto estos grupos, moderadamente, son el futuro de nuestra pastoral católica».

Aunque tardíamente, las investigaciones ya se están haciendo o se han hecho parcialmente. Y las palabras de Perez Guadalupe resultaron proféticas: los grupos con actitudes cerradas y exclusivistas, como el Sodalicio, resultaron ser menos católicos de lo que se pensaba.

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[El dedo en la llaga] El anuncio de la obra teatral “María Maricón” de Gabriel Cárdenas Luna en el marco del festival de artes escénicas “Saliendo de la Caja” organizado por el Centro Cultural de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) ha generado reacciones airadas de parte de colectivos católicos, la Conferencia Episcopal Peruana, el Ministerio de Cultura, el Congreso de la República y diversos personajes vinculados a las tendencias más ultraconservadoras del catolicismo peruano. ¿Está justificada esta reacción que no sólo pretenderse quedarse en protestas declarativas, sino que busca una censura de la obra, a fin de que no sea representada ante el público de ninguna manera?

El resumen del contenido de la obra que aparece en el folleto del festival no parece ser motivo suficiente para estas reacciones hiperventiladas:

«Obra escénica testimonial que explora el conflicto entre la religión y el género, a través de la deconstrucción de diferentes vírgenes y santas católicas. Utilizando danzas folklóricas peruanas, cantos y textos religiosos y populares, además de la experiencia de vida personal del performer principal quien es homosexual, la obra teje una narrativa compleja y emotiva que desafía las normas establecidas y celebra la diversidad».

Lo que ha suscitado tantas iras santas es el título mismo de la obra, y sobre todo el afiche, donde aparece un hombre vestido con una ornamentación que suelen vestir las imágenes sagradas de la Virgen María en el panteón de la devoción católica.

En esta línea va el comunicado de la Conferencia Episcopal Peruana, que dice defender «la libertad de expresión. Sin embargo, consideramos, que no es un derecho absoluto y tiene límites, sobre todo cuando riñen con otros derechos como la libertad religiosa, la fe y la devoción del pueblo peruano. Estos límites adquieren mayor rigor si tenemos en cuenta que la PUCP es una universidad católica y pontificia que debe transmitir los valores cristianos y está sujeta a las Enseñanzas y Magisterio Pontificio». Por otra parte, el Ministerio de Cultura «invoca el respeto por los símbolos religiosos, que son patrimonio de nuestro país. El título de la obra y la forma en que se presenta el afiche, con la imagen de un varón que reemplaza la figura de María de Nazareth, atenta contra tres elementos de la fe católica que se recogen en la Sagrada Tradición de la Iglesia Católica, la Sagrada Escritura y el propio Magisterio de la Iglesia». 

Lo que no queda claro es cómo una obra de teatro —o su promoción mediante un afiche— puede atentar contra la libertad religiosa, si consideramos el inciso 3 del artículo 2 de la Constitución Política del Perú:

«Toda persona tiene derecho: A la libertad de conciencia y de religión, en forma individual o asociada. No hay persecución por razón de ideas o creencias. No hay delito de opinión. El ejercicio público de todas las confesiones es libre, siempre que no ofenda la moral ni altere el orden público».

¿Acaso la obra y su afiche impiden que los católicos puedan ejercer libremente sus creencias religiosas? Lo que sí atenta contra libertades constitucionales es censurar la obra e impedir que puedan acceder a ella los que quieran verla. Soy católico, pero no comparto la necedad de Mons. Miguel Cabrejos, quien firma el comunicado de la Conferencia Episcopal Peruana en su calidad de presidente de esa entidad.

¿Hasta qué punto se deben respetar los símbolos religiosos? En la medida en que se respeta a la persona humana y sus creencias. Pero eso no anula la posibilidad de recurrir a la sátira cuando hay motivos suficientes para ello. Y la creación artística abre esas posibilidades. En ese sentido, es legítimo satirizar cualquier símbolo, sea el que fuere. Si se cree que no se puede hacer con los símbolos del catolicismo, entonces no se podría hacer con los del islamismo, del nazismo, del comunismo, del capitalismo, etc. Y en toda sátira hay ineludiblemente una vena crítica que ofende a algunos. Como decía un cura jesuita ya fallecido: son los gajes de la democracia.

¿Significa eso que en el arte todo está permitido? El límite es lo delictivo. Si una obra justifica la discriminación, el racismo y el odio a minorías, o hace apología de conductas criminales, entonces ya no es libertad de expresión sino delito. La valoración de “María Maricón”, una obra que hasta ahora nadie ha visto, debe hacerse sobre la base del contenido de la obra, no del afiche, que no configura ningún delito.

Por otra parte, toda imagen icónica o sagrada de María es una creación humana que se ha generado en determinados contextos sociales e históricos, y ninguna representa fidedignamente a la María de carne y hueso que habría vivido a inicios del siglo I en la pequeña localidad de Nazaret. Si me preguntan, ella debió parecerse más a cualquier mujer palestina que habita la franja de Gaza. Por lo tanto, satirizar artísticamente una imagen de la Virgen María no constituye necesariamente una falta de respeto a la madre histórica de Jesús.

¿Y qué decir de aquellos que exigen que la universidad que está detrás del festival censure la obra porque no es compatible con los valores cristianos que ella representa? Debo aclarar que se llama Pontificia Universidad Católica del Perú, no Pontificia Universidad Católica Conservadora Fundamentalista y Fanática del Perú. La libertad de conciencia está entre uno de los valores fundamentales que, como entidad católica, debe salvaguardar. Además, no se necesita ser católico para estudiar en esa universidad y la libertad de expresión del estudiante debe quedar incólume. Existe el derecho a la crítica y a la sátira, caiga quien caiga.

Hay quien ha hecho el paralelo con sociedades islámicas, donde una falta de respeto a la figura de Mahoma acarrea consigo reacciones violentas y sanciones crueles, incluyendo la muerte. Pero hacer este paralelismo entre católicos y musulmanes es improcedente. La mayoría de los musulmanes que conozco no son así, y eso se da sólo en sociedades teocráticas gobernadas por islamistas radicales y fanáticos. ¿Es que también son así los católicos? La mayoría de católicos no son así, predispuestos al fanatismo y a la violencia verbal … e incluso física.

¿Nos hallamos ante una blasfemia, como ha afirmado el pseudo-periodista Alejandro Bermúdez, expulsado del Sodalicio de Vida Cristiana por el Papa Francisco?

El Catecismo de la Iglesia Católica define así el pecado de blasfemia:

«La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios. Santiago reprueba a “los que blasfeman el hermoso Nombre (de Jesús) que ha sido invocado sobre ellos” (St 2, 7). La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión».

Es decir, para cometer una blasfemia es requisito creer en Dios, la Iglesia, los santos y las cosas sagradas. Eso no aplica para no creyentes. Manifestar algo ofensivo respecto a cosas en cuya existencia no se cree no califica como blasfemia. Y los creyentes no pueden pretender que a los no creyentes se les aplique las mismas normas morales que valen para ellos.

Además, Bermúdez se olvida de que quien ofendió a la gente religiosa y piadosa de su tiempo fue Jesús mismo, según cuentan los Evangelios. Fue acusado en varios momentos de cometer blasfemia. Tan ofendidos se sintieron los sacerdotes judíos y los fariseos, cumplidores de la Ley, que conspiraron para matarlo y decidieron entregarlo a las autoridades romanas para su ejecución cuando interpretaron una de sus frases ante el Sanedrín como una blasfemia contra Dios.

Lo que sí se puede decir con propiedad es que el Sodalicio es una institución blasfema, pues recurre al nombre de Dios para justificar abusos de todo tipo y prácticas criminales. Y contra esas blasfemias no veo que hayan protestado con tanta vehemencia ni los católicos tradicionales ni la mayoría de los obispos peruanos.

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El cine nació como una atracción de feria. La posibilidad de captar imágenes en movimiento y proyectarlas ante un público, gracias al invento del cinematógrafo por obra de los hermanos Lumière, fue aprovechado por éstos para montar un negocio rentable mediante cortos que no llegaban al minuto y que mostraban escenas de la vida cotidiana: trabajadores saliendo de una fábrica, la llegada de un tren a una estación ferroviaria, bañistas lanzándose al mar desde un muelle, obreros demoliendo un muro, por mencionar algunos ejemplos. Los hermanos Lumière no vieron entonces el potencial que tenía su invento, llegando a afirmar que «el cine es una invención sin ningún futuro».

En ese entonces no se imaginaban que habían dado inicio a lo luego que se conocería como el Séptimo Arte, una expresión cultural que sirve no sólo para retratar documentalmente la realidad, sino también para contar historias ficticias —ancladas en la realidad o en la fantasía—, para expresar ideas y sentimientos, para experimentar con imágenes, para enriquecer la condición humana. «El cine debe ser más grande que la vida», ha dicho una vez el cineasta español Álex de la Iglesia.

Por cierto, no me refiero a ese cine comercial que sigue siendo atracción de feria, buscando atraer espectadores a través de tramas banales, efectos especiales que fungen de golosina para los ojos y cuyo único fin es el entretenimiento de las masas y las ganancias de los productores.

El creador del lengua cinematográfico propiamente dicho fue David Wark Griffith (1875-1948), quien no se limitó a grabar teatro filmado con cámara fija, sino que aplicó para entonces nuevas técnicas —entre ellas, movimiento de cámara, ángulos diversos y la edición del film tal como se conoce hasta ahora— en su película “El nacimiento de una nación” (“The Birth of a Nation”, 1915). Narrando la historia de dos familias en el contexto de la Guerra de Secesión y las consecuencias posteriores, Griffith plasma una obra de aires épicos, pero a la vez polémica, pues defiende el supremacismo blanco y justifica el racismo. El retrato heroico del Ku Klux Klan que presenta Griffith en su película sirvió para el renacimiento de esta nefasta institución en los Estados Unidos del siglo XX. Curiosamente, el lenguaje cinematográfico tal como lo conocemos nació de la mano de una propuesta política cuestionable, precursora del fascismo.

Pero también hay obras del cine que van en la dirección contraria. Tomemos el ejemplo de Fritz Lang (1890-1976), autor de varias obras maestras del cine mudo y sonoro. Su film mudo de ciencia-ficción “Metropolis” (1927) fue la primera de las pocas películas que han sido recogidas para su conservación en el programa Memoria del Mundo de la UNESCO. Pero fueron sus dos primeras películas sonoras las que sufrirían posteriormente censura durante el régimen nazi, debido a su trasfondo político.

En “M” (1931) Lang describe el ambiente de paranoia en una ciudad —que parece ser Berlín— debido a las acciones de un escurridizo asesino de niños, cuya identidad nadie sabe, lo cual hace que todos sospechen de todos. En su búsqueda del asesino, la policía realiza frecuentemente redadas, realizando muchas veces detenciones arbitrarias y abusando de su poder. El crimen organizado, cuyas actividades delictivas se ven amenazadas por las continuas redadas de la policía, decide también por su parte unirse a la búsqueda del asesino con el fin de eliminarlo, para lo cual recurre a la asociación de mendigos, a los cuales remunera por sus servicios. En la escena final, cuando el asesino Hans Beckert es capturado por miembros del crimen organizado, habrá una pantomima de juicio en un sótano, donde los cabecillas de la mafia harán de jueces que ya tienen la decisión tomada (pena de muerte) antes de que comience el juicio e independientemente de lo que diga la defensa del acusado. Una clara referencia al nazismo que estaba tomando fuerza en esos últimos años de la República de Weimar, a lo cual se suma al abuso de autoridad de las fuerzas policiales que representan al Estado. La película de Lang también reflexiona sobre lo que el pueblo está dispuesto a entregar por un poco de seguridad: su apoyo al crimen organizado y su libertad. Como ocurrió efectivamente cuando a Hitler le fue concedido el puesto de canciller en la agonizante democracia alemana de 1933.

La otra película sonora de Lang, “El testamento del Dr. Mabuse” (“Das Testament des Dr. Mabuse”, 1933), es una secuela de la película muda en dos partes “El doctor Mabuse” (“Dr. Mabuse der Spieler”, 1922), también dirigida por Lang, que pretendió ser un cuadro de los tiempos de la República de Weimar. El Dr. Mabuse, una mente criminal que quiere dominar el mundo a través del terror, no es sólo una representación del poder del mal, fruto de una psique sociopática, sino que es símbolo de todos los factores negativos de la sociedad alemana después de la Primera Guerra Mundial. El dinero falso sin valor creado por Mabuse refleja al marco alemán casi sin valor durante la hiperinflación a causa de la impresión excesiva de dinero por parte de la República de Weimar para pagar las reparaciones de guerra. Los vaivenes del mercado de valores, las salas de juego, la delincuencia desenfrenada y las miserables condiciones de vida de los pobres que se muestran en en el film son reflejo de la situación en Alemania en ese momento.

En “El testamento del Dr. Mabuse”, éste, recluido en el asilo psiquiátrico del Dr. Baum, escribe sus planes criminales, que extrañamente van siendo ejecutados por una banda criminal. Cuando el inspector Lohmann —el mismo que aparece en “M”, la anterior película de Lang— consigue seguirle la pista al Dr. Mabuse, éste fallece repentinamente, pero su espíritu sigue ejerciendo su poder hipnótico y realizando sus planes a través del Dr. Baum —quien admira a Mabuse como si si tratase de un genio— y de otros miembros del hampa. El objetivo de Mabuse en la película consiste en establecer un “reinado del crimen”, a lograrse mediante la intimidación y el terror hacia la población. También se aborda el tema del método de trabajo burocrático y dividido en tareas de la «organización», en la que casi nadie cuestiona el sentido de sus actos criminales individuales —por ejemplo, el asesinato de testigos—. El método principal para la transmisión de órdenes dentro de la organización son medios técnicos anónimos como notas, teléfonos y altavoces. Lang afirmó en 1943, en una nota que escribió para una proyección de la película en Nueva York, que ésta debía entenderse como una alusión crítica a los nacionalsocialistas, cuyo líder Adolf Hitler había escrito su obra programática “Mi lucha” (“Mein Kampf”) en prisión. Según Lang, a los criminales se les habían puesto en la boca consignas y creencias del naciente estado nazi.

Joseph Goebbels, Ministro de Propaganda del Tercer Reich, anotó sobre esta película en su diario: «Muy emocionante. Pero no se puede aprobar. Instrucción para el crimen». La película fue prohibida el 29 de marzo de 1933.

“M” también había sido prohibida poco después de que los nazis tomaran el poder, no obstante lo que Joseph Goebbels había anotado en su diario, interpretando mal obra: «Por la noche, vi con Magda la película ‘M’ de Fritz Lang. ¡Fabulosa! Contra el sentimentalismo humanitario. ¡A favor de la pena de muerte! Bien hecha. Lang será nuestro director algún día. Es creativo». Sueño que nunca se cumplió, pues poco después de la prohibición de la película sobre Mabuse, Lang huyó a París y al año siguiente migro a los Estados Unidos para rodar películas para la Metro-Goldwyn-Mayer. Peter Lorre, el intérprete del asesino en “M”, ya había huido anteriormente debido a a su ascendencia judía.

Era evidente que Goebbels terminó comprendiendo la crítica velada al nazismo que encerraban ambas películas, por lo cual su prohibición —en un régimen que no permitía la libertad de expresión— era una medida que se desprendía necesariamente de su ideología autoritaria

Goebbels dirigió la producción cinematográfica alemana de la época nazi, que incluyó algunas películas de propaganda política, pero en su mayoría productos comerciales de consumo mayoritario, que tenían tan buena calidad como ligereza y banalidad, rodados por directores mediocres que no tuvieron ningún problema en agachar la cabeza ante el poder dominante del fascismo alemán. Son películas que hubieran podido competir con lo que producía Hollywood en ese momento (dramas, comedias, musicales), pero que difícilmente despertaban la reflexión y más bien conducían a la satisfacción con una vida burguesa sin ninguna crítica al estado de las cosas y sin mayores horizontes.

¿Qué tiene esto que ver con la recientemente aprobada ley de cine de Adriana Tudela, congresista de Avanza País, quien ha dicho: «Lo que se ha establecido en la nueva ley es una cláusula que es sumamente razonable y de sentido común, que establece que el Estado no debe financiar proyectos cinematográficos que tengan publicidad, que puedan favorecer partidos o movimientos políticos, ni que atenten contra principios constitucionales del Estado de derecho»? Al igual que Goebbels durante el el Tercer Reich, propone que el Estado examine los guiones y determine si éstos cumplen con las condiciones indicadas, lo cual se presta a interpretaciones subjetivas y a la denegación de financiamiento para proyectos cinematográficos que sean críticos del Estado peruano y de sus instituciones. En otras palabras, una forma velada de censura, contraria a los principios democráticos y a la libertad de expresión. Parecería que Tudela sólo quiere que cuenten con posibilidades de realización los proyectos cinematográficos que exalten al Estado peruano y a los líderes de la derecha, que puedan ser utilizados con fines turísticos o que cuenten con temáticas inocuas pero grandes posibilidades comerciales para satisfacción de la mentalidad burguesa limeña.

Lo que sí está fuera de toda duda es que Adriana Tudela no sabe nada de cine como arte y que el arte auténtico nunca ha sido puramente decorativo, sino que siempre ha tenido un carácter subversivo, que invita al cambio y a comprometerse por una humanidad mejor, libre y sin cadenas mentales ni espirituales.

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El reciente intento del gobierno de Dina Boluarte, mediante el Ministerio de Educación conducido por Morgan Quero, de retirar 22 libros de educación básica ha desatado una justificada ola de críticas desde la academia y la sociedad civil. Estos libros contienen términos como «conflicto armado», «conflicto social», «dictadura», «ideología de género», «aborto» y «educación sexual integral», considerados adversos a la narrativa promovida por el fujimorismo y otras bancadas conservadoras, como Renovación Popular y Avanza País, entre otras. Esta acción representa una amenaza a la libertad de expresión y al derecho a la información.

La censura de estos términos es una maniobra para manipular la información y la historia. Este acto busca reforzar la impunidad para militares y políticos, generalizando el uso del término «terrorista» para deslegitimar a los opositores del gobierno y minimizar los crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado y sus fuerzas del orden. Esta estrategia de manipulación histórica no solo tergiversa la verdad, sino que también distorsiona la percepción pública de eventos trascendentales, afectando la memoria colectiva.

Eliminar términos como «conflicto armado interno» es particularmente preocupante. La inclusión de este término en los textos escolares permite a los estudiantes entender el contexto y las características del conflicto ocurrido en el país, el cual tuvo profundas implicaciones sociales, políticas, económicas y culturales. Eliminar este término distorsiona la comprensión de estos eventos cruciales y su impacto en la historia nacional.

El silencio del Congreso ante esta grave situación es alarmante. A pesar de la polémica generada, ningún legislador ha citado al ministro Quero para que rinda cuentas, y varios congresistas vinculados al ámbito educativo han optado por la complicidad del silencio. Este mutismo institucional no solo evidencia una falta de compromiso con la defensa de una educación libre y plural, sino que también sugiere una preocupante alineación con las políticas de censura y manipulación del régimen de Boluarte.

En un país como el Perú, marcado por una historia de conflictos y dictaduras, es vital que la educación refleje de manera fiel y completa los acontecimientos del pasado. La manipulación de la verdad y la historia desde el Ministerio de Educación no solo traiciona el legado de aquellos que lucharon por la democracia y los derechos humanos, sino que también hipoteca el futuro de las nuevas generaciones.

Es imperativo que la sociedad civil, los académicos y los defensores de los derechos humanos se unan para resistir estos intentos de censura. La educación debe ser un espacio de libertad y verdad, donde se fomente el pensamiento crítico y se promueva una comprensión profunda y matizada de nuestra historia y realidad contemporánea. Solo así podremos construir una democracia sólida y una sociedad justa y equitativa.

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En la era de la información ilimitada y las opiniones inagotables, surgen unos héroes improbables: los censores modernos. Equipados con una moralidad autoimpuesta y una lista interminable de temas tabú, como el terrorismo, los derechos humanos y el conflicto armado interno, estos defensores de la sensibilidad pública están decididos a salvarte de ti mismo.

¿Quiénes son estos adalides de la moderación? Son individuos selectos, cuidadosamente elegidos por su capacidad para detectar el más mínimo atisbo de controversia en películas, libros y cualquier medio de expresión imaginable. Su misión es simple: protegerte de cualquier idea que pueda hacerte pensar demasiado, cuestionar el status quo o las historias oficiales.

Armados con bolígrafos rojos y una firme convicción en su propia infalibilidad moral, los censores modernos se abalanzan sobre el arte, la literatura y el cine como cazadores furtivos en busca de presas peligrosas. ¿Una palabra mal colocada? ¡Censurada! ¿Un personaje que desafía las normas sociales? ¡Censurado! ¿Una trama que puede ofender a alguien? ¡Por supuesto, censurada!

Pero no se preocupen, ciudadanos y ciudadanas, estos guardianes de la moralidad están aquí para protegerles. ¿Quién necesita libertad de expresión cuando puedes tener una versión pasteurizada del arte, la literatura y el cine? ¿Quién necesita diversidad de ideas cuando puedes tener un pensamiento único como el “pensamiento Fujimori” (Rosangella Barbarán dixit), convenientemente filtrado y empaquetado para tu consumo?

Y así, mientras los censores modernos patrullan las fronteras de lo políticamente correcto, nosotros, el público, nos hundimos cada vez más en un mar de mediocridad intelectual. Después de todo, ¿quién necesita desafiar sus propias creencias cuando puedes tenerlas validadas constantemente por aquellos que saben lo que es mejor para ti?

Ah, pero hablemos de un incidente reciente que ha capturado la atención de todos: la cuasi censura de la película «La piel más temida» por parte de Paco de Piérola, el censor más vigilante de la industria cinematográfica nacional. ¿Qué fue lo que le molestó a Piérola? ¿Quizás el reflejo incómodo de la sociedad en el espejo del cine? ¿O tal vez la audacia del cineasta Joel Calero de desafiar las convenciones narrativas y mostrarnos la complejidad de las personas ante situaciones difíciles? No, nada de eso. Fue simplemente que la palabra “terrorista” no se mencionó 666 veces para evitar que se “romantice el terrorismo”. ¡Qué barbaridad!

Y como si la tarea de censurar películas y libros no fuera suficiente, ahora también tenemos la propuesta de la participación de militares y policías dispuestos a decirnos qué es lo que podemos ver y qué no en el cine. ¿Quién necesita críticos de cine cuando puedes tener a un sargento dictando tus preferencias cinematográficas? Porque, claramente, lo que necesitamos en nuestra vida ya abrumada por decisiones es que un oficial nos diga si una película es apta para nuestro consumo cultural. ¡Qué alivio saber que nuestras fuerzas armadas estarán dedicando tiempo y recursos a protegernos de las tramas peligrosas y de las palabras no dichas!

Entonces, levantemos nuestras copas a los censores modernos, esos guardianes incansables de la ignorancia y la monotonía. Porque en un mundo donde la libertad de expresión es una molestia y el pensamiento crítico es un lujo, su labor es verdaderamente invaluable. ¡Larga vida a la censura moderna! O mejor dicho, ¡no tan larga, por favor!

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Ha sido políticamente muy significativa la merecida censura al ministro del Interior, Vicente Romero. Que Fuerza Popular haya aportado su contingente de votos parlamentarios a esa causa merece un análisis político, anteponiendo la atingencia de que es una lástima que no se hayan sumado a ella las otras dos bancadas de derecha, Renovación Popular y Avanza País.

Resulta imperativo que la derecha marque distancia de este fallido y mediocre gobierno, que tenía en el tema de la inseguridad ciudadana una cima de incompetencia, con un ministro que no tenía la menor idea de qué hacer al respecto.

Lamentablemente, la opinión ciudadana identifica a este gobierno y a su tácito pacto con el Congreso como una gran coalición de derecha, y esa circunstancia, aderezada por la inmensa desaprobación al régimen, generaba un estado de cosas atentatorio de las posibilidades políticas futuras de este sector del espectro ideológico.

En aras de su duración hasta el 2026, el Legislativo se había aconchavado con el Ejecutivo, dándole argumentos a la percepción popular de un pacto vergonzoso entre ambos poderes del Estado.

Con decisiones radicales como la de ayer, se puede empezar a romper esa percepción, el Congreso empezar a recuperar un rol fiscalizador necesario frente a un gobierno tan inoperante en materias urgentes, como la inseguridad ciudadana, la crisis económica y la prevención del Niño (los siguientes interpelados deberían ser el titular del MEF y la ministra de Vivienda).

Y de paso, la derecha empezar a tomar distancia de la debacle institucional, social, económica y política en la que el país está sumido, en gran medida por la funesta gestión del izquierdista Pedro Castillo, cuya salida intempestiva le ha permitido, paradójicamente, a la izquierda, presentarse ahora como auroral y virginal oposición, asomándose como alternativa para el 2026, dado el creciente ánimo antiestablishment que dicha debacle produce.

La censura al ministro del Interior puede ser el inicio de una gran recolocación política de la derecha y permitirle así mejores posibilidades en las elecciones presidenciales venideras. Ojalá siga ese camino y en la próxima ocasión no sea solo el fujimorismo el abanderado de ese giro político estratégico.

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Dada la tara política del gobierno, la misma que parece irreversible e irremediable, el Congreso opositor va a tener que tomar iniciativas que se entrometan en responsabilidades ejecutivas. Aquí, algunas sugerencias al respecto y otras, propiamente legislativas:

-Debe definir el tema de la incapacidad moral permanente. O se restringe a una perturbación psíquica inhibitoria de las responsabilidades presidenciales o se extiende a serios indicios de corrupción palaciega que comprometan la figura presidencial y justifiquen, sin mácula constitucional, el uso de la vacancia como recurso válido, tanto jurídica como políticamente.

-Precisar la prohibición de que el Estado ejerza función empresarial alguna. Hoy no se puede crear una empresa pública sin ley del Congreso, pero Petroperú y Sedapal sí pueden coexistir. Son, podría decirse, preconstitucionales. Pues bien, debería impedirse que sigan funcionando y que se proceda a su privatización. Eso puede ser tarea del actual Congreso y así nos evitaríamos el desastre que ha anunciado ayer el Presidente de hacer que Petroperú vuelva a explorar y explotar (cada pozo explorado será un colegio o un hospital tirado al tacho).

-Modificar las leyes de descentralización. Es, la historia de los últimos 21 años lo confirma, un fracaso. No ha servido para darle mayor poder económico a las regiones, no ha generado una clase política provinciana educada y con solvencia técnica, no ha generado una tecnocracia pública, no ha mejorado los indicadores de salud y educación, salvo muy honrosas excepciones, y, más bien, ha alimentado una horda de caciques corruptos e ineficientes que han hurtado o dilapidado los recursos públicos.

-Disponer que los ascensos militares y designaciones diplomáticas pasen por decisión del Congreso. Si se precisa reformar la Constitución, pues habrá que hacerlo. Hay que poner todos los candados posibles a cualquier intento de copamiento de dos entidades tutelares de la República. Ya hemos tenido más que suficiente con éste y anteriores gobiernos que han deshecho el escalafón militar por puro cálculo político subalterno, bajo la creencia torpe de que controlando las Fuerzas Armadas se evita la posibilidad de un quimérico golpe de Estado.

-Censurar ministros con mayor rapidez. No puede ser que se demoren casi cien días en arreglar los entuertos de alguien como el exministro de Educación, Carlos Gallardo. Se necesita mayor celeridad. Por si los congresistas no lo recuerdan o saben, no se necesita interpelar previamente para censurar a un ministro descalificado moral o técnicamente para ejercer el cargo. Si Castillo no enmienda rumbos, esta potestad política de la censura va a ser determinante para evitar que el país se vaya al despeñadero.

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