El lado oscuro de la felicidad en el Sodalicio

“...lo que uno entregaba era su libertad, su proyecto de vida, sus oportunidades de desarrollo personal, su futuro, su pensamiento y su conciencia para poder gozar de esa felicidad que terminaba despojándolo a uno de su propia identidad”.

No todo es malo en el Sodalicio, dicen algunos. Hay mucho de bueno en él, sobre todo en la vida comunitaria. No lo puedo negar. La razón por la que permanecí tantos años en la institución fue por los momentos de felicidad allí experimentados, que ayudaban a soportar los abusos que uno tenía que sufrir. No hay otra manera de explicar el atractivo que ejercía el Sodalicio sobre jóvenes y adolescentes, siendo quizás ésa la razón por la que la institución sigue contando con tantos defensores acérrimos y miembros cautivos.

En honor a la verdad, tengo que reconocer que era más frecuente ver a Figari sonriente que con rostro adusto; que Germán Doig, por lo general, siempre tuvo un trato respetuoso y cordial hacia mí; que las mejores Navidades de mi vida las pasé en las comunidades sodálites; que los momentos comunitarios, aunque a veces podían ser duros e invasivos de la privacidad de las conciencias, solían ser momentos de gozo compartido, de risas joviales y alegría contagiosa.

No extraña que la canción “Vivir entre hermanos” del grupo Takillakkta, una versión rimada y musicalizada del Salmo 133, se haya convertido en el Sodalicio prácticamente en un himno que ensalza la vida comunitaria:

Reunidos todos juntos / al calor de la hermandad / de cristianos combatientes, / amigos de la verdad, / muy alegres celebramos/y con el salmo cantamos:

Es cosa linda entre hermanos / el vivir en buena unión / como frasco de loción / derramado en abundancia / que llena con su fragancia / el poncho del viejo Aarón.

Sin embargo, toda esta felicidad sodálite tenía un precio muy alto, un costo humano cuyo valor no se llegaba a conocer hasta que aparecían las primeras grietas en ese muro de ensueño, y que tuvieron trágicas consecuencias de por vida para muchos de los que tomamos la decisión de separarnos de la institución. Pues lo que uno entregaba era su libertad, su proyecto de vida, sus oportunidades de desarrollo personal, su futuro, su pensamiento y su conciencia para poder gozar de esa felicidad que terminaba despojándolo a uno de su propia identidad. Era sólo una quimera, un canto de sirena que terminaba estrellándolo a uno contra las rocas de un mar proceloso y desconocido.

No se trata de un fenómeno nuevo. Algo semejante describe el escritor y periodista Sebastian Haffner (1907-1999) —cuyo verdadero nombre era Raimund Pretzel— en un su libro “Historia de un alemán. Los recuerdos 1914-1933” (“Geschichte eines Deutschen: Die Erinnerungen 1914-1933”, BestBook, Stuttgart/München 2004), terminado en 1939 pero publicado póstumamente.

Por consejo de su padre, Haffner había iniciado estudios en derecho. Una vez que Hitler llega al poder, como abogado en formación (pasante) tuvo que participar en el otoño de 1933 en una capacitación “ideológica” y entrenamiento militar en el campamento de pasantes de Jüterbog (Brandenburgo). Lo que describe en su libro sobre la “camaradería” de los participantes en el campamento apenas se diferencia de la “vida comunitaria” de los sodálites de las casas de formación y de comunidad.

«Gemí y traté con todas mis fuerzas de no seguir pensando. Me di cuenta de que estaba completamente atrapado. Nunca debí haber ido al campamento. Ahora estaba atrapado en la trampa de la camaradería.

Durante el día no había tiempo para pensar ni oportunidad para ser “yo”. Durante el día, la camaradería era una dicha. Sin duda alguna, florece una especie de dicha en tales “campamentos”, precisamente la dicha de la camaradería. Era una dicha correr juntos por el campo en la mañana, estar desnudos bajo los cálidos chorros en el cuarto de duchas, compartir juntos los paquetes que de vez en cuando llegaban de casa, compartir juntos la responsabilidad de algo que uno u otro había hecho, ayudarse unos a otros en mil pequeñeces y apoyarse mutuamente, confiar absolutamente el uno en el otro en todos los asuntos del día, tener batallas y peleas infantiles juntos, no diferenciarse en nada el uno del otro, nadar en una gran corriente de confianza y familiaridad ruda y segura… ¿Quién puede negar que todo eso es felicidad? ¿Quién puede negar que en el carácter humano hay algo que justamente anhela esto y que en la vida civil, normal y pacífica, rara vez obtiene  merecido reconocimiento?»

Con tono implacable, Haffner concluye por experiencia que «precisamente esta dicha, precisamente esta camaradería, puede convertirse en uno de los medios más terribles de deshumanización».

¿Se puede medir el valor de esta camaradería por el gozo que proporciona? Nuestro autor tiene sus dudas:

«El hecho de que haga feliz por un tiempo, no cambia nada en lo más mínimo. Corrompe y deprava al ser humano como ningún alcohol u opio lo hace. Lo incapacita para una vida propia, responsable y civilizada».

Los siguientes fragmentos también se pueden aplicar a lo que es el sentimiento comunitario en las comunidades sodálites. Si no supiéramos que está describiendo prácticas del nazismo, podríamos creer que está pintando un cuadro de lo que ocurre ad intra en el Sodalicio.

«La camaradería, para empezar por lo más central, elimina por completo el sentido de la responsabilidad personal, tanto en el sentido civil como, peor aún, en el religioso. La persona que vive en la camaradería está exenta de toda preocupación por la existencia, de toda dureza en la lucha por la vida. Tiene su campamento en el cuartel, tiene su comida y su uniforme. Su rutina diaria está prescrita de hora en hora. No necesita preocuparse lo más mínimo. Ya no está bajo la dura ley de “cada uno por sí mismo”, sino bajo la generosa y suave de “todos para uno”. Es una de las mentiras más irritantes que las leyes de la camaradería sean más duras que las de la vida civil individual. Son, más bien, de una blandura debilitante y solo se justifican para los soldados en la guerra real, para el hombre que debe morir: el pathos de la muerte es lo único que permite y soporta esta dispensa enorme de la responsabilidad de la vida. Y se sabe cuán incapaces son a menudo incluso los guerreros valientes que han vivido demasiado tiempo en el blando cojín de la camaradería para volver a encontrar su lugar en la dureza de la vida civil».

«…la camaradería ineludiblemente fija el nivel intelectual en el escalón más bajo, en el último nivel accesible. No tolera discusión; la discusión, en el compuesto químico de la camaradería, inmediatamente toma el color de queja y disputa, y es un pecado mortal. En la camaradería no prosperan los pensamientos, sino solo las ideas colectivas de la forma más primitiva, y éstas son inevitables; quien quiera escapar de ellas, se colocaría fuera de la camaradería».

«Era notorio cómo la camaradería activamente desintegraba todos los elementos de individualidad y civilización. El ámbito más importante de la vida individual que no se integra fácilmente en la camaradería es el amor. Pues bien, la camaradería tiene su arma contra eso: el chiste grosero. Todas las noches en la cama, después de la última ronda, se contaban chistes groseros con una especie de ritual. Esto forma parte del programa de hierro de toda camaradería masculina. Y nada es más erróneo que la opinión de algunos autores que ven en ello una salida para la sexualidad insatisfecha, una satisfacción sustitutiva y cosas por el estilo. Estos chistes no resultaban estimulantes ni lascivos; al contrario, su propósito era hacer que el amor pareciera lo más desagradable posible, acercándolo a la digestión y convirtiéndolo en objeto de burla. Los hombres que recitaban versos obscenos y usaban palabras vulgares para referirse a partes del cuerpo femenino, negaban así que alguna vez habían sido tiernos, enamorados, sinceros, que se habían esforzado por ser atractivos y habían usado palabras dulces para las mismas partes del cuerpo… Se mostraban rudamente por encima de tales dulzuras civilizadas».

Curiosamente, se trata de experiencias que yo mismo he vivido de manera muy similar en el Sodalicio de Vida Cristina. Las conclusiones de Haffner son demoledoras:

«…la tan alabada, inofensiva y bella camaradería masculina tiene algo verdaderamente demoníaco, profundamente peligroso. Los nazis sabían muy bien lo que hacían al imponerla como forma de vida normal sobre todo un pueblo. Y los alemanes, con su escasa aptitud para la vida individual y la felicidad individual, estaban terriblemente dispuestos a aceptarla, tan dispuestos y ávidos de cambiar los delicados, crecidos y aromáticos frutos de la peligrosa libertad por el embriagador fruto, cómodamente disponible a la mano, opíparo y jugoso de una camaradería general, indiscriminada y degradante…»

«Es como estar bajo un hechizo. Uno vive en un mundo de sueños y embriaguez. Se es tan dichoso en él y, al mismo tiempo, tan terriblemente minusvalorado. Tan satisfecho consigo mismo, y al mismo tiempo tan ilimitadamente horrible. Tan orgulloso, y tan sumamente vil e infrahumano. Uno cree estar caminando en las cumbres, pero se está arrastrando en la ciénaga. Mientras dure el hechizo, casi no hay remedio que valga contra él…»

Es ésta la felicidad que se ha vivido en el Sodalicio, cuyos efectos embriagadores se asemejan como copia al carbón a los de la camaradería nazi, la cual actúa —según Haffner— como un veneno: «los venenos pueden hacer feliz, el cuerpo y el alma pueden anhelar venenos, y los venenos pueden ser curativos e indispensables en su lugar. Sin embargo, siguen siendo venenos». Un veneno que la mayoría de los sodálites siguen dispuestos a tomar, ciegos al lado de oscuro de su felicidad sectaria.

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