Crítica

[EL DEDO EN LA LLAGA] Curiosamente, sin tener conocimiento de este estudio, esta realidad fue llevada a la pantalla en 1978 por el director de cine español Eloy de la Iglesia (1944-2006) en una película que en su tiempo fue considerada sensacionalista: “El sacerdote”. De hecho, algunos críticos de cine de la época calificaron sus películas de “groserías fílmicas”, pues el cineasta español no tuvo reparos en tocar temas provocadores en filmes como “El techo de cristal” (1971), “La semana del asesino” (1972), “Nadie oyó gritar” (1973), “Una gota de sangre para morir amando” (1973), “Juego de amor prohibido” (1975), “La otra alcoba” (1976), “Los placeres ocultos” (1977), “La criatura” (1977) y “El diputado” (1978). Por el naturalismo y la crudeza de sus películas, abordando temas incómodos, Eloy de la Iglesia ha sido comparado con cineastas como el italiano Pier Pasolini Pasolini, el alemán Rainer Werner Fassbinder y el español Pedro Almodóvar. Fuera de su afiliación al Partido Comunista de España, Eloy de la Iglesia compartía con los cineastas mencionados una condición humana de la cual nunca hizo un secreto y que se refleja en varias de sus películas: la homosexualidad.

Situándonos en Madrid de la segunda mitad de los años 60, cuando todavía Francisco Franco gobernaba España bajo el nacionalcatolicismo conservador compartido por la mayoría del clero —aunque en esos momentos ya se insinuaban algunos cambios modernizadores propiciados por el Concilio Vaticano II—, el film nos cuenta la historia del P. Miguel, un sacerdote de 36 años que entró al seminario a en su adolescencia —cuando solo tenía 14 años de edad— a instancias de su madre y que ahora se ve obsesionado por un impulso sexual que le lleva a sentirse atraído por una de sus feligresas y a tener continuamente visiones relacionadas con el sexo, como, por ejemplo, imaginarse a una chica en bikini de un anuncio echada sobre el altar cuando le está rezando a la Virgen, o imaginarse a una pareja de novios a la que está casando —ella ya embarazada— realizando el acto sexual, o durante un agasajo después de la Primera Comunión de los niños, imaginarse a su feligresa preferida realizando un coito anal con su esposo en medio de la celebración.

Cuando el P. Miguel le pide ayuda al P. Alfonso, párroco de una parroquia que —incluyendo a los dos mencionados— cuenta en total con siete sacerdotes, éste le achacará ser débil y no poder controlarse, por lo cual, a fin de evitar que entre en continuo contacto con los feligreses —que constituyen para él una tentación—, el obispo mismo decidirá relevarlo de sus obligaciones y le encomendará dedicarse a la catequesis de niños que se preparan para la Primera Comunión. Cuando el P. Miguel se sienta en el confesionario para confesar a los niños, se queda mirando las piernas de un infante de 8 años —que resulta ser el hijo de su feligresa— y se sentirá excitado sexualmente. Ya en el confesionario, cuando comienza a acariciar el rostro del niño, se levantará y huirá apesumbrado de la angustiante situación.

Todos sus esfuerzos por controlarse resultarán en vano. Incluso su visita a un cabaret, vestido de civil, en busca de una prostituta terminarán generándole angustia y sufrimiento. La prostituta le comentará ante su bochorno que tiene cara de cura, pero que eso es habitual, pues no sería el primer cura que acude al establecimiento en busca de sexo furtivo.

Lo cierto es que ni siquiera la autoflagelación y el uso de cilicios que se incrustan en su carne sangrante logran que el P. Miguel ahogue el deseo sexual que lo agobia. Por eso mismo, le confesará al Padre Alfonso lo siguiente:

«Es mentira que la carne sea débil. La carne es muy fuerte, y cuando ella manda, el espíritu no puede resistir. Es mentira, es mentira, P. Alfonso. Lo que de verdad es débil es el espíritu».

Cuando al final la feligresa la confiesa que se ha separado de su marido y que ella está enamorada de él, el P. Miguel cederá ante los impulsos naturales, teniendo sexo con ella, no sin un enorme sentimiento de culpa por considerar, según su visión moral, que ella está cometiendo adulterio y él, sacrilegio. En su locura obsesiva, el P. Miguel tomará la radical decisión de sacrificar la carne por el espíritu, y durante la Nochebuena se recluirá en su habitación para castrarse brutalmente con unas tijeras de jardinería.

Después de pasar por el hospital y una institución de salud mental, regresará a la parroquia, donde el P. Alfonso le comunicará que el obispo ha decidido que ya no puede seguir ejerciendo el sacerdocio. El diálogo generado constituye un diagnóstico certero de la condición enferma de la Iglesia católica:

«—Créame, me duele muchísimo no poder contar con usted. De verdad, a pesar de todo lo ocurrido, lo siento. Ya ve, el Padre Ángel ha dejado el sacerdocio para casarse. El Padre Luis y el Padre Manuel se han ido, cada uno por su camino. Ya no me quedan más que el padre Alberto con su música y el Padre Carlos con su inocencia. Cualquier día se irán ellos también. Y yo me quedaré solo, triste y viejo. Pero lo que más me preocupa es que esa soledad, esa tristeza y esa vejez son algo más que un problema mío. Son un problema para toda la Iglesia.

—Nunca imaginé que acabara usted mostrándose tan pesimista.

—Ya ve. Pero no crea. A veces releo la carta que me dejó el Padre Luis cuando se marchó y recupero los ánimos.

—¿Ah sí? ¿Y qué le dice?

—Escuche. Le voy a leer solamente el final. “Por eso, Don Alfonso, he tomado esta decisión. Porque creo que la Palabra de Dios es también Palabra de Dios al hombre, porque estoy convencido de que la salvación debe comenzar ya aquí ahora, en este mundo, en esta vida”. Fíjese, me he pasado la vida preocupado por la merienda, y ahora de viejo leo estas cosas, y ya ve, me emociono. Por eso le digo: no todo es pesimismo».

Todo ello se complementa con las últimas palabras que el P. Miguel, ahora un hombre destrozado con un futuro incierto, le dirige a la imagen del Cristo crucificado en el templo:

«¡Qué difícil resulta rezar cuando ya no se tiene fe! Pero me gustaría rezarte por última vez, incluso celebrar mi última misa. ¿Qué haces ahí crucificado durante tantos cientos de años? ¿A quién sirve? ¿A quién benefician tu sacrificio, tu dolor y tu sufrimiento? ¿Por qué? ¿Para qué? Siempre muestran tu mueca de dolor, tu corona de espinas, tus clavos en las manos y en los pies. Y, sin embargo, te tapan el sexo. Quizás te ocurre lo mismo que a mí. A ti también la Iglesia te ha castrado».

Somos testigos, pues, de la inmadurez afectiva y sexual de un hombre, castrado psicológicamente por un padre dominante y una madre sobreprotectora, que será incapaz de manejar sus afectividad y sus impulsos en la edad adulta, lo cual desemboca en una especie de paranoia obsesiva que lo hace proclive a las obsesiones sexuales e incluso lo podría hacer caer en la pederastia —cosa que no llega a ocurrir en el film—. Asimismo, se trata de un magistral retrato sociológico del catolicismo español de la época, donde se presentan personajes como el cura conservador nacionalsocialista, el cura progresista, el cura que decide colgar los hábitos y casarse, el cura dedicado a la música y que vive en su nube, el cura inocentón, el párroco conciliador que no toma partido por nadie en aras de la convivencia pacífica de personalidades tan distintas en su parroquia.

En su época la película obtuvo malas críticas:

«Un nuevo engendro fílmico que ensancha esa vía particular de cursilería melodramática, erótico-sociológico-política que con tanta insistencia cultiva Eloy de la Iglesia» (Pedro Crespo en el diario ABC, 9 de junio de 1979).

«En “El sacerdote” asistimos a la puesta en escena de una castración. Castrado —simbólicamente— por su madre cuando a los catorce años le envía a un seminario para que se convierta en cura, el padre Miguel asiste a un dramático desdoblamiento interno. […] El mayor defecto, el menos perdonable, del cine de De la Iglesia son sus personajes. Arbitrariamente construidos para servir a los didácticos objetivos de sus historias, sus personajes no resultan nunca creíbles, verdaderos. De la Iglesia es tan incapaz para retratar con un mínimo de objetividad a un diputado de derechas —“La criatura”— como a uno de izquierdas —“El diputado”— o a este atribulado sacerdote» (Fernando Trueba, en el diario El País, 1° de junio de 1979).

Aún así, la descripción más certera y exacta la hace el mismo director de la película:

«Es la historia de una obsesión, un hombre sin acceso a la vida sexual, castrado psíquicamente, que acaba castrado físicamente. […] Es una película agresiva y tremendamente popular, muy inmediata, cotidiana, que tiene una gran capacidad de sugerencia a todos los que hemos tenido una formación religiosa en la generación de los sesenta. Presenta la historia de un tipo determinado, un hombre castrado como ente sexual por su ideología y sus creencias determinadas. El hecho de que sea un sacerdote es un dato anecdótico, pero no del todo significativo. La película no lleva ninguna clase de mensaje o moral; quizá la tesis esencial sea la necesidad imperiosa de la libertad y el acceso a una libertad sexual». (Eloy de la Iglesia, el diario El País, 23 de mayo de 1979).

Se trata ciertamente de una película atrevida y provocadora que no podría realizarse en la actualidad, pues contiene escenas problemáticas, no solamente la de la excitación sexual del P. Miguel ante un niño, sino también un recuerdo de su infancia donde se baña desnudo con otros menores adolescentes, entre ellos compiten por ver quien tiene el miembro más grande y al final uno de ellos se folla una oca mientras otros se masturban en su presencia. O la misma escena de la autocastración, que no se anda con remilgos al momento de su puesta en imágenes.

Sin embargo, ante todo lo que se ha llegado saber sobre lo que ocurre en las trastienda de la Iglesia en ámbitos clericales y religiosos, la que alguna vez fue considerada una historia sensacionalista se queda corta, pues la realidad de la vida sexual secreta de los clérigos resulta mucho más cruda y descarnada de lo que revelaba este film profético.

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castración, Crítica, El sacerdote, película profética

Los últimos meses se ha hecho habitual ver a Carlos Alvarez en sus redes sociales pronunciándose sobre diversos temas de nuestra realidad política y social. Lo hace de una manera directa y en serio, dejando por momentos sus conocidos personajes e imitaciones.

Esta semana lo vimos aparecer en un video más duro criticando los estados de emergencia y la falta de respuesta de nuestras autoridades frente a la grave crisis de inseguridad que enfrentamos todos los peruanos.

“Si no pueden salvar al Perú de la delincuencia, ¡lárguense!” dice Alvarez dirigiéndose a alcaldes, congresistas y a la presidenta Dina Boluarte.


A estas alturas, muchos ya se preguntan si esta nueva faceta de Carlos Alvarez se quedará sólo en una fuerte crítica o si existe alguna posibilidad de que dé un paso más para ingresar a la política.

En agosto de este año, la columna PIE DERECHO de nuestro director Juan Carlos Tafur tituló ¿LA SORPRESA ALVAREZ? afirmando “Un personaje como Carlos Álvarez, que es disruptivo, pero no antisistema, sí podría hacerles frente a los Antauro, Bellido, Bermejo, Huillca y compañía, quienes ya se alistan para ser protagonistas de la jornada definitoria».

Para responder esta pregunta fuimos esta semana en busca del imitador quien se reafirmó en su crítica cruda a las autoridades por la inseguridad que vivimos y contestó la pregunta sobre la posibilidad de dar un paso más hacia adelante.

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Carlos Alvarez, Crítica, delincuencia, Entrevista

Los perros del paraíso, en cambio, parece ceñirse más a los patrones de una novela histórica convencional –aunque cuestiona y a veces ignora la historia canónica sobre el tema– desarrollando de esta forma un relato lineal y que nos hace ver, desde el inicio, el férreo convencimiento de Colón respecto de su empresa, las intrigas palaciegas, los requiebros de diversos personajillos que merodean la corte de los reyes católicos e incluso se desliza la posibilidad de un lance entre el almirante y la reina Isabel.

La novela se divide en cuatro partes, correspondientes a los elementos presentes en la cosmovisión de los nativos americanos: aire, fugo, agua y tierra. Su propósito es sin duda desmitificador, la novela no parece desear tanto establecer verdades inamovibles sobre la conquista como sí invitar a repensarla. Su lenguaje, que llamaré “poco argentino” es decididamente barroco, algo no muy frecuente entre novelistas rioplatenses, hecha la excepción de Mujica Láinez.

Ambas novelas tienen en común inscribirse en un proyecto que desde la ficción revisa los hechos históricos y trata de colocarlos a una dimensión creativa, es verdad, pero también plenamente crítica. Quizá el valor de estas narraciones no es el mismo que puede tener una fuente histórica, de acuerdo, pero sus retratos suelen ser poderosos y convincentes y eso no es poco decir. Captar el espíritu de una época, trazar las oscuras líneas que conforman el temperamento de un personaje como Colón, así como resaltar sus luces, son retos que a mi parecer cumple mejor una novela que un texto de historia, sin desmerecer a nadie. Vale la pena internarse en las páginas de El arpa y la sombra y Los perros del paraíso. Si su visión de la historia no cambia, querido lector, al menos se enriquecerá.

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Colón, Crítica, ficción, Historia

Una película de terror con múltiples posibilidades es la forma de capturar la atención y mantener el suspenso. Algo parecido ocurre en la nueva entrega de La Huérfana. Esta vez es un viaje al pasado previo al clásico del cual ya ha pasado más de una década desde su estreno. Viajamos de regreso a Rusia, y ya no hay una intriga alrededor de esta niña. Ya sabemos que es más bien una mujer adulta atrapada en el cuerpo de una niña por una extraña enfermedad, y además completamente trastornada por estos traumas. 

Luego de escapar del manicomio donde está reclusa, se hace pasar por una niña de nuevo y engaña a unos padres en Estados Unidos que andan buscando a su hija secuestrada hace muchos años. Hasta ahí todo es básicamente la misma película. El giro que da entonces abre una serie de posibilidades para la trama que debo decir fueron totalmente inesperadas para mi. Estaba esperando otro tostón previsible donde esta niña malota es la amenaza de una bonita familia americana. Pues aquí no hay nada de eso. 

Lo que sí hay es mucha violencia gráfica y sesos saliendo de las cabezas. También hay muchas risas. Cuántas posibilidades hay de que se vea real a una actriz de 25 años haciendo de una mujer de 31 años pretendiendo por una enfermedad ser una niña de 9 años. Cuán ridículo pueden ser enfrentamiento físicos, peleas, patadas y ataques directos de esta pseudo niña hacia otros personajes adultos. Es un personaje diabólico improbable no por su naturalez aisno porque su sola existencia es totalmente absurda. 

Bárbaro te da miedo, angustia y te indigna en grandes cantidad. La Huérfana te da mucha risa. Y se agradecen ambas emociones, incluso cuando no te lo esperas. En la segunda, la gran pregunta es, si nos estamos riendo de la película o con la películas. Quizás la intención de los creadores haya sido hacer el completo ridículo. Por algún motivo, lo descabellado de su premisa, y en eso se parece mucho a Bárbaro, la hace ser extrañamente interesante. Pero al final no importa por qué nos da risa. Si estamos dispuestos a experimentar angustia extrema, también deberíamos agradecer cuando algo da grandes dosis de auténtica comedia.

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Cine, Crítica

El viaje es un tópico central en la tradición latinoamericana. Tanto en el terreno de la historia, la literatura (basta recordar al cubano Alejo Carpentier) y el ámbito de lo que hoy clasificamos bajo el paraguas de “no ficción” (que por cierto no excluye los discursos autobiográficos), el viaje y los discursos de los viajeros ofrecen una amplia gama de posibilidades interpretativas, pues se vinculan con distintas áreas de reflexión: la expresión de la experiencia colonial, la acumulación de saberes dirigidos a los centros de poder europeos, las heridas y costuras de la otredad o la necesidad de construir identidades propias.

 

La marca del viajero es la marca del forastero. Pero eso no limita la figura del viajero a la condición extranjera. En el Perú, por ejemplo, libros emblemáticos como Paisajes peruanos, de Riva Agüero (publicado en 1955 en edición póstuma al cuidado de Raúl Porras) o Costa, sierra y montaña (1938), de Aurelio Miró Quesada, constituyen exploraciones en pos de lograr un concepto, una idea, acaso esbozar un fragmento de eso tan inestable y resbaladizo que llamamos la identidad nacional. El viaje, en todo caso, se convierte en una experiencia de conocimiento del propio territorio.

 

La condición extranjera juega inicialmente otro papel. La conquista española, por ejemplo, puso en acción toda una maquinaria narrativa uno de cuyos objetivos era llevar a la práctica un registro minucioso y exhaustivo de los nuevos territorios que iba dirigido a la corona, información valiosísima para un imperio en plena expansión y atacada por la ansiedad de expandir sus fronteras económicas. La puerta de entrada de este universo es el Diario de Cristóbal Colón, la primera mirada europea sobre América.

 

Durante el siglo XIX numerosos viajeros recorrieron el Perú, acumulando en muchos casos información geográfica, económica, biológica que alimentaría estrategias de inversión y penetración de capitales por parte de potencias como Inglaterra y Francia, principalmente. Estuardo Núñez y Edgardo Rivera Martínez, entre otros, han estudiado prolijamente este significativo segmento de nuestra literatura y han sido responsables, en más de un caso, de impecables reediciones.

 

Estas reflexiones se han suscitado por la lectura de una reciente publicación de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y el Instituto Francés de Estudios Andinos: Una vida en los Andes. Diario (1864-1896) de Théodore Ber, un ciudadano francés cuya biografía está llena de momentos rocambolescos y fascinantes. Nació en 1820 en Francia, en la localidad de Figeac, en una región conocida también como Mediodía-Pirineos. Aprendió el oficio de sastre, trabajó como obrero en talleres textiles y llegó a ocupar una gerencia.

 

En 1860, Ber decide “hacer la América” y se instala primero en Valparaíso, Chile y luego, en 1863, en Lima, oficiando de maestro de francés. Cuando comienzan a sonar los clarines de la Comuna de París, en 1870, regresa a Francia y participa activamente de la revolución que culminaría con el primer régimen socialista europeo de inspiración obrera. Luego de esta aventura vuelve al Perú donde, entre otras actividades, funda un diario en francés, titulado L´Etoile du Sud.

 

Desde entonces dedica múltiples esfuerzos a realizar estudios arqueológicos en distintos lugares del Perú, en misiones avaladas por el gobierno francés que no tuvieron un final exitoso. En 1879 se instala en La Merced donde hace de todo un poco, desde cultivador de café hasta juez de paz, pasando por jefe de Correos e incluso gobernador de la ciudad. Finalmente regresa a Lima en 1884, donde permanecería hasta 1900, año de su desaparición. Dejó un diario, que resume su vida en el Perú, una existencia marcada por una curiosidad cultural militante y un ansioso deseo por la escritura.

 

Pascal Riviale y Christophe Galinon, editores de este valioso texto, refieren: “Théodore Ber es un hombre lleno de curiosidad, una mente crítica, movido por una pasión avasalladora por escribir. El deseo de testimoniar, transmitir, se satisface hilvanando anécdotas y recuerdos inscritos en simples cuadernos o bien en imponentes registros (…) entre 1864 y 1896” (p.26).

 

El diario, como género, puede darse el lujo de registrar simultáneamente las experiencias, la temporalidad que media entre los hechos y su traspaso a la escritura se estrecha de modo notable; de ahí que su conexión con la cotidianidad del autor sea, con frecuencia, un rasgo central. El diario de Ber no escapa a esta regla, pero tiene además otras lecturas: es pergamino íntimo, pero también documento cultural, vivencia de la otredad.

 

Lo cierto es que a Ber le tocó vivir momentos importantísimos de nuestra historia. Estuvo presente en el combate del 2 de mayo y sobrevivió a la Guerra del Pacífico, así como también a una epidemia de fiebre amarilla que provocó una espeluznante mortandad en Lima y Callao en 1868.

 

Un ejemplo de su escritura minuciosa tiene que ver con un pasaje del Combate del 2 de Mayo: “Durante el combate, el Loa y el monitor Victoria, ambos blindados, pero de pequeñas dimensiones, utilizaron con provecho sus cañones, sin haber sido incomodados por los españoles. Unos pequeños barcos de madera, como el Colón, el Sachaca y el Tumbez, han podido participar del combate sin ser seriamente averiados. Todos se extrañan de la retirada de los españoles, a sabiendas de que una hora más de combate les confería una apariencia de victoria. Se terminó por saber que el almirante [Méndez] Núñez había sido herido a bordo de la Numancia y los hay que dicen que está muerto” (p.157).

 

No te privo más, lector, de bucear por ti mismo en las páginas de este importantísimo rescate bibliográfico, cuya lectura recomiendo desde ya con total entusiasmo.

 

Una vida en los Andes. Diario (1864-1896). Pascal Riviale y Christophe Galinon (editores). Traducción de Isabelle Tauzin-Castellanos, José Gabriel Castellanos y Mónica Cárdenas Moreno. Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos e Instituto Francés de Estudios Andinos, 2021.

Theodore Ber
Una vida en los andes

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Alonso Rabí Do Carmo, Crítica, Literatura
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