Fujimorismo

[La columna deca(n)dente] Por fin, alguien se atrevió a decir la verdad. El congresista Ernesto Bustamante, conspicuo representante de Fuerza Popular y seguidor incomparable de Keiko Fujimori, además de una autoridad indiscutible en ciencia y biología femenina (porque, evidentemente, su cromosoma Y le otorga una ventaja intelectual innata en el tema), ha revelado la razón por la que no hay más mujeres en la ciencia: carecen de un incentivo biológico para interesarse en ella.

Según su brillante razonamiento, si en el mundo el porcentaje de mujeres científicas no es del 33%, sino menor, entonces ese número debería preocuparnos. La lógica es inapelable: si la tendencia global es que las mujeres son excluidas de la ciencia, ¿por qué Perú se empeña en ser una anomalía? ¿Acaso queremos desafiar la «naturaleza» y promover algo tan anticientífico como la igualdad de oportunidades?

Desde ya, las universidades, públicas y privadas, deberían revisar sus currículos. ¿De qué sirve incentivar a las mujeres a estudiar física, matemáticas puras, astrofísica, si su propia biología no las motiva? Tal vez haya que redirigirlas a actividades más acordes con su predisposición natural, como la costura o la repostería, donde la química se usa solo para hacer pasteles y no para entender el universo.

Además, las grandes científicas de la historia deberían ser revaluadas. ¿Marie Curie? Seguramente era una anomalía genética. ¿Vera Rubin? Un caso de desviación biológica. ¿Hedy Lamarr? Tal vez una mutación. Está claro que sus logros no se debieron al talento, la inteligencia o la dedicación, sino a alguna alteración extraña que las hizo interesarse en la ciencia pese a su naturaleza femenina.

Ahora bien, hay quienes insisten en la absurda idea de que el acceso desigual a la educación, los prejuicios y los estereotipos de género han sido los verdaderos responsables de la baja representación femenina en la ciencia. Pero todos sabemos que la historia la escriben los genes, no las sociedades. Decir que a las mujeres se les ha desincentivado desde niñas a desarrollar habilidades científicas es solo una teoría conspirativa de esas feministas que insisten en la existencia del machismo y son entusiastas propagandistas de la llamada “ideología de género”. 

Dicho esto, tal vez sea hora de replantear algunos premios Nobel. Si las mujeres no tienen un incentivo biológico para la ciencia, entonces los logros de aquellas que han sido galardonadas deben ser un error del sistema. Es más, ¿qué tal si revisamos los laboratorios actuales? No vaya a ser que la biología haya empezado a fallar y ahora haya mujeres haciendo ciencia como si fueran seres humanos con plena capacidad intelectual.

Gracias, congresista Bustamante, por recordarnos que la desigualdad no es un problema social, sino un simple asunto de ADN. Mientras tanto, las mujeres seguirán avanzando en la ciencia, no porque su biología lo determine, sino porque su inteligencia, esfuerzo y capacidad lo demuestran. Y eso, por más que le pese a algún fujimorista, es un hecho científicamente comprobado.

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Algunos despistados creen que el fujimorismo va a diluirse por su apoyo al régimen de Dina Boluarte y que, en consecuencia, que aparezca con 12% liderando la intención de voto, es una ilusión pronta a desvanecerse apenas comience la campaña.

El bolsón de votos fujimoristas es sólido como una roca. Ha sobrevivido a los vladivideos, a la carcelería de Keiko, a los ataques de la prensa. No hay nada que haga pensar que su cercanía al oficialismo la vaya a afectar sobremanera. En el peor de los casos, le coloca un techo de crecimiento que podría costarle la elección, eso sí.

Recordemos que en la campaña del 2021, Keiko empezó recién salida de la cárcel, con todo el estigma que ello conlleva, estaba peleada con su progenitor y su hermano Kenji, había jugado un papel deleznable en el Congreso obstruyendo tozudamente al régimen de PPK. A pesar de ello, apeló al voto duro fujimorista y logró pasar a la segunda vuelta. Hoy parte en una posición infinitamente más ventajosa, con su proceso cayéndose a pedazos, reconciliada con su familia y con el único pasivo de su gestión parlamentaria aconchabada con Palacio.

Cuando desde esta columna se recomienda a la centroderecha hacer de ella un blanco de ataques, no es porque pensemos que ello le pueda quitar votos sino porque reperfila a un sector ideológico históricamente dominado por el fujimorismo que ya es hora empiece a distinguirse y a cosechar sus propios bonos de esa postura antifujimorista.

El fujimorismo será un hueso duro de roer y se equivocan de cabo a rabo quienes subestiman su poder de supervivencia. Hoy Keiko tiene la primera opción de pasar a la segunda vuelta. Para impedirlo, la derecha radical o la centroderecha tienen que obtener 12% o más y así meterse en el partidor final. Ponderábamos la correcta estrategia de López Aliaga de tomar distancia de Keiko y creemos que deberían seguirlo en el empeño el resto de fuerzas políticas de centroderecha que parecen creer que el único enemigo a derrotar es la izquierda.

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[La columna deca(n)dente] Por décadas, Juan Luis Cipriani, figura destacadísima del Opus Dei y exarzobispo de Lima, fue presentado por sectores conservadores como un bastión de valores y principios. Para estos grupos, cuya expresión política se ha materializado en partidos de derecha y ultraderecha, como Renovación Popular, Cipriani representaba la «reserva moral», un faro ético en medio de las turbulencias políticas y sociales. Sin embargo, una mirada crítica revela que este discurso no solo fue falaz, sino también profundamente perjudicial para la salud democrática y ética del país.

El respaldo de Cipriani al régimen de Alberto Fujimori marcó un punto de inflexión en la relación entre Iglesia y política en el Perú. Durante los años noventa, mientras el fujimorismo consolidaba su control autoritario mediante mecanismos de corrupción, clientelismo y violaciones de derechos humanos, Cipriani se posicionó como un aliado estratégico. Su silencio frente a casos como las desapariciones o ejecuciones extrajudiciales en Ayacucho durante el conflicto armado interno, y su crítica constante a las organizaciones de derechos humanos, reflejan una subordinación de los valores éticos al poder político. Esta cercanía no puede interpretarse como neutralidad o mediación, sino como una forma de legitimación moral del gobierno fujimorista, que atentaba contra los principios democráticos.

Las denuncias de abuso sexual contra Cipriani y las sanciones impuestas por el Vaticano han destapado una crisis de legitimidad, no solo para él, sino también para los sectores que lo presentaron como un símbolo ético. Aunque Cipriani niega las acusaciones, las medidas disciplinarias de la Santa Sede confirman la seriedad de los señalamientos en su contra. Este desenlace ha expuesto la fragilidad del discurso conservador que lo erigió como «reserva moral», evidenciando que los valores que decía representar eran, en el mejor de los casos, selectivos y convenientes.

Resulta revelador que los partidos de derecha y ultraderecha hayan adoptado a Cipriani como su referente moral, mientras promovían agendas políticas basadas en el autoritarismo, la exclusión y el desprecio por los derechos fundamentales. Este fenómeno no es exclusivo del Perú; en América Latina, las alianzas entre sectores religiosos conservadores y fuerzas políticas reaccionarias han sido una constante, reforzando estructuras de poder que perpetúan desigualdades. Cipriani, lejos de ser un faro moral, fue una herramienta de estas agendas, un símbolo utilizado para justificar políticas que, en muchos casos, contradecían los principios éticos más básicos.

La figura de Cipriani como «reserva moral» fue, en esencia, una construcción política más que una realidad ética. Su legado es un recordatorio de los riesgos de mezclar religión y política, de convertir a líderes eclesiásticos en figuras intocables y de permitir que intereses políticos se disfracen de valores morales.

Para los católicos, las sanciones contra Cipriani han sido un golpe devastador a la confianza en sus líderes religiosos. Para la opinión pública, su caída representa una oportunidad para reflexionar sobre la necesidad de construir referentes éticos que no dependan de alianzas con el poder, sino de un compromiso genuino con la justicia, la verdad y los derechos humanos. En última instancia, la lección que deja el caso Cipriani es clara: la moralidad no puede ser monopolizada por una ideología ni instrumentalizada por intereses políticos. Solo cuando se pone al servicio de toda la sociedad, y no de unos pocos, puede aspirar a ser verdaderamente legítima.

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[EN EL PUNTO DE MIRA] Reflexionar sobre la herencia fujimorista es importante para el conocimiento público. Hasta la fecha tenemos estudios sobre lo que pasó en el régimen autoritario, así como la gran corrupción sistemática que hubo. También existen investigaciones (y videos que salieron a la luz pública) sobre la compra, por parte del gobierno autoritario de Fujimori, de medios de comunicación. Además, existen estudios sobre la liberalización del mercado y las reformas del consenso de Washington que permitieron el crecimiento económico del país. 

De todo este proceso en mención ¿qué nos dejó como herencia política y social el fujimorismo? En términos políticos, nos legó la compra de conciencias, como si fuera un producto más del stock de una tienda. Si actualmente estamos presenciando los ‘jales’ políticos como algo normal, es porque durante el fujimorismo se impulsó, de manera perversa, la compra de operadores políticos con el fin de debilitar a los partidos. Siempre hubo mercantilismo político, pero durante los noventa se volvió la regla.

En términos sociales, producto del sistemático desprestigio por parte del gobierno autoritario hacia los partidos políticos y de la compra de medios de comunicación, el fujimorismo nos dejó como herencia una sociedad desconfiada. El peruano desconfía de todo. ‘Después de mí, el diluvio’ se volvió la regla. La ciudadanía en general desconfían de los políticos. Y la gran mayoría de la clase política (y del periodismo) desconfían de otorgar dinero para la ejecución de una obra a los ciudadanos. De arriba hacia abajo, y viceversa, existe la desconfianza.

¿Qué hacer frente a ello? Propuestas y acciones que contribuyan a reconstruir al Perú como sociedad. En la sociedad, el Estado y el mercado son de suma importancia para la confianza, que es vital para la ciudadanía. La clase política tiene la urgente necesidad de dar propuestas y acciones que generen confianza ciudadana para fortalecer el Estado y para que se genere un nuevo pacto entre el capital y el trabajo. La herencia política y social del fujimorismo golpista hizo mucho daño al país.

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Antipolítica, Fujimorismo, Política

No he opinado acerca de la muerte de Alberto Fujimori, he opinado sobre él a propósito de su muerte. He tratado de ser firme y ponderado al mismo tiempo, de recordar el oprobio sin caer en el linchamiento, de pensarme a mí mismo como analista y académico, antes que como activista radical. Es tan fácil tirar piedras, es tan sencillo hacer la revolución con una pañoleta verde tapándote la cara. 

Me he paseado por las redes de otros países. En Colombia debaten sobre Petro y es lo mismo -al margen de la lesa humanidad- y en el Chile de Boric o la Argentina de Milei también es lo mismo. Me pregunto si son las redes o si es la pulsión humana de siempre eso de sacarse las vísceras unos a otros, o si, finalmente, las redes no son más que un medio que nos permite hacer lo que siempre quisimos pero no podíamos porque carecíamos de un lugar invisible para emboscar al otro bajo el cobijo del anonimato. 

Primo Levi escribió Si esto es un hombre, sobre su supervivencia al campo de concentración de Auschwitz, la expresión más absoluta del mal que ha conocido la modernidad occidental. Recién nos hemos conmovido con la vida reducida a la nada confrontada con su éxtasis más complaciente en la cinta “zona de interés”. Apenas una pared separa al bien del mal más absolutos, nunca el maniqueísmo disfrutó de una vecindad más funcional entre sus sempiternos antagónicos.  Julia Shaw, en su libro, «Hacer el mal» (2024) sostiene que todos somos capaces de cometer un asesinato. La afirmación reitera una verdad ineludible, la he escuchado tantas veces en boca de protagonistas de series policiales. El hombre llevado a aquel extremo en el que se convierte en animal, en bestia, en lo que fue al principio y sigue siendo tras milenios de socialización: un animal, al fin y al cabo, un animal. 

He pensado en el poder, en la puerta giratoria que lleva a ese lóbrego lugar del que no se retorna, he visto a tantos cruzarla, podría nombrarlos, no voy a hacerlo. Hace años dejé de pelear así, desde que entendí que los malos están al frente pero que igual estoy rodeado de ellos y que, finalmente, yo tampoco soy más que un hombre, un simple hombre que, con suerte, dejará este mundo en las próximas tres décadas. Mejor así, con el tiempo aprendí de la ponderación del perfil bajo, de la calidez reposada de una acogedora sombra, lo suficientemente inadvertida como para que no la alcancen las habladurías, los chismes, la maledicencia humana. 

Fujimori se ha ido, el fujimorismo no, el Perú tampoco, eso es lo peor, tenemos que seguir siendo peruanos y amar entrañablemente a nuestra patria a pesar de ella misma. Al Perú legado por Fujimori, por Francisco Pizarro, por Ramón Castilla, por Manuel Odría, por todos los presidentes del siglo XXI, salvo los honorables Valentín Paniagua y Francisco Sagasti, que por algo fueron transitorios pues gobernaron el tiempo exacto para no ser alcanzados por el oprobio. 

La clase política antes de la dictadura de Alberto Fujimori languidecía pero era mejor tenerla que hacerla estallar en miles de caudillos regionales, provinciales y distritales esparcidos a nivel nacional, sin control, sin Estado, sin ley ni Constitución, realizando sucios negocios con el erario público, los que luego son decretados con urgencia, entre gallos y media noche, por un Congreso ominoso. En el Perú no amanece, ni tampoco huele a mañana, varón*.  

*Parafraseo de verso del tema GDBD, de Rubén Blades, del álbum Buscando América, 1984

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Alberto Fujimori, Auchwitz, Democracia, dictadura, Fujimorismo, Primo Levi, si esto es un hombre

[La columna deca(n)dente] En una reciente entrevista, el congresista fujimorista Fernando Rospigliosi, otrora recalcitrante antifujimorista, argumentó que la aplicación de la figura de lesa humanidad a militares y policías que participaron en la lucha contra el terrorismo en el país es injusta y contraria a la legalidad. Según Rospigliosi, la aplicación retroactiva de este concepto busca perseguir políticamente a quienes defendieron al país de la barbarie terrorista en las décadas de 1980 y 1990. Sin embargo, este tipo de afirmaciones, aunque atractivas para ciertos sectores, ocultan una peligrosa distorsión de lo que verdaderamente significa la justicia para crímenes de lesa humanidad y los compromisos internacionales asumidos por el Perú.

Primero, es importante aclarar que la figura de los crímenes de lesa humanidad no es un capricho político ni una invención local, sino un concepto profundamente arraigado en el derecho internacional. Los crímenes de lesa humanidad, como las ejecuciones extrajudiciales, la tortura, las desapariciones forzadas y la violación sexual, entre otros, son considerados tan graves que no prescriben y no pueden ser amnistiados. Esto se debe a que estos delitos violan derechos humanos fundamentales y afectan no solo a las víctimas directas, sino a la humanidad en su conjunto.

El principio de no retroactividad no es aplicable en estos casos debido a la naturaleza de los crímenes. La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha subrayado repetidamente que los Estados tienen la obligación de investigar, juzgar y sancionar estos delitos, independientemente de cuándo se cometieron. En este sentido, la justicia transicional busca asegurar que no haya impunidad y que se haga justicia para las víctimas.

Además, es preocupante que se minimicen y olviden los crímenes cometidos por agentes del Estado durante el conflicto armado interno, bajo el argumento de que «salvaron al país». Rospigliosi pasa por alto principios fundamentales, como que el fin no justifica los medios y que la barbarie terrorista no se combate con barbarie estatal. También ignora que el uso de la violencia y la violación de derechos humanos por parte del Estado no pueden ser tolerados ni olvidados, y que la justicia para las víctimas de abusos estatales es tan esencial como la justicia para las víctimas del terrorismo. Su discurso ignora las obligaciones internacionales del Perú y socava los esfuerzos por establecer una justicia equitativa y completa. La justicia no es venganza, sino un proceso necesario para sanar las heridas de la sociedad y construir un futuro en el que los derechos humanos sean respetados de manera irrestricta.

En lugar de cuestionar la aplicación de la figura de lesa humanidad, deberíamos apoyar y promover los esfuerzos para garantizar que todos aquellos que cometieron crímenes atroces, sin importar su bando, rindan cuentas ante la justicia. Solo así podremos avanzar hacia una sociedad verdaderamente justa y democrática.

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Fernando Rospigliosi, Fuerza Popular, Fujimorismo, lesa humanidad

El escenario político peruano siempre ha estado plagado de giros dramáticos, y pocas historias han sido tan tumultuosas como la saga del clan Fujimori. Desde el apogeo del poder del «líder histórico» Alberto Fujimori hasta las sucesivas derrotas en las elecciones presidenciales de su hija Keiko, este linaje ha protagonizado una serie de eventos que podrían competir con las tramas más intrincadas de la literatura política.

Uno de los últimos capítulos más saltantes en esta saga se desarrolló en torno a la libertad de Fujimori, condenado por una serie de delitos. Kenji, su menor hijo, se embarcó en una intensa campaña para lograr el indulto de su padre, utilizando diversos recursos y estrategias. Por lo tanto, no fue sorpresa que finalmente el presidente Pedro Pablo Kuczynski concediera el indulto a cambio de los votos de los congresistas “albertistas”, los cuales evitarían su eventual vacancia. Sin embargo, la alegría efímera de la liberación se convirtió en desilusión cuando el indulto fue declarado nulo, y Fujimori volvió a la cárcel. 

Mientras Kenji luchaba incansablemente por la libertad de su padre, su hermana Keiko permanecía en un segundo plano, sin hacer nada para apoyar la causa de su hermano. Peor aún, su actitud hostil hacia Kenji evidenció las divisiones en el seno político y familiar. Esta falta de apoyo por parte de Keiko hacia Kenji no solo sorprendió a muchos observadores políticos, sino que también generó preguntas sobre las verdaderas dinámicas familiares y políticas dentro del clan Fujimori y del movimiento fujimorista en general.

¿Cuál fue la razón detrás de la decisión de Keiko de mantenerse al margen y confrontar a su hermano? Es difícil precisarlo. No obstante, una razón plausible podría ser la rivalidad política y personal entre los hermanos. Keiko, en calidad de destacada figura del fujimorismo, habría podido percibir la campaña de Kenji como una amenaza a su propia posición de poder y liderazgo. Además, es factible que Keiko haya tenido divergencias estratégicas con la campaña de Kenji. Quizás consideró que la estrategia de Kenji para obtener el indulto de su padre no era la más efectiva o pudo haber expresado preocupaciones respecto a las implicaciones políticas a largo plazo de conceder dicho indulto.

La estrategia de confrontación con Kenji socavó la imagen de unidad y cohesión que el fujimorismo intentaba proyectar, exponiendo públicamente las divisiones internas y rivalidades dentro del clan Fujimori. En lugar de presentar una sola fuerza, la situación puso de manifiesto la existencia de dos sectores claramente definidos: uno liderado por Kenji y otro por Keiko.

La reciente declaración de Alberto Fujimori, en la que apoya sorprendentemente la permanencia de la presidenta Boluarte hasta el 2026, solo sirve para agregar más combustible al fuego de la intriga política. “El gobierno de la presidenta Dina Boluarte va a continuar hasta el 2026. Por lo menos, Fuerza Popular y el fujimorismo así lo han acordado”. La distinción entre Fuerza Popular y el fujimorismo no es gratuita. Esta ratifica la existencia de dos sectores diferenciados en el seno del fujimorismo y anuncia su regreso a la política. En este sentido, señaló que el fujimorismo postulará en las próximas elecciones presidenciales, aunque no confirmó que su hija Keiko fuese la candidata. ¿Cómo puede interpretarse la declaración de Fujimori? Las especulaciones están en pleno apogeo.

En definitiva, ¿cuál será el futuro de Fuerza Popular y del fujimorismo? ¿Podrán superar sus divisiones y las confrontaciones? Solo el tiempo lo dirá. Pero una cosa es segura: la saga del fujimorismo aún tiene muchos capítulos por escribir, y ninguno de ellos parece estar exento de drama y sorpresas.

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En la historia de la lucha por la justicia, la fraternidad, la solidaridad y el bienestar común, resuenan con fuerza nombres que encarnan la valentía, la determinación y la esperanza. Uno de estos nombres es el de María Elena Moyano, una figura emblemática que dejó un legado imborrable en la lucha por los derechos humanos y la democracia en el Perú.

Desde una edad temprana, Moyano demostró un profundo compromiso con su comunidad y una pasión por la justicia social. Esta pasión la llevó a convertirse en una de las líderes más prominentes de su tiempo, una mujer que creía firmemente en la democracia y en el poder del pueblo para transformar su realidad.

En un contexto marcado por la violencia de Sendero Luminoso y el fujimorismo, Moyano abogó incansablemente por el diálogo y la participación ciudadana. Su visión de la democracia no se limitaba a un sistema político, sino que abrazaba la idea de una democracia integral presente en todas las esferas de la vida de las personas.

Reconocía que la democracia solo puede florecer en un entorno donde se respetan irrestrictamente los derechos humanos fundamentales. Por lo tanto, dedicó gran parte de su vida a la defensa de estos derechos, especialmente los de las mujeres y los más vulnerables de la sociedad. En 1984, fue elegida presidenta de la Federación Popular de Mujeres de Villa El Salvador (FEPOMUVES). Su lucha incluyó la promoción de la educación, la salud y el bienestar de las comunidades, así como la denuncia de las atrocidades cometidas por Sendero Luminoso y las violaciones de derechos humanos por parte del Estado.

María Elena Moyano también incursionó en la política, siendo elegida en 1989 como teniente alcaldesa de Villa El Salvador por Izquierda Unida (IU). Se convirtió en una figura destacada no solo en su distrito, sino también en Lima Metropolitana. Su compromiso con la no violencia y la búsqueda de justicia la convirtieron en una figura respetada y admirada. Por eso mismo, desafió valientemente a Sendero Luminoso y a las fuerzas del orden que amenazaban la paz y la seguridad de su comunidad.

Trágicamente, su activismo social y político la convirtió en blanco de aquellos que se oponían a su mensaje de esperanza y cambio en democracia. El 15 de febrero de 1992, a la edad de 33 años, fue brutalmente asesinada por Sendero Luminoso.

Sin embargo, su legado perdura. María Elena Moyano sigue siendo un símbolo de coraje y resistencia, un recordatorio de que incluso en los momentos más oscuros, la luz de la esperanza y la justicia nunca se apaga por completo. Su vida y su sacrificio nos inspiran a todos a seguir luchando por un mundo donde la democracia y los derechos humanos sean verdaderamente universales y respetados por todos.

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Lo que está ocurriendo con la Defensoría del Pueblo y con la Sunedu es la mejor demostración de cómo una coalición derechista conservadora es capaz de destruir instituciones, en base a los prejuicios ideológicos que acompañan su arsenal cognitivo.

Si a ello le sumamos el desastroso paso del alcalde Rafael López Aliaga por la Municipalidad de Lima y junto con él, de muchos de sus correligionarios distritales, deberá deducirse que este núcleo del espectro ideológico nacional puede haber alcanzado protagonismo, pero no profesionalismo político.

La derecha conservadora no tiene idea de cómo resolver los graves problemas nacionales que nos aquejan (inseguridad ciudadana, corrupción, crisis económica, reforma del Estado, fortalecimiento de instituciones, etc.). Está signada por un arsenal de frases efectistas, pero a la hora de ejecutar, como se aprecia en la esfera congresal y en la municipal, no da pie con bola.

Lamentablemente, la principal fuerza de la derecha peruana, el fujimorismo, en lugar de haber fortalecido su raigambre liberal, identitaria de lo mejor de los 90, se ha deslizado hacia senderos conservadores, mercantilistas y autoritarios, yendo a contrapelo de sus propios orígenes sociales e ideológicos.

Es casi tan malo que gane la izquierda extrema el 2026 como que lo haga la derecha conservadora. No habría ninguna reforma liberal y muy lejos de ello, el Perú retrocedería en muchas cosas positivas que se lograron, a cuentagotas, en la transición democrática, y nos despediríamos del avance de reformas importantes como las vinculadas a políticas de equidad de género, luchas feministas, respeto a la diversidad cultural, etc.

Si queremos salir del embrollo social, económico y político en el que nos encontramos, es menester que se fortalezcan opciones liberales, que incorporen fuerzas de derecha, de centro e, inclusive, de la centroizquierda que se mantuvo incólume de la tragedia castillista.

Entre la izquierda radical cavernaria y la derecha conservadora troglodita, nos aseguran el retroceso del país y la pauperización brutal de la convivencia política. Es imperativo que las fuerzas liberales y democráticas unan voluntades y le eviten al país ese terrible trance.

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