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Un sector que puede terminar teniendo gran impacto electoral en la jornada del 2026 es la derecha radical. La inseguridad ciudadana es su combustible creciente y seguramente los discursos prometiendo mano dura, pena de muerte, retiro dela Corte de San José, segregación de migrantes venezolanos, etc., serán parte del arsenal narrativo a emplear.

En general, según la encuesta del IEP, la derecha ha venido creciendo significativamente en las preguntas de autodefinición ideológica, en consonancia con el aumento de la inseguridad. Por más que el gobierno de Dina Boluarte sea identificado como de derecha (más aún ahora que ha estrenado un arraigado anticaviarismo) y tenga un nivel de aprobación paupérrimo, la derecha crece como la espuma.

El problema es que el 10 o 15% que se puede identificar como de derecha radical va a tener que dividir sus preferencias. Ya en estos momentos hay por lo menos tres candidatos que pisan esos predios: Rafael López Aliaga, Phillip Butters y Carlos Álvarez.

No está tan fragmentada como la centroderecha, que presentará cerca de 20 candidatos, pero no tiene el caudal de votos de aquella, bastante más grande que la derecha radical. Eso le puede complicar el panorama de meter a algunos de los tres mencionados en la segunda vuelta electoral.

López Aliaga lleva ventaja por su tribuna municipal. Butters tiene que romper la burbuja televisiva en la que se mueve y Carlos Álvarez tiene que prepararse para afrontar con solvencia la campaña que atacará su identidad sexual (ésta va a ser una campaña furibunda y muy sucia).

El problema para ellos es que si se nivelan sus intenciones de voto, no podrán disputarle el sitio a la izquierda radical y antisistema, y al fujimorismo, que tiene un sólido 10 o 12%, difícil de revertir, a pesar del apoyo absoluto que le brinda al impopular gobierno de Dina Boluarte.

Lo interesante, en todo caso, es que serán animadores de la campaña. Son contestatarios, beligerantes, políticamente incorrectos y confrontacionales. Al menos garantizan algo de condimento a una contienda que si algo no debe ser, por lo que juega en ella, es sosa y plana.

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Sudaca, Ultraderecha

Sorprende el estruendoso silencio de los precandidatos presidenciales al 2026 respecto de la crisis política que asola al gobierno de Dina Boluarte, a propósito del último escándalo del controvertido ministro del Interior Juan José Santiváñez.

Normalmente, empezada ya la campaña, la clase política suele pronunciarse frecuentemente sobre los quehaceres del régimen que gobierna porque eso les permite “posicionarse” frente al electorado. Así, paulatinamente se van perfilando y capitalizando políticamente, más aún en una situación en la que la mayoría de la población -según confirman todas las encuestas- no tiene idea de por quién va a votar.

Eso sucede en todas las democracias del mundo. Es lo habitual en un contexto preelectoral. Acá en el Perú, por el contrario, parece que el silencio es la consigna.

Por supuesto, ha habido aislados pronunciamientos. Los congresistas, inevitablemente -porque son abordados por la prensa- hablan sobre la coyuntura, pero en el caso que comentamos nos referimos a los que preparan maletas para emprender el viaje de la candidatura presidencial. Salvo una o dos excepciones (Víctor Andrés García Belaunde y Carlos Anderson), el resto de precandidatos ha guardado absoluto silencio, tanto en la izquierda como en la derecha.

Tal vez sea el anticaviarismo del que ha hecho gala el gobierno, empezando por la mismísima presidenta de la república, avalado por una buena parte de la población (ya es casi, podría decirse, la primera fuerza política del país por encima del antifujimorismo), algo que es compartido por la izquierda y la derecha peruana en su mayor parte, lo que ha hecho que se prefiera guardar silencio y en el fondo se espere que la batalla librada por el régimen lleve efectivamente a la derrota de la “mafia caviar”.

No obstante, aún si fuese ése el cálculo detrás, se comete un grave error guardando silencio. Porque ese vacío es ocupado en el imaginario popular por el imprevisible candidato antisistema que, sin lugar a dudas, aparecerá en el firmamento electoral a pocos días de las elecciones, tal como sucedió con Pedro Castillo (hoy, las condiciones para que surja un candidato antiestablishment son más fuertes que las que existían el 2021).

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Candidatos, elecciones 2026

Son dos los riesgos políticos que la democracia debe sortear este 2026 si quiere ser parte de un proceso de reconstrucción de la democracia y romper la espiral de deterioro a la que el Ejecutivo aliado al Congreso han conducido al país.

Uno primero, es el triunfo de un radical populista, sea de derecha o de izquierda, que decida hacer tabla rasa, en base a su probable popularidad, de lo poco que queda de institucionalidad democrática en el país. Otro segundo, es la aparición de un outsider aventurero, sin programa ni cuadros, que irrumpa a la hora nona en medio de la multitud de agrupaciones que tentarán suerte el 2026 (Castillo es la más cercana medida del desastre que podría avecinarse).

A los radicales populistas se les combate con política, con planes de gobierno eficaces y vendibles, con cuadros técnicos, con frentes sociales (ya que las coaliciones electorales no prosperarán, por lo visto). A los outsiders, haciendo política anticipada, desde ya, sin esperar a diciembre de este año para aparecer, imitando justamente a los referidos outsiders, como parecen pretender sinfín de candidatos que guardan perfil bajo en estos momentos.

Corresponde dar un golpe certero a la narrativa populista que ofrece soluciones fáciles a problemas complejos. Los ciudadanos, cansados de promesas vacías, claman por alternativas realistas, pero con una visión a largo plazo.

Un aspecto clave es el fortalecimiento de la institucionalidad. Los outsiders, con su discurso anti-establishment, ganan terreno precisamente porque la percepción de que las instituciones no funcionan es cada vez más fuerte. Si el Ejecutivo y el Congreso no maduran políticamente y no ponen de su parte, se abrirá espacio para que los populistas se presenten como salvadores.

Es urgente, además, trabajar sobre los problemas reales de la gente: la inseguridad, la pobreza, el desempleo. Combatir a los radicales populistas no es solo una cuestión de teoría política, sino de ofrecer soluciones concretas y cercanas a la gente. De nada sirve atacar a los outsiders si no se presenta una alternativa viable que, además, resuelva de manera efectiva las demandas populares.

Con un lenguaje claro y sencillo, libre de tecnicismos, conectando con un electorado que se siente desconectado, la política puede y debe recuperar su capacidad de entusiasmar, de motivar a la acción, pero sobre todo, de generar esperanza.Si no se hace así, estaremos condenados y el 2026 será el parteaguas democrático del país.

La del estribo: amante de las novelas históricas, leo con pasión y con culpa -por no haberlo hecho antes-, Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, bajo la inspiración estimulante del club del libro de Alonso Cueto. Muy recomendable para buenos momentos de solaz y de aprendizaje histórico.

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elecciones 2026, pie derecho, Sudaca, Sudaca Perú

A falta de respuesta de los partidos de la derecha para armar coaliciones partidarias que eviten la fragmentación suicida de este sector del espectro ideológico, un camino alternativo a recorrer es el de la constitución de coaliciones con gremios sociales y movimientos universitarios que a lo largo del país constituyen un tejido social vivo capaz de movilizar activos políticos muy superiores a los que los partidos pueden mover.

Solo en el mundo de la pequeña y microempresa hay cientos de gremios desperdigados por todo el territorio nacional, inclusive en el mundo agrario, y que son emprendedores identificados con un discurso proinversión, alejados de prédicas violentistas o antisistema. Lo mismo sucede con movimientos estudiantiles que ya existen y se movilizan activamente en favor de la inversión y la economía de mercado.

Ya desde la izquierda se están activando movimientos parecidos. Lucio Castro, secretario general del Sutep y precandidato presidencial del Partido de los Trabajadores y Emprendores, ha lanzado la idea de un frente social que agrupe a gremios sociales y organizaciones sindicales como una manera de aglutinar esfuerzos y constituir una opción más atractiva que la de los outsiders radicales que pululan en su segmento.

Es una propuesta interesante, disruptiva sin ser extremista, capaz de ser efectiva frente a los populismos autoritarios que germinan tanto en la izquierda como en la derecha, y que sería capaz de recuperar un espacio para fórmulas democráticas, pluralistas y moderadas.

Sería formidable para el Perú que en la elección del 2026, los antisistema, que abrevan del miedo o la irritación, le cedan el paso a alternativas pensadas seria y laboriosamente. Hay tiempo para que cuajen y el Perú cívico haría bien en atenderlas como corresponde, porque su fortaleza no estriba en la sorpresa, la novedad imprevista o la radicalidad demagógica.

Si algo faltaba para que cuaje el ánimo antiempresarial disruptivo en las elecciones del 2026, lo ha logrado la tragedia del Real Plaza de Trujillo, más aún bajo la consideración de que los centros comerciales en el Perú han reemplazado en el imaginario popular a las plazas de armas, son los centros públicos por excelencia de la vida cívica.

La tragedia del Real Plaza de Trujillo, que ha estremecido al país, puede ser interpretado no solo como una dolorosa cifra de víctimas, sino como un claro síntoma de la decadencia estructural que arrastra a la sociedad peruana. En su trágica magnitud, el colapso de la infraestructura del centro comercial no fue un evento aislado, y se va leer como el reflejo de la inoperancia de un sistema que ha puesto en manos de unos pocos, con intereses particulares, las riendas de una nación sumida en la corrupción, el descuido y la desidia. No es casualidad que, tras esta desgracia, resurjan voces disidentes, de aquellos que se identifican con el malestar popular, con los que no creen ni en el sistema ni en la clase política tradicional.

Lo que estamos presenciando, aunque parezca un fenómeno nuevo, es una manifestación recurrente de una sociedad que, ante la parálisis del Estado, se ve forzada a abrazar el descontento. Así, el accidente ha hecho saltar los cimientos de un sistema que se tambalea y va a empujar a los márgenes a sectores que ven en el caos y la protesta la única vía posible para la reconstrucción de una realidad mejor, aunque parezca utópico.

En este escenario, los candidatos antisistema se presentan como la alternativa que, en su exasperación, halla en el discurso populista y radical una respuesta al clamor de las masas, esas que hastiadas de promesas incumplidas, ven en ellos el último refugio ante el colapso.

Por ello, las elecciones del 2026 no solo serán el escenario de una confrontación política tradicional, sino también la oportunidad para que las ideologías radicales, nutridas por la rabia y el desencanto, den un paso más en su consolidación. No es de extrañar que el desastre de Trujillo se convierta en el caldo de cultivo para el ascenso de aquellos que se alimentan de la frustración popular, ofreciendo, tal vez, soluciones tan efímeras como el propio sistema que pretenden reemplazar.

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centro comercial Trujillo, Tragedia Trujillo

Todas las encuestas revelan que la ciudadanía está buscando rostros nuevos en la escenografía electoral que se montará para la jornada del 2026.

Hay varios que cumplen ese perfil y otros que salen descalificados por ser ya “tradicionales”. Cartas jugadas son Keiko Fujimori, Rafael López Aliaga, Hernando de Soto, César Acuña, Guido Bellido, Aníbal Torres, Verónika Mendoza, Alfredo Barnechea, Martín Vizcarra, Francisco Sagasti. Será difícil que la ciudadanía que busca novedad recale su atención en ellos.

Rostros nuevos hay muchos. De la izquierda destaca Lucio Castro, actual secretario general del Sutep; también Virgilio Acuña, además de muchos desconocidos; de la centroderecha, Jorge Nieto, Carlos Espá, Carlos Álvarez, Phillip Butters, Rafael Belaunde, Carlos Neuhaus, Javier Gonzáles Olaechea, Pedro Guevara, Carlos Anderson, Wolfang Grozzo, entre muchos otros.

En la actual contienda electoral del Perú, la posibilidad de que un candidato nuevo dé la sorpresa no es una mera fantasía, sino una realidad plausible. El panorama político, marcado por la desilusión de un electorado desencantado con las promesas incumplidas de los tradicionales, abre un espacio fértil para propuestas frescas.

Como en el Perú de antaño, los ciclos de corrupción y desesperanza alimentan el fervor por la irrupción de un rostro nuevo que, con un discurso renovador, se erija como una esperanza en medio de la tormenta.

El nuevo candidato, sin las ataduras de los viejos poderes, puede aprovechar la vulnerabilidad de un sistema desgastado, pero debe hacerlo con agudeza. La lucha no es solo por conquistar el voto, sino por robarle la atención de los medios, ganarse la confianza de una ciudadanía que desconfía, y navegar entre las aguas turbulentas de un país profundamente dividido.

Este tipo de ascenso meteórico ha ocurrido en otras latitudes, y en el Perú, un pueblo que, en su historia, ha mostrado un apetito por lo insólito, no parece ajeno a tal sorpresa. Sin embargo, la travesía será ardua y no estará exenta de desafíos, pues la política, siempre cambiante, es un terreno que se reconfigura constantemente.

Si así nomás, con un poco de seguridad en la permanencia de Boluarte y con el ingreso de Salardi al MEF (que no es un macroeconomista de nota sino un buen gestor), la confianza inversora se ha disparado y ya se habla de la posibilidad de crecer este año 4%, imaginemos lo que ocurriría si ingresase a Palacio un gobierno orgánicamente liberal, con cuadros técnicos alineados con ese esquema y un plan agresivo de medidas económicas.

El Perú tiene un potencial de crecimiento enorme. Con un buen gobierno, ni siquiera uno extraordinario, podría llegar a tasas cercanas al 6%, que, esas sí, permitirían la reducción de la pobreza y el desempleo, y las desigualdades, como aconteció durante los gobiernos de Toledo y García, en la primera década del milenio, antes que Humala empezará a revertir el modelo de crecimiento aplicado.

Un gobierno que despliegue un agresivo programa de inversiones privadas, que destrabe valientemente los proyectos mineros congelados, que privatice Petroperú, Sedapal y Córpac, que desregule el sector laboral, que invierta en servicios públicos esenciales, como educación, salud y seguridad, podría transformar el país rápidamente.

Milei y lo que está haciendo en Argentina es un buen ejemplo de las bondades reestructuradoras que puede tener para un país una política liberal. En Argentina se ha cambiado la estructura mental populista y los resultados positivos ya saltan a la vista en muy corto tiempo. El Perú cuenta con la ventaja de que gran parte de ese camino ya lo recorrió y lo único que tiene que hacer es retomarlo.

Con dos periodos de gobierno sucesivos en esa misma perspectiva, el país podría dar vuelta a la página de los riesgos políticos antisistema que rondan permanentemente porque se hizo una parte de la tarea, pero no la otra, la de proveer beneficios a las mayorías populares del país, que es lo que cabe reclamarle a la transición, que desaprovechó la bonanza fiscal para hacerlo (incluidos los mencionados Toledo y García).

La economía le puede jugar una buena pasada al gobierno de Dina Boluarte. Según la última encuesta de Datum, 80% de la ciudadanía considera que su situación este año será mejor y ya los indicadores macroeconómicos apuntalan ese optimismo, sumados al nombramiento de un ministro capaz como Salardi que asegura confianza del sector inversor.

Lo que políticamente no logra, por su falta de capacidad, por la ausencia de políticas públicas, por su fracaso en la lucha contra la delincuencia, por los remanentes de las muertes por las protestas al inicio de su gestión (que enconan al sur andino de modo permanente), por las sombras de corrupción que se ciernen sobre varios sectores de su gobierno (baste ver lo de Qali Warma), la buena marcha económica se lo puede dar.

Hay varias consecuencias políticas de semejante hecho. Primero, se diluirían las posibilidades de que Dina Boluarte sea vacada por el Congreso. No es lo mismo tirarse abajo a una gobernante con 3% de aprobación que a una que tenga 10% por ejemplo (puede crecer a esa tasa si la economía sigue mejorando). Sin necesidad de pagarle a los canales de televisión, como sibilinamente acaba de declarar, Boluarte puede hacerse más visible para la gente de a pie y mejorar sus rangos de aprobación.

Segundo, puede arrastrar en esa mejora aprobatoria al Congreso, su socio político permanente, que hoy se halla enfrascado en escándalo tras escándalo (no pasa un día sin que no aparezca un nuevo motivo de primeras planas contra el Legislativo).

Tercero, mejoraría la performance electoral de los partidos que la soportan, particularmente del fujimorismo y el acuñismo, que ya no cargarían con un lastre tan grande. Ello amplía el margen de opciones electorales para el 2026.

Cuarto, disminuiría el factor de la irritación ciudadana como elemento disruptivo de la jornada electoral venidera, y que alimenta las opciones antisistema, particularmente las radicales de izquierda, que abrevan de la insatisfacción generalizada contra el gobierno y el “pacto de derechas” que la ciudadanía percibe como vigente.

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Encuesta Datum, opinión de Juan Carlos Tafur, pie derecho

La vida política en el país no vive uno de sus mejores momentos. La mediocridad y simplonería del gobierno y la deleznable conducta del Congreso, reducen los márgenes de discusión de políticas públicas o de iniciar debates intensos sobre el quehacer cotidiano.

Pero hay temas sobre los cuales cabe pronunciarse y la centroderecha liberal guarda silencio sepulcral sobre los mismos, salvo muy escasas excepciones. La corrupción en Qali Warma, la presunta red de prostitución en el Congreso, la impunidad de la que gozan los congresistas, el distractor tema de la pena de muerte lanzado por el gobierno, los recientes cambios ministeriales, la permanencia del cuestionado ministro del Interior, la ola delincuencial, las denuncias de pederastia que comprometen a quien fuera la máxima autoridad de la iglesia peruana, la disolución del Sodalicio, las políticas migratorias y comerciales de Trump, las relaciones con China bajo esa perspectiva, etc., son, por ejemplo, temas sobre los que cabría esperar un pronunciamiento político de un sector que debiera ser decisorio en la próxima contienda electoral.

Pero el silencio es sepulcral. No se pronuncian sobre ninguno de esos temas y le dejan la cancha libre a alguien como Rafael López Aliaga, el político más ducho hasta el momento para pronunciarse sobre todo y a toda hora. Por eso crece en las encuestas. Ha pasado de un 33 a un 46% de aprobación, según la última encuesta de Datum y su desaprobación ha caído de 62 a 50%. Es el único líder que hace política y se prodiga en hacerlo aprovechando su tribuna edil.

Se sabe que hay un trabajo interno de la centroderecha por armar planes de gobierno, equipos técnicos, listas congresales y posibles alianzas, pero ninguno de esos factores justifica el silencio político en el que andan sumidos.

Si van a esperar a diciembre para recién empezar a hacer política van muertos, reducidos a varias minicandidaturas sin ninguna posibilidad de alcanzar el protagonismo que ya tienen asegurados el fujimorismo, la izquierda radical y la derecha ultra. La centroderecha liberal arranca de cero y debe construir su camino con antelación si quiere aparecer con expectativas reales de protagonizar la lid definitoria, es decir, pasar a la segunda vuelta. El silencio y el vacío en política son fatales, porque ese espacio lo llena otro y después es casi imposible arrebatarle el terreno conquistado.

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opinión de Juan Carlos Tafur, pie derecho
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